Y me convertí, sin quererlo, sin haberlo pretendido expresamente, en una especie de empollón, en un integrante muy sui géneris de los cuerpos intelectuales de elite; y no porque tuviera unas ganas locas de aprender y de destacar, sino porque las condiciones en las que estuve inmerso prácticamente me precipitaron a ello.
Era tanto el tiempo del que disponía, tan larga la madeja de lana que tenía entre mis manos que, además de la consabida repartición entre el ejercicio y entretenimientos varios, aún me quedaba una amplísima fracción de tiempo por cubrir, por rentar, que decidí consagrar a tejer el jersey de mis estudios.
Sería lógico pensar que con tantas horas que debía pasar en casa me hubiese transfigurado, fácilmente, en todo un erudito, en una enciclopedia andante que resolvía con pasmosa velocidad de la luz los problemas de aritmética más complicados y rebuscados. Pero no fue así. Solamente ingresé en la sociedad selecta de los sesudos de mente parcialmente, de una manera sesgada, ya que si bien es cierto que cumplía con uno de los requisitos fundamentales para tal fin como es el de dedicarle bastante tiempo, restaba mucho de ser un estudiante brillante que sacaba siempre matrículas de honor como cabría deducir: era bueno, aprobaba sin excesivas dificultades, pero mis notas no eran nada del otro mundo. Académicamente hablando, sólo sobresalía ligeramente del montón, a pesar de que los medios utilizados correspondían y no tenían nada que envidiar a los que ponía sobre el tapete el más ducho de los cerebritos.
No dejaba de ser chocante, de despedir una fumarada enigmática: por una parte, por las horas consumidas debería corresponderme el honor de ser uno de los primeros de la clase; pero, por otro lado, por las calificaciones obtenidas habría que adjetivarme dentro de una media muy normal… No tardé en darme cuenta de cuál era y cómo funcionaba la ley principal del estudio: comprobé que lo realmente importante y decisivo no era tanto la cantidad de tiempo que podía dedicarle, sino la calidad del mismo.
Así, en toda una tarde de desgaste de codos podía embolsarme los mismos resultados que otro día al que hubiese destinado muchas menos horas pero que estuviese bajo los efectos de algún acontecimiento acaecido que me mantuviera animado. Constaté que, mucho más que el tiempo destinado, el factor determinante y decisivo era el estado anímico; cuanto más suelto y festivo estuviese, más rendimiento obtenía, más altas eran las notas. Realmente curioso.
Este descubrimiento se hizo más patente y se confirmó con el paso de los años, ya que al tener que morar cada vez más en casa lo lógico sería inferir que mis resultados académicos fueron cada vez mejores. Todo lo contrario: el elemento anímico, tocado, cayendo en picado, se sobreponía bloqueando y contrarrestando los avances en el terreno temporal, haciendo que esta ventaja quedase desplazada, aminorada.
Yo estudiaba principalmente por inercia, porque no se me ocurría nada mejor que hacer, y, principalmente, porque al menos en esta actividad era igual que ellos, no estaba en inferioridad, en desventaja aparente, y esto, afortunadamente, aplacaba mi desasosiego y me hacía sentir bien, como uno más.
Me sentí más o menos cómodo mientras me dejé llevar por el río del grupo, antes de que éste se ramificase en múltiples e irreconciliables afluentes. Cuando tenía catorce años y estaba en el último curso escolar, recuerdo que nos preguntaron cuántos de nosotros harían el Bachillerato y cuántos se decantarían por la Formación Profesional. Al llegar mi turno no supe qué decir, la pasividad se apoderó de mi respuesta. Me encontraba tan desorientado, tan ocupado, con mi mente bregando contra miles de preocupaciones mucho más trascendentales a miles de kilómetros de allí, que lo que menos me inquietaba era el tema de mi orientación académica. Al final, como un invidente al que guían de la mano, opté por ir al instituto, y no por ninguna razón en especial, sino precisamente por falta de ésta: porque la mayoría de mis amigos iban a ir allí; y no quería quedarme descolgado. Sabía que si escogía la opción del instituto me resultaría mucho más complicado mantener con vida a la motivación ya que después, al no haber universidad en Menorca, tendría que quedarme en la isla, por lo que las razones para continuar estudiando eran mucho menores al vislumbrar que tenía las perspectivas de futuro muy estreñidas; pero también es cierto que no tenía ganas ni energías para ponerme a reflexionar.
Los recursos de mi cabeza estaban todos contratados y por entero ocupados en asuntos mucho más preocupantes y urgentes, entre los que destacaba uno en especial: las complicaciones surgidas para caminar. Mis piernas se iban reblandeciendo, abotargando; los gusanos del cansancio crecían y se reproducían sin parar dentro de su matriz, zampándose sin contemplaciones las celdillas de reservas musculares que se encontraban a su paso.
Marabunta maldita, plaga infecta que no conseguía detener, y que se había hecho resistente al insecticida de mis ruegos y plegarias: mi caminar se estaba volviendo inquietantemente lento, cansino y endeble: cada vez debía realizar más paradas para recorrer un mismo trecho, cada vez tenía que quemar más tiempo si quería ir de un lado a otro.
Era un zombi, un muerto gemebundo a la espera del tiro de gracia, a la espera del desenlace final que acabase con mi sufrimiento. Deambulaba, arrastraba los pies con la cabeza paulatinamente más agachada al suelo para controlar al máximo mis pasos, para evitar que en un descuido mis piernas flácidas se enredasen entre ellas o tropezasen fatalmente contra el primer postor. Parecía, con tal facha de barbilla hacia dentro y frente mirando hacia abajo, encarnar la inconfundible imagen del declive; como si, entrenándome en la adopción de la postura correspondiente, me preparase y anticipase que, próximamente, iba a ser guillotinado.
Y no podía hacer nada para evitarlo, para apartar esta ominosa sentencia de mí. Escapaba de mis manos, estaba fuera de mi control. Presentía que el sueño profético de la silla de ruedas iba adquiriendo cuerpo, empezaba a perfilarse y a tomar forma en el horizonte, amenazando tétricamente con tirar por la borda tantos años y años de esfuerzo, de trabajo duro, de sacrificio. No, por favor; no, por favor; no vengas, no vengas, márchate, lárgate…; aguardaba la colisión que se avecinaba.
El cielo, fría y ceremoniosamente, comenzaba a cubrirse con los renegridos nubarrones del final apocalíptico; los truenos del fracaso anunciaban su inmediata aparición. Amenazaba tormenta, pero no pensaba guarecerme, ni pedir ningún aplazamiento al alcaide, ni abrir ningún tipo de paraguas. Ya era tarde para eso: me había metido en un callejón sin salida y no me quedaba más remedio que apechugar con las consecuencias. Un grito interno, clamoroso, de caudillo, me imploraba para que me detuviera; pero no había otra alternativa por respeto a mi régimen de gimnasta que continuar con mi obcecación y esperar qué clase de conclusión me depararía. Estrellarme, morir, de acuerdo; pero morir de pie.
El cambio al instituto fue intrincado, peliagudo. Fue pasar de un ambiente más o menos plácido del que conocía cada recodo al detalle a otro en el que reinaba el desbarajuste; donde la gente se desprendía de su niñez y de las inhibiciones que la habían mantenido esposada moviéndose atropelladamente mucho más, muchísimo más, como salvajes a los que acabasen de liberar. El tráfico humano, antes de por sí lo suficientemente complicado, había ahora incrementado espectacularmente su temeridad por cientos de nuevos miembros de por todas partes arribados.
Y tuve que emplearme a fondo para adaptarme a él, echar mano de mis mejores estrategias para sobrevivir dentro de ese pandemónium. La dificultad más destacable a la que tuve que hacer frente durante el año y medio que duró mi peripecia fue la del trasvase de aula para recibir las lecciones de las correspondientes asignaturas, ya que, a diferencia de la escuela donde todas las materias se impartían en una misma aula, aquí, para instruirte en algunas de ellas debías ser tú el que tenía que salir y emigrar hasta la sede en la que se ubicaba una determinada asignatura para adoctrinarte y culturizarte convenientemente.
Salir para efectuar la muda a ese pasillo anárquico, amotinado, donde se repartían empujones y precipitaciones por doquier era toda una gesta; un auténtico acto de valentía que requería de mi atención más cuellilarga, que me instaba a arrimarme al máximo, pegándome como una babosa a la pared y avanzando, pasito a pasito, con cautela y esmerada precaución, entre ese campo sembrado de minas y peligros.
Era realmente complicado y complejo preservar la integridad en esa jungla revuelta y corpulenta que giraba al son de su propio referente, sin ser consciente del vulnerable y frágil insecto que discretamente intentaba hacerse un hueco entre los diminutos espacios que encontraba libres.
Durante mi corta estancia en el instituto el aprendizaje de un mundo plural, mucho más ancho y polimorfo de lo que había creído, poblado de seres variopintos de los que antes ni siquiera había sospechado su posible existencia, se me hizo también particularmente patente. En este aspecto, recuerdo que fijé mi asiento al final de la clase, en el rincón apartado más próximo a la puerta ya que, por pura lógica, cuanto más cerca estuviese de la puerta menos tendría que andar. Pero no sólo fui yo el que pareció darse cuenta de las indiscutibles ventajas que ofrecía ese emplazamiento, ya que una nutrida representación de lo que popularmente denominan gamberros o pasotas vocacionales, percatados también del gran beneficio que parecía desprenderse de una ubicación así para sus trapicheos y tropelías, alejada del radio de control directo y supervisión halconera del profesor, vinieron a instalarse y a sentarse a mi lado. Y formamos una cuadrilla insólita, compuesta por caracteres diametralmente opuestos, pero unidos por ser vecinos y compartir un mismo pedazo de suelo.
La verdad es que hasta entonces no había tenido la suerte de conocer ningún espécimen de gamberro o de revoltoso declarado; los que designábamos con esta nomenclatura en mi escuela eran en realidad bastante formalotes, bajos en calorías, desnatados, sin presentar las credenciales completas que lucían los que vagaban por el instituto.
Al principio me costó un poco habituarme a la idiosincrasia de mis nuevos vecinos; acostumbrarme a ser el objetivo principal de muchas de sus bromas que resolvía, primeramente, retrayéndome como un avestruz que esconde la cabeza, a la espera de que pasase el temporal. Después, cuando ya estuviera lo suficientemente espabilado, cuando ya los tuviera calados a todos y les hubiera cogido la medida de sus inocentadas, saldría del atolladero mediante un sagaz contraataque basado en los principios activos de su propia medicina: ideando otra batería de pullas que, sutilmente, les reembolsaba como respuesta.
Donde no hubo emulación, afortunadamente, fue en el tema de las notas. Aunque mis calificaciones experimentaron un retroceso significativo en relación con las que sacaba en la escuela, nunca llegaron al rosario de suspensos de mis colegas de pupitre, y me mantuve en una línea de aprobar sin pasar excesivas penalidades, aunque por primera vez en mi vida suspendí una asignatura, Matemáticas, que me quedó pendiente para la repesca de junio.
Cada vez me resultaba más difícil conservar mi antigua pseudoparcial consideración de empollón debido a que el pilar que lo sustentaba, la motivación, se iba deshinchando a un ritmo muy acelerado, aunque exteriormente se produjo una modificación ostensible que invitaba a pensar lo contrario: como mi brazo derecho se movía cada vez con mayor lentitud y necesitaba periódicamente que le socorriese con descansos mientras cumplimentaba los exámenes, se planteó una situación tremendamente cómica ya que al ser siempre de los últimos en terminar y en entregar las pruebas, reforzaba la impresión de que me sabía y dominaba al dedillo la materia en cuestión, cuando en realidad el motivo de mi demora no era otro que el ir justo de fuerzas.
Pero mis días en el instituto estaban contados. Tanto las contrariedades sufridas como los gratos encuentros conocidos estaban llegando a su fin. Las semanas anteriores al día funesto, al día en el que mi vida iba a experimentar un cambio brutal y radical, en el que las marcas del holocausto quedarían para siempre señaladas en mi piel, estuvieron regidas por un incremento de mi debilidad y de mi agotamiento físico. Recuerdo que me encontraba tan débil, me costaba tanto levantarme de mi asiento y trasladarme de un lado a otro que, por primera vez en mi vida, hice novillos: en el cambio de aula permanecía embarrancado, pensativo, preocupado, trabado en mi pupitre en contra de mi voluntad, contemplando cómo una sarta de recriminaciones me golpeaban con fiereza por mi ineptitud para recorrer ni siquiera esos escasos metros.
Como ya no podía bajar las escaleras yo solo, esperaba arriba, al pie de éstas, a que mi padre viniera a buscarme, pero, en los últimos días, me resultó completamente inviable salir a su encuentro: le aguardaba, pretextando un discurso de excusas variadas para sobreponerlas y disimular la mácula del cansancio, aterrado por el tembleque de mis piernas que amenazaba seriamente a cada uno de mis pasos.
Todo iba mal, todo se torcía, se enfoscaba, mi vida entera comenzaba a enranciarse; me columpiaba insensatamente sobre una laguna infestada de cocodrilos… Pero no sabía qué hacer para evitar la zozobra, para ahuyentar al presentido encontronazo. Me sentía como ido, fuera de mí, atolondrado y patidifuso porque el cayado de mi vida, a pesar de todos mis esfuerzos, se me escapaba y escurría de entre las manos. La suerte estaba echada.
El día del revés definitivo amaneció con la atmósfera encapotada que me había emboscado desde hacía unas semanas. Pero ya había llegado el momento en el que se desatase la tormenta. El fin del mundo, de mi antiguo mundo, aguardaba.
La hora señalada fue por la tarde; el escenario escogido: mi casa. Me había levantado para ir al baño cuando, apenas había alcanzado la puerta, tuve que pararme, extenuado. Sentí cómo me invadía una arcada rojiza de rabia por lo poco que había conseguido avanzar sin desfallecer; cómo la vergüenza me crispaba y escarnecía por no haber tenido siquiera el aguante suficiente para salir de los confines de mi habitación, esa maldita habitación que me aspiraba terca e implacablemente hacia sí. No podía ser; estaba harto, hastiado, desesperado porque no había manera de evitarlo, de sacudirme esta ascendente parálisis que cada vez tenía más encima. Era inadmisible. Ya no aguantaba más y, rompiendo en mil pedazos mi temple habitual, esputando enfurecido la brasa del no puedo más, esa cólera animal, homicida, interrumpí con una execración el descanso implantado y me lancé, sin que me importase ya nada ni nadie, sin apoyarme en ningún lado, como antes, como en mis mejores tiempos, como un sonámbulo que no desea despertar, a caminar por ese odioso y apreciado pasillo que había llegado a conocer tan bien. Quería volar, volar, desembarazarme de una vez por todas de esta empalagosa pesadez que me agarrotaba, que me martirizaba, que iba constriñendo el perímetro de mi territorio…
No hice caso al aviso de alarma, me dio igual que se encendiera el letrero escarlata de peligro; yo continué deambulando, raspando esos centímetros de suelo cuya conquista me sabía a gloria y a epílogo lastimero por igual; pugnando por coger carretilla para extender mis alas y alzarme, y elevarme, y marcharme lejos, lejos de toda esta iniquidad para siempre… Pero sería sólo eso, una tentativa, mi última tentativa antes de accidentarme mortal y definitivamente.
Apenas había dado unos pasos cuando me quedé sin carburante, cuando el indicador de lo que me restaba de energía señaló el fatídico cero. Y entonces, repentinamente, me vino al entendimiento la asunción de lo que había estado haciendo, cual personaje de dibujos animados que hasta que no han pasado unos segundos no se percata de que ha dejado atrás el suelo firme del acantilado y que está pisando el aire; pero ya era tarde para rectificar o para volver atrás…
Y, al desampararme las fuerzas, mis rodillas se doblaron exangües: tropecé y caí, una caída con consecuencias nefastas.
En seguida supe que algo había ido mal, que esa caída no era una más de entre tantas que con idéntico estilo había protagonizado a lo largo de mi corta pero ajetreada carrera como sujeto andante. Había chocado con todo mi peso sobre la rodilla derecha, y un dolor insoportable me impedía volver a estirarla. Algo se había roto por dentro de ella, aunque esta ruptura no era nada en comparación con la verdaderamente irreparable que se había producido dentro de mí. Después de este incidente, nunca más volvería a ser el mismo.
Mientras maldecía y me retorcía de impotencia giré, intuitivamente, la cabeza hacia el fondo del pasillo, como respondiendo a la llamada de una voz inaudible que había pronunciado mi nombre. Efectivamente, ahí estaba él, el ente diabólico, mi enemigo número uno, observándome con una sonrisa triunfante; frotándose con fruición las manos y dando, sin cortarse ni disimular mínimamente, descomunales saltos de alegría. Había sucumbido, por fin, a su reiterado acoso.
Me había cazado, pero no pensaba revolverme ni presentarle ninguna clase de resistencia. No podía: ya no me quedaban fuerzas ni para eso; y las pocas que aún tenía las empleé para firmar, de palabra, mi rendición:
—Me has vencido. Tiro la toalla. No pienso luchar más —le musité con los restos de una voz apagada, herida y dolorida.
Y el castillo de naipes que era mi vida se vino abajo.
Y todo se hundió.