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El acontecimiento que me marcó de una manera definitiva, el irreversible punto de inflexión en mi percepción ocurrió en la época en la que mis compañeros, haciendo buen caso a la natural comezón que a determinada edad instiga a expandirse, rompieron el cascarón de los juegos sedentarios para centrarse en las múltiples posibilidades que les ofrecía el cuerpo, entre ellas la de poder correr. Hasta entonces, en mi trajinar de párvulo, me había limitado, a mi ritmo, a mi manera, a hacer las cosas que más o menos hacían los demás, por lo que aunque algunas veces se habían asomado algunas motas de desconcierto, había faltado un detonante lo suficientemente intenso que me hiciese reparar en las características de mi singularidad.

No poder correr fue ese detonante, la chispa que prendió mi concienciación. Me estampé contra una situación en la que por más que quisiera no había forma de parchear, piedra maciza ante la cual mis puños se despellejaban en vano tratando de rebatirla. Aquí no servía de nada el método del parche, de ir ingeniando alternativas para permanecer unido al quehacer de los demás que tan bien me había ido hasta entonces. Ahora estaba ante una coyuntura categórica: o podía o no podía correr; y por mucho que lo intentase, a solas en el pasillo de casa o en la terraza, a lo máximo que había llegado era a una especie de histriónica contorsión mezcla de andar rápido y marcha atlética que, evidentemente, nada tenía que ver con mis pretensiones de emular al viento. Y si por un casual era capaz despegar brevemente los pies del suelo, una oportuna pérdida de equilibrio se encargaba de soterrar mis esperanzas por tierra. No, no podía correr.

Pero lo peor del impedimento que me atenazaba era que no se limitaba a ser sólo de tipo orgánico, sino que me mostraba incapaz de enjugar las babas que me caían, no atinaba a acallar el zumbido de deseo que me martirizaba: negado para encontrar algún sustitutivo que me aplacase las ganas o me extirpase la idea de la cabeza. Porque yo lo quería, lo deseaba, sentía campar por dentro de mí la misma irrefrenable llamada al movimiento, pero mi cuerpo no me obedecía, se negaba a considerar mis ruegos.

Lo notaba insensible, burdo, sordo, como si no hubiera sido diseñado para ello, todo lo contrario que mi mente. Le llamaba y no me respondía, le ordenaba y no me hacía caso, le rogaba y se burlaba de mí. Querer y no poder, yo he sabido lo que quiere decir este dicho, me he sentido totalmente identificado con aquél que lo concibió; he encarnado su misma rabia, he interpretado a la perfección el mismo sofoco que le embargó.

Ésta fue mi primera gran frustración, la primera vez que se me revelaba en carne viva toda la hecatombe que supone el saberse diferente.

La toma de conciencia de que yo no podía correr fue como una pedrada que quebrantó el acojinamiento de mi mente y me abocó de una manera brutal a acelerar las preguntas sobre mí mismo: desintegró el velo que me tapaba y empecé a mirar las cosas de una manera mucho más aguda, desprovista de cualquier obnubilación infantil: es cierto que andaba, pero no con la desenvoltura y verticalidad con que lo hacían los otros chicos, porque mi andar, parecía increíble que no lo hubiera advertido antes, era un andar similar al de un borracho: basculando el tronco de lado a lado; claro que subía las escaleras, pero lejos de la destreza y rapidez con que lo hacían los demás, ya que yo necesitaba de un lento y ceremonioso procedimiento, siempre el mismo, para salvar cada escalón: primero debía balancear el peso hacia el lado del brazo que agarraba la barandilla mientras levantaba la pierna contraria y colocaba su mano correspondiente sobre su muslo para, acto seguido, presionar con todo mi ímpetu reclinándome hacia delante para complementar la fuerza que le faltaba a la pierna y lograr así su extensión. Era como si todas las divergencias que hasta entonces habían permanecido semiocultas aflorasen de repente invadiendo mi campo visual, y así, mirase donde mirase no dejaba de localizar nuevos indicios, punzantes pruebas que reforzaban mi impresión de ser el patito feo que había estado nadando entre los cisnes.

Recuerdo que fustigado por esta flamante apreciación de la realidad me fijaba atentamente en los movimientos de la gente de mi alrededor, estudiaba su potencialidad, calibraba su radio de acción, y al contrastarlos con lo que yo podía hacer me daba cuenta de que mi repertorio físico estaba verdaderamente muy mermado, aunque aparentemente hasta entonces no había reparado en ello, o, si lo había hecho, no me había importado en demasía.

Ahora sí me importaba, ahora sí me dolía. Por el boquete recién abierto se filtraba la suficiente luz para desbrozar las sombras que me habían envuelto y ver las cosas a su tamaño natural, tal como eran, sin las desvirtuaciones típicas del autoengaño; aunque la exposición a tanta claridad acarrease el abrumador efecto secundario de hacerme muy patente la evidencia de mi desnudez: por más que buscase a mi alrededor, por más que escudriñase entre los rincones de la realidad espejeante, no encontraba a nadie como yo, nadie que se tambaleara al andar o que experimentase dificultades para levantarse de una silla perdido entre la multitud normal reinante. Descubrir esto, comenzar a vislumbrar que adoleces de algo y que no hay nadie más como tú allá fuera es una impresión devastadora, como si fueras poseído por una ánima de ultratumba mientras expeles espumarajos ilegibles por la boca.

Transcurrido el período de acondicionamiento necesario para recuperarme del seísmo que supuso el darme cuenta de mi condición, para acostumbrarme a las vertiginosas preguntas acerca de lo que me estaba pasando que cada vez me violaban con mayor insistencia, y gracias al dinamismo reanimador que se derrama en estas edades y que acude presto a extender su bálsamo ante las heridas que se abren, conseguí ponerle un par de apaños a la atonía que me chantajeaba. Pero aunque aparentemente volviera a sonreír y a mostrar un comportamiento armónico, sólo yo sabía que algo malévolo había desovado y moraba bajo mi piel; una especie de bisbiseo sibilino que esperaba la mínima ocasión, a veces en plena clase o en el intermedio de una película, para salir y arrollarme, para introducirse en lo más profundo de mi mente y allí, retorcida tortura, volverme a desatar el anhelo por las venas, hacerme sentir cómo se llenaba cada músculo, inflamaba cada poro con el ardor por lanzarme a correr, hasta que el percatarme de que no podía hacerlo me provocaba un amargo colapso.

Y aunque el tiempo es el mejor especialista para emulsionar y desintegrar crepitantes sensaciones hasta convertirlas en inanimados recuerdos, y uno puede entregarse a él con plena confianza en determinados asuntos porque sabe que por ejemplo no volverá a revivir con esa intensidad dramática el accidente que tuvo cuando era un niño o que ya no regresarán ni con la mitad de realismo los espasmos de esa apendicitis superada al recrearlos mentalmente, ya que en estos casos el tiempo cumple muy bien con su cometido y de la evocación sólo nos llega una decolorada y semiinconsciente remembranza; si bien uno cree saber todo esto, en lo relacionado con mis sensaciones corpóreas el paso del tiempo había disminuido el dolor y lo había arrinconado hasta una inhóspita caverna, pero no había podido acabar con él: aparentemente lo había enterrado y tapiado, pero no había conseguido extirpar su núcleo esencial.

Es por esto por lo que en algunas noches especialmente tirantes vuelven a resucitar mis fantasmas asalariados que vienen para susurrarme y exhibirme al oído los despojos de mi pérdida. Primero encabezaría esta legión el recuerdo de que yo no podía correr, pero luego, a medida que fuera avanzando la enfermedad, el ejército invasor iría engrosando sus filas con las cosas que iba dejando de hacer, cosas que pasaban a formar parte del arsenal de andanadas que periódicamente lanza contra mí con la pretensión de hundirme.

Nadie, sólo yo sabría cuán desgarradoras han sido, son, las dentelladas de este animal que llevo dentro, que crece y se nutre de las fuerzas que me va sustrayendo. Nadie, o casi nadie, ha logrado ni tan siquiera sospechar, ni tan siquiera imaginar que bajo mi apacible imagen externa se pudiera desarrollar una conflagración tan cruenta. En parte por mis trabajadas dotes de actor, que me han llevado a construir una valla protectora para que la gente de mi alrededor no tuviera por qué salpicarse con las esquirlas de mi conflagración interna; pero en parte mi desapercibimiento se ha debido también a que cuando he dado rienda suelta a mis sentimientos muy pocas personas han tenido la capacidad o han querido escucharme, y, si se han acercado, han venido equipadas con la vara de medir la fenomenología de su mundo, que de nada sirve para mesurar mis sensaciones particulares, íntimas, de excepción.

Es en medio de los epilépticos achaques, cuando soy acuchillado por los espectros de las cosas que hacía, cuando las cuerdas del pasado se tensan demasiado y me impiden dar un paso más hacia delante, es aquí cuando he deseado que el ser humano hubiera tenido una constitución mucho más simple, especialmente una mayor capacidad para el olvido.

Cierto que si tras la pérdida del hijo la madre no volviera a pensar nunca más en él, a no derramar una lágrima más por su recuerdo, probablemente disfrutaría de una constante de felicidad más plena, con menos desniveles, pero también es cierto que para ello habría tenido que sacrificar la dulzura materna por una desalmada indiferencia.

Si yo, al enfrentarme a mi degradación física, no mostrase ningún tipo de sentimiento de contrariedad, si no me rugiese de tanto en tanto la añoranza de querer ver restituida en mi cuerpo la movilidad que tenía ayer, si no tuviera que arrastrar la displicente saca del recuerdo de las cosas que voy dejando de hacer, seguramente que hubiera padecido menos y el lastre a soportar se hubiera aliviado considerablemente, pero el precio a pagar por ello hubiera sido el del drenaje de mi manantial de humanidad, el de convertirme en un inanimado pedazo de carne.

Sí, probablemente si nuestra contextura anímica fuera más rudimentaria sufriríamos menos, pero por contrapartida tendríamos que asistir a la inmediata petrificación, hasta adquirir la tiesura de la roca marmórea, de nuestros corazones.

Supongo que si queremos considerarnos seres sensibles, apropiarnos de esta cualidad que nos distingue y ensalza y pintar con ella el lienzo en blanco de este mundo; si queremos que una puesta de sol sea algo más que un acto mecánico para adosarle el adjetivo de maravillosa o rescatar una comida de una simple función fisiológica y otorgarle una sublime emoción humana, entonces, si aceptamos revestirnos de plácidos sentimientos tendremos que aceptar también a su colactáneo inseparable: a los sentimientos negativos.

Amar y enojarse, reír y llorar, ganar y perder. Habrá que aprender a mantener nivelada la balanza, a endurecerse algo para mantenerse a flote cuando lleguen los malos momentos. Esta ecuación que tarde o temprano todo ser humano tiene que tratar de resolver para establecer las bases para andar por la vida, para forjar su manera de responder ante las dispares y antagónicas situaciones que se le presenten, ésta iba a ser, sin ni siquiera sospecharlo, el eje cardinal de mi lucha: situado permanentemente en el filo de la navaja, funámbulo en la cuerda floja, todos mis esfuerzos irían encaminados a intentar mantener el equilibrio entre mi imparable desmoronamiento físico y el peso de las actividades que llevaba a cabo que me convidan a diluirme en la oscuridad inerte, y, por otra parte, entre mi pujante insubordinación interna, que me exhorta, a pesar de todo, a seguir adelante.