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En cualquier biografía que se precie de haber vivido con un mínimo de intensidad tiene que haber forzosamente un capítulo dedicado al verano; a esa estación que cuando eres niño te instruye sobre cómo no hacer nada en todo el día quejándote además, caradura, de que te faltan horas para seguir despatarrándote bajo el sol.

El regusto que me pervive de las temporadas estivales es como el de una exuberante lozanía que escalonadamente se va ajando: colores, tonalidades brillantes al principio de mi infancia; más apagados, más desdibujados e insulsos después; de esperar impaciente su venida para chapuzarme en su mar sinónimo de vacaciones y de desenfrenada ociosidad, a sentir una anestesiada diferencia, una frialdad esquimal ante su retorno anual.

El mar, la playa, han supuesto, han tenido desde siempre una importancia capital para mí ya que es de estos elementos de donde he extraído un misterioso e inexplicable brebaje energético indispensable para la formación y el mantenimiento de mi sensibilidad. La naturaleza de esta relación ha ido sufriendo variaciones a lo largo del tiempo; primero se realizaría a través de un contacto físico directo: sentir la arena metida entre los dedos y el agua generosa besuqueándome los poros; pero luego, progresivamente, el roce se iría distanciando hasta convertirse en una relación puramente visual, exclusivamente visual; aunque siempre, de una manera u otra, he sabido encontrar la fórmula para que sus dádivas llegasen hasta mí y me siguieran colmando y conmoviendo.

El apartamento que tenemos a escasos metros de la playa al que hemos ido cada verano ha presenciado y ha experimentado en sus propias tejas las peculiaridades de este vínculo, ya que él mismo ha sido la tercera parte en discordia de toda esta historia: y es que de crío le era infiel, me iba con otras, no soportaba estar dentro de él, rechazaba quedarme en su lecho de argamasa y sólo iba para comer y dormir. Le engañaba con amantes de aire libre y, de entre ellas, mis favoritas, con las que pasaba la mayor parte del tiempo, era entre las caricias suaves y acogedoras de una tal Arena Envolvente o con los mimos dispensados por la sensual e insaciable Agua Salada. Embebido en estos goces, hacía caso omiso de su llamada. Después, cuando por mandato corporal me viera obligado a abandonar presencialmente a mis queridas y a convivir monógamamente con y dentro de mi hogar, entraría en una fase de rabieta y de repulsa en la que las aborrecería, ni siquiera podría mirarlas directamente a los ojos sin sentir una profunda aversión hacia mis ex concubinas; sensación que, afortunadamente, iría desapareciendo con el tiempo hasta resignarme y encontrar el modo de volver a recrearme con sus encantos, aunque solamente fuera de tanto en tanto y asépticamente, sin contacto físico directo, obteniendo toda la ingesta del disfrute únicamente a través de la vía ocular; pero, aun así, sigo teniendo la necesidad imperiosa de verlas periódicamente para que continúen desembotando y cebando mis emociones.

La playa disponía y concedía la doble vertiente, albergaba en su seno a la mezcla agridulce de penurias y placer: por una parte, para hacer avanzar unos metros a mi todopoderoso cuerpo por su arena se me exigía un esfuerzo ímprobo muy superior al que se requería en cualquier otra superficie; esto sin hablar de la más esmerada de las atenciones que había que poner si no quería perder el equilibrio entre sus dunas, una probabilidad altísima a la que con excesiva frecuencia sucumbí.

Caerse por esos terrenales representaba un problema mucho más engorroso que el hecho de hacerlo en cualquier otro tipo de accidente geográfico, ya que las estratagemas y las artimañas que precisaba para levantarme de su escurridizo piso tenían que ser mucho más elaboradas: resbalaba cuando lo intentaba, mis pies no lograban afianzarse en un punto de apoyo, por lo que me era imprescindible auxiliarme en un soporte adicional.

Hubo una época en la que solía madrugar para irme a caminar por la arena; me ponía en marcha cuando se principiaba el amanecer, cuando el paraje reposaba aún libre del gentío que dificultaba más aún mis evoluciones. Salía a pasear porque uno de mis últimos asesores de turno me había asegurado que transitar pertinazmente por la orilla reverberante tenía un enorme poder terapéutico, y yo, que quería emular míticas postales de atleta que entrena con el resuello acompasado sobre los hombros, me colocaba, al igual que él, los auriculares y la enérgica determinación, y partía a batallar contra mí mismo por ese firmamento tan inestable. Y cuando trastabillaba, porque evidentemente tarde o temprano acababa trastabillando, miraba alrededor buscando la barca volteada más cercana, me arrastraba, a gatas, como podía, hacia ella, para que una vez conseguido sentarme sobre su dorso volver a ponerme en pie. Despeinado, ridiculizado, con los auriculares extraviados o desastrados, empezaba de nuevo.

Pero la gran antítesis de la formación blanca granular, el medio que con sus características totalmente contrapuestas compensaba con creces mis dificultades para desenvolverme por la arena era el mar, el ingrávido mar. Parecía imposible como dos estados frontalmente tan opuestos, como la exaltación y el rechazo, podían coexistir tan cerca, con una frontera tan etérea. En él no existían límites, dentro de él he saltado, me he sostenido indefinidamente sobre una sola pierna, he meneado músculos que no sabía que aún tuviera, me he agachado miles de veces seguidas sin necesitar descansos, me he contorsionado adoptando posturas que en el cielo abierto eran inviables y estaban proscritas; movimientos y movimientos que allí fuera simplemente no existían… Nunca, nunca me habré arrimado tanto, es el nivel máximo de destreza al que ha arribado mi cuerpo y, por tanto, lo más cerca que he estado de comprender cómo se tienen que sentir los demás sin frenos y sin afecciones que les atenacen.

Al mar le debo también, le estaré eternamente agradecido por haberme revelado un magnífico secreto: un mundo oculto, una existencia paralela, soterrada, diferente a la que ordinariamente conocemos. A través de unas gafas de bucear descubrí que bastaba hundir solamente unos centímetros la cabeza debajo del agua para acceder a la iconografía de una nueva dimensión en la que uno no sólo podía instituir un rincón para la tregua momentánea, sino que además se te ofrecía la posibilidad de incentivar los signos de exclamación de tu aturdimiento. Descubrí que bastaba una simple inmersión para toparse con una explosión de formas de vida escamosas y esquivas que transcurren en un vacío de silencio, allí todos deben estar mudos y comunicarse de otra manera; me encontré con una emanación de burbujas y corrientes marinas que hacen bambolear una flora inusitada, y la luz no se parecía en nada a la que reluce en el exterior: es más difusa, más misteriosa… Otro de los fenómenos que me llamaron la atención fue el engaño en la perspectiva, es decir, desde fuera podía hacerme una idea de cómo era el perfil estructural de una roca, me imaginaba sus entrantes y salientes, delineaba sus claroscuros, y luego, cuando la visionaba sumergido, en su hábitat connatural, comprendía lo errado que había estado en la distribución de las medidas otorgadas.

Pero cuando quise proclamarlo y compartirlo y celebrar por todo lo alto el hallazgo me detuve en seco, una dubitación me contuvo: parecía que nadie más se había dado cuenta de ello, que nadie más se percataba del arcón de las delicias que tenían tan al alcance de la mano, vociferando y agitándose en vano delante de la miopía de los demás, que actuaban y se comportaban de una manera insensible, ignorantes del esplendor inconmensurable que les aguardaba tan cerca. Lo subestimaban, ni lo mencionaban, no les oía hablar sobre ello, por lo que apercibirme de que aparentemente era el único que atinaba a chochear con esa exuberancia cautelosa en absoluto me empinaba la cresta de gallito, sino que más bien me punteaba la deliberación sobre cuán excéntrica era mi rareza.

Por aquel entonces solíamos ir a pescar. Me encantaba pescar, sentir el electrizante estremecimiento que me sacudía hasta el último recoveco de la médula cuando el sedal se tensaba y la caña se arqueaba en una curvatura para no fiarse. Pero había un momento en todo ese ceremonial que me descuajaba el corazón: la agonía de los peces, su estertor dentro del cubo de plástico mientras se retorcían y saltaban sin escapatoria con las agallas enloquecidas y su última mirada, de una incomprensión y súplica hirientes, puesta en mí. Y deduje que tal vez era eso lo que les pasaba a las cosas cuando eran sacadas de su ambiente clandestino e imperceptible en el que vivían: una inmediata languidez; por lo que se entendía que la localización de dichos edenes fuera algo tan difícil de detectar, y que tratasen de permanecer escondidos al ojo de los humanos para que a éstos no les tentase degradar y corromper la paz y la tranquilidad que celosamente atesoraban.

Así de fabulosas y extraordinarias eran las propiedades de ese primer mundo mágico que conocí, pasado por alto, infravalorado, ese pedacito de otra realidad. Era sólo el principio: habría más, muchos más, como el duende transportador de un libro o como los miles de detalles que son capaces de albergar los rincones de una habitación, que se me abrirían y que esperarían ser explorados conforme las puertas del mundo cotidiano se me fueran cerrando, y mis sentidos, necesitados, hambrientos de vida, que tenían que alimentarse de alguna manera si querían sobrevivir, no les quedase más remedio que remover entre los escombros para encontrar comestibles con los que saciarme, el sustento para hacer más llevaderos los efectos del aislamiento y, de paso, hacer de estas furtivas impresiones marginales el eje vertebral con el que edificar mi universo interior.

Pero no podía permanecer, por más que me empeñase, eternamente dentro del mar; tenía que pisar tierra alguna que otra vez, y, al hacerlo, al primer amago, contraste tan brutal, ya se me presentaba el primer inconveniente serio: y es que era toda una epopeya alcanzar la orilla sin perder el equilibrio o bien a causa de una ola traicionera que me derribase por la espalda o por encallarme en la celada tendida por su suelo pantanoso.

Si me caía, tenía que reptar hacia dentro y una vez llegado a la zona donde el agua cubre hasta el pecho, ponerme en pie sin penalidades gracias a su ingravidez, que me izaba, y volver a la carga.

Cada verano se iniciaba con una pregunta, con un interrogante, siempre el mismo, que me asaltaba con el canje de residencia, en la travesía en coche mientras nos trasladábamos a la urbanización donde pasábamos las vacaciones: «¿Qué es lo que habrá cambiado, qué es lo que ya no podré hacer?». Porque era en el transbordo de domicilio cuando salían a flote, cuando mejor se veían las depredaciones que la pérdida reciente me había causado, ya que debía hacer nuevos y dolorosos reajustes que en mi etapa invernal ya había realizado: «¿Acaso no podré subir el bordillo de la acera que está frente a mi casa, seguir levantándome de la cama del apartamento, que es más baja? El año pasado me costaba mucho reincorporarme de la silla de la terraza, ¿podré este año? ¡Uf!, no sé, no sé…».

Cada verano me encontraba con la agraviante sorpresa de cosas que ya no podía hacer. Tenía una cita puntual, ineludible, con ellas. Necesitaba una semana para aceptarlo, para superar el luto y hacer soportable el recuerdo de lo que fue que me asustaba y entristecía. Requería de una semana para adaptarme a los recortes sufridos en mi cuenta energética y sacar fuerzas de donde fuera para seguir asido al bando de los de mentalidad positiva y disfrutar con los restos que me quedaban. En la muda anual era cuando más notaba los efectos de la progresiva decrepitud y cuando se producían con mayor frecuencia las comparaciones, inevitables comparaciones entre el pasado y el presente espolvoreadas con la guinda trémula sobre el futuro.

Cuando abordase mis andares vespertinos, ¿llegaría aún hasta ese punto al que arribaba el año pasado?; mejor todavía, ¿superaría esa distancia? Sí, ya sé que estoy algo peor, me canso más, voy más lento, pero creo que podré suplir el aguante que me falta con un adecuado e ingenioso programa de ejercitación, del que antes carecía: si por la mañana hago estos estiramientos nuevos que me han recomendado y además nado un poquito más tal vez…

Y es que ir a caminar por las tardes entre las calles turradas, con los calcetines subidos y las zapatillas deportivas fuertemente anudadas, era uno de los eventos más esperados del día y de los veranos. Los motivos que me impulsaban a ello eran, aparte de por un evidente desafío al cerco limítrofe que se me había impuesto, por sentirme más identificado e integrado en las actividades del común de lo demás. Podía decir, vanagloriándome: «Yo también voy a caminar», y aunque mis motivos diferían radicalmente de los suyos ya que yo no andaba para combatir la celulitis ni para contemplar el hermoso paisaje, aunque mis longitudes y mis tiempos nada tenían que ver con los suyos sí que utilizaba, breve y textualmente, su mismo lenguaje referencial; y eso me hacía sentir más arropado y socializado, menos anormal y menos excepción.

Al principio iba solo, después lo hice apoyado en el hombro de mi hermana Mari Gracia, que me hacía las veces de bastón y de correo emisario por si me caía, ya que cuando requerí de sus servicios ya no me podía levantar por mí mismo del suelo, y habíamos acordado que si esto sucedía ella me ayudaría a arrinconarme hasta la cuneta y luego partiría en busca de mi madre para que viniera a socorrerme.

A Mari Gracia, que es cuatro años menor que yo y que generalmente suele vivir en la luna aunque afortunadamente baja a visitarnos de tanto en tanto, le estaré siempre muy agradecido por haberme acompañado en aquellas tardes en las que sin duda hubiera preferido quedarse jugando con sus muñecas y por dejarse engañar tan ingenuamente sin apenas echármelo en cara por las promesas de recompensa que le dije que le conferiría si venía conmigo y que casi nunca cumplí. Ella, que en las noches de tormenta corría a refugiarse a mi cama implorando el abrazo protector de su hermano mayor, tal vez nunca ha sido consciente de la gran asistencia beneficiaria que representó para mí su compañía en aquellos días.

Andaba y andaba, aspiraba a romper y a hacer más lejano mi horizonte espacial, cada paso de sudor y acaloramiento que articulaba me ensanchaba la ilusión; pero era como un burro a una noria engarzado que gira y gira persiguiendo la zanahoria pero que en realidad no avanza, continúa atragantado en el mismo sitio, permanece accionado mientras se cree el embuste o le desamparan las fuerzas.

Un día fuimos a parar hasta los confines de un camino cortado, no tenía continuidad pero me negué a dar marcha atrás. Adelante, siempre hacia delante, ése era el lema de mi inquietud. Mi mente de quijote interpretaba los escollos, los atolladeros, las emboscadas que me tendía el destino no como accidentes naturales, sino como una señal divina que buscaba poner a prueba el calibre de mi voluntad y la consistencia de mi espíritu de superación. Pocas veces en las que era víctima de estos contratiempos, generalmente de la lluvia perversa o de las rachas fastidiosas de viento que me invitaban a que regresase a casa, consideré que tuvieran la suficiente gravedad para hacerme desistir o para emprender la retirada.

—Probemos de continuar por allí —le indiqué, señalándole una empinada ladera frente a nosotros en cuya cumbre parecía realzarse otro camino.

Y trepamos-escalamos-subimos, y lo pasé mal, y saqué la lengua en varios momentos, pero cuando alcancé la cima con la maleza enramándonos las ropas en absoluto tuve la sensación de haber hecho el ridículo, ni me asaltaron ni me abrumaron pensamientos bruñidos por el rubor acerca de lo idiotas y grotescas que eran mis decisiones habiendo podido escoger haber vuelto tranquilamente atrás, sino todo lo contrario: bullía por la satisfacción, y sólo reparé en contemplar lo realizado con la caricaturesca sonrisa a la que le refulge la dentadura y en intentar mantener bajo secreto la fechoría:

—Como te chives a mamá que hemos ido por aquí, olvídate de los caramelos…

Desgraciadamente estos actos de gallardía, lejos de herir, sólo causaban recreativas cosquillas al ogro que custodiaba el cruel porvenir; piruetas, cabriolas espectaculares que no desviaron ni un milímetro al implacable huracán que me acosaba, se cernía, e iba a arrasarme. Pero tenía que hacerlo, y no sólo porque estas celebradas bravatas me empujasen hacia una necesitada utopía de querer creerme que estaba sometiendo lo insometible, sino porque era lo único que sabía hacer, la única vía que conocía para enseñar la pancarta de mi desacuerdo.

Pero el tiempo inclemente fue pasando, desmitificando, centrando, y llevándose consigo tanta pujanza de crío antes superabundante para dejarme más afectado, más escarmentado. Y cuando a mis trece años me di cuenta de la hipocresía mantenida, de que en todo ese tiempo la extensión de mis marchas diarias había ido decreciendo en vez de incrementarse; cuando comprendí que muy pronto ya no podría salir más con mi hermana por falta de fuelle y que mis paseos los tendría que dar, como si fuera un preso, entre el diámetro comprendido de la terraza del apartamento, entonces quise realizar mi última hazaña, mi última gesta antes de que vinieran a enjaularme los tabiques de mi casa.

Era muy usual entre los habitantes de estas latitudes que, cuando salían a caminar, tuvieran por costumbre hacerlo hasta alguna urbanización cercana; supongo que por una cuestión motivacional, como una manera de tener más claro el objetivo al que proyectar la voluntad, o, simplemente, por ir a incordiar un rato al pueblo vecino. Una de mis ilusiones siempre había sido poder llegar también algún día hasta allí y pregonar el acontecimiento a los cuatro vientos, ya que la expresión del que te escuchaba no era la misma cuando le decías «he ido a dar una vuelta por ahí» que cuando le anunciabas «he llegado hasta tal municipio». Esto sonaba como más importante, más comprensible, más cercano a las magnitudes que empleaba y por las que se movía el resto de la gente. Quería pronunciar, aunque sólo fuera por una vez, una frase de su argot, una palabra de su glosario.

Lo tenía decidido: andaría durante toda una tarde, hasta la puesta del sol, hasta que se me deshidratasen las fuerzas, hasta que ya no pudiese más. Tomaría la carretera y caminaría hasta que anocheciera; tal vez al expirar el tiempo quedaría muy alejado de mi meta o, tal vez, por qué no, la superaría con creces. Emprendería esa galopada hacia ninguna parte como un homenaje a esas horas perdidas, despilfarradas de mi infancia; a tanta agujeta acumulada, a tantos circuitos pisoteados, absurdos e inútiles, presuntos preparatorios de nada; a los momentos en los que no caí en la tentación de cancelar mis salidas y quedarme en casa porque daban un partido de fútbol de no sé qué mundial por la televisión o porque me hubiera apetecido más hacer el zángano, en homenaje a esas apetitosas propuestas del diablo que hubiera tenido que aceptar.

Necesité casi cuatro horas y media para recorrer un trecho en que la gente emplea generalmente una escueta media hora en ir y volver; y eso que la carretera era toda llana, sin pendientes, sin baches, y eso que sólo me propuse completar y pateé el intervalo de ida, porque si no… Por aquel entonces mi condición física ya comenzaba a estar seriamente deteriorada: el agarrotamiento se apoderaba muy rápidamente del vigor de mis células, por lo que en la marcha tenía que pararme muy asiduamente. Tres pasos, parada, descanso, uno, dos, tres, respirar, volver a empezar; tres pasos, parada, descanso, uno, dos, tres, respirar, volver a empezar…; ésta fue la secuencia que marcamos de voz y de ritmo de piernas mi hermana y yo ese último día en el que fuimos a caminar, y en el que llegamos unos metros más allá de los lindes de la urbanización tan deseada. ¡Lo conseguí!, ¡lo conseguí!, podría decir a mis nietos: «Aunque no lo creáis, vuestro abuelo, aquí donde le veis, alcanzó un día esas lejanas tierras. Sí, fue una heroicidad, una proeza que pasará y será contada de generación en generación».

Y cuando mis padres vinieron a buscarme en coche vieron mi chispeante alegría, la expresión posesa de quien ha ganado todos los trofeos que había en disputa, la victoria del pundonor que se resiste a ser arrestado; aunque no se percataron del tremendo dolor que, entremezclado, me compungía; pensamientos funestos y abyectos que me afluyeron barajados con el sabor a victoria en cada paso tambaleante que había dado: y es que estaba cansado de luchar y de no obtener nada a cambio, sólo pérdida, pérdida y más pérdida; confuso porque no entendía lo que me estaba pasando; exasperado porque no soportaba la idea de tener que quedarme recluido en casa…

Y lentamente la ilusión por la llegada de los veranos se fue apagando hasta convertirse, con el decurso de los años, en una estación lineal, única, sin cambios, sin sobresaltos, sin especiales ni esperadas novedades cuando tuviera que pasar a vivir bajo la tutela de un cuarto, y, en consecuencia, no habría modificaciones sustanciales en el traslado de habitáculo: uno podía ser más espacioso que otro, albergar más luminosidad o pasar más calor dentro de su estructura, por uno se colaría el olor del salitre de las algas y el siseo del fenecer de las olas mientras que a través de la ventana del otro inhalaría una fragancia multilateral de ciudad, pero no existirían diferencias significativas en el tipo de actividad que podría realizar en una u otra estancia.

Si metemos a un lobo salvaje en una jaula su aclimatación será, lógicamente, dura y difícil. Se resistirá; se rebotará; morderá fiera, desesperadamente, los barrotes; circunvalará incansable de lado a lado buscando la salida y, finalmente, cuando se percate de que no puede escapar, sólo le quedará lanzar su aullido nacido de lo más hondo de su desconsuelo a las noches de luna llena para recordar sus correrías, los viejos tiempos de libertad, y trenzar así una terapia que le ayude a no alienarse ni a olvidar su origen, lo que era, su identidad seriamente amenazada por un aislamiento tan antinatural.

Yo también acabaría aullando; pero antes, cómo no, tendría que apurar hasta la última gota el fuel que restase en mis piernas, seguir moviéndome para que la enfermedad avanzara lo menos rápido posible, para no claudicar tan pronto, para que me dieran un puñado de honra cuando tuviese que enarbolar la bandera blanca, por rebeldía genéticamente determinada y circunstancialmente desarrollada, por miedo a tener que encarar a una profunda reflexión acerca de lo que estaba haciendo con mi vida.

Y la maleabilidad de mi obstinación me llevó, el verano posterior y subsiguientes de mi última salida a campo abierto, a tener que trazar los itinerarios entre la terraza del apartamento, ya que a partir de entonces éste sería todo el marco del que dispondría para expresarme y cuyos diez o doce metros de finitud acogerían mis kilométricas excursiones figuradas, mis sueños de estar pisando campiñas ambicionadas a las que nunca accedería, donde, en definitiva, instalaría los baluartes de mi oposición.

Con el fin de quitarme de encima la claustrofobia de su pequeñez, la idea insidiosa, persistente, de que sobre su minúsculo vector parecía que no hacía nada, tuve que animarme echando mano de las tablas aritméticas, diciéndome: «No hay para tanto, si voy de un extremo a otro tantas veces al día y luego lo sumo será como si hubiera recorrido tanta distancia allá fuera».

Y así, ensortijado en estos juegos motivacionales, iba marcando con una cruz la casilla cuadriculada de una hoja de libreta cada vez que conseguía completar el periplo de un lado a otro hasta haber obtenido, al final de la jornada, un número de equis lo suficientemente importante para hacer hinchadas y exageradas especulaciones sobre su equivalencia longitudinal en el mundo exterior que rebajase en algún grado la impresión de estar haciendo algo venial, pero, sobre todo, para seguir manteniendo en un buen estado de funcionamiento el sistema inmunológico del optimismo y no enfermar de desmoralización, de dejadez crónica.

Por si la aclimatación a las restricciones impuestas a mi condición libertaria no fuera de por sí lo bastante fragosa y tormentosa, hubo que añadir el padecimiento de un inquietante trallazo de desconcierto debido al giro radical experimentado en la percepción del mundo que me rodeaba, el cual cambió drásticamente de sentido. Y así, la vista desde esa terraza que tanto me había deleitado no sólo no se ofuscó, sino que empezó a zaherirme con panoramas enviciados, lesivos, convirtiéndose en una ventana que daba directamente a la sala principal del reino de las torturas; y esa arena que tanta dicha me había prodigado al pisarla y revolcarme en ella, ahora, que sólo la podía otear desde la barrera, a lontananza, sentía cómo su sedosidad marfileña se había vuelto hostil y cómo sus destellos de envidia me lapidaban tanto que, apabullado, tenía que apartar los ojos; y el mar, baño que más alta liberación me ha conferido, había pasado a asestarme burlas con sus dientes de espuma que iban abocando sal para hacer más descarnada la escocedura de mis heridas; y las gaviotas, conversas en hienas aladas que me sobrevolaban a la espera de mi muerte emocional, me graznaban frases soeces mofándose de mi cautiverio; y el sol ya no era aquel astro que me bronceaba jovialmente cuando construía castillos de arena a su vera, sino fuego del averno que me martirizaba en el potro habilitado de mi hogar; y si miraba al cielo se me venía encima el vértigo: demasiada infinitud; y la gente, ¡oh!, lo peor de todo era tener que soportar la transformación habida en la gente: ahora ya no la veía como esa calidez protectora que te cobija y en la que anónimamente te disuelves, el principio de escisión operante me forzaba a contemplar sus evoluciones desde el margen de la lejanía, constituyendo el más sangrante de todos los suplicios infligidos: mantener por mucho tiempo la vista alzada ante tanta concurrencia y diversidad que presentaba el hormiguero del gentío, ante las pieles desnudas que se untaban una espalda a otra con el aceite resplandeciente de mi codicia, ante los juegos, chapoteos, persecuciones, abrazos, besos, entradas y salidas del agua, risas, pelotas de plástico, discos voladores, carantoñas maternales o de amantes, bellos o bellas durmientes sobre tumbonas alquiladas, helados semiderretidos, pandillas sentadas en círculo y que me daba la impresión de que guardaban un hueco para mí… era exponerse a una ráfaga de radiación más elevada de la que podían soportar las frágiles retinas de mi amor propio sin que me entrasen enrojecidas palpitaciones o reiteradas mordeduras a mi labio inferior, por lo que me era imprescindible resguardarme un poco de alguna manera; y probé de resolverlo mediante la distracción paralela: dibujando, montando puzles, tratando de entretener a mi vista desviándola hacia las miles de letras de libros que forzosamente tuve que empezar a leer, o poniendo más alto el volumen de la música para sobreponerla al ofensivo murmullo de voces playeras cuya cacofonía, como si me agitasen un enjambre de avispas furiosas en la oreja, llegaba hasta mí.

Pero no fue suficiente, no bastó; y un día, cuando ya no pude más, le expresé a mi madre la intención de mudarme a la terraza de atrás donde la única panorámica que había era la de un seto con cuatro arbustos y la de una visión marginal al patio comunal que servía de aparcamiento. La debí convencer, por supuesto, echando mano del repertorio de alguna de mis mentiras como «es que allí hace más fresco» o «toca menos el sol», embustes encubridores para evitar decirle la verdad: «Es que estoy cansado de tener permanentemente expuesta delante de mis narices esta bacanal de lo que los otros pueden hacer y yo no». Así fue como paulatinamente los paisajes circundantes de algodón perdieron su sentido festivo y se tornaron puntas de lanza, como aquellos elementos que tanto gozo me habían dado se volvieron contra mí enviándome pulsaciones de un dolor inaguantable del que era prioritario huir.

Y allí, en la terraza de atrás, establecí mi guarida, yo, guardián en prácticas del polvorín de mis pensamientos, espectador de brillante porvenir de la vida de los demás. Allí en la trastienda quemé los años, carcomidos a palo seco, asistiendo con las manos atadas a la progresiva volatilización de mi desplante; a cómo mi empecinamiento por sublevarme a la expropiación y a la mengua de mis facultades se iba descomponiendo, arrugando, hasta que lo único que me quedó, la única gimnasia posible fue la que realizaría sentado a través del movimiento de los ojos. Porque cuando se acabasen, ya que indudablemente mis voluntariosos y briosos paseos de lado a lado también se terminarían atrofiando; a medida en que este horizonte de unos cuantos metros se fuera encogiendo hasta llegar al cero, la misma forma que suelen tener las coronas fúnebres, me iría convirtiendo, muy a mi pesar, en un excelente mirón, doctorado por la Universidad «Ahí Te Quedas» con la tesis: «Mirar y no tocar. Claves para una apología de la no intervención».

Uno de los primeros cometidos en los que recuerdo que participé recién estrenado el nuevo rol fue en el seguimiento y control del desarrollo biológico de una vecinita; una chica con la que en la infancia compartí juegos, baños, pasatiempos varios, y con la que gradualmente fui perdiendo el contacto conforme ella iba creciendo hacia arriba y yo hacia dentro.

Solía venir los domingos, y, cada domingo, regular, expectante, aguardaba con un batiburrillo de nostalgia y curiosidad su paso por delante de mí. Tenía que estar atento porque su permanencia en mi campo visual era muy breve: apenas tres o cuatro segundos, ése era el tiempo que tardaba en cruzar por delante de mí en su salida desde su casa en dirección a la playa y, por tanto, el lapso que yo tenía para retratar alguna pincelada, algún aspecto de su comportamiento o fisonomía antes desapercibido. Si la suerte me acompañaba y ese día la espiada en cuestión levantaba la cabeza podíamos, premio gordo que toca en Navidad, hasta llegar a intercambiar unas miradas o unos saludos cordiales; aunque nunca se decidió a entrar en mi casa, probablemente porque dada mi pose estática y solemne debía de pensar que era un asceta sumido en el éxtasis de la meditación que no quería ser importunado; ni yo tampoco me atreví a llamarla o a hacerle algún gesto ostensible para que se acercase, ya sea por vergüenza a que me descubriera tan escuchimizado, saldo de lo que fui, o porque rehuía volver a retroceder hasta el pasado y visitar a los fantasmas que tanto me fustigaban.

Desde mi atalaya fui levantando acta de las variaciones surgidas en su metamorfosis existencial: asistí a las fases de su expansión; me empapé hasta la saciedad, hasta el último rincón del tuétano, de todo y de cada uno de los epígrafes de su conversión de niña a mujer (tres segundos de atenta observación dan para eso y para mucho más). La cuantía y magnitud del cambio apreciado era de una índole muy diversa: abarcando desde el fijarme cuando lucía un peinado nuevo; los cambios en la forma, color, atracción seductora y confección de los bañadores cuando entró en el ciclo de ser mujer; el trasvase en la manera de llevar la toalla: desenfrenado, desgarbado al principio; coqueto, calculadamente colgado sobre el hombro después… También su modo de moverse y de andar fue sufriendo modificaciones: del vendaval revoltoso cuando era una cría que cruzaba veloz y que muchas veces se olvidaba de cerrar la barrera, al deambular pausado, sereno, meneándose al compás de la madurez y del ensimismamiento en los estadios de la adolescencia.

Así fue como la vi pasar, como fui siguiendo la inexorable evolución de su vida, elaborando meticulosos y profesionales informes sobre los avatares de su devenir: y es que cuanto más se me escapaba el control de mi existencia más suntuosos detalles parecía que captase de la de los demás.

De mi prestación como vigía destacaría, de entre todas las efemérides registradas, una que por su emotiva carga simbólica quedó firmemente subrayaba en rojo en los anales de mi asombro: el día en que dejó de pasar sola para hacerlo, a partir de entonces y para siempre, acompañada de un chico. Su novio, decían. Ese día me sentí como si me soltaran una descarga de claridad en el epicentro de las neuronas: y me di cuenta de que realmente habíamos crecido y de lo dispares que eran los caminos por los que nos habíamos adentrado. Y temblé, tuve miedo, pavor, ante esa llamarada y esa muestra de vivencias tan antagónicas; se me ponía la piel de gallina ante esos chisporroteos volcánicos que desprende el amor juvenil, que en mi caso yacía inmaculado, no vivido, tan inalcanzable… Lo último que he sabido de ella es que ya está casada y tiene varios hijos.

Yo, a diferencia de ella, no llegaría a tiempo para saber lo que se siente al andar por la playa cogido de la mano de alguien bajo un anaranjado atardecer.

Me quedaría eternamente varado en el escalafón anterior y no conocería esa mirada idiotizada e idealizada que se prodigan y con la que se enroscan los enamorados, ni las acampadas con cánticos de guitarra alrededor de la hoguera, ni la ceremonia de iniciación al clan varonil de emborracharse y despertarse con jaqueca dentro de alguna barca; no tendría ningún cuerpo con pelos crecientes y músculos florecientes que exhibir, y, en consecuencia, no aprendería el arte del flirteo marino con las extranjeras ni su versión apta aplicado a las isleñas, no iría a llorarle al mar y a pasearle cariacontecido mi cabeza tras una ruptura sentimental, no ojearía de soslayo el volumen torácico de otras mujeres mientras le decía a la mía cuánto la quería…

Me quedé congelado, atascado, sitiado en contra de mi voluntad, arrebatado de todo menos de la vista: mirar y no tocar, en eso consistiría el plan de jubilación anticipado que se me ofrecería.

Y los veranos se apergaminaron, se destiñeron; e ingresé en una larga estación única, en blanco y negro, plana, sin sorpresas que me apaciguasen o ablandasen mi desazón.