13

Después de nuestro primer encuentro cara a cara en el pasillo de mi casa, las visitas y apariciones de Áxel se fueron haciendo periódicas y regulares, sucediéndose con encrespadora asiduidad e invadiendo cada vez mayores viñetas de mi vida.

Aunque la sorpresa e incredulidad iniciales se fueron macerando bajo el rodillo de la costumbre, el terror a toparme con él se instauró y se hizo susceptible a flor de piel, sin poder dejar de sentir una oleada de escalofríos o de emitir un chillido cuando entraba en la habitación y lo hallaba provocativamente sentado en mi cama esperándome con esa sonrisa luciferina, o cuando venía a escupirme improperios al oído mientras estaba haciendo los deberes del colegio.

Si los demás niños, pobres criaturas influenciables, se creían a pie juntillas esa sarta de mentiras que los adultos les contaban acerca de la existencia del hombre del saco, del pirata del garfio o de la bruja que devoraba críos malos y volaba en una escoba; si temblaban en vano ya que el objeto de su temor era totalmente vacío e infundado, yo no podía decir lo mismo acerca del fundamento de mi sobresalto al palpar que el contenido de éste era voluminoso, con latidos biológicos, para nada comparable a la simpleza de su figuración. Mi pavor no se quedaba como el suyo constreñido en la reserva de la pura fantasía, sino que traspasaba las barreras del formol para adquirir vida presente, introduciéndose y clavándose encarnizadamente en mi realidad. Ellos, lo máximo que podrían llegar a experimentar sería la visualización de un mal rato desde la desvinculación de la butaca, muy alejados de la vívida carcoma que me sentía por dentro y que me desencadenaba las palpitaciones y un tiritante morderme de uñas por el que los otros niños nunca pasarían.

Mi terror tenía una causa, una razón de ser, estaba plenamente justificado. A su lado, las razones que inculcaban el pánico al grueso de los infantes eran como rosquillas con mermelada que se tragaba de un bocado y que apenas se alzaban hasta la suela de su zapato; bobadas elaboradas chapuceramente que no servían ni para soliviantarle ni un ápice.

Al principio, los diálogos con Áxel eran muy breves y unidireccionales: sólo hablaba él, en el polígrafo de la conversación sólo se registraba la entrada de sus palabras empastadas con múltiples insultos y groserías que iban desmontando y descontando mi ánimo. No me atrevía a contestarle y mucho menos a llevarle la contraria, embelesado como estaba de tener delante de mí a tan célebre engendro. Mirarle a la cara se me antojaba una provocativa temeridad, como el motivo que espera el león para lanzarse a descuartizar, y, desplazando nerviosamente la vista de un lugar a otro, aguantaba estoicamente el chaparrón de su soflama mientras apretaba con furia los puños con el deseo de que se marchase lo antes posible. Al principio, sólo apechugaba, resistía como mejor sabía.

Aunque no podía concertar ni forzar a voluntad sus apariciones, sí que comencé a intuir y a predecir con bastante exactitud cuándo se iba a producir alguna de sus visitas, ya que muchas veces éstas solían materializarse después de algún percance que servidor hubiera padecido para mofarse y regodearse hurgando con su dedo en mi llaga.

A pesar de consumirme en la blasfemia porque no daba crédito a que los demás no atinaran a oír también esa voz sulfurosa ni tampoco a ver esa silueta espectral, su influencia no pasaba tan desapercibida como invitase a pensar en un primer momento, y mis padres, aunque no llegaron ni llegarán a escuchar su fonación con la nitidez con la que la distingo yo, sí que captaron, colándose por pequeñas rendijas, un ligero cuchicheo, los retazos de una insinuación prácticamente imperceptible, pero aún con el mensaje principal lo suficientemente inteligible para inficionarles el espanto y para que se internaran, desquiciados, por los laberintos de la sinrazón.

Y ese susurro friolero que hisopeaba el ambiente les masculló cosas terribles, les atosigó con el recuerdo de la maldición, les torturó con la palabra impronunciable, proscrita, con el alacrán de la horrenda pronunciación: incurable, incurable… Y trataron de huir, de escapar, de apartar este vocablo tan amargo; una reacción lógica y normal, esperada, que tienen todas aquellas familias a las que les dan la noticia de un diagnóstico así, sólo que en el caso de la mía esta típica y establecida fase de negación por la que tienen que pasar los padres duraría muchísimo tiempo, demasiado tiempo, prolongándose prácticamente hasta mi mayoría de edad, hasta que tuviera el entendimiento y el coraje lo bastante talludos para plantarme y decir basta y ayudarles y ayudarme a salir de la pestilente cloaca en la que nos metimos.

Huyeron y huyeron y se agarraron a lo que fuera: a unas palabras que contuvieran una pizca de ilusión; a un destello de luz por minúscula y engañosa que fuera, pero que tuviera al menos una apariencia de luz; a unas manos tendidas por sospechosas y caras que resultasen, pero manos abiertas, al fin al cabo… No importaba si ese algo tuviera una base racional y científica o perteneciera a la colección de los más inmasticables desvaríos, había que cogerse a lo que fuera para calmar las farfullaciones de Leviatán y ofrecer una esperanza a su hijo.

No había tiempo para demoras ni vacilaciones.

Y nos adentramos en el sórdido mundo de la denominada medicina alternativa y de los curanderos; emprendimos, con el pretexto de que no había nada que perder, un viaje por medio mundo en busca de la curación, y, aparte del dramático proceso de ver cómo se fueron desmoronando una a una sus expectativas, casi me perdieron psicológicamente para siempre.

Hay un principio encomiable en la actitud de mis padres; en esta reacción de desacato o de inconformismo está implícito el prurito que ha instigado al progreso de las civilizaciones como es el de no comulgar con lo que te dicen que es intocable e inamovible para que así se pueda trepanar un orificio por donde lo nuevo entra y renueva lo antiguo; sólo que tomaron una dirección equivocada, y en vez de meterse por superficies más claras y despejadas, fueron absorbidos por intrigas subterráneas en las que se fueron enredando más y más.

Reconozco que para quien visualice la escena desde fuera le debe de resultar incomprensible, se debe de estar escaldando en el estupor al consignar cómo alguien puede perder la cabeza de esta manera, cómo puede haber personas que se aboquen de este modo tan frenético a la persecución del desaguisado. Pero quien piense así es porque está ignorando el funcionamiento básico de las reacciones del ser humano en situaciones extremas: cuando esto ocurre, las virutas de la exasperación atoran y ofuscan el juicio, lo ciegan, por lo que cualquier decisión que se adopte o iniciativa que se emprenda, al haber perdido el sentido de la discriminación acerca de lo que es bueno o malo, moral o inmoral, es aceptada como válida mientras que bajo sus repliegues pueda adivinarse una brizna de utilidad. Cuando alguien está desahuciado sería capaz de todo, de renegar de sus más preciadas creencias, de sacrificar sus más valiosas pertenencias, de hacer caso omiso a las prescripciones de códigos penales y sacar a la palestra sus más bajos instintos: y matar, y asesinar si es preciso…, lo que sea con tal de aliviar las contracturas que le atormentan. No se puede juzgar a los que tienen el juicio embotellado, no se les puede acusar ni de temerarios ni de enajenados, sólo de haber sucumbido a la impulsividad de su corazón; y esto es algo que ningún ser humano, cuando está en un momento dado en el límite mismo, está en condiciones de afirmar que puede controlar.

Probablemente el hecho de vivir en un sitio pequeño y retirado como es esta isla favoreció nuestra incursión en los bajos fondos de la superchería, ya que es bien sabido que en las zonas escarpadas, aquéllas que permanecen más incomunicadas o cerradas a los encantos del progreso, la maleza del oscurantismo retoña con más fuerza; y aunque el estar de espaldas a la combustión babilónica que excreta la modernidad aporta muchísimas ventajas como por ejemplo la de conservar playas en estado casi virgen, a salvo de la fastidiosa contaminación, también ofrece el inconveniente de mantener postergada a la parte positiva del desarrollo, aquélla que nos hace comprender y poner al descubierto aspectos desconocidos hasta entonces de la fisiología de nuestro comportamiento, por lo que los hongos de la irracionalidad y de la ingesta de excrementos de rana en luna llena encuentran el marco ideal para crecer y reproducirse.

En Menorca, esta isla que parece atraer como ninguna otra la luminosidad con la que generosamente obsequia a sus turistas, existen aún grandes focos de oscurantismo que hemos heredado de la impotencia de nuestros antepasados, de ese campesino o pescador de los que la mayoría de los habitantes actuales descendemos, y que en su día la única vía de la que dispusieron para no acoquinarse ante la fiereza y total impunidad de una naturaleza de cuyo carácter veleidoso, de que lloviera lo suficiente o no les sorprendiese el temporal, dependía su subsistencia, para protegerse contra las constantes y repetidas invasiones de los corsarios que les despojaban de sus bienes y raptaban a sus mujeres, fue la de recurrir a las prácticas mágicas; tuvieron que buscar amparo en los sortilegios, en lo más primitivo y abisal de su ser para enfrentarse a una realidad sediciosa de la que estaban por completo a su merced.

Brasas de este primitivismo siguen perdurando en la actualidad, favorecida su supervivencia por el calorcito preservador que da el arrinconamiento de este paraje en muchos aspectos tan idílico, y que esperan a que alguien desesperado y repelido de la medicina oficial acoja y haga reavivar.

Admito que en estas prácticas subyace un cierto toque de gracia, un retorno romántico al pasado cuando se intenta con tales artes curar por ejemplo un dolor de muelas mediante una infusión de yerbas cuya receta ha ido pasando de generación en generación; reconozco también, según tuviera la oportunidad de estudiar años más tarde el fenómeno con detenimiento, cuando, intrigado por comprender, me lanzara ululante de respuestas a la exploración de este mundillo para tratar de dilucidar los entresijos de esas mentes que tanto daño me hicieron, que el curanderismo tiene una razón de ser plenamente justificada ya que cumple una función social importantísima al sustituir no la técnica del médico, sino el trato humano que muchas veces se ha perdido, pero, especialmente, porque brinda una gran oportunidad para que muchas personas puedan encontrar alivio a sus dolencias psicosomáticas gracias al embrujo que ejerce la autosugestión.

Está comprobado y demostrado que existen una serie de afecciones cuyo origen cabe buscarlo en la propia psique del sujeto. No hablo de enfermedades fingidas o figuradas: su existencia y sus síntomas son tan reales como las demás, simplemente que su raíz se halla a un nivel mental y, por tanto, también su posible solución. Al tener la mente un poder tan enorme que escapa a nuestra voluntad y comprensión, y al estar irrigada por tantos factores socioculturales que la influyen, son muchas las opciones de que dispone la persona para tratarse; y así, puede recurrir a los métodos consabidos pero también al curandero, el cual, no con ningún don extracorpóreo ni con la ayuda de los seres del más allá, sino que con la propia fuerza no menos desdeñable del sujeto sugestionable, logra el mismo objetivo aunque la persona autosanada prefiera achacar su recuperación al propio curandero o a algún santo canonizado. Los caminos son diferentes pero ambos llevan a lo mismo, lo importante es que la persona crea en la opción que ha escogido. Así pues, dado el inestimable cometido que realizan al poner al sujeto afectado en contacto consigo mismo, al ser como un espejo en el que la problemática de su cliente rebota para regresar y solucionársela él mismo, si los curanderos no existieran habría que inventarlos.

Pero en mi caso no había nada que hacer. Era un hueso extraño, inaudito, duro de roer, probablemente mi problemática era la primera de este estilo con la que se topaban a lo largo de su prolífica y exitosa carrera profesional, y esto, en vez de amilanarles un poco o de rebajar sus ínfulas bajo la neblina de la prudencia, provocó, en la mayoría de los casos, un efecto totalmente contrapuesto: cuando, en los prolegómenos de la visita, mis padres les comunicaban que hasta entonces nadie había podido hacer nada por mí, sus ojos, incendiarios, se abrían como platos al presentárseles una oportunidad única para su prestigio y currículum laboral de hacer aquello en lo que la competencia había fracasado: todos querían ser los primeros, los primeros en curarme, por lo que me aceptaban sin vacilar como paciente o como cobaya con la que experimentar.

Aunque había alguno que actuaba desinteresadamente y no te cobraba nada por amor al Espíritu Santo, que le había encomendado la apostólica misión de redimir a los impedidos, los había también a los que el jugo salivar se les segregaba en cantidades macrobióticas cuando intuían que en ese paciente había una buena bolsa de dinero donde perforar sin remordimientos, ya que sus padres, por el vestir, parecían de una posición acomodada, y era un acto de piadosa justicia predicada por el propio Jesucristo y su acólito Robin Hood timar a los ricos para repartir entre los estafadores la tarea a la que ellos, muy a su pesar, se dedicaban con abnegado entusiasmo.

Lo cierto es que, bien sea por la enajenación tifoidea de creerse tocados y autorizados por el mismísimo Dios en persona o por puro interés lucrativo, o por curiosidad, o para ver qué pasaba, o porque la consabida sentencia de que no había nada que perder ofrecía un sustancioso margen con el que hacer probaturas sin que te pudieran exigir resultados, o por una disparatada mezcolanza de un poco de todo, ninguno de ellos rehusó aceptarme y aplicar sus métodos sobre la esperanza que risueña y resueltamente les entregué.

He conocido a una amplia y surtida fauna de personajes que me han hecho de todo: desde imposición de manos a acribillarme con la acupuntura más salvaje; desde hacerme ingerir plantas y otros extraños elementos que difícilmente alguien creería que pudieran ser comestibles a masajes cruentos que pretendían reactivar mi cuerpo decadente. He conocido personajes llenos de buenas intenciones y otros de las más dudosas; unos más instruidos que otros o con unos atuendos más o menos estrambóticos, pero todos, absolutamente todos, con el nexo en común de haberme anunciado a bombo y platillo que podían ayudarme, que si tenía fe y confiaba en ellos extirparían, para siempre, mi flojera.

Y confié en ellos, en todos ellos, me creí tontamente sus palabras, me tragué esa trolera convicción que despedían. Fue un error, un gravísimo error que necesitó de los varapalos de los años para esclarecerse y recortar, primero, mis aspiraciones: me contentaba con oírles decir que podían frenar el avance de mi enfermedad, que me garantizaran que me quedaría como estaba; después, cuando el chasco y el desengaño fueran completos, lo único que desearía sería que me dejasen en paz, mantenerlos alejados tanto como me fuera posible, escabullirme para que no me pusieran sus mentirosas manos encima.

Es totalmente falso el dicho de que no había nada que perder. Sí que lo hubo, y perdí muchas cosas: perdí tantas horas que hubiera podido dedicar a hacer actividades más plácidas y provechosas, perdí la inocencia que se iría gangrenando con las barbaridades de las que me tocaría ser sujeto pasivo, y, especialmente, perdería uno de los estados prístinos más bellos que puede albergar un crío: el de la ilusión. Y no fue cuando descubrí la verdad acerca de quiénes son en realidad los Reyes Magos, sino cuando los escarmientos continuos a los que fue sometida acabaron por matarla. La tortura más vil que tuve que padecer me la causaron las promesas incumplidas, esa palabra dada y pronunciada y que nunca se consumó, sintiéndome, cada vez que me vaticinaban: «Te vas a poner bien», poseído por el gozo más envidiado que hacía que me hinchase y me hinchase cebado por las cábalas «¡Podré correr!, ¡podré subir bien las escaleras!, ¡podré irme por ahí!, ¡podré…!», y, si me revenía un instante de titubeo sólo tenía que acordarme de la expresión tan solemne de quien me lo había anunciado, de esa mirada que dimanaba tanta seguridad para que la incertidumbre se desvaneciera. «José —me animaba a mí mismo—, si te lo dicen será por algo; fíate, fíate». Y me abandonaba, para no cometer el pecado de la duda que pudiera dar al traste con el milagro, a las ensoñaciones de lo que haría cuando fuese «normal»; ascendía y ascendía hasta que, cuando ya comenzaba a creérmelo, me pinchaban con una aguja, explotaba, y me estrellaba contra el suelo.

En esto consistía el propósito del martirio, la finalidad de ese juego perverso en el que me veía arrastrado a participar: en generarme unas expectativas y luego arrebatármelas sin contemplaciones; en invitarme a tomar asiento y, en el momento del aterrizaje, quitarme la silla para que me rompiera el trasero contra el pavimento; en poner delante de mis narices el guiso más exquisito y gasificármelo cuando iba a incrustarle la cuchara… Un suplicio que poco a poco fue dallándome la confianza en la gente y ennegreciéndome el talante inocente.

Si hubiera sido un adulto con los pies ya en el aplomo, teniendo más claro cómo funciona el mundo, con la frontera entre lo que es posible y lo que no más definida, seguramente que debido a mi estado de desamparo alguna que otra ilusión me habría hecho, pero no tantas ni con este paroxismo; no me hubiera dejado llevar ni manipular tan fácilmente, arriba y abajo, abajo y arriba, por la vorágine que estas falsas esperanzas me causaban, evitándome muchos golpes y frustraciones. Pero era sólo un niño, y creía todo aquello que me decían…

Si tuviera que enumerar a todos los curanderos y mercaderes del dolor ajeno que han pasado por mi vida serían necesarios no muchos capítulos, sino probablemente incluso hasta un libro entero. Podría rellenar páginas y páginas con historias que parecerían sacadas de la truculenta mente del novelista más imaginativo o de los archivos del manicomio más delirante; podría emborronar páginas con largas y aburridas listas de nombres y fechas, pero lo único que haría sería exponer una monótona concatenación de hechos que siempre girarían en torno al mismo hilo argumental (lo único que cambiaría serían las caras de la representación), además de abrirme más aún estas heridas que tanto me han costado cicatrizar.

Permíteme, eso sí, apreciada y soñada investigadora, que te enseñe una pequeña muestra, que te describa unos ejemplos cuyo surco ha quedado por lo que sea trazado con mayor énfasis y profundidad en el sustrato de mi memoria:

Muy pronto Menorca se nos quedó estrecha, gastamos los recursos que en materia de ocultismo nos ofrecía ya que a fin de cuentas los hechizos que podíamos encontrar por aquí eran de los de andar por casa, de corto alcance, de una eficacia limitada que a lo más que llegaban era a la aplicación de un ungüento hediondo sobre la parte aquejada (con el consiguiente problema de agotamiento de existencias si queríamos cubrir todo el kilometraje que demandaba mi cuerpo). Le faltaba, a esta infraestructura pueblerina, el complemento de devoción y de histerismo colectivo que profesan las multitudes de allende arribadas al ídolo ensalzado, además de la pompa y teatralidad organizadas en torno a él, que si bien no tienen de por sí ninguna utilidad terapéutica, uno puede entretenerse un rato contemplando el bullicio humano y compadeciendo a los que están peor que tú, o leyendo el libro que el propio iluminado ha escrito acerca de su misión en esta Tierra de Pecadores y del inacabable número de personas que han lanzado sus muletas por el efecto de un solo pestañeo suyo.

Y salimos de nuestra isla y emprendimos una gira por geografías cada cual más extraña y singular, como ratones atraídos por la musiquilla de parafernalia y espectáculo que interpretaba el flautista especulador.

Recuerdo que de los viajes que más me impresionaron fueron los que hicimos asiduamente hasta tierras valencianas. Allí, El Elegido concienzudamente de entre un populoso elenco de aspirantes por los seres extraterrestres de la quinta dimensión de Orión, realizaba inexplicables remiendos corporales a través de la energía cósmica que fluía a borbotones de sus manos. Me desplazaba hasta dicho lugar con mi madre, con los quebrantos y sofocaciones que le doblegaban cada vez que percibía un nuevo empeoramiento en mi estado.

Nos alojábamos en casa de un matrimonio de edad madura, en una habitación que gentilmente nos alquilaban y cuya hospitalidad y atenciones ponía el punto de agradecida benignidad a esos días plagados de tanta inquietud. Nuestra estancia solía ser de una semana, y la jornada se repartía en unas tres sesiones de cura (que así se les llamaba a los pases manuales que el abducido me daba blandiendo aspavientos como de quien quita telarañas invisibles y cuya duración se prolongaba hasta altas alboradas intempestivas de un minuto cada una), y el poco tiempo que nos sobraba lo dedicábamos a dar paseos, a jugar al parchís, a mirar la televisión, a dormitar el muermo y, sobre todo, a aguardar impacientes a que se produjera de un momento a otro algún signo de mejora en mi salud, que, por supuesto, nunca apareció.

Quizás el aspecto de esa peripecia que más me impactó fue el de tanta disparidad de muchedumbre apiñada pero que reflejaba en sus rostros el mismo distintivo de compunción y esperanza; gentes arribadas de por todas partes de España según se podía deducir por las matrículas de los autobuses de los que desembarcaban: Sevilla, Zaragoza, Pamplona…, y que se iban concentrando a la espera de ser atendidos en el patio del chalet donde el curandero tenía la consulta. Me estremezco al tratar de describirte el inmenso calado del drama presenciado: madres que iban limpiando las babas a sus hijos masacrados por enfermedades de dificultosa pronunciación; ancianos encorvados y atufados, y que no se sabía muy bien si lo que esperaban era un remedio para su reuma o que les diesen a beber el agua de la eterna juventud; ciegos tan ávidos de visión que no veían el panorama que les rodeaba; calaveras amarillentas que no llegarían a tiempo de detener el cáncer que les devoraba… Una exposición dantesca de suspiros y quejidos, de bisbiseos y de almas atormentadas que, por riguroso orden, iban introduciéndose de uno en uno en la sala de curaciones cuando el letrero color verde rotulado con la palabra «entrada» situado encima de la puerta se encendía, invitándoles a tomar parte activa del festejo.

Una imagen que conservo grabada con total nitidez y cuyo resabio me reviene muchas veces en sueños, fue la que me traspasó un día cuando, agarrado del brazo de mi madre, intentábamos abrirnos camino entre la densa concurrencia. Recuerdo que apenas alcanzaba a ver nada: sólo la boscosidad de piernas y caderas que me afanaba en esquivar para evitar choques que me tirasen al suelo. De pronto, me tropecé cara a cara con un chico y no pude reprimir un grito de espanto. Era un niño-hombre, no sé cómo se debía de llamar el síndrome o dolencia que le aquejaba, pero su rostro contenía las facciones de un joven mientras que su cuerpo había quedado encogido, ridículamente miniaturizado, como si le hubieran hecho un trasplante y en vez de colocarle un físico acorde y pertinente se hubieran equivocado mal cosiéndole una piltrafa de tronco de veinte tallas menos.

Permanecimos unos segundos eternos mirándonos a los ojos, echándonos uno a otro el aliento exhalado por la sorpresa, pasándonos uno a otro el balón de la estupefacción, solidarizándonos y ruborizándonos mutuamente, hasta que él hundió su cabeza entre los brazos de su madre y la mano de la mía me remolcó hacia delante al divisar un hueco entre la multitud por el que podíamos colarnos.

Aquella noche, mientras daba vueltas a la cama sin poder dormir, perseguido por esa mirada de perro abandonado y apaleado que, estoy seguro, nunca se me olvidará (si nos volviéramos a encontrar ahora le reconocería sin problemas únicamente mirándole a los ojos), apareció Áxel y se sentó a mi lado:

—¿Ya no te ríes? —fanfarroneó.

No, ya no me reía. Empezaba a estar cansado, agotado, molido. Tanta exposición prolongada y sistemática de crudeza me haría espabilarme con diligencia, me compelía a hacerme continuas preguntas y a buscar respuestas, pero también me provocaba que me apareciesen las primeras canas nevadas en mi ánimo: como un viejo, así de abatido y desalentado comenzaba a sentirme. Qué rápido crecía, qué rápido crecía…

No me hizo falta salir mucho de Menorca para darme cuenta de cuán vastas y variadas formas puede adquirir el sufrimiento; no fue necesario hacer muchos viajes para hacer acopio de las provisiones suficientes para poder vivir, si era menester, muchos siglos encerrado subsistiendo a base de las impresiones que había recogido, dilapidándolas y consumiéndolas con toda la voracidad que se me antojase sin riesgos a que ninguna de las retrospecciones fuera repetida, como una inacabable baraja de naipes que podía ir pasando sin que ninguno de los dibujos del anverso de las cartas fuese igual que el anterior.

Días después de mi encontronazo con el niño-hombre me enteré de que, al concluir la jornada, el sanador intergaláctico solía reunirse con sus amigos para jugar a las damas, y que si me apetecía podía ir a ver cómo pasaban el rato. Me pareció que estaba ante una oportunidad única para conocerle mejor; sin las prisas y el ajetreo de las horas de consulta podría, tal vez, conversar más distendidamente con él, ir un poco más allá de la terna «hola-pase manual-adiós» que me había ofrendado hasta entonces, e, incluso, hacer realidad uno de los deseos por los que tanto suspiraba: que me susurrase, poniéndome una mano de confianza y complicidad sobre el hombro, que no me preocupase porque, por muchos desastres aparentemente insolubles que viera a mi alrededor, los hermanos del espacio le habían asegurado que se habían fijado en mí; se habían encaprichado de alguna cualidad que ostentaba, algo que me hacía diferente a los demás: más creyente, más piadoso, con más coraje, más bueno, más simpático, lo que fuera, pero algún calificativo que sobresalía y me hacía sobresaliente y, por tanto, merecedor y digno de recibir el beneficio de su radiación selecta y cósmica que me recompondría pieza a pieza.

Con estas expectativas fui a verle jugar, analizando circunspecto y con lupa desde un rincón cuantas más variables posibles de su comportamiento; aunque no detecté ningún gesto que le delatase como alguien especial: reía, refunfuñaba, bostezaba, resoplaba… como un chico normal, como un muchacho de veintitantos años. No me dedicó ninguna mirada especial, ni siquiera un guiño revelador, no me sonrió enigmáticamente; no creo que ni llegase a percatarse de mi presencia. Todo demasiado normal. Abatido, emprendí el regreso.

Del elenco de otras celebridades que han hecho méritos para despuntar y ocupar un lugar de honor en el podio de mis recuerdos está aquél que se anunciaba como poseedor de un poder mental con connotaciones hipnóticas y que un día me cogió por las solapas, me miró fijamente y me notificó con tono solemne: «Escúchame, ahora ya estás curado, lo que ocurre es que sigues atado a los viejos hábitos ya que tu cuerpo aún no lo sabe, por lo que tienes que ir reeducándolo y hacerle saber la nueva situación». Me causó una honda conmoción la anunciación de semejante teoría, me lo dijo tan convencido y con tanta rotundidad que le abrí de par en par los balcones de mi credulidad y comencé a atracarme de pastillas de mentalizaciones, entablando un forcejeo para tratar de introducir estos conceptos alucinantes en el molusco de mi cuerpo que se cerraba en banda, que se escandalizaba y ponía el grito en el cielo ante tal bizarra intención. Caminaba y me iba echando broncas: cogía una pierna y le explicaba cómo debía colocarse y moverse, y luego, al no hacerme caso y volver a las andadas en la demostración práctica, la reprendía severamente y la abofeteaba sin reparos. El clímax de ese despropósito ocurrió un día en el que me disponía a bajar una escalera a mi manera habitual, es decir, agarrado al pasamanos y acometiendo suavemente el golpe con el escalón con la pierna derecha ya que al ser la que tenía más fuerte era la que estaba más preparada para resistir el impacto sin doblarse, cuando reparé en la admonición del enmendador de espejismos: «Se acabaron los malos hábitos», me envalentoné, «estoy bien, sólo que mi cuerpo no lo sabe. Puedo hacerlo, puedo hacerlo…». Y dicho esto respiré profundamente y me apresté al descenso de la escalera al modo «normal», sin servirme del pasamanos y con una pierna después de la otra… Y, efectivamente, funcionó. Nunca en mi vida he bajado unos peldaños tan rápido…, tan vertiginosamente rápido…, aunque hacerlo rodando y a trompicones, hecho un ovillo informe que acaba estampándose contra la pared no fuera exactamente el estilo premeditado que perseguía, y, mucho menos, que fuera un procedimiento digno de ser comercializado o que te dejara con ganas de repetir experiencia… Aunque eso sí, la brecha que me abrí en la cabeza sirvió, como pájaro al que le abren la puerta de la jaula, para que estas ideas paranoicas se me escaparan y no volvieran a molestarme. A fin de cuentas todo tiene su parte positiva.

Otro de los insignes bárbaros que merecen ser nombrados fue uno que, cuando menos, era bastante original y, aunque desconozco si tenía alguna especie de fijación por la cultura tradicional china o era una desviación puramente sádica, lo que hacía era envolverme los pies fuertemente con esparadrapo de modo similar a las estrangulaciones que antiguamente se les aplicaba en tales partes a las mujeres orientales, y, cuando el vendaje se aflojaba o cedía un poco, añadía nuevas capas de esparadrapo para recobrar la tensión con la finalidad de mantener activados no sé qué centros estimuladores del sistema nervioso; aunque lo que en verdad se consiguió fue que mis pies se deformaran y llagasen, emitiendo supuraciones sanguinolentas como lágrimas que clamaban por la liberación de ese estrujamiento.

Dentro del apartado de los excesivamente apegados al bestialismo no me tengo que olvidar de nombrar a uno que hacía auténticas virguerías con las agujas de acupuntura (si no estoy mal informado creo que la acupuntura también es originaria de China, por lo que, sin ánimo de ofender ni de crear polémica, me gustaría saber qué diantres le he hecho yo a este pueblo para que haya habido este ensañamiento conmigo; juro que no fui yo quien conspiró contra Mao ni quien ha ido repartiendo octavillas por ahí en favor del derrocamiento del comunismo), y que le daba un toque genuino y personal a tan milenaria técnica. Para empezar, hacía caso omiso de las instrucciones acerca de la profundidad a la que debían clavarse las agujas, insistiendo en que, cuanto más adentro, mejor, más efecto producían; así que me hundía sin contemplaciones todos los centímetros disponibles hasta el mango, todo lo que dieran de sí, como banderillas que agujerearan el pellejo del astado. Sentía, además, especial predilección por los sitios insólitos y escarpados de mi anatomía, y gustaba de hacerme punciones en el dedo pulgar del pie, en los talones, entre vértebra y vértebra, en la baja región del sacro también conocida como culo, etcétera, etcétera. La última vez que acudí a verle, cuando mis padres, con el titubeo detrás de la oreja, le comunicaron que ya no volveríamos más, quiso despedirse de mí a lo grande y me reservó una traca final, una sorpresa póstuma con dedicatoria incluida cuando, después de echarme varias miradas de soslayo al peñón de la entrepierna, desenfundó una de sus agujas intrépidas que, como una lanzada que abre gemidos, se me incrustó en un testículo.

Pero no lloré. Grité y gesticulé un poco; pero no lloré, ya que por entonces yo ya era un tipo duro. Bajé, eso sí, la vista al suelo, apreté con rabia una mandíbula contra otra, y le odié, le odié todo lo que fui capaz.

Cuando parecía que sería difícil que alguien superase tan alto listón, irrumpió en escena un espiritista que me dejó con la boca abierta al aseverar que la etiología de mi trastorno radicaba en que estaba poseído por un ánima en pena, comunicado singular que alertó a las ascuas de mi curiosidad manteniéndome en vilo y a la expectativa para tratar de localizar a esa presencia intrusa. Así, buscaba intencionadamente quedarme callado como sistema más adecuado para entrar en contacto con quienquiera que hubiese osado ocupar y cohabitar en mi cuerpo sin permiso; permanecía en hiperestésica alerta paseando los detectores de la introspección por todos los órganos y rincones de mi ser a la caza del emplazamiento (el hígado, el páncreas tal vez) donde pudiese alojarse, esperando que en cualquier momento un dedo de mi mano fibrilaría involuntariamente o un hombro levitaría fantasmagóricamente hasta arriba, o tomaría mis cuerdas vocales y me hablaría con voz distorsionada como una señal de su existencia y de la región en la que moraba.

Y mi desconcierto aumentó más si cabe, realmente el mundo sí que era complicado, no sólo los humanos te importunaban sino que además existía la posibilidad de que también lo hicieran las almas de los desencarnados. Me sentía como si estuviese en medio de la autopista intentando esquivar a los coches que venían de un lado y de otro y, para más inri, tuviera que agachar de tanto en tanto la cabeza para sortear el tráfico aéreo que me venía del cielo.

Pero ese espíritu, de haberlo habido, nunca dio señales de vida. Se limitó a observar, desde su escondrijo, todo el trajín que puse en escena, desternillándose con mis esperas, con mis cabreos y calumnias. Lo único que salió y se escuchó de los repetidos exorcismos a los que fui sometido fue la risotada de este ente inexistente.

No, entre tanto surtido de lunático sideral no hubo ninguno que me recetase una purga y una abstención total de curanderos, que me prescribiese una orden de permanecer apartado de ellos para salvaguardar mi equilibrio físico y emocional. Es una lástima, probablemente sus recomendaciones hubieran sido bastante acertadas, y su servicio, encarecidamente agradecido.

Nos fuimos embarrando cada vez más, nos fuimos sumiendo en un foso cada vez más oscuro, más maloliente, más descabellado. La riada de la negación no sólo no se secó y llegó a su término, sino que se fue extendiendo cada vez más, derribando cualquier contención que le saliera al paso; y la obstinada obcecación tomó el control, embistiéndonos siempre y retiradamente contra la misma piedra.

Parece que el ser humano sólo tiene dos opciones para virar el rumbo de sus actos: o por un fogonazo súbito de comprensión del fenómeno, o porque después de haberse reventado la crisma cinco mil veces contra el pétreo elemento, los moratones y la hinchazón originada le sugieren que no estaría mal probar de ir por otro sitio. En mi casa se siguió este último proceder; aunque antes tuvieron que desquiciarse un poco más, tuvieron que extraviar el juicio en propósitos de enmienda cada cual más alocado que el anterior, como si participasen en un concurso que premiaba la historia más rebuscada.

Y llegó un día, cuando mis padres yacían sepultados por tanta porquería y yo vagaba confuso entre los troncos de tantas teorías con las que me habían abrumado, en el que se borraría el motivo inicial del «ya que no hay nada que hacer, por probar que no quede», se traspapelaría el móvil inaugural esgrimido bajo la zarabanda de tantas y tantas opiniones vertidas, por tantos y tantos veredictos pronunciados alegremente, y mi familia olvidaría el nombre real de la enfermedad que padecía; y cuando alguien les preguntase qué es lo que tenía responderían con un «no se sabe exactamente», o con un «los médicos no se ponen de acuerdo», contestaciones representativas de quienes tenían el raciocinio echando humo por tal mogollón de pareceres.

Por si ya no me sintiera lo bastante perdido, por si no me costase poco tratar de comprender el extraño comportamiento de mi enfermedad, hubo que sobreponer a este embrollo caótico el de los dictámenes gratuitos y desinhibidos que me desestabilizaron más aún, que me atolondraron más si cabe. Yo quería tener una enfermedad muy común de la que todo el mundo hubiera oído hablar para sentirme menos solo, y, por si no fuera suficiente estar aquejado por una de minoritaria y muy inverosímil, agréguesele el suplemento causado por el maremágnum de opiniones infundadas por los expertos legos para que los enviados del extravío comprasen todas las entradas e insistieran con denuedo para penetrar en los terrenales de mi masa encefálica. Yo quería comprender, pero el desconcierto era cada vez mayor.

No obstante, el daño más grande que me hizo este peregrinaje desenfrenado por los escurrideros de la superchería fue el de asentarme definitivamente la lacra del sentimiento de culpabilidad que tantos años y esfuerzo me costaría eliminar. Gracias a los curanderos, este germen nocivo que ya había comenzado a mostrar sus primeros síntomas fomentado por el «querer es poder» y «cuanto más ejercicio hagas mejor te pondrás» con los que me habían ido bombardeando la televisión y las personas de mi entorno, se fue engarzando y prosperando hasta adquirir la consistencia de una joroba sobre mis espaldas.

Los pasos seguidos para arribar a este desenlace no son muy difíciles de rastrear: inicialmente, una explicación marciano-lunática acerca del origen de mi mal junto con una promesa de curación; después, pasado un tiempo prudencial de expectativa y no cumplirse su profecía, a los hechiceros les entraba el nerviosismo y, buscando desesperadamente una salida, descorchaban y se oían las primeras recriminaciones del estilo «es que si no pones de tu parte nada puedo hacer», para rematar con «realmente no quieres ponerte bien»; reproches que buscaban el lavado de manos aunque para ello tuvieran que inculcarme esta larva vandálica, que te consume por dentro, como es el sentimiento de culpabilidad.

Al progresivo debilitamiento físico provocado por la enfermedad se le uniría el sentimiento de culpa que se encargaría de hacer lo propio estragándome anímicamente; un equipo, el formado, de funestas consecuencias. Durante muchísimos años la perfidia de esta unión iría machacando y haciendo añicos muchas de mis estructuras vitales. Algunas de ellas tardaría siglos en reconstruirlas. Cierto que en los descansos entre pescozón y pescozón, entre sacudida y sacudida, trataba de pensar, de hallar respuestas, soluciones…, pero era tan difícil nadar entre esa corriente tan adversa y tumultuosa de opiniones…

Los curanderos y otras rarezas se irían sucediendo durante mucho tiempo y por muchos años en mi vida; irían desfilando nuevos rostros con nuevas teorías, más discursos, más exposición y alarde de técnicas supuestamente sobrenaturales, más arengas que competían entre sí por persuadir y adular mi atención, que se había vuelto esquiva, misántropa, que había corrido a refugiarse dentro de mí recelando de aquéllos que al principio decían que querían ayudarme y cuya mano tendida se cerraba luego brusca y de sopetón, como una trampa que mutilaba mi esperanza.

Empecé a dudar que pudiera existir realmente alguien en quien confiar.

Esta necesidad de esconderme, de ocultarme, se extendió también a la relación con mis padres: trataba por todos los medios de que no descubrieran los recesos y las últimas declaraciones de pérdida de fuerza porque sabía que no podrían contener el ramalazo de la consternación que les empujaría otra vez al frenesí de los viajes anacrónicos y estériles. Y yo ya no aguantaba más tanto ir de aquí para allá. Así, si por ejemplo estaba andando por mi casa y me cruzaba con alguno de mis progenitores, me paraba y esperaba a que hubiera pasado para reanudar la marcha. No quería alarmarles; era mejor prevenir.

Y las penumbras envolvieron los días risueños y locuaces con las pesadas carpas del silencio; y mi presencia, antes ruidosa y sentida, se fue haciendo etérea, consignada en un discurrir de puntillas.

Uno de los últimos viajes que hicimos fue a Lourdes, la capital de los postrados y lisiados, la meca que todo buen repudiado que se precie tiene que visitar al menos una vez en la vida. Por entonces yo ya era un adolescente fatigado y hastiado, saturada mi credulidad por tantas tropelías vistas y sufridas, y con los restos de mi inocencia desprendida protegida tras la coraza que había labrado sobre ella para no dejar tan expuesta mi zona sentimental.

Ya estaba curtido, osificado, el escepticismo me había vuelto gris y suspicaz, inseminando mi cerebro con miles de dudas, con miles de sedientos interrogantes.

Lourdes te marca, para bien o para mal te marca, es imposible que te deje indiferente. A la ciudad acuden miríadas de personas llegadas de todos los rincones del planeta en una borbollante e incansable procesión de entradas y salidas. Paseando por ella, resulta muy difícil distinguir otra cosa que no sean hoteles, restaurantes, y especialmente tiendas de suvenires que, apelotonadas unas al lado de otras, se disputan a codazos el espacio en una guerra sin cuartel. Los objetos que ofertan son tan variados como inimaginables: desde ceniceros o mecheros con el emblema de la Virgen hasta cadenas, rosarios, cuadros, postales, estampas…, sin obviar una de las piezas más solicitadas y representativas: la botella de agua, botellas multiformes y multicolores para avituallarse de todo el fluido incoloro, inodoro e insípido pero presuntamente taumatúrgico posible y llevárselo, como lingotes de oro, como reliquia única y escasa, al hogar.

Lourdes es de esos lugares en los que conviven más estrechamente el mercantilismo más fiero y el fervor religioso más sentido. La línea divisoria que separa un mundo de otro es tan fina y tenue que basta adentrarse unos metros en la explanada que rodea la iglesia para que desaparezca el exceso y la algarabía transformados en respeto profundo; y la gente deambula con el nudo de la emoción en la garganta de quien espera recibir de un momento a otro la gracia absolutoria de la divinidad.

Todos los cataclismos y calamidades que había visto hasta entonces y que creía insuperables eran una chistosa minucia, una peca incomparable con las toneladas de desolación que allí se concentraban, donde uno tenía la impresión de que cualquier dolencia o situación personal que fantasease con la imaginación podía encontrar su fiel reflejo y ser superado en la realidad con sólo buscar un poco entre el escaparate de esa aglomeración.

En los baños públicos de Lourdes me desnudaron, me zambulleron durante unos instantes en una gran bañera, me secaron, me vistieron, y me instaron a que esperase fuera cualquier tipo de reacción mientras otro entraba y ocupaba mi puesto. Cuando llegó el esperado momento de pasar delante de la imagen de la Virgen situada en la gruta me dijeron que tenía que besar la piedra y formular mi deseo. Pero, al llegar mi turno, no dije nada; me limité a mirar, fría y distantemente, la efigie sin que quisiera o pudiese entonar petición alguna.

Yo, que había sido tan devoto, que había heredado estas creencias aparentemente tan firmes, asistía al resquebrajamiento de mi fe minada por esas inquisiciones que en el fragor de mi cabeza preguntaban cómo podía existir un Dios que le gustase y fomentase esa orgía de desdicha; si Dios era todopoderoso y estaba por todas partes, cómo podría consentir que los enfermos se arrastrasen a duras penas y con tanto esfuerzo hasta Él para implorarle clemencia. No, yo no podía creer en un Dios así. Si Dios existía nada tenía que ver con todo aquello.

Miré, por última vez, a la representación de la Virgen, giré la cabeza y me marché.

Algunos podrán argüir que, por supuesto, dada mi actitud no hubo milagro. Pero yo me atrevería a decir que sí lo hubo, porque a raíz de ese suceso sentí cómo se encendía una pequeña luz en mi entendimiento que, al igual que un grano que va acumulando pus, llega el día en que una gota más lo hace estallar. Los otros lances y experiencias que había tenido con el esoterismo tenebroso habían ido alimentando y rellenando ese furúnculo, pero fue la vivencia de Lourdes el colmo que lo hizo reventar.

Y entonces se me reveló una verdad máxima: comprendí que la peor enfermedad, la peor de todas, era la de la ignorancia.