Un espacio vital. Vivir, desarrollar el contenido acurrucado que hay dentro de un niño, implica necesariamente hacerlo estableciendo una relación interactiva con su medio; desplegar en unas mínimas pero imprescindibles hectáreas el programa interno que pulsa por salir. Es un proceso lento que requiere de una gradual aclimatación, ampliación constante de horizontes que empieza por la cuna, luego por la habitación, los recodos de la casa, el barrio… hasta hacerse con un recorrido por el que transcurre consuetudinariamente su vida. A diferencia de los chuchos, el ser humano no marca su territorio orinando en las esquinas. Esto supondría, aparte de unas desagradables fluidificaciones algo antihigiénicas, retroceder hacia un comportamiento cavernícola felizmente superado. Las nuevas protuberancias cerebrales, lenta y laboriosamente evolucionadas, son las que se encargan de hacer cumplir esta función; y el hombre moderno delimita su terreno con barridos visuales y con periódicos paseos policiales para supervisar que todo esté en orden y siga en su sitio.
Un niño viene al mundo con el depósito de curiosidad rebosándole por las orejas, y está ansioso por ponerse a inspeccionar la circunspección donde ha venido a nacer. Es tan fuerte esta necesidad que le da lo mismo meter los dedos en el enchufe, hacer arriscados experimentos con el antiquísimo jarrón chino de mamá, o tratar de jalarse la inclasificable piltrafa encontrada en la calle con la finalidad de averiguar qué tal sabe. Lo verdaderamente importante para él es poder expresarse a través del movimiento. Esto es crecer: ir amansando esta fogosidad interna a través de la exploración y del no parar quieto, intercambiar divisas de curiosidad por metros cuadrados de suelo.
Pero… ¿dónde estaba mi tierra prometida, mis dominios, mi parcela cuyos palmos de eslora teóricamente debía ir conquistando de una manera paulatina? ¿Cómo sobreponerme a la embolia que ahogaba mi designio connatural y atenazaba mi expansión? ¿Cómo aceptaría la resolución de que mi existencia iba a quedar encajonada entre unos límites tan angostos, por unas alambradas que no veía pero cuyos pinchos sentía perforar y contener el avance de mi esqueleto?
Mi autonomía, los confines más alejados en los que he estado, el contexto más amplio en el que me he movido, la distancia máxima a la que me ha permitido llegar la potencia de mis baterías habrá sido de unos cuatrocientos o quinientos metros. Toda mi vida de pedestre ha transcurrido entre este paréntesis. Mis fuerzas nunca me han dado para más; y para superar estas fronteras o bien he tenido que servirme del coche o bien del brazo de alguno de mis progenitores, apoyo este último con el que ajustándole los preceptivos descansos cada cierto número de pasos he conseguido llegar algo más lejos y comprobar que, efectivamente, el mundo se prolongaba y existía más allá del terrario en el que podía desenvolverme por mí mismo.
Mi espacio, la longitud suprema que ha alcanzado a estirarse la cuerda que me sujetaba sin peligro de que cediera y malograse mi regreso al hogar venía acotada básicamente por dos moles que se erigían para advertirme de hasta dónde podía llegar mi combustible: por un lado la escuela, edificio que por suerte estaba emplazado a una corta distancia de mi casa, por lo que entraba dentro de mi jurisdicción, a mi alcance. Solamente necesitaba a alguien que me llevara la maleta ya que su peso era una losa que sobrepasaba el aguante de mis piernas, siendo mi hermana la que generalmente me la portaba en la ida y algún compañero de clase el encargado de hacerlo a la vuelta.
Una de las premisas obligadas que debía seguir si quería llevar a buen puerto mi peripecia era llegar unos veinte minutos antes de que el maestro o maestra comenzara a impartir la lección, ya que éste era aproximadamente el tiempo que requería para subir la escalera y alcanzar el aula sin que el retraso fuera muy considerable. Pero este madrugador inconveniente nunca me planteó la deserción, a pesar de que conforme fueran pasando los años tendría que llegar cada vez más temprano, demandaría más y más minutos para culminar la ascensión, para que mi cuerpo, que progresivamente se había ido deteniendo y debilitando, no perdiera tan pronto el tren que se le escapaba. Disfruté de este privilegio, de esta independencia hasta los trece años. Después tuve que sostenerme en el auxilio del brazo de mi padre, que fielmente me acompañó en el trecho hasta la escuela y que, cogiéndome por detrás, me aupaba hacia arriba para suplir la fuerza esfumada y poder superar los escalones.
Infinidad de veces me he preguntado cómo debían de ser los lugares a los que iban mis amigos después del colegio; aquellas localizaciones de nombre desusado en las que oía que quedaban, esas calles que nunca he pisado, las fachadas de esas plazas en las que nunca he jugado… Me preguntaba todo esto mientras deambulaba por la rutinaria monotonía de mi itinerario con la cabeza inclinada y la vista fija en mis pies para controlar que no se entrecruzaran y me hicieran trastabillar, con la mano palpando la pared para tener más estabilidad, por ese camino tan corto que sí conocí al detalle: cada curva, cada socavón, cada adoquín partido, los distintos desniveles de los bordillos de las aceras, la variada y desigual gama de color verde de las puertas por las que pasaba que sí conocí, hasta hartarme.
El otro extremo fronterizo que demarcaba mi andadura era, por el sur, los contrafuertes de una iglesia que solía frecuentar para tonificar mis piernas y aquietar mi espíritu. No sé si aún sigue allí, pero en mis visitas me acomodaba preferentemente en una pequeña capilla situada a mano izquierda, atraído por la combinación de miedo y arrobamiento que me causaba la efigie de un imponente Cristo crucificado que presidía el altar y que me seguía allá por donde me colocara con esa mirada halcónica y vidriosa. Me sentaba en un banco y aprovechaba no sólo para rendirle tributo, sino para descansar y asegurarme de que no me faltaría el fuelle para el trayecto de vuelta. Resguardado en el silencio, bajo el estrépito que en su frenesí por salir producían mis preguntas, mis interpelaciones, mis ruegos al entrechocar unos con otros, me abría las venas de la solidaridad mística so pretexto de seducir sus miramientos y forzar la comunicación con Él.
Y ante sus pies vilmente taladrados le renovaba mis promesas, mis propósitos de enmienda («te juro que si me ayudas a partir de mañana no volveré a hacer enfadar a mis padres ni a pelearme con mis hermanas»); le presentaba una nueva ristra de sacrificios y me retorcía con furia la piel tratando así de compartir cada reguero de dolor que sintió: quería rebozarme en cada milímetro de su sufrimiento no sólo para poder comprender mejor el significado de su legado, sino porque consideraba que cuanto mayor grado de identificación tuviera hacia su martirio mayores posibilidades habría de que Él hiciera lo mismo conmigo.
Y ante ese costado sajado y sanguinolento hundía los dedos de mi reflexión sobre cuáles habían podido ser las causas por las que el milagro no se hubiera producido aún, qué cosas habría hecho mal, qué acciones habría omitido… Yo observaba el comportamiento de los otros niños y francamente me parecía que mi obrar no difería mucho del suyo; estaba incluso Luis, que a su edad, aviesamente, ya había roto algún que otro cristal de alguna ventana, pero que aun así no sólo no había sido despojado de ninguna facultad corpórea apreciable, sino que crecía cada vez más y más fuerte… «No lo entiendo, no lo entiendo, mi pecado tiene que ser muy oscuro para haber sido castigado de esta manera…» Repasaba en el diario de las efemérides vividas en los últimos días cada palabra, cada gesto sospechoso de haber podido herir al Señor, pero no encontraba nada aparentemente tan grave o imperdonable… Más fe, más fe, requería recopilar más leña de fe para que la fogata de mi clemencia subiera más alto, pero no sabía cómo hacerlo… Y el flemón de la incomprensión se hinchaba y se hinchaba contaminando el aire con los microbios que me acusaban, debo de ser una persona realmente mala, me lo merezco, me merezco lo que me está pasando…
Aunque no lo sospechaba aún, estaba comenzando a manifestar los primeros síntomas de una nueva enfermedad, de una nueva enfermedad denominada culpabilidad.
Mis visitas se prolongaron lo que duró mi aguante físico, hasta que la cíclica reducción de los rincones hasta los que podía llegar me obligara a eliminar ese lugar del catálogo de mis colonias, otro sitio más, otro sitio de menos. Continué yendo, renovando continuamente el programa de mis invocaciones y probando de entonar las peticiones desde todas las posturas y con todos los registros volumétricos posibles a fin de hacerle reaccionar; continué así hasta que mi trote cada vez más mellado y quedo, el mayor tiempo que iba precisando para llegar, mi equilibrio vuelto más y más quebradizo se aglutinaron y precipitaron mi renuncia.
El último día que acudí para despedirme y comunicarle con las lágrimas asomándose al Cristo tallado que desgraciadamente tendríamos que romper y dar por finalizada nuestra relación porque la economía en constante retroceso de mi salud ya no me permitía emprender tan costosos y lejanos viajes, creí que había llegado el momento en el que se conmovería y saldría de su pasividad; imaginé que sería como una de aquellas parejas en las que hasta que uno de los miembros no esgrime que ha llegado al límite el otro permanece impasible, y estaba totalmente convencido de estar viviendo la secuencia de una película que te mantiene en el filo del suspense hasta el final para resolver satisfactoriamente el embrollo en el último segundo donde acaban todos felices y comiendo perdices.
Sí, estaba seguro de que ocurriría algo de esta índole. «Ahora es cuando de sus ojos saldrá un rayo de luz que me pondrá bueno»; aguardaba y aguardé, en vano, ya que no pasó nada. Esperé y esperé, y cuando anocheció emprendí el regreso a casa con el fracaso hecho cemento prensándome el corazón y nuevas puñaladas de interrogantes incrustadas a mi espalda. La emoción de la despedida no había conseguido ablandarle ni transformar su hierática figura de madera en una brizna de sensibilidad humana; ni siquiera había obtenido unos segundos de fonación. «Si al menos me hubiera hablado, si me hubiera dado una explicación… ¿Tanto le costaba dedicarme unas palabras?» Porque aunque me dolía su falta de intervención lo que más me sulfuraba era el silencio, ese desamparo indiferente en el que me sumía, ya que sentía que hubieran bastado unas escuetas palabras acerca del porqué de mi situación para haber vivido perfectamente toda mi vida en el conformismo, hubiera aceptado la enfermedad si ése era su deseo expreso, dejando de andar por ahí interponiéndole demandas de curación.
Así es como recuerdo la última vez que acudí a esa iglesia por mis propios medios, antes de que tuviera que tacharla de la lista de los sitios accesibles, a los que no podía llegar. Un cociente inversamente proporcional a mi fuerza muscular: cuanto más decrecía ésta más aumentaba la relación de las regiones ariscas, más tinta negra tenía que emplear para sombrear las esquinas de mi mapamundi particular que nunca más volvería a doblar. Mi vida funcionaba al revés, mi maquinaria estaba trucada, y en vez de avanzar hacia delante se encogía hacia atrás: los otros chicos irían expandiéndose, progresivamente conocerían nuevos andurriales con los que lisonjear a su campo de visión, mientras que a mí alguien me había echado un lazo corredizo que me exprimía y exprimía.
Pero era demasiado joven para capitular y aceptar que mi vida tenía que quedar confinada en esos cuatrocientos metros de entarimado; mi orgullo se resistía a que le amarrase una correa tan corta, por lo que necesitaba aferrarme a una ilusión, a alguna falsa promesa cuya alta capacidad de obnubilación encubriese este estancamiento tan ultrajante.
Y un día descubrí una teoría que me hipnotizó, que me arrebató y me sedujo como la tenue luz de la esperanza atrae a las polillas. Al parecer, la mayoría de los mortales eran fieles seguidores de un precepto aparentemente infalible que servía para todo, bastaba aplicárselo con unas gotas de empeño para conseguir hacer realidad lo imposible. La poción fantástica se llamaba ejercicio físico, y según los entendidos, según mi entorno atribulado y desahuciado, si persistía en el esfuerzo sistemático alcanzaría cualquier meta que me propusiese.
Y debían de tener razón, tanta gente no podía estar equivocada, ya que allá por donde fuera todo el mundo se encargaba de recordármelo, no solamente algún familiar cercano que me sermoneaba sobre cómo debía colocar las piernas para andar según él más raudo o me instruía acerca de una novedosa técnica de gimnasia escandinava enmendadora de flojeras, sino también algún extraño que me encontrase por la calle que, al ver mi deslavazada y parsimoniosa marcha, aparentemente consentida y sin el suficiente ímpetu por mi parte de rehabilitarme, dejaba escapar en voz alta las conclusiones de su concienzuda deducción: «Parece mentira, ¡vamos, chico, un poco más de genio!».
Era totalmente comprensible que la gente reaccionase de esta manera ante mi enfermedad, no solamente por el esperpéntico modo de desenvolverme, que invitaba a pensar que me abandonaba a su suerte y que no tenía mucho interés en superarla, sino porque además se enfrentaban a algo insólito, una fisura cavada en lo desconocido que suponía un excelente caldo de cultivo donde todo el mundo tenía licencia para dar sus más disparatadas opiniones. En mis investigaciones sociológicas me he preocupado por computar las reacciones de la masa cuando se tropieza con lo desacostumbrado, concluyendo que la mayoría de sus integrantes presentan el modelo estándar caracterizado por el miedo, miedo que les incita a la actuación gratuita. Tiritan frente a la posibilidad de que puedan existir afecciones graves sin solución, no soportan un pensamiento de esta índole que pone en jaque sus esquemas de seguridad más primarios; por lo que padecer una enfermedad popularmente poco conocida es como exhibir en tu pellejo una diana imanada en la que cualquiera tiene potestad para lanzar sus teorías, probar sus experimentos, juzgar sin riesgos, porque es más fácil insultar que reflexionar, acusar que pensar, y si no tienes las ideas muy claras corres el peligro de que la histeria inculta colectiva te engulla y te lleve tal como me pasó a mí, porque era sólo un niño, y me creía todo aquello que oía.
Me decían, apuntaba, que la base de su programa de ejercitamiento radicaba en un gradual escalonamiento métrico que debía seguir si quería llegar a un sitio: primero tenía que empezar por una distancia corta, asumible, y cuando ya la tuviera dominada ir ampliando progresivamente el trecho, fijarse la próxima mira en unas zancadas más allá, hasta que un día, sorprendentemente, me daría cuenta de que ya había alcanzado el objetivo prefijado que tanto había anhelado. «Cada día un pasito más», así es como lo llamaban.
El comunicado de esta prodigiosa noticia encendió los cohetes del alborozo que tenía arrumbados en los preliminares de un desaliento, y es que tal como me lo pintaban parecía que sólo el tiempo y la constancia eran las condiciones requeridas para conseguir con este método todo aquello que me propusiera. La consistencia de los indicios apuntaba a que por fin había encontrado una técnica lo suficientemente fiable para reventar el coto de mis cuatrocientos metros; y ya se me escapaban las ilusiones sobre qué cosas nuevas vería conforme fuera distanciándome de las rejas de mi nido.
Esta presión, esta expectativa se reforzaba continuamente por la conjunción de películas que aporreaban mi cerebro, en las que el impedido de turno dado para la extremaunción volvía, poquito a poquito, no sólo a recobrar su codiciada movilidad, sino que de pasada aprovechaba y ganaba la maratón de Nueva York. Una buena parte de la tipología de estos mensajes basura solían presentar a las personas con alguna minusvalía como cerradas, pusilánimes, sumisas, sin un gramo de voluntad para superar su contrariedad y con una marcada tendencia masoquista que les retenía en la atonía, siendo imprescindible la intervención del héroe guaperas que en la clásica charla con música solemne de fondo cogía al inválido por las solapas y lo abroncaba hasta que éste reaccionaba y tomaba la vía de la superación.
Era descorazonador, triste e inconcebible, se me crispaban los sesos sólo de pensar en lo cretino que era el inválido que no veía o no quería ver el remedio tan evidente que se columpiaba ante sus narices; me entraban ganas de gritarle y decírselo al igual que nos consumimos por avisar a la confiada víctima de las escenas de suspense que no sospecha que está cenando con el psicópata asesino; y me resultaba difícil mantener la compostura y reprimir los relámpagos que sin duda le hubiera eructado de no haber habido más gente conmigo mirando la televisión. Tal como te presentaban el devenir de los hechos uno se preguntaba qué clase de suerte hubiera corrido el imposibilitado si no hubiera aparecido su salvador, una vida de postración, un consternado pasotismo prolongado indefinidamente si al misericordioso guionista no se le hubiera ocurrido promover el encuentro. En unos segundos de monserga se hacía virar el curso de un destino, tantos años aguardando ser tocado por la mágica y revulsiva palabra que abría los ojos de la reacción.
Pero la radiodifusión de estas crónicas exponentes de la indulgencia e instructoras sobre cómo reconducir al descarriado minusválido no solamente incidían plantando inciertas y facilonas creencias en mi intelecto en proceso de crecimiento, sino lo que era aún peor: adoctrinaba a una gran masa de seguidores, a mucha gente dispuesta a abandonar su monótono y gris transcurrir para transformarse en estrellas ávidas de medallas que perseguían mi conversión aprovechando la gran oportunidad que se les presentaba de que un ejemplo de remolón necesitado similar al que visionaban por la tele se les pusiera a tiro. Así, serían muchos los candidatos, muchos los aspirantes, de cualquier edad, de indiferente condición social, que pujarían con sus boletos de recomendaciones esmeradamente plagiadas de los diálogos que habían escuchado a los actores glamourosos por el honor de ser los primeros en estampar su nombre en el registro de los que lograron enderezarme: galenos de otras especialidades en las antípodas del conocimiento de la fisiopatología de mi enfermedad pero que no tenían ningún reparo en recetar el tratamiento que debía seguir, espiritistas, echadores de cartas, artistas, vecinos, naturistas, licenciados en analfabetismo, psicólogos psicodesorientados, dependientes, albañiles, masajistas, abuelas mimosas… Todos lo intentaron, depositando el granito de arena de su bienintencionada ignorancia en las hendiduras de mi vida.
La verdad es que me costaba trabajo entender ese patrón de comportamiento que nos mostraba la pequeña pantalla, sentía un odio infecto hacia esos enfermos de mentalidades tan endebles. ¿Cómo se podía preferir la silla de ruedas cuando con un poco de tesón se podía transitar manejando las piernas, que, aparte de ser ése un medio de locomoción más natural, incluía la sustanciosa ventaja de no provocar pinchazos? Pero… ¿acaso no sería yo también así, un comodón intransigente más? Y la incertidumbre sombría me rascaba el lóbulo de mis pensamientos. No, yo no quería ser así, yo quería ser como los de la otra estirpe, como los del otro sector que interpretaba el machote gallardo que, en la cúspide de la emoción, cuando el barbudo doctor le anunciaba tajantemente: «Lo siento, pero no tiene usted ninguna posibilidad de curarse», apretaba los dientes de la subversión y ametrallaba con cortes de manga a la fatídica resolución. Me afiliaba, con los jugos gástricos dándome brincos, a esta muestra de desplante y pundonor. Y seguidamente el jovencito valeroso se empecinaba en querer mover el dedo meñique irrecuperable del pie, hasta que después de grandísimos esfuerzos conseguía menearlo. ¡Bravo!, ¡bravo, campeón!, y una vez rescatado de las tenazas de la inactividad, su ambición, insaciable, seguía subiendo y subiendo y se anclaba en un nuevo objetivo: la rodilla, sitiándola y fustigándola para, finalmente, arrebatarle también su rigidez. De este modo, pasadas unas secuencias nuestro tozudo superhombre ya había recobrado la autonomía de su cuerpo y hecho añicos el dictamen tan pesimista del inepto y errático doctor.
Sí, yo pretendía seguir la estela de este belicoso luchador cuyo póster presidía la pared de mis sueños, desembarazarme con un golpe certero de los tentáculos de mi dolencia, que me sobaban y me iban desestructurando. A fin de cuentas no tenía que ser tan complicado; el rebelde de la televisión me enseñaba el camino con su ejemplo moralizante: sólo tenía que imitarle. Además, después de revisar la auditoría de mi introspección interna me parecía, sin falsa modestia, que yo también reunía los requisitos para que el éxito de la conversión fructificase en mí: por mi sangre corría esa misma insurrección, tenía una gran tolerancia al dolor, los sacrificios a los que me había sometido ya habían empezado a endurecer los abdominales de mi voluntad, no me afectaban las variaciones atmosféricas, no era tacaño y derrocharía todo el tiempo que hiciera falta, ni los cambios de humor podían apartarme de mi compromiso diario con el ejercicio…
¿Por qué no? ¿Por qué no iba a alcanzar yo las cumbres doradas de la gloria y una vez allí mirar por encima del hombro a las convulsiones de una enfermedad derrotada? Es cierto que los médicos conocedores de los intrincados de mi mal siempre me recomendaron el ejercicio moderado y la fisioterapia (la cual nunca he dejado), pero no para detener el proceso degenerativo, sino para mantener el tono que me va quedando en las mejores condiciones posibles. Nunca me dijeron que al son de estos principios sanaría. Esto lo dijo mi desesperación, cebada adicionalmente con la de mi entorno y con las insinuaciones cinematográficas de querer es poder, una combinación llena de nitroglicerina que desvirtuó el sentido de la recomendación acomodándola a lo que yo necesitaba escuchar.
Y bajo la lumbre de esta postiza convicción me elevé en un globo repleto e hinchado con mis quimeras, tan cargado, tan comprimido, que corría el serio peligro de que un día todo estallase y fuera a reventarme la crisma contra la inflexible realidad. Como así fue.
Me levanté decidido, magníficamente vestido con el traje que la clavadura de arengas había tejido en mi ánimo: iba a probarlo, iba a seguir el pasito a pasito, estaba dispuesto a hacer lo que hiciera falta para dilatar la extensión de mi reserva, de mi angosta orografía. Y alcé la vista, y me encontré con una escalera, y me propuse subirla cada vez más y más deprisa, veloz, más veloz. Podía hacerlo, podía conseguirlo. Plazo: tres meses. Emprendí la instrucción, los ensayos, los entrenamientos diarios, puntuales, rigurosos y metódicos; me apliqué, le puse ganas, confianza, interés…; y al caducar la fecha consignada consulté mis anotaciones, mis apuntes, las fichas donde tenía registradas con pulcra caligrafía los guarismos de los tiempos cronometrados… Pero… qué raro…, sorprendentemente la toma de las sucesivas cifras numéricas no decrecía, ni siquiera… ¡ni siquiera permanecía estabilizada en una impasible línea horizontal! ¡Increíble!, ¡si hasta se apreciaba un ligero aumento en la contabilización de los minutos!: ¡cada vez tardaba más!
Y la electrólisis de mi desconcierto decretó que debía doblar las sesiones preparatorias, triplicar la producción de sudor, multiplicar por ocho la plantación de agujetas…; y agoté las provisiones de motivación, hasta llegué a perpetrar pequeñas trampas como parar el reloj poco antes de llegar a meta creando de esta manera una entelequia de progreso que avivase mis ánimos…
Pero era inútil, no funcionaba.
Abatido, urgía de un nuevo balde acuoso donde depositar la atención que me escocía; tenía que mantenerla refrigerada y entretenida porque de lo contrario me chamuscaba en las dudas y en las indecisiones, con el consiguiente replanteamiento en mi modo de afrontar la enfermedad. Y como reconsiderar una manera de actuar produce una muy desagradable sensación de latoso vahído en el paladar, para evitar pasar por ello tenía puesto el piloto automático, el cual, cuando presentía que una determinada estrategia comenzaba a tambalearse, cambiaba rápidamente la dirección de mi fijación proponiéndome un resplandeciente objetivo que aún no había manoseado, el aroma de un plato que todavía no había probado, con el fin de renovarme el apetito: llegar a recorrer media manzana con más celeridad y tardando correlativamente menos tiempo, con menos cansancio, con un mayor dominio, sí, ir de aquí hasta la puerta de allá, lo haría… Y lo intentaba e intentaba pero mis pasos, en vez de ser machacones rodillos que hipotéticamente tendrían que desgastar e ir allanando mi sendero, contemplaban pasmados cómo el tiempo que empleaba en la travesía se iba incrementando cada vez más.
Era como andar sobre una cinta transportadora que neutralizaba mi avance y me mantenía estático, como si una cuadrilla de operarios invisibles fuera alejando el decorado al que me dirigía exacerbando así la confusión de mis agotados pies.
Reabierta la veda de la desestabilización, de la epidemia portadora de las reflexiones que amenazaba con hacerme pensar, me apresuraba, diligentemente, en cerrar esta abertura para no helarme con la corriente; y buscaba una misión inédita, que no hubiera sido tocada aún por mi ambición, de la que ocuparme: ¿alcanzaría a levantarme de la silla con más celeridad o ganaría agilidad para reincorporarme del suelo o lograría hacer decrecer el tiempo que necesitaba para vestirme? Sí, lo haría, tenía que intentarlo.
Durante muchos, muchísimos años continué con esta farsa, sedándome con subterfugios porque era preferible estar colocado que sentir dolorosamente hincadas las fauces de una enfermedad insalvable (tardo más tiempo porque estreno zapatos nuevos, porque esta ropa me aprieta, porque hoy no he desayunado, porque justamente he tenido un mal día…). El proceso siempre era el mismo: cuando empezaba a despertarme del espejismo y comprobaba que no sólo no se registraba una mejora sino que se columbraba un sensible retroceso físico en la prueba en la que me estuviera aplicando, entonces le endosaba una excusa y, sin parar de agitarme para que no se asomase la recapacitación, me ponía a concebir otra.
Pero la realidad es como un corcho barnizado con el principio de Arquímedes, que cuanto más volumen tenga lo que tratas de hundir mayor líquido desaloja. No importa si crees tener todas las salidas precintadas, la presión tiene que regurgitar por algún lado; y si no puede hacerlo por las válvulas convencionales entonces se infiltrará y se excretará por las vías colaterales, usualmente menos utilizadas y holladas, subestimadas, como son las de los sueños.
Resulta imposible, aunque se quiera, olvidar las secuelas que el impacto de la primera gran pesadilla ocasiona a tu estado emocional: el día y la hora en que se produce quedan indefinidamente esculpidas en la placa dura de la memoria. Y no me refiero a esas desabridas y borrosas imitaciones que tenemos todas las noches, sino a esos cañonazos cuyo realismo tan cegador nos anuncia que son portadores de algo más que de unas simples representaciones del inconsciente, y el sonido estereofónico con el que nos envuelve hace castañetear las cuerdas de la implicación de cada partícula de nuestro ser.
La noche en que me sobrevino y fui raptado por vez primera por una pesadilla reveladora mi frecuencia cardíaca desbarró por el aluvión de adrenalina, y el susto demudó la tersura sonrosada de mi tez. Lo que vi, la animación que presencié revolcándome entre sábanas pegajosas fue como una erupción de imágenes trituradas para la asimilación en las que estaba redactada la sentencia de mi condición que desde siempre me había negado a acatar.
Mi madre con frecuencia se ha alarmado al escuchar mis alaridos nocturnos; muchas veces ha acudido a mi cama asustada por el vívido y lacerado tono de mis gemidos, y me ha despertado creyendo que mi espasmódica interpretación iba más allá del simple desvarío de aquél que habla dormido. Y aunque generalmente ha parecido tranquilizarse y contentarse con mis vagas explicaciones de que no pasaba nada, de que efectivamente había sido sólo una pesadilla, lo cierto es que su hijo, cuando arriba la oscuridad, suele desplazarse hasta el frente para librar batallas contra su enemigo particular; y los quejidos que la desvelan no son vulgares resonancias de una confrontación imaginaria, sino que se deben a auténticos sablazos, impactos de mortero que me atraviesan de verdad.
No sé qué tanto por ciento de ornamentación para la comprensión se le habrá podido adosar con el paso de los años, pero así es como recuerdo, con una coma de más o de menos, la pesadilla que tuve aquella noche:
«Estoy con mis amigos. Todo el mundo está feliz, estamos riendo. Andamos, vamos andando a la vez que hablamos. Yo me voy quedando atrás. Soy el último, aunque parece no importarme. Continúo rezagándome. La distancia entre ellos y yo sigue aumentando y aumentando. Se alejan más y más. Me esfuerzo al máximo pero no consigo alcanzarlos ni reducir la distancia. Estoy asustado. Tengo miedo. Les llamo, pero no me oyen. Grito, les ruego, por favor, que me esperen, pero están demasiado ensimismados en su conversación. No entiendo nada. Me desespero. Algo me está frenando, tira con fuerza de mí, pero no sé lo que puede ser. Es en mi tobillo derecho. Una recia cadena lo sujeta firmemente. Cuando trato de quitármela el suelo se abre bajo mis pies y me traga. Caigo. Sucumbo. Me hundo en un pozo oscuro y horrendo. La cadena sigue tirando y tirando de mí, absorbiéndome, arrastrándome hacia el interior del precipicio. Levanto la cabeza. Distingo, a contraluz, las siluetas de mis compañeros arremolinadas en torno a la boca del foso. Algunos de ellos me tienden una mano. Yo les alzo la mía pero no llego, no alcanzamos a tocarnos. Es frustrante. Caigo, caigo, caigo, me hundo, me hundo en el vacío negro que me va devorando…».
Cuando me desperté del sopor me llevé instintivamente las manos al tobillo para averiguar si los eslabones de la opresión seguían efectivamente allí. Era extraño, indudablemente no había ningún rastro, pero yo seguía sintiendo, viva y presente, la tensión astringente de la gravedad.
Y durante unos instantes, antes de que se desvaneciera el efecto, entendí, me di cuenta, que estaba condenado a vivir no sólo en esa deshonrosa franja de los cuatrocientos metros, sino que ésta progresivamente se iría reduciendo, inmune e impasible a mis intentos de querer ensancharla a través de los rezos y del ejercicio físico.
Pero fue una visión momentánea, duró apenas unos segundos, antes de que volviera a amodorrarme en el dulce sueño de los ilusos. A fin de cuentas era sólo un niño, y tenía todo el derecho del mundo a seguir durmiendo un poquito más.