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La adolescencia, anunciaban, era como el estallido de una apoteósica flor que uno se acercaba a oler con un arrebato incontenible. Eso sí, nadie te decía qué era lo que debías hacer si por lo que fuera no te podías arrimar a inhalar el aroma de la flor, si unas circunstancias ajenas y opresoras te lo impedían. Esta excepción no estaba contemplada; y tuve que aproximarme a este fenómeno, como ya era habitual, a mi manera, viviendo el acontecimiento de un modo complejo, y muy parcial.

Como ya venía siendo costumbre en las etapas que se iniciaban en mi vida, me encontré solo, sin referencias, sin nadie que me sirviera de modelo y a quien imitar en esta reciente andadura. En vez de maravillarme por los cambios que teóricamente tenían que afectar a mi cuerpo, lo único que constataba era los múltiples defectos que lo maltrataban, su efecto inservible tan patente para propósitos de cortejo…

Y mis esfuerzos por mantener a mi lado a los amigos resultaron del todo inútiles cuando comenzó a silbar este reclamo tentador; ningún juego original, ninguna insinuación lastimera sirvieron para hacer frente a esa fuerza tan superior. Y me quedé, en un santiamén, anticuado, desfasado, con mis métodos y estratagemas inoperantes y obsoletos. No podía seguirlos; y ansiaba fervientemente comprender el porqué de su actitud, quién y cómo era el contrincante que los embobaba con tan indomeñable insistencia, con qué prestaciones tan extraordinarias les colmaba que no pudiera ofrecerles yo.

Para mí la adolescencia no fue como la llegada de una primavera policromada y vistosa, sino como el advenimiento de un ocaso azabachado; como si me encerrasen en un cuarto oscuro con los ojos tapados, por lo que la única idea que podía formarme de cómo debían de ser esas vivencias tan proclamadas era a través de la información que captaban mis oídos.

Y así, además de mis virtudes que me consagraban como un mirón excelso, tuve que desarrollar y afinar a partir de entonces al máximo mi capacidad auditiva para poder hacerme una idea más o menos aproximada de lo que estaba sucediendo allá fuera.

Yo aguardaba el regreso de mis amigos de sus aventuras y probaturas con las del género opuesto que se llevaban a cabo en los intermedios para el descanso; esperaba impaciente el comunicado de alguna novedad, las últimas noticias sobre sus avatares, o deslizaba sigilosamente mi radar entre los corrillos en busca de alguna primicia interesante que adelgazase mi ignorancia en este tema.

Aprendí a infiltrarme en las conversaciones, a perseguir la formación de esos grupúsculos de dos o tres miembros intercambiando impresiones, ya que sin duda era en estos cónclaves donde se vertían más opiniones y datos relevantes muy útiles para ir agrandando mi comprensión acerca de lo que les estaba pasando. Me aproximaba, cuando localizaba a alguna de estas agrupaciones, con discreción, como a quien no le va la cosa, extrayendo referencias y alusiones muy variadas según cuál fuera el sexo de los integrantes del grupo en el que hiciese el sondeo.

Uno de los primeros datos que saqué a relucir de las conversaciones que mantenían entre sí los sementales varoniles fue el de la gran cantidad de bulos que se arrojaban unos a otros. Al principio, tardé un tiempo en captar la falacia de sus argumentaciones, en esclarecer por qué lo hacían, cuál era el motivo, llegando a la conclusión de que detrás de ese engañoso relato del gigoló que conquista sin ningún esfuerzo a todo el harén, detrás de esas historias inventadas en las que alguien contaba que había ligado con tres a la vez o que le resultaba imposible bajar al patio sin que se le echase encima una constelación de ninfómanas voraces, lo que en verdad había era nada más que los petardos de la fanfarronería y de la chulería que a los chicos les encantaba intercalar e intercambiar entre un gran estruendo de carcajadas.

Constaté que, puestos ya a hablar en serio, la mayoría de los socios del partido masculino no sólo no ponían reparos en explicar abiertamente qué chica les gustaba sino que, además, te ponían al corriente y al día de por qué fase del galanteo iban en esos momentos, lo que, teniendo en cuenta que una amplia unanimidad confesaba su coincidencia en pretender la misma falda y el mismo escote, no sólo no se creaba con sus comprometidas revelaciones un presumible conflicto y batalla campal orquestada por los celos, sino que, paradójicamente, la sinceridad aunada de sus intenciones lo que provocaba era una especie de carrera motivacional, una indagación cavilosa dentro de cada uno para tratar de hallar las mejores argucias y maneras que le permitieran superar al otro y avanzar algunos puestos en la clasificación preferible de la zagala. Era como si informando públicamente del estado en el que se encontraban sus coqueteos, los chicos se fueran infundiendo valor amén de mantenerse en una alerta permanente con el fin de concebir soluciones para adelantar y no ser sobrepasado por sus adversarios.

Pero lo que sin duda más me llamó la atención de las incursiones de mi micrófono entre las facciones masculinas fue el uso cada vez más extendido de una jerga de palabras extrañas, como si hubieran sido sacadas de un idioma extranjero, y que me costaron, algunas de ellas, una buena inversión de tiempo lograr desentrañar su significado real, lo que querían decir. Estaban ordenadas escatológicamente de menor a mayor; iban desde las de tono verde moderado como «melones» o «conejo» hasta términos finales más groseros y gorrinos del estilo de «cascársela» o «paja». Fue con estas últimas con las que tuve más dificultades para formarme una interpretación correcta que nada tenía que ver con mi presunción de partir por la mitad un fruto seco o de confundir la acepción con un canuto delgado de plástico para sorber líquidos. No, nada tenía que ver, percibí finalmente gracias a los ademanes enérgicos y contráctiles que ejecutaban rítmicamente con la mano a la altura del bajo vientre con los que acompañaban, para realzar y enfatizar, a la dicción de esos vocablos.

Pero no solamente estuve facultado para obtener información de lo que acontecía en el foro de los chicos, sino que agraciado con una habilidad especial, tuve la inmensa suerte de poder ampliar mis estudios entrometiéndome sin demasiadas complicaciones en el club femenino. Sí, con sorpresa descubrí que no me prohibían la entrada, que podía ubicarme perfectamente a unos metros de ellas, de sus congregaciones, y oír y enterarme con notable claridad de los temas que parlamentaban. Lo máximo que solía ocurrir es que alguna cebra alerta girase, al advertir mi presencia, momentáneamente su cabeza hacia mí, y, al percatarse de que el motivo de su distracción había sido yo, esa inofensiva criatura de la que nadie sospechaba su verdadera naturaleza escondida bajo la lanuda piel, dejarme tranquilo y volver despreocupadamente a su conversación.

Curiosamente, con los años, esta concepción tan inocua y exenta de amenaza carnal apenas ha cambiado, y, en más de una ocasión, por ejemplo en alguna cena, soy testigo y receptor involuntario de las confesiones íntimas que mi vecina de mesa hace a su amiga de al lado sin bajar la voz ni cohibirse por mi presencia.

Muchas veces me han puesto al corriente, sin haberlo buscado o pretendido, de lo bueno que está Mariano o de lo que han hecho o van a hacer con él, y de otros pormenores tremendamente jugosos que, si me hubiera interesado traficar con material tan inflamable, de seguro que hubiera podido obtener unos pingües beneficios.

Sabes, querida y apreciada investigadora, a veces suelo pensar en los parabienes que obtendría de esta invisibilidad connatural que despido si fuera menester o me lo dictase la codicia: seguro que no tendría ningún problema para encontrar otra clase de trabajo si éstos fueran mis deseos. Podría, perfectamente, convertirme en periodista a sueldo por las revistas rosas más prestigiosas del sector, colándome sin dificultad en las fiestas y guateques a fin de obtener exclusivas millonarias…

No tardé mucho tiempo en comprobar que ambos grupos eran como un mercado continuo en cuyos paneles se exponía el precio actual de cada pieza por la que se pujaba, creándose un ambiente verdulero que se iba alimentando con la última hora de los progresos de los Romeos y Julietas en cuestión. En lo que sí noté una marcada diferencia fue en la atmósfera que se respiraba en uno u otro lado: en el de las chicas no se hablaba tan alto, se debatía suavemente, sin estridencias, en un clima más sosegado alejado de las exageraciones de los superdotados. Otra de las disimilitudes que aprecié fue que entre las chicas había un sentimiento de compasión y comprensión más acusado: a aquélla que lloriqueaba porque ningún chico la tenía en cuenta, sus amigas, usualmente, la rodeaban para infundirle ánimos y para asegurarle con un deje de mentira piadosa que pronto, si no decaía, le tocaría también a ella, actitud que, entre los mozos, era mucho menos común ya que se tendía más al sálvese quien pueda.

De todas las noticias comunes y dispares que recogí de cada bando, de entre todos los acontecimientos oídos en la distancia hubo uno que, produciéndose y levantando alborozo por igual en los dos lados, me impresionó y me conmocionó grandemente: el beso, las primeras crónicas que arribaban y pregonaban maravillas de este fenómeno húmedo y sensual; con tal efusión, con tanto revuelo y publicidad, que deducí que debía de tratarse de un evento histórico memorable sin parangón, digno de ser estudiado e investigado con detenimiento.

Al principio, las fuentes que aportaban la información más valiosa eran los repetidores o repetidoras de turno; aquéllos cuyo cuerpo más desarrollado presentaba señales más barbiluengas, y, por tanto, con mayor credibilidad; y que sentaban cátedra, gratuitamente, vanidosos e inmodestos, sobre sus experiencias con el ósculo de las delicias.

Yo les oía relatar, incluso, a los más duchos y atrevidos, la existencia no sólo de un tipo de beso, sino de varios, repartidos y clasificados en sus modalidades correspondientes: con lengua, con mordisco, de tornillo, «El chupetón», «El morreo»…, en una hilera de estilos que aumentaba aún más mi deseo de conocer.

Después, poco a poco, los anunciantes de la buena nueva dejaron de ser en exclusiva los repetidores; y el comunicado de las sensaciones de tal vivencia se fue extendiendo cada vez más entre los integrantes de la clase hasta que la ostentación de la primicia se convirtió en costumbre, en un hecho banal, rutinario, conocido por todos; hasta que su mención y resaltación se fue abandonando y cayendo en el olvido, para desplazar la atención a un nivel más excitante y profundo.

Pero yo no avancé; no continué la aventura conjunta hacia la etapa siguiente. Me quedé parado, estancado, a la expectativa, con la picajosa pregunta irresuelta fosilizada, encerrada, dando bandazos estruendosos y violentos entre las cuatro paredes de mi mente: ¿cómo debe de ser, a qué debe de saber un beso?

Aunque había intentado acercarme al fenómeno escudado tras la fría racionalidad, aunque había esgrimido que sólo me interesaba conocerlo teóricamente, mis sentimientos, mis instintos, aquéllos que pretendía suprimir porque me molestaban y hacían sufrir, no dejaron pasar la ocasión para salir de su escondite y revolucionarlo todo, transgrediendo el orden estatal y pidiendo a gritos intervenir para catar en primera persona esa experiencia de la que tanto habían oído hablar. La presión de su insistencia llegó a ser tan agobiante e insoportable que, en esos días en los que ya no podía más y me desbordaban, me veía impelido a buscar, desesperado, un sucedáneo cuyo sabor me convenciera de que era igual o parecido a la fricción del beso en los labios. Y, con los ojos acuosos por el qué deben de sentir los demás, me lanzaba a besar, en la intimidad que ofrece la soledad, toda suerte de objetos con los ojos cerrados y la imaginación encendida que soñaba estar libando la boca de una chica pero que, en realidad, la textura de lo que estaba besando se correspondía a mi antebrazo desnudo, a la palma de mi mano, o a otras superficies preciosas como la madera pulida de una puerta, un libro, la pizarra, o los frescos azulejos del baño…; recalcándome y asegurándome, en pleno contacto morro-otro elemento que lo simulaba, el dicho de «así es como debe de ser, éste es su sabor», aunque finalmente siempre acababa ganando e imponiéndose la duda, la intrigante duda del será o no será que me remordía y perturbaba.

A lo que más me acerqué, lo más parecido que he probado han sido las calidades de su hermana menor, la que ocupa justamente un escalafón jerárquico inferior. Una de las primeras veces que recuerdo ocurrió un día en el que, siendo ya más mayor, entró en clase una amiga del que era mi vecino de pupitre y, al presentármela, ésta perpetró una maniobra que me dejó estupefacto y anonadado: con un movimiento rápido y certero se me echó encima y rubricó dos clamorosos besos en mis mejillas. Sí; subí y conocí lo que es el séptimo cielo. Me sentí raro pero al mismo tiempo multimillonario de alegría.

Cuando la chica se marchó me dirigí, sin caber en mí, a mi compañero y le espeté: «¿Te has fijado? ¡Me ha besado!, ¡me ha besado!, ¿crees que le gusto?». A lo que mi compañero respondió, mirándome con un ojo perplejo y con el otro de un modo recriminatorio por tal simpleza: «¿Qué dices? No, hombre, no, si dar dos besos es lo que se hace cuando te presentan a una nena».

Mi gozo en un pozo. Menudo patinazo y costalazo me di.

La verdad es que tan obsesionado estaba con el beso de vertiente más íntima y personal que no había advertido ni prestado atención a esa allegada disciplina de rango menor que empezaba a ejercitarse como costumbre entre la juventud cuando conocías a alguien del otro sexo. Sí, por supuesto que anteriormente había certificado en mi propia piel el fruto de esa variante: su mecánica apenas difería de la que abrumadamente y sin lugar para la respiración te pringaban los parientes: esa tía o esa abuela de cuyos achuchones era imposible zafarse y de los que quedaba, para más inri, la fosforescente huella del carmín como una vergonzante prueba visible, pero que en nada se parecía a la impresión de suspense barajado con el ardor que te recorría la espina dorsal cuando el emisario o el destinatario era una chica de tu edad. Era una sensación muy diferente, sin parangón, y que descubrí, por primera vez, ese día y de esa manera tan graciosa por boca de la amiga de mi vecino de pupitre.

Al menos, poco o mucho, estoy en condiciones de afirmar que sé lo que es, lo que se siente, que he paladeado las virtudes del beso de tamaño menor. Algo es algo. Pero he de confesar que aún hoy, a mis veintiséis años, continúo en mi interminable búsqueda, a veces con una contracción dolorosa, otras incitado por una curiosidad inapagable, del Gran Beso; de aquél que dicen que de la fusión entre las dos bocas nace, brevemente, decimalmente, un estado preliminar, anterior a la Creación; y en el que aseguran que los dos amantes se comunican perfectamente sin que sea necesario nada más.

Aún hoy, a mis veintiséis años, sigo sin poder corroborar si la fantasía del así debe de ser, así debe de saber, que he ido conformando interiormente se corresponde o no con la realidad. Este subyugante misterio que a mi edad prácticamente todo el mundo ha probado y, por tanto, desvelado, en mí permanece latente, aguardando la venida de alguna princesa azul que, al posar sus labios sobre los míos, me despierte de este largo letargo en el que me hallo.

¿Acaso su roce sabrá a fresa? ¿Será el acoplamiento con los morros del otro como hundirse suavemente en un cojín de algodón? ¿Picará? ¿Escocerá? ¿Saldrán chiribitas de esa electrizante unión? ¿Cómo se hará para respirar? ¿Molestarán las narices o se entorpecerán los alientos?

¿Latirá, en plena faena, el corazón más rápido? ¿Qué se hace, en caso de utilizarla, con la lengua? ¿Y en qué parte de la cavidad de enfrente se coloca? ¿Hay un aumento del frío, del calor, o la temperatura permanece invariable? Cuando retiras la boca, ¿te llevas contigo un regusto inefable y propio de la otra persona? Y si es así, ¿cuánto tiempo perdura este regusto entre las encías antes de desaparecer? No lo sé, no lo sé, pero daría lo que fuera por averiguarlo…; lo que fuera… por un beso.