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En los versados y sesudos tratados sobre las enfermedades de este gremio podemos encontrar una prolija cohorte de tecnicismos como fasciculaciones, arreflexia, marcada lordorsis…, pero apenas se hace mención a uno de los síntomas más graves, insolubles y comunes de la gran mayoría de estas patologías: la soledad. Y no me refiero a la soledad por padecer una dolencia inusual, poco frecuente y marginal, esto ya se sobreentiende; ni siquiera agravada como es en mi caso por la vicisitud de vivir arrinconado en una isla de unos setenta mil habitantes donde me erijo en el indiscutible rey de mi especialidad: no tengo que yo sepa a ningún otro compañero con el que compartir y repartirme el luctuoso monopolio de mi soberanía; no, no hago alusión a esta acepción en cierto modo secundaria, sino a la soledad honorable en la que te quedas con la única compañía de contigo mismo, emparedado en el vacío junto a una aglomeración de horas muertas e inservibles, horas que no hay manera de consumir ni de aprovechar porque todos los sistemas para el entretenimiento fallan o se bloquean, y por más que miras a tu alrededor sólo ves tu imagen que refleja el espejo. Esa soledad exponente de la incomunicación externa, con sus canales y salidas hacia fuera precintados y clausurados, y de la que sólo permanece abierta, como una perversidad calculada o como compasivo último reducto, la vía de la comunicación interna.

Por muy extrovertida y sociable que sea la persona afectada, por muchos recursos familiares, económicos o vitales de que disponga, llegará un momento en el que en mayor o menor medida tendrá que probar y tirarse de cabeza en la peliaguda espesura del silencio.

La reacción natural más común ante las primeras arremetidas, y mucho más si se es un niño y aún no se llega al tercer estante para coger la pistola de papá, es la de la huida-evasión, ya sea porque aún perdura en nosotros ese atávico instinto tan potente de nuestros antepasados del reino animal, supongo que heredado directamente de la gacela o de la cebra africana, o porque para poner en marcha la parte del córtex cerebral que pueda darnos otra clase de respuesta se necesitan muchos años de duro entrenamiento. Si te quemas, quita la mano, éste es el lema, lo más fácil y aconsejable. Por muy torero de marcados machos que se crea ser, la mayoría de la gente cuando está frente a frente con uno de los primeros síntomas disuasorios como es el ataque de angustia, deserta y huye despavorida.

La angustia: flagelo inicial al que le corresponde mancillarte el sosiego virginal; avanzadilla de una serie de asteroides que te impactarán y que te deja la zona corporal arruinada, rasurada, desposeída de resistencias y a punto de caramelo para recibir más y más azarosas andanadas. Sus manifestaciones son tan desagradables como inconfundibles: sentirte como si tuvieras unas décimas de fiebre, y con una presión asfixiante en el pecho tan monumental que te crees encoger hasta tener el grosor de una hoja de papel y poder pasar por debajo de la puerta.

Y cuando finalmente llega y te toca, cuando adviertes que su lengua fétida te está lamiendo el cogote, entonces procuras por todos los medios desprenderte de ella; y echas mano, automática y diligentemente, de la chistera de la actividad que tan buenas soluciones te ha aportado en otras contrariedades: lees, pones música, enciendes la televisión… Pero nada funciona, es como dar vueltas alrededor de un esperpento del que no consigues salir. Así es como sabes que ha venido y que te ha atrapado, así es como distingues su telaraña genuina y auténtica, con denominación de origen, de los hilos mullidos e inofensivos de su hermana menor: esta última no duele, apenas te percatas de ella, actúa livianamente y cualquier distracción la disipa. Ésta era la que había conocido hasta la fecha, la que generalmente me había visitado en el patio de mi abuela o la que había arrullado con su dicha ágil en esos ratos inolvidables en los que me abstraía construyendo algún mecano o constructo similar. La soledad imperial, en cambio, la que se escribe con letras mayúsculas, presenta un peligro muy grave que amenaza con la aniquilación mental del sujeto; su exposición reiterada va causando un endurecimiento en el vigor que hasta puede llegar a desembocar en la renuncia de la existencia. Duele muchísimo, opera en las cuencas del alma, y no hay producto químico que te la disuelva: estás solo pegado a ella, cubierto hasta el cuello de su savia pringosa. La barrera entre una y otra radica principalmente en la cantidad de voltios que te suministren: una descarga breve te espabila, pero si es continua y prolongada acaba por chamuscarte. Es como la estricnina, que administrada a pequeñas dosis tonifica y estimula, mientras que en exceso constituye un tóxico letal. Pero, sobre todo, a la primera, a la soledad holgada, se la busca, mientras que la otra te viene impuesta.

Pronto empezó a merodear por mi vida, a hacerse paulatinamente más presente y a emponzoñar con sus atributos lo que debería haber sido un despreocupado, descerebrado, y tal vez hasta insulso devenir. Yo le expresaba mi rechazo, mi malestar, le hacía saber que su visita no era grata y que, aunque le agradecía mucho la intención de acogerme en su cementerio tan elegante, lo que yo verdaderamente anhelaba era retozar allí fuera con los amigos y tener ocupadas todas las franjas del tiempo para que a ella, a la soledad desmesurada que repudiaba, no le quedasen muchas ranuras por las que colarse. Luchaba por mantenerla alejada de mí, por no añadir un nuevo trastorno a la lista. Rehusaba su contacto porque me obligaba a verme a mí mismo tal como era, a comulgar con mi desnudez, a pensar, y esto supone una confrontación muy escabrosa para la que, de sopetón, no se está preparado; así que clamaba por la distracción, por permanecer enchufado al ajetreo continuo.

Pero el síntoma colateral y no prescrito irrevocablemente llegó; llegó poco a poco, sigilosamente, sin armar ruido, suministrándoseme con la pericia y delicadeza, muchas gracias, de una experta enfermera que me vaciaba lentamente el contenido de la inyección para que no sintiese una sobrecarga de picor o para que, aún que podía moverme, no reaccionase a la invasión fugándome y saltando por el puente más cercano. Vino por la espalda, me rodeó hábilmente, y cuando me di cuenta me encontré con su navaja asentada que amenazadoramente me pinchaba la garganta.

Allá hasta donde puedo remontarme para recordar sus primeras apariciones continuadas y con un cierto peso, cuando dejó de ser una rubefacción de manchas esporádicas y dispersas para reagruparse en una forma más o menos definida, estable y persistente, la fecha en que la bauticé y se integró como comparsa numerario de mi sombra habría que situarla en los albores de cuarto o quinto de EGB, cuando salir al patio en el intermedio para el recreo dejó de ser una actividad placentera para convertirse en un sinsentido debido a que al irse incrementando las tasas de mi lentitud comencé a pasar la mayor parte de la media hora estipulada para el descanso en la escalera; me sorprendía y se me esfumaba subiendo o bajando los impertinentes escalones, y, al considerar que no era precisamente ésta la mejor manera de disfrutar del rato de asueto al ser demasiado adusta, absurda y surrealista-masoquista para mi gusto, opté, no me quedó más remedio, por quedarme en clase.

Fue una renuncia, como la mayoría de las renuncias que han copado mi vida, ejecutada con tacto, sin brusquedades, de una manera gradual. De tanto en tanto al principio, no bajaba al patio los días en los que estaba más cansado; después, en los días alternos: uno sí y otro no; hasta que desgraciadamente la claudicación fue completa y total: la puerta cerrada, los compañeros ausentes, mis codos sobre el pupitre, la nostalgia y frustración untándome el bocadillo del desayuno… Esos recreos fueron el punto de partida, de ellos arrancó la soledad entendida como una institución permanente. No habría vuelta atrás, no podía hacer nada para detener su progresión. Desde entonces en adelante se iría extendiendo como una repugnante fuga de aceite que anegaría cada vez más mayores sectores de mi vida.

El goteo de esa media hora diaria discurrió inicialmente con una viscosa lentitud debido no sólo a que tenía que adaptarme a la estrechez y al eco de mi voz que rebotaba clamando la invención de nuevas distracciones con las que rellenar esa blancura exasperada, sino también porque un niño posee un instrumental para la percepción del tiempo irrigado por la parsimonia: tarda mucho más en asimilarlo y fragmentarlo, los segundos se hinchan y se agrandan pasando generalmente muy despacio, a diferencia de los adultos, para los cuales el tiempo fluye imparable, como si quisieran coger agua con las manos agujereadas, y treinta minutos se consumen con la misma instantaneidad que un bostezo.

Para rematar la aclimatación, para ayudarme a aceptar la silente y reciente implantación, llegaron de refuerzo dos o tres horas semanales, enteras, redondas, que también hubo que añadir como colmo del festejo: aquéllas en las que mientras que a mis compañeros se les impartía la asignatura de Educación Física a mí la resonancia del aula desocupada me adoctrinaba en el cursillo de posgrado titulado: «Cómo sobrevivir en pleno desierto echando mano de las cualidades de reserva soterradas y sacando el máximo partido de ellas», una materia no tan divertida y emocionante como la suya, aunque sí algo más original. Y es que durante unos años, en un breve pero intenso período conocí y participé, junto a ellos y a mi manera, de la teoría y práctica de las maniobras que llevaban a cabo en la clase de gimnasia. También me enfundé ese chándal uniformado color rojo a juego con la camiseta blanca en la que estaba impreso el nombre del insigne colegio, a pesar de que mi participación era meramente testimonial. Tuve que respirar entre el claroscuro del aislamiento para apercibirme de cuál era el motivo por el que lloraba mi pena: no eran tanto las volteretas lo que más echaba de menos, sino ese tumulto apiñado y griterío socializador.

Una de las instantáneas que de esta etapa de convivencia en el colectivo recuerdo por su singularidad es la de seleccionar los ejercicios a la carta: algunos los hacía más o menos como ellos, con unas formas y apariencia externa muy cuidadas en cuanto a su verosimilitud; otros sufrían la adaptación de las posibilidades de mis músculos, que los convertían en híbridos de movimientos descompasados y temblorosos que describían complicados giros, malas imitaciones que pretendían seguir, sin éxito, los planos y la idea modelo que marcaba la cabeza, aunque lo importante era la intención; y había también ejercicios imposibles, intocables, inabordables aunque eso sí, muy envidiados a los que subrepticiamente renunciaba decantándome hacia un lado con el consentimiento y la vista gorda del profesor. ¿Ejemplos? Postura de piernas abiertas, manos en jarras sobre las caderas mientras se efectúan rotaciones de cuello era una gesticulación que realizaría sin apenas diferencias apreciables y cuantificables con relación al resto de mis congéneres; no saltaría el potro pero pasaría por debajo; para jugar al fútbol me colocaría en mi ya patentada posición para la preservación de la integridad al lado del poste; y las carreras, y los cambios acelerados de centro de gravedad y demás acciones muy dinámicas serían como la escarpada montaña de lo impracticable que ni tan siquiera me atrevería a tocar.

Un aspecto curioso de mi escueta cohabitación que me crispaba y me tenía desconcertado por su flagrante atropello era el del inmovilismo en la puntuación de las notas que me ponían: a pesar de entregarme al máximo en todos los actos y actividades en los que participaba generalmente siempre me evaluaban con un seco y delgaducho aprobado, un suficiente pintarrajeado en azul indigno representante de mis resoplidos y que contrastaba con el resto de las calificaciones de las otras asignaturas, mucho más altas y equitativas. Al menos las otras materias tenían un sistema para la medición del esfuerzo mucho más preciso: las horas de estudio empleadas, la comprensión y la asimilación se reflejaban con un tanto por ciento muy elevado de exactitud en los exámenes parciales o finales, pero para computar el calado de mi participación en el ejercicio comunal estas técnicas científico-numéricas fracasaban estrepitosamente, por lo que echaba de menos un método algo más fiable. Yo quería, necesitaba imperiosamente que se inventase o que existiera alguien que supiera percibir esta brega ardiente de mi interior que además desplazaba sobre todas aquellas tareas que hacía, que supiese contar mis perlitas de sudor, pero no tanto las externas, que en mi caso no dejaban mucha huella, sino las que exudaba por dentro y, sobre todo, por favor, por favor, que no se dejase influenciar por mis pobres registros cosechados allá fuera y que no los comparase con las marcas de los demás porque se trataba de la expresión de dos realidades despiadadamente muy diferentes. Pero nunca encontré a alguien así, no existió ninguna máquina que valorase con ecuanimidad mi esfuerzo.

Recuerdo, eso sí, con especial cariño a un profesor de gimnasia que tuve, el cual un día se dirigió tanto a mí como a mis padres para proponernos que fuera algunas tardes por semana a su gimnasio particular; me ofrecía su ayuda desinteresada y altruista ya que aunque reconocía que le ponía ganas, según su modesto entender me faltaba algo, había un pero suelto que entorpecía la asunción de la plena satisfacción, una objeción que se resumía en la terminante frase: «Creo que aún puedes hacer más».

Cuántas veces a lo largo de mi vida tendría que escuchar ese mismo estribillo entonado por bocas tan dispares, me gustaría saber por qué tanta gente cayó en esa misma falsa impresión, qué motivos, aparte del de la ignorancia, les empujaron a ello, aunque probablemente la ignorancia por sí sola bastaría para ofrecer una explicación más que plausible.

Una coletilla que de tanto repetirse y repetirse se me interiorizó tanto que pasó a formar parte de mí como si de un tercer apellido o apodo se tratase: José Antonio Fortuny Pons, alias Puedes-hacer-más, la otra denominación con la que también sería conocido.

Trabajamos a destajo durante varios meses; desgastamos las colchonetas, las espalderas, los aparatos diversos en una fidedigna representación en la que el entrenador prepara concienzudamente a su pupilo para aspirar al título mundial de los pesos pesados.

Pero ni tan siquiera llegué a disputar el primer asalto. Tiramos la toalla mucho antes. Y eso que conservo un regusto que me hincha el pecho de orgullo ya que en los prolegómenos, a base de insistir reiteradamente, y seguramente que propiciado por la falta de costumbre más que por un hecho objetivo de haber ganado fuerza, conseguí, con un respingo de sorpresa implícito, batir mi propio récord: logré, yo solito, sin ayuda de nadie ni trampas de ningún tipo, hacer un abdominal. Fue sólo uno, pero fue uno de los momentos más felices de toda mi vida.

Aunque para que se hubiera producido tan celebrado suceso tuvieron que confluir astrológicamente muchos factores a la vez como el de encontrarme en un día de máximo rendimiento físico, una alta frecuencia anímica por los motivos que fueran y otros agentes bioquímicos desconocidos o aún no identificados que me agraciaron con ese pequeño impulso extra que me había faltado, con ese empalme de escasos centímetros para engarzar los tres cuartos de camino en que se quedaba siempre mi estómago trémulo antes de desfallecer con la codiciada meta de la postura de sedente, para mí fue como la encarnación de un augurio que profetizaba que a partir de entonces se iniciaba una nueva era, un golpe de efecto que tenía que llevarme hacia la tal ansiada curación.

Por supuesto, me equivoqué. El abdominal fue como una inocentada macabra para que se me hiciera la boca agua y luego me ahogara en el líquido elemento; se me enseñaba una muestra de gloria para que me engendrase ilusiones y luego me la arrebataban violentamente. La quimera no podía durar mucho, así que muy pronto el tiempo me fue extirpando uno a uno todos los brotes del optimismo, arrebujándome en la desesperada aridez.

Poco a poco nos fuimos dando cuenta de que no mejoraba, nos apalancamos, quedamos varados en mitad del océano al esfumarse el impulso, el viento que propulsaba las velas. Y llegó el aburrimiento a los ejercicios, el polvo del desencanto cubrió los aparatos, el desaliento anidó en las oquedades resecas de lo que fue euforia, y en el entendimiento del profesor se debió de encender alguna bombilla que le recomendaba que mi problema debía de ser mucho más complejo de lo que había previsto y que no se podía atajar de una manera tan simplista. Fuimos entrando en la fase de mirar hacia otro lado mientras disimuladamente se pone tierra de por medio, comportamiento característico en estos casos en los que ya no se sabe qué hacer, la compañía molesta, las palabras sobran, la vergüenza asoma por el socavón donde has metido la pata, y se establece un acuerdo tácito por el que gradualmente se van aumentando las distancias: primero reducimos algún día de la semana, luego mi asistencia se limitó a varias sesiones esporádicas cada mes, hasta que finalmente llegó la extinción: dejé de ir.

La experiencia de haber bregado hombro con hombro conmigo durante un tiempo, de haber estado en contacto con los recursos reales y posibilidades verdaderas de mi cuerpo le sirvió, como mínimo, para borrar la razón inicial del «creo que puedes hacer más» por la que me había invitado a su casa, y a mí para sacar algo positivo de esta historia: mientras lo tuve como profesor de gimnasia mi calificación en dicha asignatura sorprendentemente subió varios enteros; el demacrado suficiente promocionó hasta el bien o incluso hasta el notable, una buena contribución de alegría para la reivindicación de mi causa. Fue el que mejor captó, el que atinó a enjuiciarme con mayor tino dentro del conjunto de las puntuaciones injustas.

Lamentablemente, esos tiempos de bonanza en los que disfrutaba junto al grupo de la asignatura de Educación Física se agotaron, llegaron a su fin, y me retiré sigilosamente, sin hacer ruido, de la multitud y de su reconfortante compañía. Yo aguardaba paciente su vuelta a clase y trataba de leer en sus caras enrojecidas y prósperas, en sus voces en proceso de creciente concentración que iban rellenando el espacio otrora ocupado por el mutismo, algún rasgo indicativo que denotase que me habían echado de menos; pero no percibí comportamiento, ni gestos, ni signos de este estilo. Se acostumbraron rápidamente a mi ausencia, a mi desaparición, puede que lo encontrasen lógico, hasta natural, inmunizados como estaban de tanto contemplar mis pequeños cambios, mis continuas renuncias con que les obsequié a lo largo de los años: a ellos que vieron cómo cada vez tardaba más en subir las escaleras, cómo mis andares de borracho se tornaban más acusados y más pendulares, y levantarme del pupitre se convertía en una odisea de titanes, no les debió de parecer, al fin y al cabo, tan extraño. Era algo previsible, moneda corriente en mí.

Esperaba a que me preguntasen, a que se interesasen por lo que había estado haciendo en su ausencia, pero no fueron pródigos en este tipo de detalles que tanto bien me hubieran hecho reavivando la leyenda de mi identidad, que se resistía a morir en el olvido. No me dijeron nada, aunque una vez un compañero agotado y rendido por el vapuleo físico al que les habrían sometido en abandonada disciplina se dirigió a mi expectación espetándome un: «Qué suerte tienes de quedarte aquí y no hacer gimnasia», una misiva que después de darle varias vueltas por la petrificación en la que me dejó llegué a la conclusión de que no podía interpretarse precisamente como un acceso de preocupación hacia mi persona, sino más bien como la puntilla que acabó de matar mis esperanzas de encontrar a alguien a quien expresarle la infinita tristeza e inmensa rabia que sentía por dentro.

Ellos se amoldaron sin calzador a mi absentismo; a mí, en cambio, aclimatarme al vahído que me producía su vacío me resultó un poco más difícil. De hecho, sólo acepté las funestas consecuencias que de ello se derivaban por imperativo legal, sólo en apariencia y con los dedos cruzados, ya que muy pronto, pasados los estadios iniciales de ofuscación, la contra con sede en lo más hondo de mí se puso sagazmente a conspirar y a movilizar a todos los miembros de mi inventiva para que buscasen las mejores y más acertadas respuestas de contención con el fin de que el aplastamiento no fuera total y quedase algún resquicio por el que seguir respirando.

No tardé mucho tiempo en ponerme el mono de trabajo reservado para los grandes cataclismos; lo cierto es que cada vez iba más raudo y ganaba en desenvoltura a la hora de efectuar la muda, curtido y habituado como empezaba a estar debido a la fuerza de la costumbre, por lo que ya no era necesario acudir a desempolvarlo: lo llevaba siempre conmigo, como una segunda piel.

Me lo colocaba y ajustado convenientemente dejaba que emergiese la parte oculta, no sometida, de mi ser, formada por el entusiasmo rompedor, la positividad expresiva y unas tremendas ganas de vivir, y frotaba con esos enseres a las paredes tiznadas por el pesar y al suelo turbio del resentimiento hasta que saliera a relucir la tan esperada capacidad de adaptación, requisito indispensable para que pudiera tener acceso al manantial de la sublime creatividad, y, a través de ella, amueblar cada palmo de ese habitáculo con actividades y pasatiempos varios que, además de su función de ocio, fueran una prueba demostrativa de mi terquedad, de mi firme resolución por permanecer en pie y no dejarme pisotear.

Me dejé poseer por el espíritu insurrecto que pregona por salir adelante, quemé con gasolina el fajo del pesimismo arrinconando sus cenizas a un lado y le di el mando y la máxima potestad al intelecto, exigiéndole que se pusiera a trabajar y que me ofreciera soluciones férreas para oponerlas a la amenaza de caer en la anemia de la consternación.

No tuve que esperar mucho, pronto me vi con el lápiz encasquetado en la oreja y echando frías miradas de matemático a los accidentes geográficos de mi alrededor, haciendo cálculos de los lugares más convenientes donde emplazar los bastiones de mi pseudoentrenamiento rehabilitador; y es que era precisamente ésta, la cualidad o defecto de cómo podía utilizar el entorno para llevar a cabo en él diferentes series de ejercicios, lo primero que me pasaba por la cabeza; un alumbramiento efectuado sin apenas esfuerzo ya que más que un derivado cognitivo empezaba a ser una virtud intuitiva, incrustada brutalmente en mí por la rutina aprendida.

Las exiguas dimensiones del recinto no fueron en absoluto un problema que pudiera entorpecer o descentrar al borbotón rumiante ya que el concepto de las distancias ya había comenzado a desbaratarse y a sufrir transformaciones dentro de mi bombo íntimo, arrojando como resultado una escala métrica deforme donde unos pasos dados por mi persona equivalían a cientos de metros para los demás, por lo que la planicie del aula era un marco más que suficiente que me bastaba y me sobraba para construir en ese mundo en miniatura los circuitos y ensayos fisiológicos emanados de mi mente.

Tres fueron en principio los circuitos que ideé entre los pupitres callados con líneas imaginarias pero visibles a mi propósito: «El sprint», nombre con el que designé el itinerario que consistía en recorrer de lado a lado la clase por la senda de su diámetro; «La media vuelta», denominación con la que se sobreentiende que el tramo comprendido abarcaba la mitad del área disponible; y «La maratón», circunvalación completa a través del perímetro hasta arribar al punto de donde se partió; esta última, a causa de su mayor longitud, la más extenuante de todas. Las tres modalidades, por supuesto, debida y escrupulosamente cronometradas y registradas en alguna página de libreta destinada especialmente para tal efecto. Éstas serían las primeras, aunque con el tiempo irían desapareciendo unas y productos subsiguientes de la imaginación ocuparían su lugar, en parte propiciado por el ascenso de curso con el respectivo cambio de aula y de estructura que me compelía a concebir nuevas rutas con las que surcar su superficie, pero también la sustitución estaba motivada porque al no advertir mejoría en mi estado, al no ir superando las marcas optaba por el camino fácil de posponer la reflexión; y demolía las pruebas al considerarlas imprecisas, poco fiables y obsoletas para levantar otras en su puesto.

Esta peculiar coyuntura de la que me rodeé dio pie a que cuando mis compañeros regresaban con las señales inconfundibles de la fatiga impresas en sus carnes se encontrasen con la curiosa paradoja de verme a mí con su mismo jadeo, aunque eso sí, yo no podía revelarles la vía por la que lo había adquirido, qué es lo que había estado haciendo para provocármelo porque temía que si se lo decía no entenderían mis explicaciones, seguramente les chocaría, les parecería ininteligible, me tomarían por un chiflado. Si ellos me razonaban: «Es que hemos estado corriendo durante veinte minutos», yo no podía argumentarles: «Pues yo estoy rendido porque he dado tres vueltas enteras a clase, dos a su mitad y cuatro sprints, empleándome preferentemente y algo más en esta última disciplina porque he notado que me he tornado más lento y los tiempos anotados suben en vez de descender». No, no podía explicárselo tan alegremente. Era mejor callarme y guardármelo para mí.

Aparte de estas tareas tan movidas y acaloradas, en la media hora del recreo o en la franja que dejaba desierta la llamada a la práctica gimnástica había sitio también para cometidos más reposados como ojear tebeos, elegir entre hacer garabatos en los márgenes de las páginas de los libros o por adosarle bigotes y parche en el ojo a la ilustración de algún personaje histórico, desayunar apilando en montoncitos las migas desprendidas del pan, o simplemente dedicarse a estar un rato en el limbo contemplando la procesión de las musarañas. La amplia lista de actividades ofertada no se acababa ni mucho menos aquí, sino que incluía también otras especialidades interesantes como aquélla que impartía la añoranza juntamente con el dolor, y que consistía en tratar de resucitar por todos los medios a alguna parte de mí perdida en combate. Para ello, se procedía a la recomposición de sus últimos momentos analizando pormenorizadamente su mecánica, persiguiendo con este obrar localizar el origen y aclarar por qué había fallado. Escogía, por ejemplo, el agravamiento declarado en el hombro derecho que me había producido dejar de poder levantarlo por encima de la cabeza, con la engorrosa repercusión de haber tenido que abandonar el manejo de la escritura en la pizarra a tan altas alturas, y le sometía a largas sesiones de intentos de repetición y repetición entre recriminaciones e insultos a lágrima partida mientras aplicaba sobre la herida paños calentados por la esperanza, aguardando a que estas medidas surtieran efecto y la antigua función agostada volviera a revivir.

Por supuesto, cualquier tentativa resultaba infructuosa, y a la larga haber escogido esta última opción para ocupar el tiempo me conducía a la irritación y a la náusea; pero tarde o temprano, como un robot, regresaba: sentía que era algo que tenía que hacer.

Sí, si alguien hubiera entrado en el aula en alguno de esos intermedios me hubiera sorprendido lidiando con la minúscula arma de una tiza a la bestial pizarra cetrina, retorciéndome para alcanzar y tocar aunque sólo fuera por la punta aquella región desvanecida y dejar el testimonio de mi letra como quien corona con una bandera para hacer patente la reconquista.

Sí, si alguien hubiera entrado se hubiera dado cuenta de mi persistencia en abordar imposibles, pero, además, hubiera puesto al descubierto lo bien que lo había sabido disimular hasta entonces, ya que seguramente que nadie se percató cuando aconteció el suceso usurpador: cuando el profesor me llamaba a la pizarra para que resolviera algún problema y yo salía con el corazón en un puño y empezaba a escribir mucho más abajo, a la altura de mi pecho, esperando que en cualquier instante se me exhortaría a que hiciera el favor de hacer los trazos más arriba y yo tendría que padecer el bochorno y contestar delante de todos que ya no podía, que lo lamentaba mucho pero desgraciadamente no podía consumar su petición porque ya no era aquél que creían que era, esa parte requerida de mí se había extraviado, apagado para siempre, y, por tanto, su demanda se hacía sobre la base de una concepción desfasada, errónea y caduca de las posibilidades de mi persona.

Así pues, una fracción del rato destinado para el descanso lo dedicaba a la encomiable tentativa de empecinarme en restituir, agazapado entre las sombras, las estrofas en las que estaban transcritas las habilidades cinéticas de mi cuerpo que la enfermedad censuradora me iba tachando y erradicando impunemente. Una tarea ingrata, desagradecida e inútil, ya que la única retribución que sacaba de ella era acabar con las manos sucias y descarnadas, despotricando contra la engreída y sordomuda existencia que dedos tan viles me metía en los ojos; por eso la razón de mi quehacer era como una oración de súplica que expedía hasta las puertas del cielo, pero también un acto en memoria de las fenecidas actividades que ya no estaban conmigo. Desvivirme por tratar de reintegrarlas, por volver a hacerlas de nuevo, era mi manera de rendirles tributo y de mantener lustrosas el mayor tiempo que me fuera posible a esas estrellas compuestas por alianzas de recuerdos, retrasando, con tal muestra de insubordinación declarada, un poco el avance del agujero negro que estaba decidido a devorarlas. No quería que se desvanecieran; no quería extinguirme tan rápido, ni tan pronto.

Había una variante interesante dentro de los talleres de la reconstrucción que también escogí alguna que otra vez, especialmente recurrí a ella conforme las manecillas del tiempo fueran avanzando en la parálisis y en consecuencia fueran apareciendo mayores zonas oscuras, salvajes, indómitas, apetecibles de ser inspeccionadas a mi alrededor. La llamaba «Exploración de nuevos continentes», y consistía en enfundarme de un modo figurado el equipo reglamentario de aventurero intrépido, las botas de doble suela, el sombrero beige atravesado por una banda de piel de leopardo, la brújula en el bolsillo, una cuerda resistente por si se hacía necesario emprender algún tipo de escalada, la cantimplora rebosante para evitar insolaciones si el viaje se hacía largo o se prolongaba más de lo previsto, cartuchera desabotonada para estar a punto por si alguna fiera harta de ayuno osaba cruzarse en el camino, y, concluida la preparación, intentar llegar hasta aquellas tierras que anteriormente había hollado con la comodidad diaria y que ahora eran parajes pretéritos y lejanos, progresivamente arrebatados por la recesión inclemente que les había ido incorporando a sus filas y difuminándolas del alcance de mi presencia.

El quid del juego radicaba en organizar expediciones hasta estas regiones abandonadas por razones de fuerza mayor con el fin de volver a sentir que formaban parte de mí, para revitalizarlas brevemente y remover la capa de sedimentación que había ido colocando el olvido. Al principio dirigía el objetivo del rastreo hacia sectores de la misma planta en la que estuviese afincado como el baño de indescriptibles fragancias o me aventuraba hasta los dominios de otra clase que también estuviera vacía, daba un rodeo, contemplaba la distribución espacial de sus elementos y la configuración policromada de su arquitectura y después regresaba, de puntillas, a mi madriguera.

Conforme avanzase la enfermedad ya no haría falta marcharse tan lejos para chutarme la emoción que generaban tales vivencias, ya que al irse estrechando el círculo esos lugares antes tan fácil e inconscientemente transitados que tenía apenas a unos metros se fueron apagando y cayendo en la oscuridad intocable, inabordable, inasequible para mi capacidad energética; y así, alcanzar la esquina de mi propia clase pasaría a ser algo tan inusual y arriesgado que para llegar hasta ella tendría que mentalizarme concienzudamente de que equivalía a marchar hasta el Japón y que serían muchos los peligros que me acecharían durante la travesía. Sí, llegaría un día en el que ya no sería necesario salir del aula para protagonizar peripecias de colonizaciones y reactivar esos sitios que tan extraños me parecían. Cada vez los tenía más cerca, más y más cerca.

Dos eran los principales y preferidos rituales que mecánicamente ejecutaba cuando arribaba a alguno de estos enclaves anhelados: por una parte pisaba reiteradamente y con minuciosidad el suelo, con esmero para no cometer el sacrilegio de dejar ningún palmo de baldosa sin sobar, supongo que con este ceremonial lo que buscaba era infundirle calor amén de mostrarle mi satisfacción por el reencuentro. El otro gesto que me encantaba hacer era quedarme anonadado durante unos segundos por la perspectiva peculiar y diferente con la que se divisaban las cosas desde cada posición, cada emplazamiento me obsequiaba con tal originalidad de ángulos que me parecía que estaba vislumbrando las bambalinas de un paraje lunar. Pero sin duda la manía por la que más me sentía atraído era la de apretujarme en las esquinas, colocar mi espalda entre la intersección de las dos paredes y comprimirme al máximo pegando tobillo con tobillo, tal vez perseguía con esa postura ensanchar ese cubículo o esperaba que la presión ocasionase un boquete por el que poder escapar.

Y llegaría un día, cuando los profesores ya no me llamasen para salir a la pizarra porque levantarme del pupitre me representaría un esfuerzo sobrehumano, cuando escribir en ella ya no sería posible ni más arriba ni más abajo, en el que el encerado verde oliva se convertiría también en uno de esos destinos remotos y distantes, y, por tanto, pasaría a engrosar el censo de las metas por las que babeaba, terminaría siendo uno de esos blancos preferidos a los que dirigía mis incursiones, al que a trompicones alcanzaba para golpearme repetidamente la cabeza contra su muro de las lamentaciones mientras acariciaba con la yema de los dedos su piel pulida y le musitaba que no hacía tanto me había pertenecido, había sido mía.

Mirar por la ventana era otro de esos pasatiempos por los que también solía inclinarme aunque su uso y disfrute venía acompañado por una peligrosa doble vertiente: cierto que muchas veces por asomarme a ella se me congratulaba con las acrobacias aéreas de un escuadrón de pájaros, con un puñado de nubes dispuestas a que les diese forma con las tijeras de mi mente o simplemente dejándome reanimar por la luz del sol; pero también existía la posibilidad, sobre todo si tenía un día algo encapotado interiormente, de que el panorama avistado me recrudeciera más aún las heridas pendientes de sanar. Esto ocurría esencialmente si las vistas del aula en la que residiese daban al patio donde niños y niñas jugaban díscolamente con sus carcajadas contagiosas, libres, sin preocupaciones de cuerpo ni pensamientos complejos sobre cómo llegar sano y salvo hasta ese rincón de allá sin sucumbir fatalmente por el camino. Cuando me sentía así, procuraba no acercarme a la ventana ya que solamente sabía apercibirme de lo gruesos que eran los barrotes que la traspasaban.

La época en la que más se agravaron estas impresiones mohínas fue cuando entramos en las primeras fases de la pubertad, cuando chicos y chicas rehúyen seguir mezclados para formalizarse en grupos donde se excluye a los del otro sexo, y cuando los aspirantes a la testosterona masculina perdemos nuestra reconocida fluidez léxica y nuestro amplio dominio del vocabulario para volvernos monotemáticos y hablar y pensar única y exclusivamente en el deporte. Renegamos, erigimos y nos vamos a adorar a otros ídolos. Imploramos su gracia, queremos ser como ellos, tener su don de la ubicuidad para el desmarque e irradiar su halo sexual que atrae a las damas en celo. En las tertulias o consejos improvisados entre lección y lección se posterga el debate sobre los pros y los contras de la política exterior del gobierno sudanés para poner sobre la mesa la ecuación imposible de resolver sobre cuál de los dos equipos, el Barcelona o el Real Madrid, es el mejor. La participación es, teóricamente, voluntaria y gratuita, aunque a quien no le interesa o no consigue entrar en los foros de discusión se le margina disimuladamente y, en el peor de los casos, hasta se le llega a calificar como marica. Esta etapa entrañó serias dificultades para mí ya que a pesar de desvivirme por prepararme y documentarme a conciencia raras veces conseguía colarme en las conversaciones cruzadas y depositar mis opiniones, y, mucho menos, que éstas me fueran tenidas en cuenta. Ya no era como antes, como años anteriores en los que al poder participar más o menos a mi manera y estar metido en el equipo de fútbol me hacía sentir, a mí, facultado con un mayor tono de voz para hacerme oír con más rotundidad, a la par que les dotaba a ellos con una memoria más persistente que me mantuviera reconocido e identificado como uno de los suyos por más tiempo.

No, ya no era así. Ahora el papel que me tocaba desempeñar era muy distinto: en clase escuchaba sus planes sobre cómo iban a distribuirse los miembros en cada conjunto que luego, en el rato de asueto, se batirían en el partido; captaba los desafíos y provocaciones que se lanzaban unos a otros contra la moral como «os vamos a machacar» o «podéis comenzar a rezar». Después, si quería o tenía ganas o me encontraba en un buen día, con la sensibilidad bien sujeta sin temor a que lo que pudiese presenciar me dañase, tenía la opción de acudir al palco de honor reservado en mi ventana para presenciar el desarrollo de los acontecimientos y, por último, a su regreso, aún me quedaba aguantar el período extra de prolongación en el que los ganadores se recreaban en la victoria restregándoles a la cara a los que habían perdido la rememoración de las mejores jugadas mientras que estos últimos se encolerizaban y clamaban la revancha que se les sería concedida, usualmente, a la mañana siguiente.

Mirar por la ventana suponía, pues, muchas veces, socarrarse los ojos por el paisaje exhibido y por el trasvase continuo de figurantes que me recordaban con el meneo lujurioso de sus caderas que yo no tenía sitio en esta representación. Daba igual que intentase disimularlo empañando con mi aliento el cristal y haciendo dibujitos sobre el vaho, la visualización había sido tan potente e impactante que perforaba cualquier barricada que se le antepusiese para acertar a alcanzarme en pleno corazón.

El tiempo y la presión de mi vitalidad interna fueron, como siempre, los encargados de llegar a un pacto, a un acuerdo satisfactorio que devolviera la tranquilidad a mi espíritu, pagando, eso sí, el precio acostumbrado de mandar de viaje a la morriña, apretarme las tuercas del arrojo, y abrir las compuertas del desagüe de la renuncia con el fin de centrarme en las cosas que aún podía hacer y tuviera en común con mis compañeros. Guardé el dolor en el bolsillo de atrás, lacré el grifo de las lágrimas para no agotar el depósito ya que sin duda las necesitaría en próximas usurpaciones, y seguí caminando cargando un bulto más. No pasa nada, puedo seguir adelante.

Pero esta vez se iba a producir un hecho que tendría una importancia primordial en mi vida y que iría mucho más allá del simple recurso de morderme los labios y apechugar. Una nueva dimensión más profunda, un nivel de resolución y enfoque de problemas más avanzado denominado la búsqueda de alternativas se materializaría ante mí.

Desde entonces en adelante no me contentaría sólo con hacer acopio de los arrestos para fortalecer la línea defensiva de la resistencia sino que además pondría en marcha un sofisticado y laborioso entramado operativo en la penumbra con el que intentar alcanzar, mediante circunvalaciones y maquinaciones en paralelo, la fuente de mis deseos, de la que tenía prohibido beber directamente.

Un día, vagando por casa, un objeto que se ordenaba en una estantería me llamó poderosamente la atención. Era un libro, un libro de baloncesto. Al abrirlo, quedé fascinantemente atraído por los dibujos y diagramas de múltiples flechas que poblaban sus páginas y que querían decirme algo, por lo que lo secuestré y me lo llevé a mi habitación. Tenía que saber qué era aquello, cuál era el secreto que escondía.

El baloncesto siempre había estado presente en mi vida, era uno de esos condicionamientos que uno empieza a mamar junto a las papillas y las nanas al pie de la cuna ya que mi padre había sido jugador, y conservo algún recuerdo, aunque un poco vago y desvaído, de haber acudido a las canchas para verle jugar. Una de estas reminiscencias está compuesta por la imagen de acercarme a él para abrazarle después de un encuentro y quedarme estupefacto, preocupado y pensativo por la cantidad de sudor que chorreaba; la otra es que una vez me dieron un balonazo y viajé, sin necesidad de embarcarme en una nave espacial, hasta las estrellas. A pesar de no acordarme mucho, la exposición sí que debió de ser lo suficientemente intensa y penetrante para que unido al ambiente deportivo que desde siempre se ha respirado en mi casa y a los simulacros que servidor desparramaba por el patio de mi abuela se me lograse inculcar y alojar el gusanillo del aro y la canasta dentro de mí.

Lo que descubrí entre esas páginas me embelesó tanto que muy pronto noté que me faltaban horas para su estudio, así que aprovechando que en mi agenda escolar había esos huecos en blanco que desinteresadamente me ofrecían parte de su tiempo decidí, convenientemente camuflado y a resguardo en la maleta, llevarme el libro a la escuela. Pensativo detrás del ventanal, mi mirada basculaba entre su lectura técnica y teórica y la demostración práctica que veía realizar sobre el cemento del patio. Cada página examinada y asimilada hacía que algo se moviera en mi interior, era como si me fueran implantando una cucharada de más virus revolucionarios que se iban acumulando y agrupando en los bajos fondos del alcantarillado donde construían nuevos puentes que me conducirían hasta los extrarradios de formas de sentir y de pensar por las que nunca había transitado. Un cambio se iba alumbrando, una percepción más alta, una modificación del ángulo se estaba incubando. No sólo gozaría de la admirable capacidad que tenemos la mayoría de los que estamos afiliados a las enfermedades degenerativas de aguantar estoicamente a las hordas carroñeras que nos van devorando en vida, siendo capaces de sacar pecho y volver a levantarnos después de su visita, sino que en mi caso notaría, además, como un tenue rayo se infiltraría para iluminar una serie de conductas y habilidades que irían un poco más allá del pugilato por la supervivencia: me estaba armando con una gruesa armadura que sería muy eficaz para protegerme de las llamaradas que me arrojaban aquéllos que ignoraban mis opiniones, con unos zancos para distanciar el enfoque, y con una espada de hoja afilada para cortar la cabeza a los alevosos obstáculos que me salieran al paso en mi singladura hacia un estrato más elevado.

Me aprovisionaba, en definitiva, de un equipo llamado conocimiento.

El conocer, estrujarse el cerebro para tratar de comprender el funcionamiento interno del fenómeno, su porqué, las leyes que lo gobiernan, sería el instrumento ofensivo que yo utilizaría en la partida, la llave secreta para mantener bajo control al pesar y trascenderlo; y trascenderme.

Miraba y miraba cómo jugaban mis compañeros, leía y leía el libro y lentamente mi campo visual se iba dilatando y dilatando hasta llegar a vislumbrar los secretos en segundo término y los finos hilos que movían la escenificación; hasta que, henchido, enfervorizado, mi cabeza empezó a bullir y a derramar múltiples y chisporroteantes ideas como que Eduardo hubiera podido pasar el balón a Jaime, que estaba desmarcado, que si Pedro hubiera hecho un corte muy posiblemente hubiera adquirido una posición ventajosa, que Miguel no colocaba la mano correctamente para tirar… Estaba iniciando un viaje en el que mi atención se desenganchaba y desatendía del encantamiento de la multiplicidad exógena, saltaba por encima de las imágenes expuestas para indagar y estudiar el dispositivo subcutáneo, la matriz primogénita; rebasaba y desdeñaba la pulpa porque mi afán era examinar las semillas originarias de las demás manifestaciones.

Y cuando mis compañeros retornaron a clase me entraron unas ganas enormes de explicarles con el brillo renovado de mis ojos la transformación que había presenciado en mí; quería compartir con ellos mi flamante punto de vista, sugerirles que hubieran podido hacer tal o cual cosa para anotar más canastas o para evitar recibirlas, pero no me atreví a decirles nada, tal vez porque tuve la sensación de que si hacía público el ensanchamiento sufrido en mi conciencia sería como exponer una joya naciente y delicada a ser embrutecida por el fango del pitorreo. Eso sí, dejé de verlos como superiores a mí; cuanto más leía más cuenta me daba de sus fallos y carencias y, por tanto, sus juicios no tenían por qué contener la verdad y la intocabilidad supremas, no tenía por qué sentirme inferior a ellos. Podían relegarme en las tertulias, podían apagar el audífono cuando yo hablase aduciendo que como no podía jugar poco podía saber, pero no me importaba: había conseguido encontrar un filón donde hacerme fuerte.

Y ese día, mientras escrutaba por la ventana y repasaba las inestimables lecciones con las que me había obsequiado el papel impreso, tuve una intuición, un fogonazo, una convicción, una revelación mística. No sé cómo ni de dónde surgió, pero la sentí con el mismo peso y corporeidad que una certeza. Mientras supervisaba los vaivenes de la marea humana que subía y bajaba por el patio fui tocado por un sueño lúcido que, por supuesto, no conté a nadie. En los años sucesivos iría, sin saber muy bien por qué lo hacía, adquiriendo más y más libros de baloncesto que devoraba en la clandestinidad, siguiendo las sugerencias e indicaciones que esa especie de visión había dictado a mi subconsciente. Ese día el cristal reflejó una amplia y enigmática sonrisa perfilada en mi rostro. Tenía entonces trece años.

Tenía que aprender a pensar, a explotar mi mente, a esbozar propuestas y a idear soluciones. Sí, como aquella vez en la que para recabar un poco de compañía en algún que otro recreo, me inventé un juego: y le insinué a un compañero si había jugado alguna vez a una modalidad que acababa de salir al mercado y que hacía furor. Su lugar recomendado para una práctica más provechosa era, casualmente, la propia aula. Consistía en tratar de encestar con una bola de papel dentro de la papelera desde diferentes posiciones, cada una de las cuales era depositaria de una puntuación más alta o más baja según su lejanía o grado de dificultad. A mi amigo le sedujo mi señuelo y se quedó a probar qué era aquello. Paulatinamente, iríamos reclutando más componentes hasta consolidar un grupo de cuatro o cinco miembros que cuando se congregaban hacían mucho más ameno y digerible mi confinamiento. En los inicios confeccionábamos la pelota con los envoltorios de los bocadillos, aunque luego, según fuéramos disponiendo de un mayor presupuesto en el capítulo del interés y el invento se fuera perfeccionando y popularizando, utilizaríamos bolas de goma saltarinas que cabían en la palma de una mano. Por supuesto, no me resultaba difícil practicar el recién parido entretenimiento: no hacía falta correr ya que lanzábamos en posición estática y no se requería apenas fuerza porque la pelota apenas pesaba.

A pesar del inmenso trajín al que me sometía con el fin de hacer más manejable a la soledad excesiva, sobrante, ninguna maraca que atinase a tocar podía, por muchos botones, palancas o sonidos ensordecedores que emitiese, acallar la voz luciferina y gutural que cada vez me acosaba con mayor frecuencia. Había notado que cuanto más me movía, cuantas más revoluciones y polvareda levantaba, más la arrinconaba y solapaba, pero luego, cuando cesaba mínimamente, el susurro infecto regresaba en todo su apogeo, con sus invectivas e insultos renovados.

Mis apaños y remedios domésticos se mostraban inoperantes para contener su avance, para espantar su espectro ya que cada vez existían mayores silencios, tanto en mi casa como en el colegio, que la engordaban e iban nutriendo. Y, junto a la voz, comencé a sentir y a intuir un soporte físico, como una presencia que aprovechando los momentos de máxima quietud se manifestaba y se hacía grande detrás de mí, a mis espaldas, posando su mano tétrica y glacial sobre mi hombro. Rápidamente me daba la vuelta, no podía reprimirme ni aguantar mucho tiempo sin girarme si no quería que el pavor me estrangulase la sangre; pero no encontraba nada. Si había habido alguien, ese alguien se esfumaba con mayor celeridad que el pensamiento, aunque aseguraría y estaba convencido que la presencia había sido real, había estado allí.

No la sorprendí, no logré atraparla con las manos en la masa, aunque la fecha de nuestro encuentro ya había sido fijada, tanto para bien y tener la prueba innegable de que mis delirios no eran esquizofrénicos sino que provenían de una base tangible, como para mal ya que nuestro bis a bis no sería precisamente un intercambio diplomático y cordial. El escenario elegido donde iban a acontecer los hechos sería el de mi casa.

Fue en una tarde, había vuelto del colegio y no había nadie más conmigo, mis padres aún estaban trabajando. En una de mis caminatas por el pasillo tropecé y me caí al suelo. Intenté reincorporarme pero esa facultad ya había sido cancelada de mi cuerpo, y el implorar, rogar y maldecir no sirvieron para forzar su restitución. Me revolví, pataleé, lo intenté, lo intenté sin éxito, sin inmutarme ni alzarme ni un centímetro. Acabé jadeando. Anochecía, la oscuridad avanzaba y las luces no estaban encendidas, el interruptor se hallaba demasiado lejos y a demasiada altura para plantearse mitigar la situación. Pensé en arrastrarme en busca de una zona más clareada, pero sabía que si me ponía a reptar dejaría al descubierto la retaguardia de mi espalda, la parte más débil por la que seguramente aparecería alguien, por lo que opté por sentarme como pude, apoyando mi columna vertebral en la pared.

Estaba aterrorizado. Una fiera de nombre Angustia se estaba despertando de su modorra y exigía su dosis corriente de distracción disociativa para calmarse; no comprendía que poco o nada podía darle en mi postrada y rígida situación. Debería prepararme porque a medida que se prolongara el estado de sitio mayores serían su cólera y sus cornadas. Lo mejor sería ponerse a cavilar con presteza y a soltar alguna liebre recreativa fruto de esta concepción, aguardando a que estas tentativas la apaciguasen. Me puse a discurrir lo que les diría a mis padres cuando volvieran y me hallaran deslomado y a oscuras en ese rincón.

Por supuesto, les mentiría, sólo había una cosa peor que la soledad, el miedo y la tribulación juntas: la cara desencajada, desvaída, con el marchamo de la culpabilidad y de la preocupación en el soniquete de sus palabras; y sus lamentos, y sus manos a la cabeza por haberme dejado solo cuando en verdad pocas alternativas habían tenido. No, no consentiría un espectáculo así. Mentiría, con mi flema habitual, como ya había hecho y haría en otras ocasiones: cuando escuchase el rozamiento de la llave en la cerradura o el rumor de sus pasos subiendo la escalera me aclararía la garganta, me maquillaría con una sonrisa farisaica, y me apresuraría a cortar de raíz su estupor con un discurso jalonado de embustes: «Tranquilos, tranquilos, no es nada, precisamente hace cinco minutos que estaba dando un paseo y, qué tonto soy, andaba tan despistado que he tropezado y me he caído. Pero estoy bien, si justamente acaba de ocurrir ahora, qué suerte he tenido…».

Y ellos me ayudarían a levantarme y una vez estabilizado volverían a preguntarme si realmente hacía poco del deplorable derrumbe, y yo les juraría y perjuraría, tapándome la nariz de Pinocho, que apenas hacía cinco minutos de ello y que no habían podido ser más oportunos ya que aún retumbaba el eco del batacazo cuando oí que llegaban. Sí, eso es lo que les diría. Y si en los deberes pendientes del colegio había alguna redacción en la que se nos pedía que nos explayáramos con detalle y con la mejor caligrafía posible acerca de lo que habíamos estado haciendo durante esa tarde, yo, evidentemente, volvería a mentir: no redactaría que de cinco y media a ocho había estado encolado al suelo con la mirada divagando de derecha a izquierda y de arriba abajo, sosteniendo un pulso con la espasmódica angustia y viajando por los inesperados y sorpresivos oasis que se escondían detrás de ella. No, no contaría eso: no me creerían, no lo entenderían: se impresionarían en exceso. Fabularía y explicaría que había estado estudiando mucho, merendando bizcochos con chocolate, deleitándome con mi serie de dibujos animados favorita, dibujando, jugando al scalextric y escuchando música a todo volumen. Sí, eso es lo que narraría.

El ruido de la marabunta nadando entre el ácido segregado por el alto voltaje me sacó de mis cavilaciones escapistas. Las contracciones iban en aumento; los alaridos internos que de tal síncope se derivaban, también. El mono iba a ser difícil de pasar. Probé de echarle varios pedazos de otra clase de carnaza, un propósito recién alumbrado consistente en contar, hacia delante hasta allá donde me alcanzara la vista y luego reculando hacia atrás, a las baldosas sobre las que asentaba mis sugestivas, envidia de medio mundo, posaderas. Pero la tentativa también languideció, me cansé, era un dique demasiado delgado para contener el oleaje y la presión creciente de mis adentros. Oscurecía, oscurecía, las sombras emergentes se iban comiendo la visibilidad y el optimismo. La congoja despeñada se hizo con el ritmo de mi respiración con la decidida pretensión de reventar la señalización máxima de su velocímetro. Le envié más excedentes de mi imaginación como desesperado torniquete de última esperanza: se trataba de dar forma a las manchas y protuberancias que pescase barriendo la pared. Así, las bases tan amplias de este nuevo juego de ingenio me permitían saltar desde una nube soleada de primavera a una leve fisura que muy bien pudiera ser una serpiente encaramándose al tronco de un árbol. Cada mancha admitía miles de interpretaciones, se la podía moldear de la manera más heterogénea y disparatada que se me antojase y transformarla, sin restricciones de ninguna clase, en todo aquello que la cabeza fuera capaz de concebir. Pero el prospecto no advertía que después de un rato de uso dicha fruición se desvanecía y retornaban la ansiedad y el sofoco. Me harté, también, de tal esparcimiento, de su futilidad, de su ineficacia demostrada.

Los murmullos con los que nos obsequia de tanto en tanto el sonido ambiental para que no nos sumamos en demasía en nosotros mismos, ese estruendo procedente del motor de un coche que al pasar como una exhalación por delante de nuestras casas nos despabila de sopetón, o la vibración de las cañerías después de que el vecino haya finalizado de usar el baño o, si se es afortunado y se vive en algún lugar donde aún no se hayan extinguido, escuchar el piar de los pájaros que te da un pequeño empellón del libro que estuvieras leyendo; ese sonido ambiental, unas veces más audible que otras pero siempre omnipresente, parecía como si lo hubieran aspirado, como si lo hubieran asesinado, ocupando la nada su lugar.

Negros, escalofriantes pensamientos de compunción me lloriqueaban por la frente. Tenía calor pero tiritaba. Abrí la boca y casi me sale la bomba que impulsa la circulación arterial por ella. Un sobresalto más y la orina se me escapa. La falta de movilidad con la que poder dar fácilmente esquinazo a la comezón entregándome a otras múltiples ocupaciones, la privación del medio locomotor gracias al cual la mayoría de la gente nunca llega a estos extremos iba a depararme, paradójicamente, una inesperada sorpresa escondida detrás de esos faldones opacos y temibles: a pesar de que todos los medios que le había interpuesto habían fracasado o su utilidad había sido muy efímera, descubriría, mientras era remolcado hacia su abismo, que en la propia flor maligna se alojaba el antídoto verdaderamente infalible para acabar con ella.

Y cuanto más ceñidos estaban los pulgares en mi yugular, cuando la inmersión en el pánico ya me había convertido en estatua, autorizado únicamente para pestañear, y una sensación semejante al desmayo planeaba sobre mi cabeza, entonces las palpitaciones y el diluvio de alfilerazos se fueron aflojando, lentamente, suavemente, cada vez me sentía más y más relajado, con unas irreprimibles ganas de dormir…; y entré en una especie de calma genérica exenta de agitaciones, en una nueva fase, en un estado superior donde el sosiego no sólo no se recobra sino que reluce con tal fuerza que mantiene alejadas a las sombras desestabilizadoras.

Más allá de la aparentemente intratable y todopoderosa angustia, más allá de las embestidas que creemos que nos van a partir en dos si no le entregamos pronto algún objeto que la distraiga, existe, aunque sé que resulta muy difícil de concebir, un mundo apacible, sereno, con paredes hechas de sabrosa confitura y tejas de mazapán; un mundo donde se respiran esencias de flores silvestres pero donde, especialmente, se encuentran las riendas del control de la vida de uno mismo: aquí el agobio deja de ser el que determina los actos y acciones que ciegamente ejecutas para ser tú el que, en un acrecentamiento espectacular del autodominio, pasas a domesticarlo y a reclutarlo bajo el yugo de la voluntad. Por inverosímil que parezca, para lograr tan admirable hito no se necesitan habilidades especiales ni ninguna cuenta corriente bien acaudalada con la que poder pagar la matrícula de algún cursillo de tinte oriental donde se enseñan las técnicas milenarias recogidas selectamente por el sabio barbudo en el que a través de una preparación exhaustiva basada en el yoga, la meditación, el frotamiento de chakras y tazas de té, se pretende estimular a las glándulas de la valentía con el fin de tener el arrojo suficiente para sentarse ante uno mismo. No, no hace falta tanto despliegue de tanques y fragatas: basta que alguien te ate y te amordace hasta reducir a cero tus posibilidades de movimiento y que lo haga así diariamente (por ejemplo con recreos o similares), y progresivamente (más y más horas, más y más tiempo) para estar en una buena disposición de afrontar la convulsión, o, si se carece de ese alguien o no está disponible puedes pedir una enfermedad invalidante que te vaya doblegando y dejándote manirroto por los recodos de tu hogar, lo que te hará el mismo efecto, además de ser una fórmula mucho más cómoda y barata.

Yo fui uno de los que accedieron a la cueva del dragón por esta última vía, y corroboré y comprobé por mí mismo cuán mansas y cristalinas eran las aguas del lago que albergaba en su parte final. Ésa fue mi primera toma de contacto. Fue una incursión muy fugaz, instantánea, fortuita, sin intención. Sería necesaria mucha más perseverancia y práctica durante años para llegar a someter completamente a la agitación atosigante y alcanzar con más facilidad el estado beatífico de la trastienda.

Y aún bajo la influencia de las volutas de esta patria repleta de victoria y de confianza giré la cabeza y distinguí, al fondo del pasillo, a una figura que entre jocosa y maliciosamente me contemplaba. Era aproximadamente de mi estatura aunque no le veía el rostro cubierto como estaba por la penumbra. De repente, dio unos pasos y se fue acercando hacia mí hasta colocarse a mi lado. No se agachó, tal vez porque lo consideraba humillante y embrutecedor para tan ilustrísima alcurnia, pero aun así pude discernir sus facciones con una nitidez meridiana: el ente era exactamente igual que yo, como un gemelo, un clónico salido de vete a saber de qué intrigante laboratorio, con el pelo del mismo color, los mismos ojos, la misma cara… La única diferencia apreciada y destacable era la de su complexión física: aparentemente era mucho más fuerte que yo, el trazo y el contorno de sus músculos estaban mucho más marcados, abultaban y abundaban y estaban generosamente mejor distribuidos que los míos. Vestía, todo él, de negro riguroso, y de su cuello colgaba, a la altura del pecho, un resplandeciente reloj de arena que ávidamente consumía los granos blanquecinos.

—¿Quién eres?, ¿cómo te llamas? —le pregunté sin miedo (en este estadio posterior ya es posible superar esta sensación de agarrotamiento), pero sí con la curiosidad estupefacta de quien presencia las evoluciones de un fantasma.

Sonrió. Las teclas de sus dientes interpretaron, con la colaboración de la lengua solista, una fonación conocida a mis oídos: esa voz, la voz ruda y sarcástica que desde siempre había escuchado, sólo que ahora sabía cuál y cómo era el cuerpo material en el que se encarnaba. Y me contestó:

—Yo soy la personificación de tu devastación, aquél que tú mismo has necesitado urgentemente crear para exteriorizar, para dar una forma visible a la conflagración intestina que te ayudara a comprender algo mejor lo difícilmente comprensible, pero, sobre todo, para que los demás tuvieran a su disposición un ejemplo hábilmente esquematizado con el que poder llegar sin muchos extravíos hasta los aledaños de tu vida tan distinta. Soy la desdicha que te acompaña desde el día que naciste, tu verdugo, el brazo ejecutor encargado de hacer cumplir las órdenes que le profiere su Alteza Ilustrísima por los siglos de los siglos loable e intocable el Señor Gen Defectuoso y Anómalo, al que me debo y venero; el que te liba y hurta la energía para después elaborar con ella mi esqueleto y mi masa corporal; a quien le compete provocarte las pesadillas y los gritos nocturnos; quien te escupe y te pone la zancadilla y se sube a tus espaldas por el simple placer de ver cómo te caes, humillas y arrastras; soy el responsable de controlar y de avisarte del tiempo que te queda para que se haya consumado el expolio y seas sólo sombra, sombra como yo. Sí, yo soy la condensación que de las tensiones invisibles e indescriptibles, nocivas que te acosan, has tenido que hacerte para no precipitarte en el descalabro y expurgar, al menos momentáneamente, a la locura.

Así fue mi primer encuentro con la entidad espectral. Supe que a partir de ese día sus visitas serían periódicas y regulares, y que se establecería un vínculo indisoluble, una relación forzosa imposible de quebrar. Nada volvería a ser igual desde entonces.

Cuando se marchó reparé en que había estado hablando con él pero que no conocía ni me había dicho su nombre. Podría ser éste un pasatiempo interesante con el que hacer más llevadera la espera, un acertijo digno de las deliberaciones de mi intelecto.

Y pensando y pensando en cómo podría llamarle, después de desechar aquellas denominaciones que por su cotidianidad y uso frecuente me parecían poco representativas para poder conceptualizar el prodigio; buscando en la lista de los términos extranjeros aquellos nombres menos trillados que por sonarme a exótico y a importante debía de creerlos más capacitados y merecedores para designarlo, me revino la inspiración esclarecedora cuando iba por la segunda columna de la tercera serie:

—Áxel, te llamaré Áxel —murmuré al aire callado, obscuro y envolvente; me susurré a mí mismo.