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No sé si estas cualidades que tanto me impresionan, valoro y me conmueven venían también incorporadas en el lote de mi legado genético; si la naturaleza, en un arranque de misericordia o de enternecimiento, decidió incluirlas entre el inventario de mi herencia como exquisitas golosinas con las que apiparse en medio del naufragio, o si, por el contrario, fue la fricción con el entorno la que lentamente me las fue inculcando y perfeccionando, pero lo cierto es que la risa, el sentido del humor, y un desparpajo insultante que no entendía de vergüenzas ni de no hagas esto ni te acerques allí, fueron dos rasgos descollantes y sobresalientes de un gran peso específico dentro del organigrama de mi vida y de las cavernosidades de mi personalidad.

No sé cómo hubiera podido afrontar esta incesante descomposición orgánica si no hubiera dispuesto o no hubiese desarrollado esta desfachatez de aeronauta que no le importaba acabar de salir renqueante de la dentellada de una amenaza para irse a merodear por las mandíbulas de otra, pero, sobre todo, si no hubiera gozado de esta poderosísima chispa de gracia capaz de esquivar y sacar de sus casillas con sus monerías saltarinas al impasible punto de mira del rifle que me apunta.

Si mi talante anímico hubiera carecido de estos elementos, el tornado engullidor hubiera pasado, seguro, muy rápido y resueltamente, sin ninguna resistencia en forma de raíz bien sujeta que se le cruzase en su trayectoria ni con los insolentes contraataques que osan chincharle y hacerle burlas a la mínima ocasión. Hubiera sido una carnicería aún mayor; y mi vida hubiera transcurrido sumisa y quedamente, completamente a la deriva y a su merced, sin rechistar, sin amotinamientos, sin agarrarme a los bajos del pantalón de nadie.

No hay retrospectiva de mi infancia en la que conste sin mi sonrisa abierta a todo el mundo; no pueden existir imágenes en las que estén ausentes el júbilo y alborozo que encarnaba. Impetuoso, entusiasta, de carrillos rollizos y ojos vivarachos, labios siempre estirados, éste era mi vivo retrato.

Tal semblante y pose purísima eran una tapadera perfecta que me salvaba muchas veces de ser reprendido o castigado por mis travesuras, y si lo hacían, no me resultaba muy difícil, amparado en este bondadoso aspecto, lograr que me condonasen la pena.

Y es que sabía muy bien cómo tirar la piedra y esconder la mano.

Pero mi estancia en el paraíso de los dientes de leche y de la ingenuidad en polvos de talco llegó, lógicamente, a su fin, y fui echado de él por las fuerzas del crecimiento que me facturaron hacia la arena revuelta por los encontronazos de la vida; y así, la mueca de nene desprendida que regalaba a quien se me pusiera por delante se fue encogiendo cuando comencé a sentirme un extraño, cuando la compresión que ejercía el pistón de la enfermedad empezó a hacerse dolorosa y los calambres asociados que me asaltaban se unieron para expoliar a mi sed de venganza, la búsqueda de un chivo expiatorio en el que descargar tanto malestar. Y entonces mi humorismo blanquecino se agrió un tanto, se torció unos grados, pequeños lunares repulsivos aparecieron y se extendieron sobre su cutis; y pasé a usarlo para meterme con aquéllos que conforme las reglas no escritas de la marginación de la comunidad escolar eran, atendiendo generalmente a unos criterios físicos que por lo que sea se salieran de la norma, déspotamente clasificados y omitidos por la mayoría de los miembros del grupo.

Formaban parte de este colectivo los obesos u obesas de condición, aquéllos que al tener algún kilo de más eran detectados sin esfuerzo por una simple apariencia perezosa y primitiva, sin deseos de profundizar, y, por tanto, fácilmente discriminables.

Éstos eran sin duda los más apetecibles, los que histórica y tradicionalmente siempre han recibido más puyas en los campos de tiro del aula, aunque también eran plato de buen gusto, a pesar de que ocupasen un escalafón jerárquico inferior en las preferencias, las personas tímidas, solitarias, sin rebaño que viniese en su auxilio y a ser posible con gafas adustas de cristal grueso, ya que al tener la atención recortada y vuelta hacia su interior dejaban descuidado o debilitado su escudo defensivo, lo que las hacía más vulnerables y atractivas a nuestros ataques.

Mis mofas no creo que incordiasen hasta el extremo de la crueldad: fueron mordientes, pero discretas, ya que mi raciocinio, aunque pareciese idiotizado por meterme con las taras físicas de los demás sin aparentemente querer o haber reparado en las mías, era en realidad mucho más agudo y obedecía a unos intereses mucho más sagaces: por supuesto que escuchaba la voz de la recriminación que me exhortaba a que tuviera la decencia de mirarme a mí mismo, pero hacía caso omiso de sus sugerencias porque el darle todos mis compañeros persistentemente al escarnio era mi manera no sólo de tener y de estrechar un vínculo en común, sino también y especialmente de ganarme su confianza para que me respetasen y no se les ocurriese dirigir la bayoneta de sus parodias contra mí. Y, si alguna vez reflexionaba sobre ello y me entraba el arrepentimiento, la palmada oportuna sobre mi hombro y la carcajada general que se organizaba después de alguna de mis chuflas desvanecían en un santiamén cualquier atisbo de enmienda: si me aplaudían y me felicitaban por ello debía de ser porque no estaba del todo mal.

Un vehículo que se me reveló como ideal para expresar y exteriorizar este sentido del humor fue el de los cuentos y redacciones que nos mandaban escribir como deberes para el colegio. Encontré en este marco un medio formidable para abrillantar mi protagonismo, para dar cuerda a mi imaginación y crear fértiles ficciones que, al admitir sin restricciones cualquier personaje que encarnase o situación por fabulosa e inverosímil que inventase, me permitía experimentar unas vivencias totalmente contrapuestas a las que por esclavitud obligada tenía que embucharme en mi transcurrir cotidiano.

Se hacía el silencio atronador de interés cuando el profesor, que reservaba mi intervención para los últimos turnos, que retrasaba darme la venia para leer en voz alta el resultado de mi composición sabedor del desmadre difícil de volver a serenar que se levantaba después de mi disertación, pronunciaba mi nombre, y yo, bufón aparente de la clase pero dramaturgo solemne de mis intimidades en realidad, comenzaba a entonar mi fantástica letanía.

Mis historietas estaban, evidentemente, redactadas con un travieso salero, con los chorros de mi comicidad que me salían de una manera genuina, sin forzarlos, prácticamente sin querer. Resulta curioso como incluso en los peores momentos, entre esas tormentas pesarosas que tanto intimidaban, surgía, al ponerme delante de la hoja en blanco, ese toque jovial, animoso, esa corriente de aire fresco que iba resquebrajando la umbría a medida que iba escribiendo; como si cada palabra que expulsase se llevase consigo, borrándolo, un pedazo de mi congoja. Y así, al finalizar mis escritos me sentía, además de aliviado considerablemente, impaciente y excitado por anticipado sólo de pensar en la cara de incontinencia que pondrían mis compañeros cuando les diese a leer mi obra.

Y el éxito obtenido, la algarabía que despertaba mi participación, iluminó y destapó la caja de la inspiración: y tuve una idea, y creé un personaje, un personaje-protagonista permanente hecho y fraguado con mis inquietudes más recalcitrantes que trataban de expresarse bajo esa fachada de disparates y de aventuras de dibujos animados. Se llamaba Supermanito, y era yo, eran mis anhelos más secretos y el ruego encubierto de que tales peripecias, las acciones que el intérprete caricaturizado con la ese grabada en el pecho se encargaba de llevar a la práctica, y cuyos capítulos se iban sucediendo de redacción en redacción, me ocurrieran de verdad.

No hace falta ser un psiquiatra de altos vuelos para saber leer entre líneas y deducir que había algo más, que juntamente con los ribetes de jocosidad corría subrepticiamente un grito de atención que clamaba por ser escuchado, deseo navideño de que esas hazañas denegadas e inaprensibles se hicieran reales. Al ilustrar expresiones como por ejemplo «con mi cuerpo musculoso» o «pegando un salto de cuatro metros escapé del acoso de Javier» o «con mis rápidos movimientos y un golpe de karate salvé a María de sus secuestradores», lo que consignaba era una declaración institucional de sátira contra la enfermedad y de virtud muy saludable al cachondearme de mí mismo, pero también lo que denotaba era una súplica ferviente de que esas descripciones fueran auténticas; y tal vez por eso mis historietas causaban tanta hilaridad: a mis compañeros porque tanta concentración de inverosimilitud por renglón les debía de tocar el botón del chascarrillo; y a mí, porque prefería reírme que ponerme a llorar.

No tuve inconveniente alguno en describirme metido en ese traje azul con el que surcaba los cielos, en someter a mis taras, a mis contorsiones blandengues a la vista de todos, suscitando una confrontación tan brutal que los opuestos tan reñidamente enfrentados se acababan derritiendo a través del aplauso catártico, y, en consecuencia, conseguía establecer con los integrantes de la clase un extraordinario punto de contacto, una zona de trueque en la que yo les hacía pasar un rato divertido y ellos, a cambio, me brindaban una buena oportunidad para exorcizar socialmente a mis demonios.

Daba igual de qué fuera el tema sobre el que nos habían mandado aplicarnos; por muy desvinculado y en las antípodas que estuviera el asunto ya me encargaba yo de traerlo hasta mi terreno. Si por ejemplo el enunciado decretado rezaba: «La venida de la primavera», me las apañaba para entremeter, después de los rutinarios y sosos prolegómenos de rigor «la primavera es bonita, me gusta porque salen las flores», la narración de algunas de las peripecias de mi héroe estrafalario: «Iba por el campo lleno de flores cuando me encontré con un atraco. Sin pensarlo, me puse mi traje de Supermanito y fui a poner paz…», (aquí es cuando el auditorio comenzaba a agitarse y a chasquear la carcajada. Solamente la idea de concebirme a mí, a mi cuerpo torpe y desmañado ataviándose con ese uniforme representativo de la fuerza omnívora era una imagen que, por su alto contraste, invitaba a la risotada y que yo, plenamente percatado de ello, provocaba sin cortarme); «… y cuál fue mi sorpresa cuando descubrí que era Vicente el que intentaba atracar a Noelia…», (al arribar aquí la gente se tronchaba por la mención que había hecho a los susodichos compañeros, que eran abrumados por la indicación de una multitud de dedos).

Si entre los deberes encomendados estaba el de confeccionar una poesía aparentemente inviolable, solía encontrar también la manera de salirme con la mía trucándola para hacer rimar los versos en una clara alusión: «Oh, Juan, qué feo eres, un poco más que Mercedes», y la concurrencia enloquecía, me vitoreaba a rabiar, y Juan (Joan lingüísticamente normalizado, lo sé, no se me olvida, no quiero tener problemas) me miraba ufano, se le escapaba la risotada bajo una cara simulada de haberse cabreado; y Mercedes, con quien la había comparado, me debía de contemplar, seguro, paciente, cansada de que todos se metieran con ella, aunque fueran bromas sin propósito de herir como las mías, pero probablemente algo contrariada.

Si la aportación más significativa que me deparó la creación de Supermanito fue que a través de él se me abrió la crucial y muchas veces incapaz de ser localizada portezuela que daba acceso a poder reírme de mí mismo, a pitorrearme públicamente de mis defectos y de las extrañas manifestaciones clínicas de una dolencia que no entendía, consiguiendo de esta manera debilitar su influencia, darle una patada donde más le dolía; si gracias a las andanzas del superhombre que había engendrado se me hizo patente que tenía entre mis manos la imponderable piedra filosofal, centro y núcleo alrededor de la que pivotarían muchas de mis estratagemas en la contienda contra la afección, ya que cuando notase que me apesadumbraba en exceso una tribulación sólo tendría que pasarla levemente sobre la superficie del humor para que éste me la desinflase y ajustase a unas proporciones soportables, también es cierto que al principio, cuando era un niñato inexperto e ignoraba el tremendo alcance de lo que arrullaba en mi regazo, en más de una ocasión perdí el dominio y los papeles, y dirigí la jocosidad impaciente contra los demás; y les hice daño, a pesar de no haberlo pretendido.

Era evidente que necesitaría muchos años para arribar a vislumbrar el enorme potencial campeador que puede encubrir una aparentemente bonachona e inofensiva sonrisa; para darme cuenta de que debajo de su punta de iceberg se escondía una vasta y sofisticada estructura que, bien utilizada, podía serme de una utilidad fundamental en el acontecer de mi lucha. Me costó domarla, ponerle el lazo, pulir ese diamante en bruto con el que jugueteaban mis manos bobas cuando era niño sin ser consciente de que estaban manipulando una peligrosa bomba nuclear, cuyo control, más de una vez, se me escapó.

Poco a poco fui aprendiendo a mantener a raya sus salidas de tono con el látigo de mi voluntad; improcedencias que fueron disminuyendo, haciéndose esporádicas hasta que finalmente quedaron subordinadas bajo las espuelas de mi madurez. La última fuga o la última vez que recuerdo que me sobrepasé ocurrió en mi primer año de instituto, cuando una profesora que estaba haciendo unas sustituciones y por tanto desconocía cuál era mi situación, me mandó compadecer a la pizarra a resolver unos ejercicios, y yo, que en esos tiempos de desfondamiento galopante levantarme de la silla ya se había convertido en un auténtico suplicio, le respondí que si no le importaba llamar a otro porque a mí me costaba mucho.

Intrigada, tornasolada por la curiosidad, me preguntó delante de todos, ante la quietud cargante creada, cómo lo hacía pues para venir al instituto; y al sentirme acosado, acorralado, vigilado por tantos ojos que aguardaban una respuesta, contesté con un exabrupto desafortunado: «¡Pues en helicóptero!», y aunque en la clase atronó la carcajada, y me aclamaron, y me victorearon, y provoqué que a la profesora le subiese el azoramiento y me dejase en paz, algo en mi interior me reprendió severamente haciéndome ver que me había excedido y que ya era hora de que me aplicase en encauzar de una manera menos impulsiva la industria de mis sarcasmos.

A pesar de mis remordimientos, nunca me atreví a pedirle perdón, ni a ella ni a los compañeros que hubieran podido ser víctimas de mi guasa; y es que por aquel entonces mi hombría y mi valentía distaban mucho de estar a la altura de mi sentido del humor. Ojalá que conjuntamente con esta vis cómica hubiera dispuesto también desde los inicios de la destreza para saber utilizarla correcta y enteramente a mi merced: me hubiera ahorrado algunos disgustos, aunque también es cierto que si la domesticación hubiera sido tan fácil no se hubiera tratado en realidad de una fuerza viva, sus coletazos y dispensas no hubieran sido tan enérgicos y auténticos, y, sobre todo, no hubiera llegado a saber apreciar con tan alta estima esta cualidad que mimo y trato de cuidar.

Aunque cuando era un chaval desconociese la magnitud real de lo que albergaba en mi seno, el valor incalculable del arma que custodiada dentro de la caja de caudales de mi ser, sí que advertí que el objetivo prioritario de la enfermedad era hacerse a toda costa con el botín de mi sonrisa, arruinarlo, derrengarlo, destruirlo, apagarla para siempre.

La enfermedad no se dejó engañar cuando le dije que no fuera por allí; no se creyó mis mentiras cuando intenté desviar su atención insinuándole que la preciada manivela que bombeaba esa vitalidad no se hallaba en realidad en mi sentido del humor, sino en otras regiones de mi anatomía como por ejemplo el cerebro. Pero no picó; no cayó en la trampa; y comenzó a concentrar todos sus esfuerzos, a reunir a todas sus huestes y a ordenarles atacar sin descanso y sin compasión mi centro humorístico, conocedora de que era mi auténtico talón de Aquiles, un lugar vulnerable donde las flechas lanzadas podían serme letales, y, tocado éste, mi vida entraría inexorablemente en un compungido fenecer.

No escatimó esfuerzos ni recursos, fue terca y paciente (de hecho aún hoy en día continúa intentándolo con el mismo ahínco), pero afortunadamente mi gracia era muy hábil y astuta y, haciendo valer sus sorprendentes artimañas que amagaba con mucha discreción, consiguió salir airosa de los embates tendidos empleando un sistema camaleónico a través del cual, cambiando su pigmentación externa, se fue adaptando, mudando de aspecto, y así, deslizándose de una forma a otra logró eludir y escurrirse del asedio opresor: del blanco inconmensurable, luminoso, espontáneo, que no entendía de normas restrictivas y que derramaba abiertamente por doquier en mi infancia, sin hacer distinciones sobre qué o quién fuera el destinatario de mi sonrisa, pasó a un humor rosáceo, mucho menos expresivo y eufórico, punteado con las espinillas que me sobrepasaban de sorna hacia los demás. Y al ingresar en la adolescencia este gracejo adquirió un inquietante tono morado, mortecino, desapareció toda manifestación externa y sólo fui capaz de mostrarlo dentro del círculo íntimo para alegrar el momento a quien notase cariacontecido. Fue aquí cuando mi risa hibernó, se redujo, se desplegó bajo mínimos; me volví y se volvió reservada, callada, taciturna; y su pulso, al debilitarse tanto, al hacerse casi imperceptible, invitó a creer que estaba moribunda, a punto de perecer, por lo que la dolencia redobló su ímpetu y su empeño para acabar con ella, empezando a festejar la victoria sobre el campo de batalla aparentemente inanimado, del que a todas luces había desertado.

Pero no falleció. Herida de gravedad sí que llegó a estar; con un pie en la tumba, con el testamento redactado, con la extremaunción uncida; pero no se extinguió, sino que aprovechó la breve relajación y el ambiente festivo en el que su perseguidor se entretuvo para transformarse y cambiar, otra vez, de color.

Y después de un tiempo de incertidumbre regresó, regresó con más moral y empuje que nunca; volvió inteligente, adulta y comedida, y, por si acogerla con los brazos abiertos no fuera suficiente, la nombré también capitana general de mis ejércitos, dejando y confiando en sus manos la responsabilidad y la dirección de la estrategia más apropiada que hay que tomar en cada momento para contrarrestar los asaltos degenerativos, para mantener viva y estimulada mi oposición a la enfermedad.

Haber conseguido rescatar mi sentido del humor ha sido sin ningún género de dudas mi mejor logro, el éxito más importante y primordial de toda mi vida. Si me hubiera abandonado nada sería; si no lo hubiera reconquistado, un cadáver ambulante sería. Siempre está a punto, listo para intervenir a la mínima ocasión que se le presente, y, aunque tengo un carácter algo alejado de la extroversión, no suele dejar pasar la oportunidad para asomarse y dejar el testimonio, por breve que sea, de su existencia.

Lo llevo siempre conmigo, permanentemente, es inseparable, cuelga de mi cuello como si fuera un tótem sagrado, sustitutivo de otros dioses, y al que le doy las gracias y profeso veneración. Mi humorismo es autocrítico conmigo mismo pero a la vez muy condescendiente; blando pero también rezuma irónicos tintes negros cuando lo considera oportuno.

Cuando era niño tenía tanto superávit metabólico por quemar, despedía tanta inquietud, que a mi carácter polifacético no le bastaba ni se contentaba con el aperitivo de las redacciones ni con las coñas que campechanamente despachaba, sino que quería más, su hambre voraz exigía más puntos de bollería donde hincar el diente, y encontró entre la vaporosidad de las notas más o menos afinadas otro divertimento en el que enseñar impúdicamente mi oreja: y es que me encantaba cantar. Sí, lo confieso, no me duelen prendas al reconocer que le di también al canturreo vocal. Cualquier situación o circunstancia era propicia para sacar a relucir mis estridentes habilidades con la corporación de las corcheas y semicorcheas: un bautizo, una boda, una comunión, una fiesta improvisada… Sólo se requería que alguien me hiciera una circense presentación para que comenzase a desembuchar mi repertorio como un autómata al que le dan la autorización y que luego no hay manera de hacer callar.

En clase no hacía falta, por supuesto, pedir voluntarios para entonar tal o cual canción: la resolución de mis compañeros confluía al unísono en mí; informados de que siempre estaba listo, preparado, a su entera disposición para satisfacer el clamor de su petición: «Que cante, que cante», y animar y amenizar la función.

Pero a diferencia de su homónimo el sentido del humor, mis aptitudes para el gorgorito vocal y mi prometedora carrera como cantante de farándula, para bien o para mal, sí que acabaron desvaneciéndose. Nunca más volvería a ostentarlas, a exhibirlas, sólo en el breve período de la infancia alcanzaría a gozarlas, a poseerlas; después, se irían apagando bajo la costra impuesta por el rubor adolescente y por el semblante tenso de quien tiene la mente puesta en otros mil focos de preocupación.

No recobraría mis cantares aunque sí, afortunadamente, sería capaz de salvar a mi sentido del humor de su larga travesía por el desierto y de su momentáneo extravío por el lado oscuro del precipicio. Mientras tanto, iría descubriendo sus cuantiosas e insospechadas cualidades aplicadas especialmente en el ámbito familiar, aprendería que el uso de mi sonrisa servía y era muy eficaz para desempañar los atisbos de aflicción surgidos en el rostro de mis allegados. Así, recuerdo aquella vez en que mi abuela me pilló in fraganti amoratado de jadeos, descamisado, intentando a través de una concatenación de posturas retorcidas levantarme de una silla, y en la que, después de escuchar de sus labios un rasgado «¡Dios mío!», diestramente me apresuré a intervenir recurriendo al manual de las ocurrencias chistosas: «¡Uf!, creo que he comido demasiado»; y dicho esto le hice un gesto para que se acercase, le hice cuatro tonterías, cuatro arrumacos, y sólo cuando hube calmado su contrición la dejé marchar, más o menos satisfecha, más o menos crédula, asegurándome de que ya no merodeaba por allí antes de reanudar mis intentos baldíos. En otras ocasiones fue mi madre la que al atestiguar mi empeoramiento en la marcha o mis dificultades para quitarme el jersey emitió un arrítmico bufido, perturbación que ávidamente procuré atajar enviándole misivas encabezadas con mis payasadas como: «Es que estoy investigando nuevas maneras de sacarse el jersey», que resultaron tener, al menos en la apariencia, un claro efecto apaciguador.

Jugando y haciendo experimentos con el humorismo desatascador dentro del hogar iría creciendo y, paulatinamente, iría tomando conciencia de su extraordinario poder. Hasta que llegó un día (comparable con la mismísima efeméride en la que el hombre prehistórico descubrió el fuego) en el que comprendí que si se acercaba cualquier contrariedad, por inmensa e inabordable que me pareciese, el sentido del humor le echaba una especie de pomada medicinal que la reducía hasta hacerla mucho más llevadera y menos temible; hasta que llegó el día en el que discerní que si envolvía las tribulaciones en la carcajada, la vida, maravillosa y afortunadamente, adoptaba una nueva perspectiva a través de la cual la existencia se aligeraba y aliviaba.

Tal vez era un dispositivo natural, normal y corriente, que aparece como último recurso; el último recurso al que los pobres o incapacitados se aferran cuando están frente a una adversidad tan suprema, aunque, si fuera así, muchos de los que están en una situación similar a la mía la habrían desarrollado, y, según tuviera la ocasión de comprobar al ir conociendo el estado anímico de otros como yo, no siempre era así.

—No, es un don, un regalo —me dije a mí mismo llevándome la mano al corazón, el lugar donde sentía que residía, cuando columbré el inmenso valor de lo que cobijaba y de lo que me circulaba por dentro—. Ahora tengo que cuidarlo y regarlo con esmero para que se haga grande, grande y fuerte, y me pueda servir en la guerra contra Áxel.