El patio de mi abuela sí que era particular; llovía y se mojaba como todos los demás, pero cuando así lo hacía yo no veía charcos saboteadores, sino mares misteriosos que las tropas de mis soldados de plástico debían explorar; ni concebía el resbaladizo suelo como un percance, sino como una oportunidad única para que el balón chapotease entre vítores afónicos.
Y es que me encantaba jugar. Mi carácter abierto, extrovertido, de carcajada fácil se explayaba con ingobernable desmesura en las horas que pasaba en ese recinto pequeño, cuadrangular, de unos siete metros cuadrados, pero que para mí equivalía a estar en un marco exorbitante repleto de rincones nuevos donde poder ofrecer un buen banquete a mi imaginación: una planta inédita en cuyas ramas establecer el nuevo cuartel general pirata; o unas estrías recientemente aparecidas que servirían para simular el cauce de un río; o pintar con tiza sobre su pavimento las delimitaciones de las áreas de colosales estadios de fútbol, rayas torcidas y efímeras pero que hacían crecer momentáneamente el esplendoroso césped bajo tus pies…
Pero lo que le daba contenido, la esencia que coloreaba ese patio y lo aupaba al clímax supremo era cuando era pululado por los amigos. Sus voces, sus gritos, sus imprecaciones, sus ademanes, plateaban de entidad humana sus cuatro paredes. Tenía un buen y nutrido círculo de amistades, un grupo heterogéneo con el que quemar energías, achicharrar las horas, y crear un ambiente cuya aureola de confianza mantenía alejadas, brevemente, a las inquisiciones.
A lo que más me gustaba jugar, al igual que el resto de mis camaradas, era al fútbol y al baloncesto. Organizábamos auténticos simulacros en los que nos llegábamos a reunir hasta seis o siete contendientes, buscadores del laurel olímpico traspapelado en esa superficie tan reducida. Por supuesto que la disputa transcurría reglamentada bajo unas normas concertadas que entre todos habíamos edulcorado a las circunstancias de mi persona: para empezar, debido a las exiguas dimensiones del terreno de juego, no se requerían unas dotes excelsas para correr, por lo que apurando las prestaciones de mi particular marcha atlética lograba hacerme un hueco con el que poder, más o menos, participar. Además, jugásemos a lo que jugásemos, los adversarios ya iban precavidos a la hora de entrar a arrebatarme el balón porque sabían que si no iban con sumo cuidado trastabillaría a su roce más leve y, en consecuencia, se les castigaría implacablemente con una falta.
Había otra serie de adaptaciones según de qué deporte se tratase: si nos aplicábamos al fútbol, como mis chuts salían muy flojos e inofensivos y para que no me sintiera amedrentado ante sus «cañardos», prohibimos los tiros cuya velocidad aerodinámica sobrepase los ciento ochenta kilómetros por hora, es decir, aquellos lanzamientos que bajo nuestro modo de ver hubieran sido disparados con una fuerza desproporcionada. Si de lo que se trataba era de practicar el baloncesto, lo solucionábamos colocando el aro a una baja altura, aproximadamente al nivel de mi nariz, ya que mis fuerzas no me permitían llegar más arriba. De todas maneras no era precisamente éste mi deporte favorito, no solamente porque por aquel entonces estábamos muy enganchados y éramos fieles prosélitos de la influencia del balompié, sino porque el virtuosismo de la canasta era algo especialmente complicado para mí: para empezar se requería una coordinación de movimientos que yo no tenía, y para terminar una velocidad en el ritmo de ejecución de la que yo carecía, por lo que se me hacía más enojoso su ejercitamiento.
Pero aunque tenía amigos, éstos nunca merodeaban con la asiduidad necesaria para satisfacer mi mono lúdico: aparte de que se aburrían muchísimo antes que yo, su comparecencia no bastaba para ocupar todas las horas que yo demandaba, por lo que el juego en solitario pasó a ser un valiosísimo complemento. No podía atraerlos y captarlos para mi causa todo el tiempo; no podía mantenerlos siempre que quisiese concentrados en el patio por sugestivos que fuesen los juegos que inventase o propusiese. Ellos tenían un cuerpo pletórico y miles de tentaciones puestas allí fuera que los deslumbraban y tiraban irresistiblemente de su atención. Y yo no podía seguirles, no podía seguirles alegremente por ahí…
Cavilando un poco, me las compuse para celebrar mis propios encuentros de fútbol y baloncesto supliendo con la inventiva la falta de efectivos. Solía inaugurar el festejo con el baloncesto, pero la gran dificultad que entrañaba era cuando el balón se quedaba a ras de suelo y tenía que agacharme para volver a subirlo, un esfuerzo ímprobo y agotador que no podía mantener a lo largo de muchas repeticiones antes de que las fuerzas me desamparasen, por lo que encontré en el turno de actividad un gran respiro para descansar mi espalda; y así, aprovechando que la pelota estaba en el suelo, me trocaba de gusto y me ponía a solazarme con el fútbol hasta que el agarrotamiento se trasladaba a las piernas, señal para volver a cambiar el objeto de mi apetencia.
La práctica del fútbol en plan eremita era sin ningún género de dudas mi pasatiempo favorito y la fuente más intensa de adicción. Con macetas o con latas construía dos porterías de unos cuarenta centímetros de largo en cada extremo del patio y atacaba, alternativamente, en una y otra apropiándome en cada acometida de la personalidad del equipo en cuestión. Mi voz imitación de periodista radiofónico se encargaba de revolucionar el ambiente; se desgañitaba narrando mis lerdas y desmañadas evoluciones reconvirtiéndolas, con una gran pizca de exageración y fantasía, en regates maestros para conservar indefinidamente en las retinas, en quiebros supersónicos, en centros milimétricos, en goles que dejaban en una minucia a los tantos por la escuadra de Pelé… Yo mismo me bastaba para interpretar la amplia polifonía de roles con pericia y sin liarme: entonaba intermitentemente el griterío del público y la verborrea del comentarista, el júbilo del ganador y las blasfemias del perdedor, y, aunque algunas veces mis gritos y aspavientos llamaban la atención de alguna vecina que se asomaba a la ventana, sólo me avergonzaba momentáneamente, después la incontinencia me llevaba de nuevo a las andadas. Disponía también de otra modalidad de fútbol que empleaba cuando ya estaba muy cansado de tanto corretear: consistía en tirar a puerta de una manera estática, y, si lograba el gol, era un punto para mí, pero si lo fallaba se lo anotaba al contrario. Ambas modalidades tenían en común el hecho significativo de competir conmigo mismo: el abatimiento y la euforia, el triunfo y la derrota, todo en uno, todo en mí.
Hubo una temporada en la que temí haber perdido esa capacidad lúdica, haber extraviado este don de gozar conmigo mismo y que hacía de cualquier pasatiempo absurdo un convite donde fruir prolijamente. Hubo unos años, en el cenit de la adolescencia, en los que sospeché que, al igual que les ocurre a la mayoría de los adultos, la crecida de la carne habría acabado por estrangular esta capacidad de diversión; pero afortunadamente me equivoqué. Pude reaccionar y llegué a tiempo para rescatar este espíritu jovial del cadalso para ponerlo de nuevo al frente de mis valores principales, dejando que su insignia encabezase y abanderase todos los actos de mi vida.
Rehuía jugar siempre a la misma hora del día porque había notado que las leves variaciones de luz y de temperatura tenían una incidencia directa sobre mi inspiración y sobre mis estados de motivación: si por ejemplo eran las nueve de la mañana y hacía frío, me imaginaba que estaba en la Rusia siberiana disputando una final europea; y si era mediodía con un calor sofocante, me desplazaba hasta el tostado Brasil para defender mi corona mundial. Pero sin duda el mejor instante, aquél que por dimanar un embrujo especial más me seducía, era la noche. Era bajo el manto nocturno cuando el escenario cambiaba de una manera más radical: se acallaba el grueso de los ruidos preponderantes y despuntaban en mis oídos las resonancias que habían quedado amortiguadas como el sonido de mi respiración o como el eco engomado del bote de la pelota. Al anochecer desaparecían unas zonas ostensibles bajo la penumbra y emergían otras que en el ciclo matutino no habían atraído tanto la vista; siluetas que iban y venían en un baile permanente, en una rotación de formas nuevas que trastocaban la fisonomía del decorado. El momento culminante llegaba cuando, expelido por la agitación, accionaba el interruptor de la bombilla del patio y me quedaba durante unos segundos observando la transformación sufrida. Me sentía como si me hubieran trasladado a otro lugar, mientras dejaba que la impresión de su remozado aspecto limpiara y me infundiese renovados bríos para seguir jugando. E inauguraba la vieja pero incipiente instalación con viejos pero reciclados esparcimientos que se prolongaban indefinidamente bajo la centinela mirada de las estrellas, hasta que el contrincante cansancio me ganaba y me enviaba a los vestuarios. Pero sólo brevemente, ya que al día siguiente teníamos emplazada la revancha.
Pero no siempre lograba sentirme a gusto en la soledad. Había momentos, esporádicos, en los que este silencio benigno y confortable se enrarecía; y una nebulosa, grisácea calma, ocupaba su lugar; brote taciturno que poco a poco iba atorando mi animosidad: y se me difuminaba la sonrisa, se me escapaba la pelota de las manos, y me iba quedando quieto, muy quieto. Luchaba y luchaba pero no podía hacer nada para desembarazarme de su lóbrega intrusión, insistía e insistía en reiniciar mi ociosidad suspendida, pero ya no me quedaba aliento para ello: sólo cabía esperar a que la borrasca pasase lo más rápido posible.
Y era aquí, cuando la quietud me tenía totalmente a su merced zarandeándome de un lado a otro y con la máxima presión atmosférica sobre mi cabeza, cuando volvía a escuchar esa voz endemoniada despotricando, profiriendo esas invectivas que amenazaban con aniquilarme…
No podía escapar, no podía apagar esa maldita voz.
Y cuando caía en este silencio excesivo, cerrado y sepulcral, el patio ya no me parecía aquel recinto animado de aromas risueños, sino un lugar sórdido y triste. Y en los recovecos donde antes se asentaban los vergeles floridos atisbaba ahora una carnicería en la que manadas de hormigas arremolinadas en torno a un escarabajo lo devoraban a mordiscos, a pesar de que me esmerase en rescatarlo colocándolo en otro lugar: era en vano, al cabo de un rato las despiadadas himenópteras ya lo habían localizado y escabechado.
Pero sin duda ninguna ocupación que yo pudiera realizar por mí mismo era ni por asomo comparable a la emoción y a la efusión que afluían cuando estaba con el grupo. Esto era lo que realmente me hacía sentir bien, la mejor y más eficaz defensa para ahuyentar las sombras; por lo que un día, por inercia y por miedo a quedarme arrinconado, me apunté también al equipo de fútbol de la escuela. Era algo muy diferente a lo que practicábamos en nuestras convenciones recreativas: aquí se jugaba en serio, sin ningún tipo de miramientos, por lo que mi principal y apremiante objetivo era tratar de pasar desapercibido. Generalmente jugaba en una posición de delantero rebañador amoldada según mi condición: mi autonomía segura era de unos pocos metros, por lo que me colocaba al lado del poste del guardameta contrincante, en una posición en la que si veía que se acercaba algún peligro que amenazase mi estabilidad sólo tenía que agarrarme al palo para ponerme a salvo, sin obviar que el enclave disponía de una buena ubicación que me permitía soñar con hacerme con algún rechace, un balón perdido…; quién sabe, si hasta podría marcar algún que otro gol…
Indescriptible e irreproducible era el entusiasmo vivido cuando acudíamos todos juntos a los entrenamientos pero, sobre todo, el cosquilleo que perdigonaba en mi estómago los días de partido, en los que me levantaba de la cama con la satisfacción de pertenencia al equipo revoloteándome como una corona de pajaritos pipiantes. Por supuesto que apenas jugaba, y, si lo hacía, era siempre en los últimos minutos propiciado o porque el resultado ya nos fuera inamoviblemente favorable o porque perdiéramos de paliza. Además, muchas veces yo mismo era el responsable de frenar mis comparecencias respondiendo con una negativa al ofrecimiento del entrenador según cómo husmease el panorama: «No, gracias, éstos son muy bestias», alegaba, si avistaba que entre las huestes enemigas se alineaba algún aprendiz de defensa carnicero que pudiera hacer trizas mi depurada técnica de resguardarme tras el madero.
En absoluto me importaba vegetar en el banquillo. Todo lo contrario, estaba muy orgulloso de mi plaza reservada; y hacía todo lo posible para que mi trasero la conservara calentita y atildada. Recuerdo que en una ocasión se me había aconsejado que me quedase en casa debido a que en una de mis caídas me había contusionado una rodilla y lucía un aparatoso vendaje que me dificultaba aún más la marcha, y en la que, por supuesto, hice caso omiso a las sabias recomendaciones que me salieron al paso y, con la puntualidad de un reloj suizo para que nadie ocupara mi escaño, asistí al encuentro reivindicando mi lugar en el vestuario. Lo de menos era jugar: era bastante consciente de mis limitaciones, y extraía mi maná de disfrute de la compañía y del sentirme miembro abrigado del clan. Y esto era más que suficiente para mí.
La verdad es que no siempre se consumaba mi pretensión de pasar inadvertido. Había ocasiones en las que los contratiempos se empeñaban en promulgar lo contrario, como aquella vez en la que estábamos con los efectivos justos y obligatoriamente tuve que salir desde el principio. Me colocaron de portero, no sé si porque era una posición con menos riesgo para mí o porque era una plaza que nadie quería a tenor de la escasa entidad del contrario, que ocupaba la última posición de la tabla, y por tanto, el oficio de cancerbero era el más propenso a la somnolencia debido a las escasas ocasiones en las que podían presentarse a puerta. Como no podía tirarme al suelo ya que volver a levantarme era una tarea tediosa que además requería cuatro o cinco minutos de escalonados y minuciosos preparativos, me las apañé desplazándome lateralmente a imitación de las figurillas de futbolín con el esperanzador propósito de hacer rebotar los chupinazos en mi cuerpo. No hace falta decir que el invento sólo funcionó en los hologramas que había proyectado mi mente; en la práctica resultó ser un auténtico fracaso. Me metieron trece goles y, por supuesto, perdimos el partido. Y eso que puse todo mi empeño, porque si no…
Ese día escuché murmullos y risotadas por parte del público, y hasta algún que otro insulto que hacía referencia a mi constitución oronda y patosa, que me ruborizaron un poco y me plantearon mordaces dilemas sobre qué era lo que estaba haciendo allí.
No fueron las esporádicas befas las responsables de mi corta carrera por los campos convencionales del exterior. Este honor correspondió, cómo no, a la mengua de mis fuerzas, que convirtió mi laboriosa y temblorosa práctica en una imposibilidad. Duré una o dos temporadas antes de que la debilidad me forzara a claudicar, a desistir, y a acatar que mis entelequias no debían salir de mi casa: no me quedó más remedio que confinarlas en la reserva de mi hábitat ya que allí fuera todo giraba a una velocidad de revoluciones demasiado alta y arrolladora para mí. Me costó mis iras, mis preguntas, mis blasfemias, peleé denodadamente por seguir el compás de mis compañeros y para que no se abriera una nueva fisura entre ellos y yo, pero tuve que abandonar mi puesto en el banquillo y cancelar mi expedición por las afueras contentándome con hacer prospecciones sobre cómo hubiera podido ser mi futuro como futbolista desde las escenificaciones que peloteaba en el patio.
Aparte del esparcimiento deportivo, en las concentraciones de la pandilla había espacio también para inflamarse y dejarse inflamar por los proyectos más delirantes que se colaban aprovechándose del ambiente de excitación colectivo. Por esos tiempos andábamos completamente embobados e influenciados por las series de dibujos animados que se emitían por televisión, en concreto por una que se llamaba «Mazinger Z». En ella, un chico apolíneo y decidido, cuyo cutis incorrupto no envejecía por muchos capítulos que pasasen, estaba al mando de un descomunal y polivalente robot que siempre salía airoso de todas las misiones en las que participaba. Lo comandaba confortablemente sentado desde una sala de operaciones ubicada en la cabeza del robot y con sólo pulsar unos indicadores del atestado panel de control hacía que el armatoste anduviera; corriera; nadara; fulminara con su rayo bermellón procedente del pecho cualquier oposición viviente en varios kilómetros a la redonda; volase y permaneciera suspendido en el aire indefinidamente; y que a la orden de «puños fuera», sus puños, ávidos de sangre, salieran despedidos para chocar contra todo maleante apestoso.
Incendiada mi imaginación por estas imágenes y por estos mensajes subliminales de autosuficiencia y libertad, me veía a mí mismo tripulando el famoso artefacto; y sentía esa posibilidad tan real y cercana que un día se la contagié a mis colegas:
—¿Por qué no construimos nosotros un Mazinger Z?
Extrañeza. Asombro. Sorpresa.
—¿Uno en miniatura? —dijo uno.
—No, no, de verdad, exactamente igual que el de la tele, al menos… al menos debería tener una altura como de cinco pisos… —concreté.
—¿Y de qué lo hacemos? ¿Y cómo se moverá?
—Pues muy fácil, lo haremos de madera y con los restos de cosas que vayamos recogiendo. Y se moverá conectándole cables, cómo si no.
—¿Y volará?
—Por supuesto, claro que sí.
Mirarse unos a otros. Alegría. Credulidad. Ponerse inmediatamente manos a la obra.
Y cada uno hizo acopio de los materiales que pudo, y empezamos una mañana y al cabo de un rato ya lo habíamos dejado. Cansancio. Tedio. Imposibilidad. Así de descabelladas eran mis ensoñaciones de entonces.
En ese patio por cuyo abdomen vagábamos medio desnudos los días de sol, mugrientos y sudorosos, representábamos encarnizadas persecuciones de indios y vaqueros que casi siempre acababan en discusión porque nunca nos poníamos de acuerdo en si el tiro imaginario que fulano había disparado con su revólver imaginario había tocado la pierna real de mengano. Y establecíamos un instante de tregua en la refriega, colocábamos a los dos litigantes en la posición aproximada en la que estaban en el momento del incidente («no os mováis»), como estatuas con el botón de pausa apretado y, uno a uno, por orden, íbamos describiendo trayectorias con el dedo que partían desde el arma homicida hasta el cuerpo de la víctima, constatando que, efectivamente, unas veces iban a impactar en la pierna que había dado origen a la polémica pero otras, en cambio, salían muy desviadas, sin causarle ni un rasguño, curiosamente dependiendo del bando al que perteneciera el encargado de hacer la reconstrucción de los hechos.
En ese patio nos peleábamos, nos insultábamos, nos odiábamos a muerte y nos volvíamos a reconciliar. Pese a tener un carácter bonachón y amigable, tenía también una notable facilidad para instigar y meterme en reyertas, casi siempre, como es preceptivo en estas pretéritas edades, iniciadas sin ninguna razón en concreto, solamente por el hecho de desahogarse o por experimentar la emoción de la ruptura primero y la del perdón después; aunque en mi caso el origen encubierto de muchas de esas disputas habría que buscarlo, sin que fuera consciente de ello, en mi hondo malestar emergente, en la furia por la convulsión que asolaba mi organismo que sin querer arrojaba y exteriorizaba sobre los demás. Rasgo sobresaliente es que casi nunca llegábamos a las manos. En este aspecto también se me respetaba o me hacía respetar eficientemente. Nosotros nos batíamos desenfundando nuestras lenguas viperinas y dejando que sus toxinas traspasasen hasta alcanzar los puntos más vulnerables, hasta allá donde más doliera. Nos decíamos auténticas barbaridades, poníamos toda la mala uva en el asador y, aunque no nos atreviéramos a emplear palabrotas mayores del calibre de las de los adultos, sí que sabíamos cómo compensar nuestra carencia con los gestos, las miradas y la mala intención. Y cuando ya habíamos vaciado todo el cargador de nuestra porquería, cansados y con los improperios agotados, nos volvíamos a dar la mano para celebrar la reanudación de la amistad.
Las estancias pasadas en el hogar de la madre de mi madre distaban mucho de ser períodos fecundos para la holgazanería y para desgastar las sábanas hasta bien entrada la mañana. Una alarma precisa y certera que sonaba en mi cerebro se encargaba de despertarme con la primera claridad del día, asperjándome con la hambruna de salir a testimoniar cómo se engendraba el amanecer. Con el pijama y los pies descalzos visitaba primeramente un árbol majestuoso que se alzaba en el linde del huerto, y me quedaba unos instantes escuchando la apertura que el piar de los pájaros hospedados en sus ramas dedicaban a la mañana. Escrutaba el cielo, inspiraba, y sentía cómo el aire nuevo iba renovando y engrasando todos los órganos de mi cuerpo. Luego, cruzaba el patio y me adentraba en el huerto para pisar esa tierra húmeda y caritativa; y su contacto me estremecía y me colmaba copiosamente.
No sabía por qué lo hacía ni de dónde lo había aprendido, pero el cumplimiento de este iniciático ritual me hacía sentir realmente bien.
Me fascinaba escuchar cómo mi abuela me contaba cuentos. Al final de las correrías solía parapetarme en la cocina y suplicaba y no cejaba hasta conseguir que me narrara, entre la presteza de los fogones, alguna historia. Atento, inmóvil, con los ojos bien abiertos y la mente musitándome su recreación en imágenes, escuchaba sin perder ni un ápice de interés a pesar de que el relato fuera repetido y ya conociera su final, tal era el arrobamiento que me causaban sus palabras. El muestrario de las recitaciones era muy abundante y diverso, abarcando desde los clásicos intemporales como «Cenicienta» o «Caperucita Roja», pasando por los mitos y leyendas populares de Menorca y el anecdotario de crónicas vividas por personajes cercanos, aunque lo que más me engatusaba era cuando me hablaba de su vida.
Mujer campesina, sin estudios, era el vivo ejemplo de la rudeza de otra época. Abocada a empezar a trabajar a los trece años como sirvienta en casa de unos señores acomodados, me refería este episodio con una rapsodia de orgullo por lo trabajadora que había sido, pero también con el bufido solapado de resentimiento de quien no ha tenido opción de dirigir la orientación de su vida.
Tal vez mi abuela y yo hayamos tenido en común la irreversibilidad de nuestros destinos: ella por la inquebrantable estratificación social que la encorsetó; yo por la ley dictatorial implantada por mis genes.
También me hablaba del amor, pero con un tono más bien fatalista y aséptico que de regocijo y deleite. Explicaba que tuvo un pretendiente del que estaba prendada que la muerte truncó, no recuerdo si arrebatado por la guerra o por las garras de alguna enfermedad oportunista. Después conoció al que sería mi abuelo, con el que se casó y tuvo tres hijos. No llegué a conocerlo ya que falleció poco antes de que yo viniera al mundo, pero he ido concibiendo su semblanza básicamente a través de dos retazos que han perdurado en mi memoria: debió de ser una persona inquieta, decidida, atosigada por la necesidad ya que emigró a las lejanas Américas para trabajar en una mina; y algo suyo debió de transmigrar hasta mi piel ya que mi abuela me recalcó cientos de veces que la señal de nacimiento que tatúa mi pecho derecho la portó él también.
Aunque las palabras de mi abuela estaban recubiertas con mucho cariño, no es menos cierto que denotaban una honda animadversión hacia todo aquello que tuviese que ver con los hombres, taxativamente en lo que hacía referencia a la temática sexual. Como la gran mayoría de las mujeres de antaño acorraladas y amedrentadas por la represiva educación que recibieron, vigilaba de reojo para que se mantuviera la distancia de seguridad entre los niños y las niñas, y si por un casual me arrimaba más de la cuenta a alguna vecinita, saltaba hecha una agustina para separarnos y restablecer el pontificado orden moral. Y esto no era nada en comparación con las escenas subidas de tono de las películas, véase por ejemplo un beso bribonzuelo o una bailarina ligera de ropa, si veía algo así se llevaba las manos a la cabeza y profería una retahíla de improperios que acababan por condenar, sin piedad, a los corruptores al infierno.
Notaba ese miedo, ese decoro enfermizo engalanando y coaccionando su manera de ser, aunque poniéndome en su lugar reconozco que era una aprensión totalmente comprensible: las mujeres de aquellos tiempos no sólo debían rehuir del roce varonil por el tufillo religioso a pecado, sino porque al carecer de las medidas adecuadas de protección estaban azarosamente expuestas a su contacto, por lo que se entiende que asociasen su presencia con la amenaza del falo embarazador; y si a esto le unimos que la tiranía del machismo había confeccionado las normas de la sociedad a su antojo confinándolas al papel de fieles esposas o abnegadas madres, no es de extrañar que existiese ese recelo distorsionador y este desconocimiento tan abismal por parte de los dos sexos.
Evocando esta manera de ser de mi abuela y reviviendo sus sulfuraciones, que me parecen tan cómicas pero tan tristes, no puedo hacer menos que reflexionar y expresarte el cariz de mi pensamiento: como bien sabes, ya que tú misma estás predestinada a ser una de sus protagonistas, vivimos una etapa crucial caracterizada por los constantes avances científicos y que, según dicen, se está preparando con la ingeniería genética aplicada a la medicina una revolución sin precedentes que cambiará el transcurso y la concepción que tenemos de ésta. Pero si hablamos de desarrollo y de progreso sería injusto pasar por alto la revolución social más importante que a mi juicio ha acontecido en este siglo: la emancipación de la mujer.
En pocos años ha pasado de ser un apéndice arrinconado y a merced a hacerse dueña de su cuerpo y de su igualdad, y, aunque aún le quedan muchos derechos por conquistar y su nivel de reconocimiento es aún muy precario en según qué países, el adelanto que ha conseguido y sobre todo la velocidad en que lo ha hecho ha supuesto un hito que forzosamente merece ser considerado como algo histórico y trascendental. Pienso en estas cosas cuando me acuerdo de sus omisiones, de sus mutismos, de sus vergüenzas, de sus tabús cuyo porqué no me contaba.
En el transcurrir de sus pláticas salía a menudo a relucir la desdicha de la guerra, episodio que le sarpullía el rostro compungiéndole su exposición:
—Si supieras cómo eran las cosas entonces… —solía empezar, siempre igual, siempre con el mismo encabezamiento, como si fuera el preludio de un sortilegio capaz de portearte desde el presente opulento y derrochador al pasado escuálido y mohíno.
Y, con condimentadas alusiones a un tal Franco, me relataba bombardeos, aullidos de sirenas, traqueteo de pasos imprecisos y asustados; y me diseccionaba cómo cogía a sus hijos y corría a refugiarse en el sótano, un sótano al que, por cierto, nunca me atreví a bajar porque su fiero guardián la oscuridad me lo impedía. Continuando su exposición, que registraba y fechaba que en tal o cual casa cayó en su día una bomba, incluso a mí, que seguía su declamación con el corazón en un puño, se me hacía arduo y difícil poder creer que ese pueblo tan encalado estuvo mancillado por la consanguínea confrontación.
Sí, mi abuela me contaba cuentos, relatos que despertaron los más variados efectos dentro de mí. Quién iba a decir que ese oyente estupefacto, influenciado sin duda por la anciana a la que en su día escuchó, acabaría un día por convertirse a su vez en narrador y escribiría una historia con un capítulo dedicado a su memoria. Pero es lo menos que puedo hacer por ese ser que tan buenos momentos de ventura supo dar a mi infancia.
Como ejemplar paradigmático de mujer entrada en años, cumplía a la perfección con los rasgos esenciales que debe tener cualquier buena abuela que se precie, y así, su carácter fluctuaba entre lo enérgico y lo apacible; era cariñosa, dulce y solícita con los suyos, pero virulenta con aquéllos que osasen meterse con sus nietos; gruñona pero sufrida; chismosa pero recelosa de su intimidad; y a mí que nadie me dijera que había sido joven alguna vez, que esas manos rechonchas y arrugadas no habían estado toda su vida así porque mi concepción idealizada no hubiera atinado a comprenderlo.
Sobrellevaba mi enfermedad con una cándida ignorancia, ya que según ella la causa de mi flojera habría que buscarla en el hecho de que no comía lo suficiente: «¿Cómo vas a criar fuerza si no comes?», solía aleccionarme. Incluso muchos años después, cuando en su patio ya se hubieran desecado las distracciones y enmudecido tanta algarabía infantil, y fuera ella la que tuviera que devolverme las visitas en mi habitación enclavado, seguiría manteniendo vigente su teoría y, a escondidas, sacaría de su frondoso bolso algún que otro paquete de galletas que me entregaría con la antigua creencia brillándole en los ojos. Y yo le sonreiría paternalmente, me la miraría envolviéndola en ternura, y mi conmiseración le haría bajar momentáneamente de las alturas reblandeciéndola en alguna que otra lágrima al tiempo que cabecearía un monólogo en voz alta: «Cuando me acuerdo de esos días en los que no parabas quieto…».
Era una ferviente creyente de fe ciega, añeja, férrea y memorizada. Pasaba horas entornada en su mesa camilla, rezando el rosario o cursándole rogativas a algún santo, rebuscando y sacando de una caja negra estampas y amuletos con esos labios vibrátiles que tanto me atraían con una amalgama de respeto y fascinación. Cada domingo por la mañana me cogía de la mano y, lavado y recién peinado, me llevaba a misa, encargándose de que esos principios católicos inculcados no se relajasen ni disiparan. Me tenía hechizado ese mundo hermético de misterio y de poder, esas estatuas imponentes y retorcidas que te vigilaban, el olor a cera quemada, los ritos solemnes y reiterativos, los cánticos que magnetizaban y ponían la piel de gallina…; pero sobre todo inhalar la impregnación de magia por doquier, sentir y vivir en un universo de fábula donde al parecer los anhelos podían hacerse realidad al ofrecérsete la posibilidad de pedir y recibir el objeto de tu deseo sin dinero de por medio ni tortuosos esfuerzos: el único requisito necesario y exigido era poseer lo que denominaban fe.
Sí, y de repente vislumbré con claridad que aquí se escondía una auténtica panacea: había encontrado, por fin, la llave maestra que tanto había estado buscando, la salida posible del túnel tan oscuro. ¡Cómo podía ser que no me hubiera dado cuenta de esto antes, que no me hubiera percatado del vasto potencial curativo concentrado en una sencilla oración, y que tenía tan al alcance de la mano!
Y me propuse encarecidamente conseguir esta prebenda tan prodigiosa la cual prometía abrirme las puertas para empalmar con mis semejantes y erradicar definitivamente mi mal. Día tras día, tanto por la mañana como por la noche, cumplía rigurosamente con las oraciones que me habían catequizado, y a su término, en el apartado reservado para ruegos y preguntas, con las manos entrelazadas y la cabeza gacha, con todas mis fuerzas y con toda el alma imploraba al buen Dios que me concediera el privilegio de ser tocado por su gracia.
Pero nada, ni caso.
Pedía ayuda sobre cómo conseguir establecer la comunicación y se me insistía en que debía hacerlo con auténtica fe: y esta contestación me atolondraba más aún ya que, aunque no la veía ni sabía qué forma tenía, sí que me parecía estar bastante seguro de notarla dentro de mí…
A tenor del infructuoso resultado, opté por afiliarme a la línea dura que promueve el castigo corporal como camino infalible para llegar a la deidad, aunque eso sí, yo escogí un grado de flagelación apto para niños con la confianza de que mis quejidos arribarían por fin a las trompas de Eustaquio del, a todas luces, duro de oído demiurgo. Y así, empecé a inmolarle sacrificios porque me dijeron que esto le satisfacía especialmente, sometiéndome a disparatadas pero para mí sentidas privaciones como por ejemplo no beber durante todo el día, o renunciar al postre dominical, o entregar mi paga semanal en beneficio de los negritos del Tercer Mundo, persiguiendo con estas oblaciones el favor de su atención.
Esfuerzo yermo; intento fallido; estrategia imperfecta: nadie del otro lado cogía el teléfono. «La isla debe de ser demasiado pequeña para que la vea —pensaba—, por muy Dios que sea algunas cosas se le deben de escapar», justificaba; y personificaba más que nunca al náufrago abandonado a su suerte, al invisible hombre andante que refracta cualquier asomo de clemencia, a la pulga más insignificante y repudiada de la Tierra… Y la reclusión de mi anormalidad me reventaba por los cuatro costados; y me sentía solo, muy solo.
No me visitó el milagro reclamado pero sí la inspiración, una idea brillantísima de las que hacen afición. Se gestó como suelen gestarse las maquinaciones de este estilo: cuando se está al límite, a punto de derrumbarse y de replantearse las cuestiones fundamentales con detenimiento, y estaba basada en un principio de argumentación muy simple: si los oídos del Altísimo no llegan hasta aquí habrá que darle el encargo a alguien que vaya a viajar hasta esas elevadas regiones…
La doré y volteé varios días en la parrilla de mi cabeza sin atreverme a hacerla pública; en mi mismidad quedaba muy bien y estaba muy lograda, pero fuera había demasiadas perturbaciones que podían proscribirla y reírse de ella, así que la incubé hasta que una noche en la que mi abuela me estaba dando unas friegas después de una ajetreada jornada, mientras me arropaba y me deseaba que soñase con angelitos rubicundos mi proyecto explotó y se me escabulló:
—Abuela…, ya sé que usted es muy joven aún pero… cuando se muera…, cuando se muera y vaya al cielo…, ¿podría hacerme el favor de decirle a Jesús que se acuerde de mí? —balbuceé entre un amasijo de lloriqueos y azoramiento.
Y ella no se rió sino que me abrazó y me consoló:
—Pues claro que sí…, no te preocupes…
—Porque algún día seré como los demás, ¿verdad?