Hay un debate abierto entre los estudiosos del tema sobre cuál de los acontecimientos más o menos difusos y revueltos de la adolescencia determina el inicio de ésta; aunque yo soy partidario y apuesto por aquél cuya expresión hormonal te provoca un cambio, como la hoja de la ayahuasca recién masticada, de la percepción de la realidad: de repente, uno empieza a notar una diferenciación en esos cuerpos amorfos entre los cuales hasta entonces te confundías sin problemas: su piel parece como más diáfana, maquillada por la purpurina de un imprevisto imán que te atrae; te percatas de que han cambiado de vestimenta; de que se peinan de otra manera; de que les crecen dos fascinantes y acaso delicadas protuberancias delanteras que atrapan con su seductora miel a las moscas de los ojos que, tarde o temprano, siempre acaban posándose sobre ellas; y de que comienzan a utilizar un arnés singular al que llaman sujetador… Son las chicas, curiosos seres aparecidos de la nada, y ante los cuales a uno se le desatan muy raras e indescriptibles sensaciones que oscilan entre un rechazo sonrojeante y un interés inaguantable.
La intromisión de esta nueva etapa biológica trajo consigo, aparte de sus características incertidumbres comunes a todos, flamantes quebraderos de cabeza específicos para mí derivados de mi especial situación, y que hubo que agregar a la entrega ya de por sí populosa de confusión.
Uno de ellos fue la creciente desbandada de mis amigos, la dificultad surgida para poderlos mantener a mi lado ya que mis requerimientos o propuestas de juegos inventados para que vinieran a verme a casa o se quedasen algún recreo conmigo fueron perdiendo, de repente, su efecto, y se mostraron incompetentes para sacarlos de su estado de embrujamiento, para desencantar su mirada hipnotizada y su labia que hablaba a todas horas del asunto femenino. No pude hacer nada para retenerlos, para impedir su éxodo implacable y progresivo. Paulatinamente, me irían abandonando, me iría quedando al cuidado de la cueva mientras ellos se marchaban a la caza del gorjeo de las féminas exhibiendo sus faroleos y las plumas abiertas de pavo real. Entrábamos en una fase de disgregación constante desprovista de marcha atrás en la que nuestros caminos se bifurcarían cada vez más.
Fue el principio del fin de mi infancia; nunca más en mi vida volvería a disponer de la compañía de tantos amigos como antaño. A partir de aquí mi travesía en solitario se recrudecería más aún si cabe ya que, huelga decir, el sustituto de su ausencia, el reemplazo de su presencia, sería, cómo no, y para no perder la originalidad, más ratos y ratos de silencio monacal.
Otra de las contrariedades de nuevo cuño que desembarcaron en este período fue lo mal que se adaptó mi cuerpo al cambio. Si hasta entonces había mantenido con él una relación basada principalmente en el desconcierto, ahora, cuando la posesión de un cuerpo saludable se tornaba imprescindible, comencé a detestarle por su torpeza e ineptitud. Me avergonzaba de él. Quería abandonarlo en el primer hospicio que encontrase. Hasta ese momento no se me había hecho tan patente la importancia de tener un físico acorde y ostentoso, y no sólo para poder moverme a voluntad, sino porque era el único señuelo autorizado para captar la atención de las chicas. Sí, ya sé que los predicadores de frases sacadas de la lectura de novelas rosa alegarán, exaltados, poniendo el grito en el cielo, que el cuerpo no es más que el envoltorio y que lo realmente valioso es el contenido y bla, bla, bla…; sacarán a la palestra este eslogan fantástico y falaz válido, tal vez, en otro planeta, pero inservible en esta fase de la pubertad real en la que, pese a quien pese, lo siento por los románticos convencidos, la única mercancía legitimada para que se aproxime el interés del otro género es, sin duda alguna, la del físico. Al menos, así es como recuerdo yo esta época en la que todos los chicos suspirábamos, como pasmados borreguitos, por la exploración manual de las curvas y la posesión animal de lo velado que, curiosamente, parecían concentrarse en una principal poseedora, siempre la misma, cuyo bamboleo glandular nos enloquecía y nos agolpaba en jauría; mientras que las chicas, para no ser menos, hacían lo propio sincronizando los prismáticos de su agrado en el mismo chico. La única excepción admitida era la de escoger, si el mancebo o manceba en cuestión eran descaradamente estúpidos o irreparablemente engreídos, a la segunda opción sucesoria: a aquél o a aquélla con unos atributos no tan elevados, y, si esta elección no resultaba tampoco del todo satisfactoria, se optaba por seleccionar, siguiendo un riguroso ordenamiento numérico de guapura y porte apetitoso de mayor a menor, al tercer clasificado en reserva; y así sucesivamente hasta tener que conformarse, como tope máximo, con las medidas de uno o una encuadrado como «pasable».
Pero de aquí no más. Prohibido salirse de este muestrario fisionómico general y elegir a aquéllos que están por debajo de esta línea divisoria, a los que no reúnen las condiciones mínimas requeridas bien por ser feos, desproporcionadamente obesos, jorobados…, y no digamos si presentan una despampanante dolencia que les hace exhibir un andar fofo y de borracho.
Ninguna chica posó, ni por casualidad, ni por accidente, una mirada impregnada de un mínimo de agrado sobre mí. Yo era el último de la lista, y para haber gozado de una oportunidad el resto de mis compañeros deberían haber sido secuestrados o fulminados por el rayo láser de alguna invasión extraterrestre, y, aun así, siendo el único macho de la manada, es más probable que las célibes doncellas hubieran optado por la vía de tomar los hábitos de clausura antes que haberse atrevido a tirarme la saeta de cupido. No tenía ninguna posibilidad; aunque no era algo que tramasen conscientemente: su obrar venía determinado por una fuerza natural incontrolable; por el despertar de un reflejo que busca, instintivamente, al más robusto, al más sano, al más viril, al más capaz. Más adelante, cuando el empuje de esta fuerza hubiera remitido un poco y otras de paralelas y emergentes como el cariño maternal o la consideración de otros valores más allá del físico hubieran ganado terreno debería tener, al menos en teoría, más oportunidades, pero en los preliminares de la adolescencia la elección de mi nombre estaba totalmente proscrito, suprimido sin contemplaciones.
Yo era el chico simpático, de trato fácil y agradable, aquél que hacía reír y pasar un buen rato a los demás con sus disparatadas redacciones y chistosas ocurrencias; pero también era aquel hombre invisible que por su particular complexión repelía la adhesión de las miradas cargadas con una pizca de lascivia, las cuales pasaban olímpicamente de largo y se perdían infaliblemente en el vacío. Nadie me contempló con unos ojos túrgidos de deseo, aunque, enrevesada paradoja, yo tampoco me sentía merecedor de sus atenciones; consideraba justa mi expulsión, plenamente acertada mi omisión: no me gustaba a mí mismo, no me gustaba mi empaque carnal y, en consecuencia, encontraba lógico que tampoco pudiera agradarles a las chicas. La relación con mi cuerpo pasó de la turbulencia al odio y a la repugnancia, por lo que me resultó imposible desquitarme de la acepción generalizada de que lo importante era el físico y reservar en mi interior una pequeña llama de desacato con la que intentar y atreverme, al menos subrepticiamente, a perseguir los encantos de alguien. No pude. Esta vez la corriente colectiva fue superior y me arrastró; y acepté y justifiqué mi abandono ya que con un cuerpo así no merecía cortejar ni ser cortejado por nadie.
Aunque en la superficie mi comportamiento continuó expresándose sin cambios apreciables, dentro de mí se desencadenó otra ruda y bullanguera contienda entre el deseo inherente de acercarme a una chica y la siempre oportunista voz del engendro que me pitaba en los oídos sus injurias como «quién te va a querer si apenas puedes andar». Una refriega ruidosa, de la que salían chispas, agotadora, y de la que finalmente resultó vencedor el susurro pérfido ya que cuando por lo que fuera se me aproximaba una chica mi carácter abierto y animado se desvanecía y el azoramiento del no ser capaz de articular palabra, los ojos abajo, sumisos, inferiores, y la risotada del zumbido acusador de lo que estás haciendo, no tienes ninguna posibilidad, eres patético, te estás poniendo en ridículo, ocupaban su lugar. Me transformaba, no era yo, y esta conversión no se debía únicamente a la influencia tipificada del hervor de hormonas, sino que en mi caso los agentes principales responsables eran la conmoción decepcionante del saberme diferente, la amargura por no encajar en los moldes establecidos, y una voz denigrante y bronca que me lo recordaba constantemente; y que operaban y zurraban en lo profundo, detrás de la apariencia.
Y así, entre el ideal de adonis que ellas buscaban y mi declarado complejo de inferioridad en este asunto, nunca llegamos a conectar, nunca llegamos a coincidir en una oportunidad; y nuestros mundos, cada vez, se fueron alejando más y más.
Resulta curioso, no obstante, la tremenda energía de esta fuerza arrinconada en estado latente, ya que en la mínima ocasión, cuando alguna compañera me preguntaba alguna cosa o me dedicaba unas palabras con un tono más afable de lo que era costumbre, rápidamente interpretaba y me irrumpía la ilusión de que en su trasfondo coleteaba un sedimento de interés afectivo, que después, al comprobar lo equivocado que estaba, se transformaba en carcajada y dura reprimenda por haberme atrevido a hacer tan apócrifas deducciones. Pero no podía evitarlo, no podía desterrar y mantener callado para siempre ese efluvio sentimental. Tarea inútil su abolición, por más que me empeñase y empeñase en el intento.
Por lo que a mi añeja reivindicación de un cuerpo sano para poder moverme vino a añadírsele, pues, un nuevo motivo: quería un cuerpo en condiciones porque su tenencia era imprescindible para poder cautivar la sofoquina de las nacientes mujeres; pero el absolutismo de mi cuerpo, lejos de hacer caso a las demandas del pueblo llano, siguió con su degeneración particular, degradación que comenzó a alcanzar unos niveles alarmantes de preocupación cuando se agravaron las dificultades para levantarme del pupitre y a la hora de acometer las escaleras.
Despegar mis posaderas del asiento escolar se fue convirtiendo en un auténtico suplicio que cada vez se tragaba más tiempo, y que para su consumación tenía que poner en práctica posturas a cuál más retorcida y rocambolesca; como una cuchara que hurgaba entre los rincones del envase del yogur a la búsqueda de algún resto de materia comestible, así apuraba yo los gestos y posiciones de mi anatomía hasta dar con aquélla más idónea que contuviera un resquicio de potencia apta para reincorporarme. Aun así, declarada esta nueva complicación que me demandaba más minutos y esfuerzo, preferí cargar con este displicente fardo a mis espaldas antes que pedir una silla más alta o permitir que alguien me ayudase: pretendía ser, en todo aquello que pudiera, como los demás, hacer lo que mis compañeros hacían trastocando lo menos posible el contexto. Me resistía a renunciar a cualquier punto en común por insignificante que fuese o pareciese.
Tampoco mi orgullo mal entendido me permitió elevar una petición para que trasladasen mi clase del segundo piso a la planta baja, no se me pasó por la cabeza formular una solicitud de este tipo cuando enfilar la escalera se tornó un martirio largo e insufrible. Me negué en redondo. Me decanté por madrugar un poco más y acudir más temprano a la escuela para compensar la lentitud antes que admitir mi incapacidad para detener el avance de la endeblez; debilidad ensañada en las piernas que, a los trece años, me obligó a tener que cambiar el estilo para poder bajar los escalones ya que mis piernas no podían resistir el impacto directo sin doblarse fatalmente; por lo que para solucionarlo recurrí al estilo cangrejo: afrontar el descenso culo atrás, recostando el tronco sobre la barandilla para aligerar las piernas de peso e irlas deslizando, suave y lentamente, hasta posarlas sobre el peldaño.
A los catorce años, el irreverente deterioro se trasladó y afectó también a la manera de subir las escaleras, que se quedó anulada, inservible, por lo que a partir de entonces me vi forzado a necesitar la ayuda de mi padre, quien, colocándose detrás de mí, me aupaba por el trasero hasta que gracias a esta peculiar transfusión de fuerza que me hacía conseguía estirar la pierna y superar el escalón. A los catorce años dejé, para siempre, de poder subir yo solo las escaleras; y los peldaños se volvieron muescas imposibles, más muescas que agregar al censo de lo prohibido.
La adolescencia se inició, pues, con estos dolorosos e inapelables cambios en mi organismo que parece ser que compincharon su aparición al unísono para extenderme más aún la confusión. Yo quería ser y sentirme un hombre, enseñar por doquier mis músculos abultados y bronceados, vestirme de galán, y en vez de eso me iba deshilachando hacia un guiñapo de niño que dependía más y más del auxilio de su padre para efectuar las tareas más básicas y elementales. Y esta supeditación me crispaba, me enloquecía, me desesperanzaba.
Y en medio de este terremoto donde todo se convulsionaba apareció en lontananza un nuevo miedo: el miedo al futuro. Recogía del ambiente la ilusión y las expectativas que mis compañeros depositaban en el mañana; hablaban tan despreocupadamente de la profesión que desempeñarían cogidos de la mano de la mujer de sus sueños y conduciendo el utilitario último modelo que, apabullado ante tanto entusiasmo ajeno, sentía cómo se recrudecía mi desasosiego: qué sería de mí, dónde acabaría yo si esta degeneración alcanzaba un punto en el que ya no pudiera valerme por mí mismo; qué sería de mí si llegaba un día en el que necesitase que mis padres me lo tuvieran que hacer prácticamente todo, y, más aún, qué pasaría cuando éstos me faltasen. Seguramente que terminaría, incapacitado e indefenso, olvidado en alguna habitación de algún centro o institución lúgubre, mi gran temor, con los talentos de mi vida desaprovechados y desperdiciados, mientras que mis amigos la habrían pelado y degustado a voluntad.
Lo que mis compañeros llamaban preocupación no era más que la duda sobre cuál de las opciones atractivas y exuberantes escoger de entre tantas que se les presentaban; en cambio, el contenido de mi inquietud radicaba en ver hasta dónde me llevaría el tortuoso desfiladero que sin posibilidad de elección estaba obligado a recorrer.
La vida se me escapaba de las manos. No podía hacer nada para dirigirla, ni para influir ni para rectificar la dirección de mi destino. Mis métodos y artimañas comenzaba a intuirlos como ineficaces y, aunque aún estaba lejos de admitirlo, situado en lo más alto de la montaña rusa podía columbrar los complicados derroteros que iban a arremeter contra mi vida, especialmente aquél que, agravadas mis dificultades para caminar, su aparición en el horizonte me llenaba de espanto y pavor: colegir, a tenor de ese miasma que me arribaba de lo que se estaba tramando en algún puchero recóndito, que si las cosas continuaban así presumiblemente acabaría por plagiar la postura sedente de mi abuela.
Y esta visión profética me aterró tanto que paralizó por completo la capacidad de réplica de mi mente, la inmovilizó en un estado tremulento tal que se mostraba incapaz de frenar la avalancha de las imágenes de postración que impunemente se colaban por todas partes, superponiéndose su dramatismo, en las horas de vigilia, a la percepción de los paisajes directos y cotidianos, y, en el lapso nocturno, la manera que encontraba la caravana atormentada de atravesar la barrera craneoencefálica era, cómo no, a través de las pesadillas. El aquelarre de la noche se encargaba de reconstruirla y hacérmela presente, proyectándome su repetición una y otra vez hasta haberme aprendido cada coma, cada gesto, cada secuencia venidera de la escenografía de memoria. Así es como recuerdo esa pesadilla, esa emisión imborrable que tanto me estremeció e influyó determinantemente:
«Estoy caminando por el pasillo de mi casa con gran dificultad, apoyándome en la pared; me cuesta mucho avanzar: siento las piernas muy débiles y pesadas, como revestidas de un plomo que hace agónicos cada pequeño paso. Al fondo, a mis espaldas, la habitación de mi abuela que me reclama tirando de mí con unas correas invisibles. De allí sale una voz que me llama por mi nombre. Intento progresar, avanzar, pero el cansancio me vence cortándome en dos a la altura de las rodillas. Me caigo. Me caigo. Mi grito retumba contra el suelo. La puerta de la habitación de mi abuela se abre. Un chirrido similar al hierro en movimiento se asoma por ella. A causa de la lejanía asociada con la oscuridad no consigo distinguir qué es lo que origina ese desagradable ruido. Siento cómo se aproxima, cómo ese zumbido se va acercando hasta que por fin puedo discernir, horrorizado, qué es lo que lo provoca: una silla de ruedas, una ofensiva y zafia silla de ruedas que va empujando con una sonrisa sardónica el mismísimo Áxel. Alarmado, anegado por el pánico, abro dementemente los ojos y trato de escapar arrastrándome como puedo; sirviéndome de codos, serpenteos y uñas. “No huyas, ven aquí. Toma, siéntate en este trono que te ofrezco”, me conmina con su entonación acidulada que se mofa de mis esfuerzos por escabullirme. “Ven, ven”, insiste la llamada a la rendición que cada vez tengo más encima. “¡No, no!”, grito, bramo, dando manotazos a la desesperada al aire cargado de inmediata capitulación…»
Me desperté expeliendo mi clásico alarido, que despertó a mis padres y a medio vecindario. Aunque esta misma pesadilla volvería a repetirse varias veces más, bastó el efecto de esa impresión inicial para provocarme los primeros cambios sustanciales y permanentes en mi comportamiento externo, el cual, paulatinamente, iría cesando su expresión alegre y desenfadada para canjearse por un porte más reservado, callado, con mechas de tristeza y preocupación permanentes; como si toda la efusividad de antaño se hubiera marchado urgentemente a socorrer y a taponar las brechas internas, dejando en su puesto los servicios mínimos.
Cada día que pasaba mi constitución se parecía más a la de los adultos inquietos y estresados. Tenía tantas cosas en las que pensar, necesitaba tanto coger por algún lado esta vida cuyo control se me escapaba, que no tenía tiempo para perder en tonterías adolescentes; por lo que, aunque físicamente esta transición duró el período convenido, mentalmente transcurrió muy rápida y fugazmente, y, en un santiamén, me convertí en un hombre gracias a las preocupaciones y problemas futuristas del calibre de los que mantienen en vilo a los mayores. Un niño con mente de hombre. Un hombre con cuerpo de niño.
El miedo a las consecuencias del mañana se introdujo y se entremezcló en esta etapa junto al despertar del interés curioso por las del otro sexo. Una iniciación complicada, embarullada por ser yo diferente y sentirme así, sin nada corpóreo destacable que ofrecer para que se fijasen en mí. Esta dificultad recibió la puntilla de más frustración un día en el que, después de largos y penosos minutos subiendo la escalera del colegio, me dispuse a entrar en mi aula correspondiente.
Por más que me afanaba en llegar temprano y en ascender lo más raudo posible, el atoramiento había terminado por apoderarse de mí, y cada vez tardaba más y más, por lo que cuando culminaba la ascensión las clases ya hacía un rato que habían comenzado. Ese día arribé, como de costumbre, agotado y jadeante, y me dispuse con paso tambaleante a recorrer el trecho hasta mi pupitre situado en la parte final del recinto. Por aquel entonces no era públicamente conocido pero sí secretamente sabido en un rincón del fondo de mi ser que me gustaba una chica, la misma chica que aglutinaba suspiros y llevaba de cabeza a los otros chicos, y cuyo espectacular palacio, maravillosa coincidencia, se emplazaba en el mismo pasillo que tenía que tomar yo para alcanzar mi asiento. Y quiso esa fatídica fecha que, justo al pasar por su lado, tropezase con una maleta y cayese de bruces a sus pies. Rogué morir. Imploré por ser tragado y desaparecer para siempre con mi bochornosa vergüenza. Durante unas décimas de segundo nuestras miradas se encontraron oblicuamente en una conmoción que no admitía nombre. Nunca nos dijimos tanto en tan instantáneo e irrepetible momento: sus ojos, además del susto, me dejaron entrever un sentimiento de compasión, mientras que yo la contemplé desde mi postura de adefesio con el alma atravesada por el ultraje y la humillación. Nunca me había sentido peor en toda mi vida. Diligentemente, los esforzados de turno acudieron en mi auxilio y entre cuatro o cinco, unos agarrándome por los brazos, otros estirándome por la camisa o por el pantalón, lograron recomponerme y, una vez puesto en pie y musitado cabizbajo las gracias a quienes me habían sacado de esa posición de interminable ignominia, a aquéllos que después de su acto heroico habían ganado medallas a la consideración de las chicas que a partir de entonces sin duda les tendrían más en cuenta, me retiré, a través del pasadizo de silencio general desplegado, para hundirme y reunirme a solas con mi dolor en el pupitre.
Los días posteriores al incidente estuvieron cargados de abatimiento que iba alimentando y alimentando la bola creciente de mi odio: odiaba a mi cuerpo, al que consideraba culpable por su flojera de ser incapaz de atraer a alguien, pero, especialmente, detestaba la aparición de esos sentimientos de excitación turbada hacia las chicas. Ansiaba eliminarlos, hacerlos desaparecer, y que volviera la tranquilidad simplista de antaño. No entendía por qué, ya que tenía un físico que no servía para enamorar a las féminas, mis afectos no lo aceptaban, no se daban por vencidos, y se dispersaban y me dejaban en paz. No comprendía por qué se empeñaban en aparecer cuando a todas luces no tenía ninguna posibilidad de gustar a nadie. Lo lógico sería que ya que no podía relacionarme con las chicas de un modo pasionalmente exitoso estos sentimientos se extinguieran, no se manifestasen. De no ser así supondría una inhumana tortura: sentir, desear amar, pero no tener un vehículo corporal necesario para que las de allá fuera se percataran de su existencia se me antojaba como el peor de los tormentos.
Y comencé a sospechar que, de ser así, de ser cierto, mi enfermedad estaría realmente mal diseñada: a alguien se le había olvidado programar que cuando viniese cíclicamente el camión de la extracción a llevarse mi fuerza tenía que portarse consigo, también, un pedazo de la ambrosía sentimental que se fabricaba en mi interior. Lo contrario sería demasiado monstruoso.
No, no podía ser. Mis sentimientos tenían que desaparecer, tenía que poder sustituirlos por cualquier otra ocupación. La voluntad, con la que tantas cosas había conseguido, tenía que poder ayudarme con absoluta seguridad en este propósito. Recurriría, una vez más, a ella.
Y, aunque armado de su machete comencé a perseguirlos y a darles caza con una austeridad sin concesiones; aunque creí haberlos aniquilado a todos, uno a uno, con mis propias manos; mis sentimientos, esquivos, escurridizos, escaparon de la sanguinaria carnicería y, a buen recaudo en el exilio, continuaron vivos, preñados de vitalidad…
No pude matarlos, sólo reprimirlos.