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La adolescencia llegó y trajo consigo el ya clásico progreso de mi enfermedad, que siguió abreviándome el área de la movilidad y arrebatándome, entre otras incautaciones, el poder subir y bajar por mí mismo las escaleras. Arribó y me portó también, como aguinaldo especial dedicado, nuevos desvelos relacionados, preferentemente aquél que tenía que ver con el temor al futuro; y me obsequió además con sensaciones excitantes derivadas de la toma hormonal que estrenaron la atracción hacia las chicas y, como consecuencia o efecto colateral de ello, me exacerbaron también la relación negativa con mi cuerpo.

Eso sí, por las molestias, por apiadarse de mí o porque quería tener una última deferencia conmigo, la adolescencia no quiso marcharse sin dejarme un pequeño cofre con grabados que un día, al despertar, me encontré, visita inesperada de Papá Noel, junto a mis zapatos.

Menudo chasco, menuda gracia, menuda infamia, dónde se ha metido para tirárselo a la cabeza, me dije; que qué se ha creído, no pienso rebajarme tanto, estallé; lanzando el cofre a un rincón, cruzándome de brazos y plantándome de morros.

Pero el tiempo fue pasando y la muy canalla soledad, con su constante e impenitente goteo de horas que se iban acumulando; esa soledad que se extendía y apoderaba cada vez de mayores porciones de mi vida y cuya última conquista había sido la de mantenerme prácticamente siempre en casa ya que mis fuerzas apenas me daban para llegar, justo, justo, y cogido además obligatoriamente del brazo mi padre si quería consumar tal proeza, hasta el colegio, amenazó seriamente con transformarme tantos ratos sueltos en una larga línea ininterrumpida; por lo que, en un momento de flaqueza, así el cofre de entre el montón de chatarra y lo abrí para ver lo que escondía.

Y cuál fue mi sorpresa cuando, al destaparlo, me encontré con una serie de aptitudes que, inherentes o no, aguardaban y estaban a la espera de que las lustrase y desarrollase. Dudé, me hice el remolón, opté primero por exprimir un poco más los quehaceres que ya conocía como por ejemplo el del ejercicio; pero lo cierto es que su calendario estaba ya tan recargado que prácticamente el único hueco que me restaba y al que dediqué un esperpéntico número fue en la franja nocturna: cuando, durante un breve lapso de tiempo, mi desquiciamiento me llevó a levantarme por las noches para echarme a caminar, arriba y abajo, por el perturbador pasillo de mi casa; hasta que el cansancio envilecedor que me iba quitando horas de sueño me hizo ver, al cabo de unas semanas, la insensatez de mi empresa. No me quedaron, pues, muchas más opciones que desprecintar y sacar partido, a regañadientes, de las facultades contenidas en la caja misteriosa para nivelar un poco mi confinamiento.

De la vena artística ya conocía la pintura: de pequeño, me encantaba pintar cuadros al carbón de escenas que copiaba, eso sí, de láminas con modelos pacientes y resignados; cuadros que después regalaba, orgulloso, a los parientes o los colgaba con un aire triunfante en mi habitación. El primer elemento que tomé del cofre estaba relacionado con esta familia: la música. Descubrí o se me prendió un interés por tocar el órgano electrónico; y mis padres, dado mi afán por aprender, pusieron a mi disposición un profesor particular. Me gustaba tocar, componer melodías cuya musicalidad me despejaba momentáneamente de preocupaciones al centrar mi mente en la interpretación de la pieza; aunque tampoco me fue permitido participar en esta disciplina de un modo burgués, sin las lógicas injerencias de la enfermedad que se encargaron de entorpecerla y sabotearla: yo leía y comprendía generalmente bastante bien las indicaciones del pentagrama, pero después, en el traslado motor a mis manos, era cuando surgían las complicaciones, cuando aparecía el problema ya que mis manos, a pesar de haber entendido perfectamente bien las instrucciones, las tenían que ejecutar según su destreza y habilidades correspondientes, lo que arrojaba un resultado muy desigual del que permanecía alojado en mi conocimiento. Yo pensaba una cosa, en mi mente se configuraba la secuencia de una armonía con mediana claridad que después se corrompía y desbarataba al ser materializada por mis falanges. Y por si soportar esta distorsión no fuera ya de por sí lo suficientemente enojoso, hubo que agregar la pérdida continua de movilidad en las manos que acabó por convertir el gozo de teclear una melodía en un apurado rezo por tratar de llegar como fuera al final. Primero, cómo no, fue la izquierda la que en su empeño por paralizarse y volverse insolvente empezó a fallarme estrepitosamente en los acordes o a quedarse sin fuelle a media tocata; después, fue la derecha la que, para no ser menos, la imitó en su particular desconcierto hasta que ese deleite y ese placer de antaño se fue convirtiendo en un costoso sinsabor.

Y entonces tuve que abandonar; aunque mi amor propio me impidió admitir explícita y abiertamente las razones creando una especie de cortina de humo para protegerme del epitafio del vencimiento, otra más, una batalla más perdida contra la enfermedad. Y declaré, y traté de autoconvencerme de que ya no me gustaba, de que se me había esfumado el interés, tenía muchas cosas que hacer y por tanto no había tenido tiempo para ensayar…

Mentiras para rehuir la apabullante verdad: ya no podía, físicamente ya no me quedaban fuerzas para ello.

—Tócala otra vez, Sam.

—Lo siento, ya no me es posible. —Porque no siempre las películas acaban con un final feliz.

Y lo dejé, lo tuve de dejar. Así concluyó mi meteórica y exitosa carrera como aporreador de teclas blancas adobadas con otras de negras. Visto y no visto. Pero fue bonito mientras duró. Cierto que fue efímera, pero fue una actividad nueva y enriquecedora, la primera sorpresa que desembalé de ese cofre enigmático.

En mi horizonte planeaba cada vez con más claridad la silueta de mi habitación que me acosaba con ascendente atropello y ruindad. Me aterraba, e intentaba por todos los medios zafarme de su garrote que pretendía plegarme dentro de su afrentoso rectángulo. No, no lo consentiría, y braceaba denodadamente por ensanchar ese círculo menguante, por llevar un poco más allá los límites donde podía actuar. Pero mi hábitat se iba, indefectiblemente, comprimiendo: recorrer la escasa distancia hasta la escuela apenas ya era posible si no iba agarrado del sostén de mi padre y, aun así, representaba una empresa sobrehumana. Además, dentro de mi propio hogar, las zonas oscuras, señalizadas con la prohibición, no paraban de crecer, la última de ellas la inviabilidad de poder seguir tocando el órgano electrónico.

Se cerraba, se cerraba, mi vida parecía condenada a transcurrir, tarde o temprano, en la angostura de una habitación; y yo me negaba y me negaba a que tuviera que ser así.

Por más que luchase por buscar actividades fuera de mi cuarto éstas apenas me duraban, su vida útil era equiparable a una pompa de jabón, pensaba, enrabiado, compungido, mientras sellaba para siempre la tapa del piano, como quien coloca y clausura la tapa de un ataúd. Me preguntaba por qué se me privaba de esa mínima posibilidad de disfrute; por qué la vida se ensañaba tanto conmigo. Mi mundo se iba estrechando y estrechando y ya comenzaba a añorar, ahora que ya no podía subir las escaleras yo solo, esas pequeñas excursiones que solía organizar hasta el tejado de mi casa para contemplar, extasiado, un anaranjado atardecer. Ni esto podía hacer ya.

Uno de los agrados de toda la vida que se me acrecentó especialmente en esta época fue el del cariño hacia los animales; la necesidad que tenía de su presencia para obtener de ellos unas divisas de compañía a cambio de mis cuidados. De entre las diversas y heterogéneas especies que pulularon por mi casa, sin duda a la que más afecto cogí fue a una pareja de periquitos. Ir a ver cómo estaban, qué hacían, si les faltaba agua o comida, era uno de los escasos alicientes que tenía para llegar a casa, consciente de que su supervivencia dependía por completo de mí; lo que me hacía sentir útil y responsable. Y la verdad es que cumplía con mi cometido bastante bien: les limpiaba regularmente la jaula con minuciosidad, vigilaba para que no les escasease el alimento, para que no estuvieran en medio de ninguna corriente de aire… Los colocaba siempre a mi lado cuando hacía los deberes, en busca de una sensación muy especial que recorría cada neurona de mi ser cuando levantaba los ojos del papel y me topaba, directamente, abrumadoramente, con los suyos, con los ojos de otro ser vivo que me miraban fijamente. Podía permanecer así durante largos e interminables minutos, acercando mi cara al máximo hasta reducir la distancia que forzosamente nos imponía la separación de la jaula. Sus pupilas negras, penetrantes, me provocaban una emoción que me animaba, y que ningún otro esparcimiento era capaz, ni por asomo, de suscitarme: la de la solidaridad, la que se desprendía de la íntima convicción de saber que compartía la pena y la condena con un semejante. A esos ojos que no me hablaban yo les contaba, sin que tampoco me hicieran falta palabras, toda mi consternación en unos segundos; y ellos me la devolvían mitigada, achicada, con el matasellos de haberme comprendido. Y esto me aliviaba, me aliviaba mucho.

Y la habitación me esperaba, me aguardaba, y dentro de ella más sorpresas que tenía que desempaquetar y ejercitar, inicialmente, para ocupar el tiempo, aunque a la postre su repercusión iría mucho más allá, tallando aspectos de mi personalidad que sin duda hubieran quedado inéditos, desaprovechados, si no hubiera sido por la inusual coyuntura en la que me hallé que me los hizo aflorar.

De entre el reparto de presentes que contenía el cofre, el más grande e importante de todos fue sin ningún género de dudas el que me deparó el descubrimiento de la lectura, mi relación con los libros que arrancó en la adolescencia. No me gustaba leer, aborrecía leer. Antes de ese punto de inflexión apenas había leído nada, a excepción de algún tebeo que otro. La verdad es que en mi casa nadie cultivaba ni me había enseñado el ocio literario; prácticamente no había libros copando las estanterías de mi hogar, a lo que había que añadir que mi espíritu, mi carácter y mi edad me llamaban a cualquier menester excepto al de permanecer estacionado leyendo un libro. Yo no estaba hecho para eso: mi disposición y vocación internas me reclamaban para protagonizar aventuras jugando a campo abierto; estaba programado para trotar libre, caballo salvaje de las praderas, y no para convertirme en ninguna especie de ratón de biblioteca. Pero, como siempre, una cosa era mi inclinación natural y otra muy distinta era la situación que dictaminaba la realidad.

Así, un día de probaturas, comencé a leer. La primera novela que recuerdo haber leído por elección propia, que no fuera uno de esos tostones infumables que nos mandaban leer en el colegio, fue a los catorce años y se titulaba La historia interminable, de Michael Ende. Me encantó. A partir de aquí, mi curiosidad despertada, mis ansias por conocer, me conducirían a devorar páginas de cientos de volúmenes de los más dispares géneros: novela, ensayo, poesía…, en una inacabable espiral de gozo que, felizmente, parece que nunca termina.

Al principio, en los primeros años, la razón que me empujaba a leer era distraer a la soledad. Me acuerdo de esos murales veraniegos en el apartamento de la playa, cuando desviaba la vista hacia el orbe de las letras para no ver, para no sentir la fruición de los otros chicos a unos metros de mí con la arena y el mar; asueto que yo tenía prohibido y censurado. Después, apresado ya totalmente por mi habitación, este motivo sufriría modificaciones para enmarcarse, mi interés por la lectura, dentro de un plan de actividades diarias para mantenerme mentalmente en forma: la gimnasia cerebral que yo mismo me impondría para que mi mente gozara de buena salud y generase defensas para espantar el hostigamiento del entristecimiento. En este punto de la transformación, me obligaría a leer diariamente un número determinado de páginas con el fin de que la circulación de mi coco no se detuviera ni corrompiera.

Afortunadamente, el regalo de la lectura no se detendría aquí, sino que su evolución arribaría a transportarme a leer por un motivo espléndido y grandioso que nada tenía que ver con los considerandos que me invitaron a ello en los inicios: leer para compartir, para comprender y aprender de los sentimientos y pensamientos que han dejado plasmados los demás; para conocer el mundo interior del que escribe y sentirlo vivo, presente, a mi lado…

Y llegaría un momento, un punto, en el que terminaría por contagiárseme la pasión por escribir; esta necesidad de verter en el papel lo que se agita por dentro de mí; de unirme a la nómina de los que tienen alguna cosa que contar que tanto bien me ha hecho, que tantas cosas extraordinarias me ha enseñado.

El último obsequio que restaba en el cofre de la adolescencia tenía que ver directamente con mi enemigo: en este período, la voz gutural y las visitas de Áxel aumentaron hasta hacerse prácticamente diarias y, a diferencia de antes, cuando apenas podía contestarle ni dirigirle la palabra, ahora, paulatinamente, no sé si por estar cansado de aguantar sus invectivas o porque la acumulación de tantos lapsos de silencio me impelía a hablar con alguien, con lo que fuera, aunque fuera con una proyección de mi imaginación, comencé a mantener largas y sustanciosas conversaciones con él.

Un día, mientras estaba estudiando en mi habitación, apareció Áxel con su chulería y aire siniestro habitual; se sentó, y apoyó sus codos sobre la mesa, delante de mí. Me miró, retador, con retintín, antes de preguntarme qué era lo que estaba haciendo.

—Estoy estudiando —respondí, sorprendiéndome al escuchar mi propia voz, aunque eso sí, evité a toda costa encontrarme con su cara.

—Ya, ¿pero a tu edad no deberías estar por ahí?

—Sabes de sobra que no puedo.

—Pobrecito.

Silencio. Silencio, repleto de antipatía y tensión. Magma a dos mil grados centígrados que se concentra y apodera del control lingual:

—¡Pero algún día lo haré, algún día me pondré bien! —prorrumpí, enojado, sacándole la espuma de mi bravura.

—Eso no te lo crees ni tú —cortó; seca, brusca, tajantemente. Y soltada esta bofetada, este edicto tan crudo que soliviantó más aún a mi agresividad retenida, se levantó resuelto, se ajustó convenientemente un babero que le colgaba del cuello para no mancharse, y procedió a la clásica liposucción de mis fuerzas; en este caso hincándome salvajemente su mandíbula en uno de mis muslos, desgarrándomelo y diezmándomelo un poco más.

En ese momento toda mi cólera contenida, tanta desesperación, tanto odio y necesidad de explicación se me agolparon en la confluencia del nervio óptico; hasta que la insistencia insoportable de tal presión me obligó a levantar la vista y a mirarle, por primera vez en mi vida, directamente a los ojos:

—¿Por qué?, ¿por qué?, ¿por qué? —le supliqué, le imploré, clavándole las uñas de mi ruego y corroborando que, ciertamente, era igual que yo: el mismo pelo, el mismo rostro, el mismo color de ojos…; solamente que él estaba mucho más robusto y exhibía un carácter diametralmente opuesto al mío.

Y entonces, mientras fui capaz de aguantarle fugazmente la mirada me pareció adivinar que mi desplante le había cogido por sorpresa, sin nada preparado que oponerme. Vaciló, titubeó, y, también por primera vez, las líneas duras y atemorizantes de su semblante se suavizaron y dieron paso a unos rasgos más indulgentes, representativos de una pizca de humanidad subterránea, solapada. Y me contestó, con un tono serio, misterioso y conciliador:

—Esto tendrás que averiguarlo tú solo. Busca la respuesta no por la infecundidad de la huida ni de la evasión, sino por la iniciativa del dolor, enfrentándote cara a cara con él. —Y, dicho esto, desapareció.

Y entonces comprendí que en todo monstruo, por abominable, espantoso y terrorífico que fuera se escondía una chispa, una clave de luz que había que atreverme a perseguir si quería encontrar la respuesta a la inquietud que me atormentaba.