Todo empezó un 18 de abril del año 1972, el día en que nací; y vine a hacerlo en la ciudad de Maó, en esta diminuta, preciosa, arrinconada y sedentaria isla como es Menorca. Fui el primogénito de una joven pareja formada por Alberto y Catalina, y, como tal, no solamente había depositadas en mí la ilusión y alegría propias de cualquier alumbramiento, sino que además había que añadir toda la expectación generada por el hecho de ser su primer hijo.
Ignoro si también se hace en otros lugares, pero aquí el pueblo docto suele tener por costumbre rebautizar de una manera peculiar a las personas con algún defecto físico o psíquico, no sé si por hacer patente un cariño protector, o por un ancestral rechazo, o por una mezcla de las dos cosas, generalmente a través de una sofisticada manipulación léxica que consiste en anexionar al nombre original el sufijo -ito o -ita, dependiendo, claro está, del sexo en cuestión, consiguiendo así llamativas denominaciones, como Marquitos o Carmencita.
He tenido suerte de que en mi casa me pusieran de nombre José Antonio, un nombre que al ser demasiado largo ofrece un buen blindaje contra posibles intentos de encasquetarle un diminutivo, ya que, de ser así, la pronunciación de mi distintivo nominal sonaría muy mal. He tenido suerte en este aspecto.
Nunca me he atrevido a preguntarle a mi madre si durante mi gestación le pasó alguna vez por la cabeza el titubeo sobre qué ocurriría si algo no iba bien, si el hijo que estaba esperando nacía con un infortunio a sus espaldas en vez de un pan bajo el brazo; aunque seguramente que si tuvo algún incordiante pensamiento de este tipo lo debió de ahuyentar con el archiconocido espantamoscas de «¡Qué va!, ¡eso sólo les pasa a los demás!».
Mi madre siempre recuerda, no sé si por lo inconcebible que pudiera parecerle entonces que todo se descarriase o por mantener fresca esa fotografía del hijo a salvo aún de la acechanza, que nací sano y fuerte (3 kilos 700 gramos) y que incluso comencé a andar precozmente. Cuántas veces la he oído relatar esta historia, con las mismas e inalterables palabras, la misma entonación, con idéntica petición de explicación en el tono de su voz; la he oído ante el médico de turno o ante el curandero sabelotodo para hacerles saber que en el hijo que ahora estaban viendo existió un breve período de normalidad, y que, por tanto, debería de ser posible que le suministrasen algún remedio reparador para retroceder en el tiempo y retomar, ahora sí, el camino que no se tuerce, la senda libre de todo mal.
Sí, puede decirse que mi relación con el bipedismo arranca desde una edad temprana y que, criatura temeraria, inicié con prontitud la singladura que, teóricamente, debía ir allanando la inseguridad del pasito a pasito hasta llevarme al absoluto dominio de mi cuerpo, permitiéndome exhibir al final del aprendizaje una cantidad ingente de filigranas sin apenas esfuerzo como caminar rápido hacia delante y hacia atrás; trotar suave o diligentemente, aumentando o disminuyendo, a voluntad, la amplitud de la zancada; disponer de varios tipos de cambios de marcha según el terreno a atravesar fuese accidentado, pedregoso o llano; trepar; serpentear; avanzar de puntillas; brincar con deslenguada impunidad por las verdes praderas…
Pero en mi caso no iba a ser así. Yo tendría vedado el acceso a tanta exuberancia de posibilidades. Algo falló. Mi conquista sería sólo muy parcial, y, además, muy efímera. Algo se truncó que abortó que se desplegasen con toda su potencialidad mis capacidades locomotoras e impidió que se consumase mi gobierno y control sobre ellas.
Cuando tenía aproximadamente dieciocho meses de vida mis padres empezaron a notar que me caía mucho; se inquietaron porque mis visitas al suelo se producían con una frecuencia muchísimo más alta de lo que suele ser normal en estas edades, con una asiduidad alarmante. Confieso que esta propensión a sucumbir en exceso en los brazos de la gravedad era totalmente contraria a mis designios: yo la ignoraba con la desfachatez propia de los niños cuya atención está aún desmesuradamente agitada y dispersa para poder reparar en alguna preocupación en concreto, y simplemente me volvía a levantar como si nada hubiese pasado. Pero la percepción que le falta al niño la tienen por quintuplicado sus padres; y los míos presintieron en seguida que algún agente oculto podía ser el responsable de estar segando mi verticalidad.
Y así, emprendimos un lento y doloroso peregrinaje por diferentes médicos con la pretensión de esclarecer el enigma del que era objeto. En cada nueva consulta se iba perfilando con mayor precisión mi diagnóstico, pero también nos iba introduciendo cada vez más en los albores de una pesadilla en la que no existía mano amiga alguna que te sacudiese para despertar.
Ojalá todo se hubiera quedado en unas simples caídas y no hubiera pasado de aquí; hubiera acogido gustoso que esta muesca se incorporara en mi vida como un humorístico atributo: «El tipo que se cae mucho», sí, un mote y estigma que no me hubiera importado llevar encima el resto de mis días.
Parece increíble como un pequeño contratiempo de nada puede dar origen a cataclismos tan tremendos; quisiera saber cuál puede ser el mecanismo que subyace y que hace posible estas transformaciones tan radicales. Un síntoma, una rozadura callada y nimia se insinúa, y ya es suficiente para desencadenar un viaje sin retorno. Quisiera entenderlo, comprender esta imposibilidad que se hace posible, el proceso de hacer viable lo insólito a partir de un hecho insustancial, y que me ocurrió a mí.
Mis continuas caídas eran solamente el preludio de una sobrecogedora espiral de síntomas que irían surgiendo sin posibilidad de suturar la brecha aparecida. Los médicos notificaron a mis padres que esto se debía a que mis músculos empezaban a debilitarse; y que continuarían haciéndolo así, en una escalada imparable e irreversible, porque padecía una enfermedad neuromuscular degenerativa. El veredicto, la resolución, la sentencia se compendia en tres académicas palabras: atrofia muscular espinal.
«¿Quééééé…? ¿Qué es esto? ¿Qué diablos significa?», suele ser el efecto de despachar al exterior tan abigarrado enunciado, reacción del que escucha por primera vez esta articulación pastosa e incongruente, y que no sabe muy bien si interpretar esta cadencia como exótica enfermedad de país lejano o como tipo lunático que me está tomando el pelo.
Y en el interludio en el que el otro trata de digerir la perplejidad que acabo de enviarle, mientras se afana por desmenuzar el significado de cada palabra para, a partir de aquí, intentar componer una vaga idea con cierto sentido, yo ya estoy preparado para salir a su encuentro, para sacarle del atolladero de silencio en el que sin duda caerá cuando, atragantado por la incomprensión, no pueda hacer nada más que mirarme anonadado:
—Es una enfermedad que va paralizando progresivamente mis músculos desde el cuello hasta la punta de los pies —me apresuro a terciar, auxiliado con frases sencillas, cortas, preparadas especialmente para tal efecto, apercibido de que muy probablemente el interlocutor nunca ha escuchado una declaración así y, en consecuencia, su trayecto hacia la comprensión debe de estar sumamente barrenado por la espesura; por lo que la mejor manera de llegar a su entendimiento sin sobrecargar sus circuitos cerebrales es a través de la utilización de oraciones elementales, las mismas que un día de hace ya muchos años debieron de emplear los facultativos para abrirse paso entre la zozobra de mis padres y, dejando por un momento el tecnicismo del diagnóstico a un lado, lograr transmitirles con meridiana claridad cuál era la situación en la que estaba, y cómo era el futuro que me aguardaba.
Con el tiempo me he llegado a convertir en todo un especialista en explicar qué es lo que tengo. He aprendido a manejar estas tres palabras que definen mi dolencia desde una óptica tan distante y esterilizada y, haciendo caso únicamente a lo que siento por dentro, al estruendo que me llega de la devastación que me carcome, las he triturado y mezclado hasta conseguir filamentos de traducciones comprensibles para la gente de la calle. Y no he hecho esto por entretenimiento o porque no tuviera nada mejor que hacer, sino por una auténtica necesidad inaplazable de comunicación, para mitigar el aturdimiento excluyente que se me instala cuando trato de expresarme con las susodichas atrofia muscular espinal y el otro se encoge de hombros, de cejas y de ininteligibilidad.
Es desesperante. Me gustaría que el receptor reaccionase de otra manera, tuviera unas nociones previas sobre de qué va el tema como puede tenerlas con otros conceptos como cáncer o sida; pero nunca es así. Supongo que esta adscripción al anonimato es el privilegio que se me otorga por tener una enfermedad poco común cuya frecuencia es, aproximadamente, de 1 caso por cada 10.000 nacimientos. Menuda lotería.
Es curiosa la evolución que ha ido experimentando mi capacidad de expresión a lo largo de los años. En los primeros estadios de mi vida lo máximo que atinaba a comunicar eran mis sensaciones inmediatas, parcas pero sinceras: «Pierdo fuerza». Conforme creciera el intelecto que reconoce causas junto con la experiencia acumulada, haría germinar en mí una nueva coordenada, la dimensión de futuro: «Pierdo fuerza porque padezco una enfermedad que con los años me irá debilitando cada vez más»; hasta que, finalmente, he llegado a desarrollar incluso unas ciertas dotes de clarividencia y de telepatía que me permiten saber, con un alto índice de acierto, qué es lo que esta persona está pensando en esos momentos, o cuál será la reacción que tendrá, de entre las cincuenta y cuatro posibles, después de haber escuchado mis palabras, y por ende estar preparado para responder, previsor, a la pregunta crucial a la que sin duda tarde o temprano sus cavilaciones le llevarán:
—No, no se puede hacer nada —le anuncio, intuyendo lo extremadamente difícil que le resultará deglutir una aseveración tan contundente. «Parece imposible que con los avances médicos que hay no se pueda hacer nada», pensará, seguro, si es de aquéllos que han vivido durante toda su existencia entre unos plácidos márgenes sin incidentes, por lo que no han podido vacunarse contra las tercianas del infantilismo que les hace creer que todo está controlado y estructurado, y que para cada problema, al menos para los que vivimos en el primer mundo, existe una solución. Este remedio puede ser más o menos fácil o difícil de obtener, caro o barato, de tratamiento largo y doloroso o corto e inodoro; puede provenir de fuentes avaladas por la máxima autoridad científica o de los sumideros de la taumaturgia alternativa, pero siempre, siempre, cada dolencia tiene que venir etiquetada con un tanto por ciento de posibilidades de curación, tiene que tener su correspondiente cura potencial, por mínima que sea. Lo contrario sería inconcebible. De no ser así, si la etiqueta se hubiera extraviado o apareciese impresa en ella el cero como única esperanza terapéutica, el pedestal en el que tiene depositada su seguridad se tambalearía, y se desparramaría por el suelo el vómito nauseabundo del pánico que iría tiñendo su prejuicio inmaculado mantenido hasta entonces que sostenía que vivíamos en un mundo casi redondo, con antídotos a medida.
Sería algo demasiado impactante. Como descubrir que la casa impoluta encubre también nidos de podredumbre en su sótano; como el ciego de toda la vida que al recobrar la vista desfallece ante la profusión de colorido que le avasalla; o como aquél que, encumbrado al edén por la droga psicodélica, sucumbe irremisiblemente en la áspera realidad al acabársele el efecto de la dosis.
—No, no hay ningún tratamiento —concluyo, recalco, y soy consciente de que lo que le he dicho le habrá teletransportado brevemente hasta inusitados parajes de la vida furtiva, incognoscible; pero también sé que yo ya no puedo hacer nada más: ahora depende de él, de la capacidad que tenga para controlar su miedo y acercarse o, de lo contrario, volver a echar tierra sobre sus ojos y relegarme al «desván de las cosas que no queremos ver», de donde nunca debería de haber salido para perturbar su paz.