LA HISTORIA DE AOYAGI

En la era de Bummei (1469-1486) hubo un joven samurai llamado Tomotada al servicio de Hatakéyama Yoshimuné, Señor de Noto. Tomotada era nativo de Echizen, pero a temprana edad lo habían llevado como paje al palacio del daimyõ de Noto, y allí lo habían adiestrado, bajo la supervisión del príncipe, en el ejercicio de las armas. Con el tiempo, demostró que sus virtudes como erudito no eran inferiores a sus virtudes como soldado, y continuó gozando del favor de su príncipe. Dotado de afabilidad, simpatía y apostura, ganó el afecto y la admiración de los otros samurais.

Tomotada tenía veinte años cuando se le encomendó una misión especial ante Hosokawa Masamoto, gran daimyõ de Kyotõ y pariente de Hatakéyama Yoshimuné. Como recibió órdenes de pasar por Echizen, el joven solicitó y obtuvo licencia para visitar de paso a su madre, que era viuda.

Partió en la época más gélida del año; el campo estaba cubierto de nieve y, aunque el samurai contaba con un vigoroso corcel, se vio forzado a marchar con lentitud. Tomó una senda que se internaba en un paraje montañoso, donde los poblados eran escasos y distantes entre sí; y en el segundo día de viaje, agotado por horas de cabalgata, sucumbió a la desesperación al ver que no podía llegar a su próximo descanso sino hasta bien entrada la noche. Su ansiedad se justificaba, pues cerníase una pesada nevisca y un ventarrón frío e intenso, y el caballo ya parecía exhausto. Pero, en ese momento crucial, Tomotada súbitamente vislumbró el techo derruido de una cabaña en la cima de un monte coronado de sauces. Espoleó al animal, y no sin dificultades trepó hasta la casa; golpeó con fuerza los batientes de madera, cerrados para impedir la irrupción del viento. Una anciana acudió a abrirle, y al ver al apuesto desconocido, gritó, compadeciéndole:

—¡Ah, qué horrible! ¡Un joven caballero viajando solo con este tiempo!… Dignaos entrar, joven señor.

Tomotada desmontó y, tras conducir su caballo a un establo al fondo de la casa, entró en la cabaña, donde vio a un viejo y una muchacha que se calentaban a la lumbre de una fogata hecha de ramas de bambú. Con todo respeto lo invitaron a compartir el fuego; los ancianos procedieron a calentar un poco de vino de arroz y a preparar comida para el viajero, a quien se aventuraron a interrogar con respecto a su travesía. La joven, entretanto, desapareció detrás de una mampara. Tomotada había observado con asombro que ésta era extraordinariamente bella, aunque su vestimenta consistía en aborrecibles harapos y tenía el cabello, largo y suelto, totalmente desgreñado. Le intrigó que una muchacha tan bonita viviera en un sitio tan pobre y desolado.

Díjole el anciano:

—Honorable señor, el próximo pueblo está lejos; arrecia la nieve, el viento cala los huesos, y el camino está en malas condiciones. Seguir vuestro camino esta misma noche sería, por tanto, algo peligroso. Aunque este cobertizo es indigno de vuestra presencia, y aunque no tenemos comodidades que ofreceros, quizá sea más seguro que esta noche os cobijéis bajo este techo miserable… Sabríamos cuidar de vuestra cabalgadura.

Tomotada aceptó esta humilde propuesta, íntimamente feliz de disponer de más ocasiones de ver a la muchacha. Pronto le ofrecieron una comida tosca aunque abundante, y la joven regresó para servirle el vino. Se había cambiado de ropas y ahora lucía un vestido de confección casera, basto pero limpio; se había peinado y cepillado los largos cabellos. En cuanto ella se inclinó para llenar la copa, Tomotada comprobó con perplejidad que era más bella que todas las mujeres que había conocido; también lo asombraron sus gráciles movimientos. Pero los ancianos comenzaron a disculparse por ella, diciendo:

—Señor, nuestra hija, Aoyagi[1], ha sido criada aquí, en las montañas, prácticamente sola, e ignora los buenos modales. Os rogamos que disculpéis su estupidez y su ignorancia.

Tomotada alegó que se consideraba dichoso al ser servido por una doncella tan bonita. No podía apartar los ojos de ella, aunque advertía que su mirada de admiración la hacía sonrojar; no probó el vino ni la comida.

—Amable señor —dijo la madre—, esperamos que intentaréis comer y beber un poco, pues aunque nuestros alimentos sean de la peor calidad, ese viento espantoso os debe haber helado.

Entonces, para complacer a los ancianos, Tomotada comió y bebió cuanto pudo, pero los encantos de la muchacha no dejaron de seducirlo. Habló con ella y descubrió que sus palabras eran tan dulces como su rostro. Acaso la hubiesen criado en las montañas, pero, en tal caso, sus padres debían haber sido gente de rango en otro tiempo, pues hablaba y gesticulaba como una dama de alcurnia. Súbitamente, Tomotada le dirigió un poema —que también era una pregunta— inspirado por el deleite de su corazón:

Tadzunétsuru

Hana ka toté koso,

Hi wo kurasé

Akénu ni otoru

Akané sasuran?

[Yendo a hacer una visita,

Hallé algo que creí una flor:

Por tanto, aquí pasaré el día…

¿Por qué, antes del alba,

Han de encenderse los tintes del alba?

Eso en verdad lo ignoro].[2]

Sin vacilar un instante, ella le respondió con estos versos:

Izuru hi no

Honoméku iro wo

Waga sodé ni

Tsutsumaba asu mo

Kimiya tomaran

[Si con la manga oculto el lánguido

Y hermoso color del sol crepuscular,

Entonces es posible que mi señor

Aún permanezca aquí por la mañana[3]].

Entonces Tomotada supo que ella aceptaba su admiración; y el asombro que le causó la sutileza con que ella hilvanara en versos sus sentimientos no fue inferior al deleite que le ocasionó la respuesta que éstos implicaban. Ahora estaba seguro de que en todo este mundo jamás podría encontrar, y menos conquistar, a una muchacha más bella y sagaz que esta rústica doncella; y en su corazón, una voz parecía gritarle: «¡Aprovecha la suerte que los dioses han puesto en tu camino!». En otras palabras, estaba hechizado, y lo estaba a tal punto que, sin dilación, le pidió a los ancianos la mano de su hija, no sin detallarles su propio nombre y linaje, y su rango en la corte del Señor de Noto.

Ellos se inclinaron ante él, proclamando su sorpresa y gratitud. Pero, tras unos instantes de aparente vacilación, dijo el padre:

—Honorable señor, sois persona de alto rango y tenéis posibilidad de elevaros más todavía. Muy grande es el favor que os dignáis ofrecernos, y por cierto que no hay modo de expresar o medir la hondura de nuestra gratitud. Pero esta muchacha es sólo una estúpida campesina, nacida en cuna humilde y sin educación de ningún tipo, y no es adecuado que se convierta en esposa de un noble samurai. Ni siquiera es correcto mencionar tal posibilidad… Pero, puesto que la halláis a vuestro gusto y habéis condescendido a disculpar sus rústicos modales y a pasar por alto su grosería, os la ofrecemos con gusto para que os sirva con humildad. Dignaos, pues, actuar como mejor convenga a vuestro augusto placer.

Antes de la mañana se disipó la tormenta, y la claridad irrumpió desde el oriente sin nubes. Aunque la manga de Aoyagi ocultaba el arrebol del crepúsculo a los ojos de su amante, éste no podía demorarse más. No obstante, no se resignaba a despedirse de la joven. Cuando todo estuvo dispuesto para el viaje, se dirigió a los padres con estas palabras:

—Aunque parezca ingrato solicitar más de lo que ya he recibido, una vez más quiero rogaros que me deis a vuestra hija por esposa. Ahora me sería difícil separarme de ella; y, puesto que ella está deseosa de acompañarme, si lo permitís, la llevaré tal como está. Si me la concedéis, siempre os veneraré como padres… y aceptad entretanto esta pobre señal de agradecimiento a vuestra amabilísima hospitalidad.

Hablando de este modo, puso a los pies de su humilde anfitrión una bolsa de ryõ de oro. Pero el anciano, tras prosternarse reiteradas veces, le devolvió el presente con amabilidad, diciéndole:

—Bondadoso señor, de nada nos serviría el oro, y vos acaso lo necesitéis durante vuestra larga jornada. Aquí no compramos nada; y no podríamos gastar tanto dinero aunque quisiéramos… En cuanto a la muchacha, ya os la hemos ofrecido como un regalo. Os pertenece: es innecesario que nos pidáis permiso para llevárosla. Ya nos ha confiado que desea acompañaros y ser vuestra sirvienta tanto tiempo como os dignéis mirarla. Con sólo aceptarla, nos colmáis de felicidad; os imploramos que no os preocupéis por nosotros. En este lugar no podíamos brindarle ropa adecuada… mucho menos una dote. Además, siendo viejos, pronto hubiésemos debido despedirnos de ella de cualquier modo. Es, pues, una suerte que vuestra voluntad sea llevárosla.

En vano intentó Tomotada persuadir a los ancianos de que aceptaran el presente: el dinero no les interesaba. Pero advirtió que tenían verdadera ansiedad por confiarle el destino de su hija, de modo que decidió llevársela consigo. La montó sobre el caballo y se despidió de los ancianos por el momento, expresándoles su sincera gratitud.

—Honorable señor —respondió el padre—, somos nosotros, no vos, quienes debemos estar agradecidos. Estamos seguros de que trataréis bien a nuestra niña y que no debemos temer por ella…

[Aquí, en el original japonés hay una extraña ruptura en el curso natural de la narración, que acusa por tanto una curiosa incoherencia. Nada más se dice sobre la madre de Tomotada o sobre los padres de Aoyagi o sobre el daimyõ de Noto. Es obvio que el narrador se hartó aquí de su obra y apresuró el relato, llevándolo sin escrúpulo a su asombroso final. No puedo suplir tales omisiones o reparar sus fallas de construcción, pero me aventuraré a intercalar ciertos detalles aclaratorios que impidan la total disolución del resto del cuento… Parece que Tomotada se apresuró a ir a Kyõto con Aoyagi, y así se procuró problemas; pero no se nos informa de cómo vivió la pareja de ahí en adelante.]

… Ahora bien, un samurai no podía casarse sin consentimiento de su señor, y Tomotada no habría de obtenerlo antes de que su misión fuera cumplida. Tenía razones, en tales circunstancias, para temer que la belleza de Aoyagi le ganara enemigos que intentaran arrebatársela. En Kyõto, por tanto, procuró mantenerla oculta a los curiosos. Pero un servidor del Señor Hosokawa vio un día a Aoyagi, descubrió cuál era su relación con Tomotada, e informó del asunto al daimyõ.

El daimyõ —un joven príncipe adepto a las caras bonitas— ordenó que la muchacha compareciera en palacio, adonde aquélla fue llevada en el acto y sin ceremonias.

Tomotada sufrió un ilimitado dolor, pero no ignoraba su impotencia. Era sólo un humilde mensajero al servicio de un lejano daimyõ, y por el momento estaba a la merced de un daimyõ mucho más poderoso, cuyos deseos eran irrecusables. Por lo demás, Tomotada sabía que había actuado como un necio, atrayendo su propio infortunio al iniciar una relación clandestina condenada por el código de la casta militar. Sólo le quedaba un recurso desesperado: huir con Aoyagi, siempre que ésta pudiera y quisiera. Tras largas reflexiones, decidió intentar enviarle un mensaje. El intento sería arriesgado, por supuesto: cualquier escrito que se le enviara podía caer en manos del daimyõ, y mandarle una carta de amor a una residente en palacio era una ofensa imperdonable. Pero resolvió correr el albur y compuso una carta en forma de poema chino, que intentó hacerle llegar. El poema estaba escrito con sólo veintiocho caracteres. Pero en esos veintiocho caracteres pudo expresar toda la hondura de su pasión y sugerir todo el dolor de la ausencia[4]:

Kõshi õ-son gojin wo ou;

Ryokuju namida wo tarété rakin wo hitararu;

Komon hitotabi irité fukaki koto umi no gotoshi;

Koré yori shorõ koré rojin.

[El joven príncipe ahora sigue de cerca a la rutilante doncella;

Las lágrimas de la bella, al caer, han humedecido todos sus vestidos.

Pero el augusto señor se prendó de ella…

Y la profundidad de su anhelo iguala a la profundidad del océano.

Sólo yo, pues, padezco el olvido, sólo yo deambulo en la soledad.]

Al anochecer del día en que envió el poema, Tomotada fue requerido por el Señor Hosokawa. El joven sospechó en el acto que lo habían descubierto; y, si el daimyõ había visto su carta, no tenía esperanzas de rehuir la pena capital.

«Ahora ordenará ejecutarme», pensó Tomotada, «pero no me importa vivir si no me devuelven a Aoyagi. Además, si determinan mi sentencia de muerte, al menos intentaré matar a Hosokawa».

Echó sus espadas al cinto y se dirigió al palacio.

Al entrar en la sala de audiencias, vio al Señor Hosokawa en cuclillas sobre el estrado, rodeado por samurais de alto rango, con gorros y mantos ceremoniales. Todos estaban callados como estatuas, y mientras Tomotada avanzaba para tributar su homenaje, el silencio parecía tornarse denso y siniestro, como la quietud que precede al temporal. Pero Hosokawa descendió súbitamente del estrado y, tomando el brazo del joven, repitió las palabras del poema: Kõshi õ-son gojin wo ou… Y Tomotada, al mirarlo, vislumbró bondadosas lágrimas en los ojos del príncipe.

Dijo entonces Hosokawa:

—Ya que tanto os amáis, me tomo la libertad de autorizar vuestro matrimonio, arrogándome un derecho que le corresponde al Señor de Noto; y vuestra boda se celebrará en mi presencia. Los invitados están presentes, los regalos están dispuestos.

A una señal del Señor, las mamparas corredizas fueron abiertas: Tomotada contempló un vasto salón donde múltiples dignatarios de la corte se habían congregado para la ceremonia, y Aoyagi lo aguardaba con un vestido nupcial. De tal modo la muchacha le fue devuelta; la boda fue espléndida y jovial, y la joven pareja recibió valiosos presentes tanto del príncipe cuanto de los miembros de la corte.

Después de la boda, Tomotada y Aoyagi compartieron cinco años de felicidad. Pero una mañana, Aoyagi, mientras comentaba con su esposo un problema doméstico, profirió un súbito alarido de dolor y luego quedó pálida y tiesa. Después de unos instantes, dijo con un hilo de voz:

—Discúlpame por ese grito brutal… ¡pero el dolor fue tan repentino! Querido esposo, nuestra unión ha de estar inscrita en nuestro karma desde una existencia anterior, gracias a lo cual, espero, volveremos a estar juntos en más de una de las vidas que nos aguardan. Pero en esta existencia, tal unión se ha quebrado… ha llegado el momento de separarnos. Repite en mi honor, lo imploro, la plegaria Nembutsu[5]… porque agonizo.

—¡Oh! ¡Qué extrañas y ridículas fantasías! —exclamó el asombrado esposo—. No te sientes bien, querida… eso es todo… Reclínate un rato y descansa, pronto pasará.

—¡No, no! —respondió Aoyagi—. ¡Agonizo! No es mi imaginación… lo sé. Y ahora sería en vano, esposo mío, ocultarte la verdad por más tiempo: no soy un ser humano. Mi alma es el alma de un árbol, la savia del sauce es mi vida. Y alguien, en este instante cruel, derriba mi árbol y causa mi muerte… Ni siquiera tengo fuerzas para llorar… ¡Rápido, rápido! Repite el Nembutsu para mí… rápido… ¡Ah!

Con otro alarido apartó la cabeza, e intentó ocultarla detrás de la manga. Pero en ese mismo instante todo su cuerpo pareció ceder del modo más extraño y caer hasta alcanzar el nivel del piso. Tomotada dio un salto e intentó aferrarla, pero no había nada que aferrar. En el piso sólo quedaban las ropas vacías de la hermosa criatura y los ornamentos con que se había tocado el cabello: el cuerpo había dejado de existir.

Tomotada se rasuró el cráneo, prestó juramento ante el Buda y se convirtió en monje viajero. Recorrió todas las provincias del imperio y, en todos los lugares sacros que visitaba, ofrecía plegarias por el alma de Aoyagi. Al llegar a Echizen, en el curso de su peregrinación, buscó el hogar de los padres de su amada. Pero cuando llegó a ese solitario paraje entre los montes, comprobó que la choza había desaparecido. No había señal alguna que precisara el lugar donde había estado, salvo los tocones de tres sauces (dos árboles viejos y uno joven), talados mucho antes de su llegada.

Junto a los tocones de los sauces erigió un monumento funerario, en el que inscribió diversos textos sagrados; y allí ofició muchas ceremonias budistas en memoria de los espíritus de Aoyagi y sus padres


[1] El nombre significa «sauce verde» aunque es infrecuente, todavía está en uso (N. del A.) <<

[2] El poema puede ser leído de dos maneras, pues hay diversas frases con doble significado. Pero el arte de su construcción requeriría una explicación extensa, que acaso no interese al lector occidental. El significado que deseaba expresar Tomotada puede vertirse de este modo: «Mientras viajaba para visitar a mi madre, hallé una criatura tan adorable como una flor, y por causa de esa adorable persona, aquí he de pasar el día. Oh hermosa, ¿por qué ese arrebol crepuscular antes de la hora del crepúsculo? ¿Acaso significa que me amas?». (N. del A.) <<

[3] Es posible otra lectura, pero ésta da el significado de la respuesta requerida (N. del A.). <<

[4] De ello quisiera persuadirnos el narrador japonés, si bien es cierto que los versos parecen vulgares en una traducción. Sólo intenté ofrecer su significado general: una traducción literal eficaz requeriría cierta erudición (N. del A.) <<

[5] La palabra Nembutsu —explica L. H. en el artículo ‘Buddhist Names of Plants and Animals’ (A Japanese Miscellany)— es el nombre de la invocación Namu Amida Butsu! (‘¡Salutación al Buda Amitabha!’), que los piadosos de muchas sectas emplean como plegaria, y especialmente como plegaria para los muertos». (N. del A.) <<