URASHIMA [1]

Una vez que ustedes conozcan la historia, no la olvidarán jamás. Cada verano, cuando voy a la costa (y especialmente en días muy plácidos y tenues), me seduce su presencia tenaz. Hay múltiples versiones nativas de ella, que han sido inspiración de innumerables obras de arte. Pero la más conmovedora y antigua se encuentra en el Manyefushifu, una colección de poemas que abarca del siglo V al IX. De esta antigua versión, el gran estudioso Aston realizó una versión al inglés, en prosa, y el gran estudioso Chamberlain realizó una en prosa y otra en verso. Pero para los lectores ingleses creo que la versión más encantadora es la que Chamberlain hizo para niños, en las Japanese Fairy-Tale Series, a causa de sus dibujos, deliciosamente coloreados por artistas nativos. Teniendo a la vista ese libro, intentaré contar la leyenda una vez más, con mis propias palabras.

Hace mil cuatrocientos dieciséis años, el joven pescador Urashima Taro partió en bote de la costa de Suminoyé.

Entonces, los días estivales eran como los de hoy: somnolientos y diáfanos, de un azul apenas interrumpido por nubes ligeras y algodonadas que se reflejaban en el espejo del mar. También las colinas eran como las de hoy: formas azules y distantes que se confundían con el cielo azul. Soplaban perezosos vientos.

Y el joven pescador, también perezoso, dejó que su bote flotara a la deriva mientras él pescaba. Era un bote extraño, despintado y sin timón, cuya forma quizás ustedes no hayan visto jamás. Pero aún hoy, después de mil cuatrocientos años, tales botes pueden verse ante las antiguas aldeas de la costa del Mar del Japón.

Tras una larga espera, Urashima pescó algo y lo sacó del agua. Mas descubrió que sólo era una tortuga.

Ahora bien, las tortugas son sagradas para el Dios Dragón del Mar, y su longevidad llega hasta los mil —hasta los diez mil, según algunos— años. De modo que está muy mal matarlas. El joven con sumo cuidado soltó la tortuga del sedal y la dejó ir, murmurando una plegaria a los dioses.

Pero no pescó nada más. Y el día estaba muy cálido, y el mar y el aire y todas las cosas guardaban un inquebrantable silencio. Un gran sopor se adueñó del joven, que se durmió en el bote a la deriva.

Entonces una hermosa muchacha surgió del mar somnoliento —tal como la que retrata la ilustración del «Urashima» del profesor Chamberlain—, vestida de azul y carmesí, con una larga cabellera negra que le llegaba hasta los pies, al estilo de la hija de un príncipe de hace mil cuatrocientos años.

Deslizándose sobre las aguas, tenue como la atmósfera, se acercó al muchacho que dormía en el bote y lo despertó sin brusquedad, diciéndole:

—No te sorprendas. Mi padre, el Rey-Dragón del Mar, me envió a ti a causa de tu corazón generoso. Pues en el día de hoy diste libertad a una tortuga. Y ahora iremos al palacio de mi padre, que se yergue en la isla donde jamás muere el estío; y seré, si lo deseas, tu delicada esposa, y viviremos allí felices para siempre.

Y al contemplarla, crecía el asombro de Urashima; pues ella era más hermosa que cualquier criatura humana, y él no podía sino amarla. Entonces ella tomó un remo, él tomó otro, y ambos bogaron juntos —imagen distante que perdura en el horizonte, el esposo y la esposa remando juntos— mientras los botes pesqueros se esfumaban en el oro de la tarde.

Navegaron suavemente, con lentitud, sobre las aguas azules y calladas, hacia el sur, hasta llegar a la isla en que jamás muere el estío, al palacio del Rey-Dragón del Mar.

[Aquí, el texto del pequeño libro súbitamente se encoge mientras lo leemos, y hermosas ondas azules inundan la página; y más allá, en un horizonte encantado, se ve la deliciosa costa de la isla, y techos puntiagudos que asoman del verde follaje, los techos del palacio del Dios del Mar, semejante al palacio del Mikado Yuriaku, hace mil cuatrocientos dieciséis años].

Extraños servidores acudieron a recibirlos con atuendo de ceremonia: criaturas del Mar, que saludaron a Urashima como yerno del Rey-Dragón.

Así fue como la hija del Dios del Mar desposó a Urashima, en medio de suntuosas celebraciones; y hubo gran regocijo en el palacio del Rey-Dragón.

Y cada día Urashima conocía nuevas maravillas y nuevos deleites: maravillas que los servidores del Dios Oceánico le traían de las insondables profundidades; deleites que le ofrecía esa tierra encantada en que jamás muere el estío. Y así pasaron tres años.

Pero, pese a todo, el corazón del joven se contraía de angustia cuando pensaba en sus padres, esperándolo a solas. De modo que al fin le imploró a su esposa que lo dejara regresar a casa sólo por un tiempo, apenas para hablar un poco con sus padres… después se apresuraría a volver con ella.

Tales palabras la hicieron llorar, y ese llanto silencioso persistió durante mucho tiempo; al fin le dijo:

—Por supuesto que puedes irte si así lo deseas. Pero tu partida me causa temor, y lo que temo es que jamás volvamos a vernos. Pero te daré un cofrecito para que lleves contigo. Te ayudará a regresar si haces lo que te digo. No lo abras. Ante todo, no lo abras… pase lo que pase. Pues si lo abres, jamás podrás regresar y nunca volverás a verme.

Luego le dio un pequeño cofre lacado sujeto con una cuerda de seda.

[Aún hoy puede verse ese cofre en el templo de Kanagawa, a orillas del mar; y los sacerdotes también conservan el sedal de Urashima Taro, y ciertas joyas extrañas que él trajo consigo del reino del Rey-Dragón.]

Urashima consoló a su esposa y le prometió que jamás, jamás abriría el cofre, que jamás desataría la cuerda de seda. Luego se internó en la luz estival que se abatía sobre el mar somnoliento; y la forma de la isla donde jamás muere el verano se desvaneció a sus espaldas, como un sueño; y una vez más vio ante él las azules montañas del Japón, erguidas sobre el blanco resplandor del horizonte.

Una vez más penetró en su bahía natal; una vez más anduvo por su playa. Pero, al mirar en derredor, lo invadió un inmenso asombro, una duda funesta.

Pues ese lugar era el mismo, pero no era el mismo. La cabaña de sus padres había desaparecido. Había una aldea, pero las formas de las casas eran extrañas, extraños los árboles, extraños los campos y aun los rostros de la gente. Casi todas las señas que recordaba habían desaparecido; el templo sintoísta había sido reconstruido en otro lugar; ya no había bosques en las laderas vecinas. Sólo la voz del manantial que fluía entre las casas y las formas de las montañas se conservaban iguales. Todo lo demás era nuevo e ignorado. En vano buscó la morada de sus padres; los pescadores lo contemplaban con curiosidad, y él no recordaba haber visto jamás ninguno de esos rostros.

Acercóse un anciano, apoyado en un bastón, y Urashima le preguntó por dónde había que tomar para ir a la casa de la familia Urashima. El viejo se quedó atónito, y al fin le hizo repetir la pregunta una y otra vez, hasta que al fin exclamó:

—¡Urashima Taro! ¿Pero de dónde vienes que no conoces la historia? ¡Urashima Taro! Caramba, si hace más de cuatrocientos años que se ahogó, y en el cementerio hay un monumento levantado en su memoria. En ese cementerio están las tumbas de toda su familia… en el cementerio viejo, que ya no se usa más… ¡Urashima Taro! ¿Cómo puedes ser tan tonto como para preguntarme dónde queda su casa?

Y el viejo prosiguió su camino, riéndose de la simpleza del forastero.

Urashima se dirigió al cementerio de la aldea —al cementerio viejo, el que ya no se usaba— y allí descubrió su propia lápida, y las lápidas de su padre y de su madre y de otros allegados, las lápidas de mucha gente que había conocido. Eran tan viejas, tanto las había corroído el musgo, que apenas podían leerse los nombres inscritos en ellas.

Entonces se creyó víctima de una extraña ilusión, y volvió hacia la playa, siempre llevando en la mano el cofre que le había regalado la hija del Dios del Mar. ¿Pero cuál era la ilusión? ¿Y qué podía haber en ese cofre? ¿Acaso el contenido del cofre era lo que provocaba la ilusión? La duda se impuso sobre la fe. Urashima no vaciló en quebrantar la promesa hecha a su amada: aflojó la cuerda de seda y abrió el cofre.

Al instante, sin emitir un sonido, brotó de su interior un vapor blanco, gélido y espectral, que se elevó en el aire como una nube de verano y se deslizó suavemente hacia el sur, sobre el silencioso mar. Nada más había en el cofre.

Y Urashima supo entonces que había destruido su propia felicidad, que jamás podría regresar junto a su amada, la hija del Rey Oceánico. Desesperado, gimió y sollozó con amargura.

Pero sólo por un instante. Pues en el acto se encontró cambiado. Un helado escozor le penetró la sangre, se le cayeron los dientes, su rostro se arrugó, su cabello se volvió blanco como la nieve, sus miembros se marchitaron, su vigor se disipó; cayó sin vida, sobre la arena, aplastado por el peso de cuatrocientos inviernos.

Está escrito en los anales oficiales del Imperio, que «en el año vigésimo primero del Mikado Yuriaku, el joven Urashima de Midzunoyé, distrito de Yosa, provincia de Tango, descendiente de la divinidad Shimanemi, viajó al Elíseo (Hõrai) en un bote de pesca». Luego no hay más noticias de Urashima durante los reinados de treinta y un emperadores y emperatrices, es decir, entre los siglos V y IX. Luego esos mismos anales anuncian que «en el segundo año de Tenchiyo, bajo el poder del Mikado Go-Junwa, el joven Urashima regresó y luego partió una vez más, sin que nadie supiese hacia dónde[2]».


[1] Esta historia es, en realidad, la segunda parte de un artículo periodístico, The Dream of a Summer Day, publicado en el Japan Weekly Mail el 28 de julio de 1984 (N. del T.) <<

[2] Véase The Classical Poetry of the Japanese, del profesor Chamberlain, en las Oriental Series de Trübner. De acuerdo con la cronología occidental, Urashima salió de pesca en el 477 d. C., y regresó en el 825. (N. del A.) <<