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A veces me pregunto cuál puede ser el dispositivo que regula la manifestación de los diferentes tipos de reacción; por qué unas personas son capaces de insertar unos segundos de reflexión en medio de la catástrofe para sopesar cuál es la mejor acción a tomar mientras que otras, en cambio, no pueden hacer nada, son incapaces de pensar con cordura, y la vorágine de su aflicción les arrastra torrencialmente.

Creo que, aparte de por las divergencias caracterológicas, la clave está en el grado de dolor y de desesperación que se tenga que soportar. En unos niveles excesivamente altos de sufrimiento esa persona pierde el control de sus actos, queda trastornada, extravía su capacidad de raciocinio, lo que le lleva a describir conductas que nunca hubiera sospechado que se atrevería a perpetrar (es cierto lo que dicen que todos, bajo según qué circunstancias, podemos llegar a matar o a comernos unos a otros).

Dale una enfermedad de este tipo a unos padres con un mínimo de sensibilidad y no esperes que se queden sentados contemplando cómo se consume su hijo; dales una enfermedad así y prepárate para asistir al estallido de las reacciones más viscerales.

Y los míos, al principio, no pudieron amarrar el ímpetu de su cólera, que arrasó con todos sus sembrados de ilusiones y con las tiernas resistencias que le salieron al paso, rebasando el tope y la cubeta asignada para contener las previsiones más pesimistas.

Lo negaron, no las tres consabidas veces sino más, muchísimas más; se negaron a aceptar que los médicos tuvieran razón, y se acogieron a la última esperanza del error en el diagnóstico o de encontrar en algún país extranjero el elixir redentor.

—¿Dónde está el mejor especialista en esto… en esta enfermedad? —preguntó mi padre.

—En Londres —le respondieron.

Y hacia allí nos dirigimos. Tenía entonces seis años y ya había pasado un tiempo de espera prudencial para que se comenzasen a percibir con claridad los vaticinios que los médicos habían hecho sobre mí y para que las atentas miradas de mi casa que no querían ver se topasen constantemente con mi laxitud manifiesta, con la marca de la fatalidad planeando sobre mí…

De mi viaje sólo ha sobrevivido algún que otro recuerdo, pero los que así lo han hecho se conservan en mi mente tan diáfanos como el primer día: como el rojizo fotograma del autobús de dos pisos; jugar con mi padre con un avión de corcho en el que también volaba mi fantasía, uno de esos juguetes que te cautivan y que luego, sin saber cómo, siempre acabas perdiendo; me acuerdo de la rara costumbre de comer salchichas para desayunar, que para mí en modo alguno era una práctica excéntrica, sino reivindicativa que importar; de un loro que se llamaba Henry y que amenizaba la casa de los familiares de unos amigos que nos acompañaron; de mis cantares en una boda y de la apretujante pero viril sensación que me produjo el llevar por primera vez una corbata.

De mi estancia en el hospital me afluyen fragancias algo más contradictorias: recuerdo que compartía la habitación con otro chico y que congeniábamos y nos divertíamos juntos, nos comunicábamos con fluidez a pesar de hablar lenguas diferentes ya que ambos aún ignorábamos el politizado prejuicio de que los idiomas deben separar: nosotros nos entendíamos sobradamente con el lenguaje de la inocencia. No sé qué es lo que tenía mi amigo ni por qué estaba allí, pero el jolgorio del día se convertía en pánico por la noche en la que mi compañero se debatía entre horripilantes gritos. Su voz cascada me enseñó cómo suena realmente el sufrimiento.

La resaca de las noches nocturnas en vela me pasaba factura por la mañana, cuando al personal de turno le costaba lo suyo despertarme, aunque tal vez mi empecinamiento por permanecer aferrado a las nubes celestiales podría interpretarse también como una huida encubierta de ser pasto de las exploraciones terrenales.

Y es que me hicieron pruebas, pruebas y más pruebas; manos múltiples me tocaron, batas blancas de las que no conservo ningún rostro me convidaron a hacer tal o cual movimiento ante anfiteatros de más batas blancas; artilugios, máquinas sobrenaturales como una que vibraba y me mareaba; cicatrices, huellas descarnadas en mis piernas después de hacerme nuevas biopsias musculares; conversaciones, reuniones, debates a mis espaldas mientras yo ya había conseguido cautivar con mi encanto a la enfermera para que me sirviera ración extra de helado en la comida…

Esto no lo recuerdo porque no lo vi, porque si no de seguro que ese instante hubiera pasado a ser portada de mis reminiscencias: el semblante que debió de poner mi padre cuando le notificaron que corroboraban mi anterior diagnóstico y que, efectivamente, esa enfermedad de nombre tan estrambótico existía, que no se podía hacer nada, y que su hijo era el insigne sujeto paciente de ella.

Hay una imagen parpadeante, nívea, que a veces me visita y que hasta hace poco no he sabido interpretar; era de significado neutro hasta que los trabajos de retrospección imaginativa han conseguido restaurarla con grandes visos de credibilidad: recuerdo que a la entrada del hospital una enfermera de pelo rizado y gafas elípticas me anudó una especie de pulsera de plástico alrededor de la muñeca y, acto seguido, escribió algo en un libro.

He necesitado muchos años para llegar a desembrollar el sentido supuesto de tal ritual, pero ahora sé que lo que la enfermera de caligrafía rauda e impía hacía era inscribirme en el Club de los Incurables.

Éstos son los estatutos y protocolos de dicha agrupación:

Lo primero que te hacen al ingresar en el Club de los Incurables es desnudarte, despojarte de todos los ropajes en los que te amparabas y que te protegían, y encerrarte en una celda incomunicada en la que sólo hay espacio para el silencio.

No se te está permitido recibir palabras de ánimo ni de esperanza porque la pena es perpetua e irreversible, y por tanto, cualquier consuelo es un baldío generador de ilusiones. No hay pastillas paliativas, ni ungüentos rehabilitadores, ni comprimidos efervescentes, ni ensayos experimentales, ni tres píldoras que ingeridas después de comer te causen un estado avanzado de amnesia para abstraerte por unas horas de tal adjetivación. No hay nada, hasta los placebos más elaborados se burlan de ti.

No hay rendija por la que se filtre ningún rayo de sol que disipe penumbras: pared negra contra la que te golpeas constantemente, color negro en el que se queda la mente después de recibir una noticia así; ni siquiera puedes tener acceso a una tosca cucharita de madera con la que poder construir, poco a poco, un túnel por el que escaparte. No hay salida. No, no hay salida.

Incurable: epíteto demoledor, bomba que deshumaniza, que deprime, que hunde, que zurra, que enrojece la cara y convulsiona cuando te lo comunican; como si te abandonasen en pleno desierto, sin agua, sin final, con la única compañía de las lágrimas para regar la vegetación del paraje. Pero éstas también se resecan, y dejan en su lugar las dos oquedades de una calavera; se agostan como las piernas de tanto cocear, los brazos de reclamar auxilio y la lengua de tanto maldecir; miembros que gimen de impotencia hasta que la energía que los amainaba se evapora y se escabulle; vivacidad que se aleja como la marca.

Marca que deja al descubierto tu soledad. Desiertos de soledad.

Incurable, te dicen, eres un incurable, y te cortan todos los anclajes del exterior; te borran la sonrisa cándida e ilusa y el pecho te revienta por la irrupción de afilados hierros que horadan la carne.

Y cuanto más te mueves más se te clavan; y aunque te dan una oración para rezar sabes que es un contrasentido: nadie te escuchará porque estás en un recinto insonorizado de posibilidades.

—Es todo lo que podemos hacer por ustedes…

Y, escarmentados, cabizbajos, volvimos a casa a aguardar el comienzo de todo.