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Llevo ya un tiempo escribiéndote, soñada y anhelada investigadora, y aún desconozco si en realidad existes; no sé si estas confidencias y estos esbozos preliminares de mis investigaciones serán leídos en el otro lado por el perfil humano de ponderada comprensión que concibo, o si, por el contrario, la revelación de estas intimidades habrá caído en el saco despersonalizado y desolador de la ausencia.

Pero no me importa. Tendré que arriesgarme; confiar en mi intuición. Continúo firme en el propósito de contarte la génesis de mi vida, decidido a explicarte el proceso de formación multifactorial que desembocó en mi vocación como científico miniaturista e insurrecto.

Siento, además, como irrenunciable esta intención, como una cláusula de obligado cumplimiento incluida en el contrato que acepté cuando ingresé en la cofradía de los que indagan entre los fenómenos anormales: hablar de ello, exponer a la luz el resultado de mis pesquisas, de mis últimos avances y conclusiones; orearlos al exterior con la esperanza de que alguien, aunque sólo sea una persona, quiera y tenga ganas de conocerlos, de hacerlos suyos, de contrastarlos con sus experiencias, ya que así su mera presencia bastará para infundirles la energía y moral necesarias para que continúen llevándose a cabo, dotándoles de un sentido del que carecerían si no hubiera nadie al otro lado.

El trabajo de todo buen investigador, por muchas satisfacciones internas que le dé, siempre acaba siendo una labor estéril si no existe alguien que demuestre un vivo interés por saber de ella; condenada al fracaso, al cubo de la basura e incompleta, si no hay nadie que pueda consumarla con la aportación de su testimonio. De no ser así, de no haber un mínimo de otro ser humano allá afuera, los conocimientos que vaya adquiriendo el científico, al tener cortados los puentes hacia el exterior, se irán acumulando peligrosamente por dentro y atipando su egocentrismo hasta los tres presumibles desenlaces fatales: o atragantarse, o estallar por la gordura, o concluir en una triste marginación.

A veces, en el juego de las suposiciones que de ti suelo hacerme, me pregunto cómo debió de transcurrir tu infancia, cuáles fueron las circunstancias que constituyeron la base de tu atracción por la investigación por la que posteriormente te decantarías: tal vez fueron tus padres los que te inculcaron la pasión por la medicina; tal vez pillaste esta inclinación de entre las tripas de algún anfibio al que siendo niña diseccionaste cautivada; o, tal vez, se te contagió esta elección a raíz de tanto vestir y desvestir a tus muñecas, haciéndoles minuciosos reconocimientos hasta haber localizado el origen de su mal.

De tanto en tanto trato de imaginarme cuáles fueron las razones que propiciaron tu vocación. Las mías, como ya te he ido relatando en capítulos anteriores, son algo diferentes, y habría que buscarlas primeramente en un gran fondo de aturdimiento, en una incomprensión dolorosa de por qué mi cuerpo no se comportaba y actuaba como el de los demás. Yo luchaba y luchaba contra esta deficiencia oponiéndole los mosqueteros, siempre bravíos, de mi desfachatez y jovialidad. Después, a estas incipientes materias primas vinieron a unírseles acontecimientos de mayor calibre y envergadura: la soledad, mi incapacidad para poder salir a vagar y a explorar alegremente por ahí fuera como hacían los demás, tener que limitarme desde muy pronto a recorrer un itinerario corto, único y menguante: de casa al colegio y del colegio a casa, por lo que el retiro poco a poco fue aposentándose en mi vida. Al principio, en ratos dispersos que paulatinamente, conforme avanzara mi debilidad irían procreando y procreando. Ésta fue una coyuntura clave que marcaría mi porvenir.

Y dentro del silencio crecí, en su seno se fueron acumulando las preguntas picantes que resultarían cruciales para la elección de mi profesión.

La confusión, la rabia, la chispa de gracia, la desvergüenza y el desacato en aceptar lo dictaminado como irreversible se amalgamaron dentro de la coctelera de la soledad y dieron como resultado la flecha indicativa que debía seguir. El por qué me fui finalmente por estos derroteros y no por otros es un dilema que después de tantos años y estudios y consultas realizados aún no he terminado de resolver, aún no he conseguido comprender del todo.

Probablemente la respuesta definitiva habría que buscarla en esos pequeños detalles, en esos aparentemente insignificantes sucesos aparecidos oportunamente que con su presencia disimulada acaban de modelar, curvar e influir, como el soplo de los ángeles, en la dirección de cualquier destino.

Hubiera podido acabar perfectamente aplastado por tal suma de contrariedades, con mi arrojo noqueado por tantos guantazos, pero, por lo que sea, quedó abierto un minúsculo pero suficiente intersticio por el que poder infiltrar a mi espíritu vivaz. Y esto, a la postre, sería determinante para enfundarme la bata blanca de examinar y registrar in situ las cotidianas particularidades del monstruo; para convertirme en un buscador de un sentido a la vida dentro de tanta oscuridad progresiva y degenerativa; para tratar de encontrar un tónico mental que contrarreste su corrosión.

A veces me pregunto cómo debió de acontecer tu infancia. ¿Dirías que fue una etapa feliz? ¿A qué juegos jugaste? ¿Tuviste muchos amigos? ¿Sonreías? ¿Cantabas? Yo era un chico muy alegre que no sabía estarse quieto. Yo era un niño muy dinámico que nunca tenía bastantes horas para reír y jugar. Yo era un chico cuya cabeza hubiera continuado llena de pájaros y de despreocupaciones existenciales como la de los otros niños si el ataque de un felino agresivo y depravado no los hubiera espantado, provocándome un rápido crecimiento.

¿Qué problemas tenías? ¿Qué relación estableciste con tu cuerpo? Supongo que una relación de jocundidad y de sorpresa permanentes por los cambios placenteros que notabas que te deparaba. Yo también mantuve con él un vínculo de reiterada perplejidad, pero de una naturaleza totalmente opuesta a la que sostenías tú: mi asombro se convirtió en pánico al constatar que mi cuerpo no se desarrollaba según lo comúnmente marcado, ni se agilizaba, ni se hacía fuerte, ni podía hacer cada vez más y más cosas. Todo lo contrario, iba involucionando, desinflándose por alguna razón extraña y perturbadora.

¿Qué temores te acosaron? ¿Acaso los normales, aquellos prefabricados y estándares que les dan para merendar a la mayoría de los niños? ¿Viste tú también algún espectro? ¿Hablaste con él? ¿Te persiguió? ¿Te acechó? ¿O fue éste un privilegio del que se me reservó la exclusiva?

¿Cuáles eran tus sueños? ¿Soñaste desde un principio con ser una investigadora de enfermedades raras o acaso fantaseabas con una profesión más tradicional como por ejemplo la de convertirte en una intrépida astronauta? Yo nunca imaginé, ni pensé, ni creí que me dedicaría al mundo de la indagación científica. Como ya te he ido explicando, fue por la suma de una serie de factores que me abocaron a ello. Yo quería ser conductor de androides voladores o futbolista venerado, y ganarme el pan con el sudor y con los malabarismos de mi regate, pero, aunque durante un instante fugaz atiné a catar estos preámbulos a mi manera, muy pronto estas quimeras se desvanecieron, se truncaron, y tuve que contentarme con contemplar las evoluciones de los demás desde el mirador de la ventana.

Explícame, por favor, todas aquellas anécdotas y reseñas que recuerdes de tu niñez. Quiero llegar a desentrañar las causas inductoras de tu labor profesional. Espero que tú, con estos preámbulos que de mi vida te he ido desvelando, tengas ya la base y los datos suficientes para haberte hecho una idea de cómo transcurrió la mía, y, lo más importante, hayas podido comenzar a entender los resortes que me llevaron a compartir tu mismo oficio, aunque difiramos en la especialidad, ya que tus circunstancias y tus experiencias primarias te influyeron sobremanera para que te decidieras por una concepción estrictamente física, mientras que yo tuve que escoger otra disciplina, ejercer desde otro punto de vista, más sutil, más metafísico.

Pero aunque aparentemente trabajamos en campos muy dispares los dos sabemos que es una distinción puramente formal, ya que a ambos nos mueve lo mismo; y nuestras pesquisas, lejos de diferir, se complementan perfectamente, se necesitan imperiosamente unas a otras.

Me basta con que te hayas podido hacer un bosquejo aproximado de las raíces donde se hunde mi motivación. Sólo una ligera sospecha, ya que para llegar a conclusiones rotundas y definitivas es imprescindible que dispongas del resto de las piezas del puzle para que, una vez completado, te sea fácil inferir su sentido global. Por ahora únicamente tienes plantadas las semillas, pero para que germinen es preciso la colaboración agregada de otros condimentos meteorológicos como el agua y el sol que aparecieron más tarde, y cuya descripción y composición he tratado de transcribirte entre las letras de las páginas que prosiguen.

Si continúas leyendo te contaré historias duras, otras cómicas, otras surrealistas, otras tiernas… Historias cuya adición ha dado, en definitiva, como resultado todo aquello que soy y en lo que me he convertido; y de las que se desprenden inevitablemente las razones de mi comportamiento inquisidor.