LA HISTORIA DE O-TEI

Hace mucho tiempo, en la ciudad de Niigata, provincia de Echizen, vivía un hombre llamado Nagao Chõsei.

Hijo de un médico, fue educado para ejercer la profesión de su padre. A temprana edad se había comprometido con una muchacha llamada O-Tei, hija de un amigo de su padre; y ambas familias habían acordado que la boda se realizaría apenas Nagao culminara sus estudios. Pero O-Tei adolecía de una frágil salud, y a los quince años fue atacada por una fatídica enfermedad. Cuando advirtió que su muerte era inevitable, llamó a Nagao para despedirse.

En cuanto él se arrodilló ante el lecho, díjole O-Tei:

—Querido Nagao-Sama, estamos mutuamente comprometidos desde nuestra más tierna infancia, y debíamos habernos casado a fines de este año. Pero voy a morir, y los dioses saben que es lo mejor para ambos. Si viviera algunos años más, sólo podría causar problemas y disgustos. Con este cuerpo débil, no podría ser una buena esposa; y el deseo de vivir, por tanto, para no abandonarte, sería un deseo muy egoísta. Estoy resignada a la muerte, y quiero que me prometas que no vas a lamentarla… Además, quiero decirte que volveremos a encontrarnos.

—Claro que sí —respondió Nagao con fervor—. Y en esa Tierra Pura no volveremos a distanciarnos.

—No, no —replicó ella con suavidad—. No me refiero a la Tierra Pura. Creo que estamos destinados a encontrarnos una vez más en este mundo… aunque mañana han de sepultarme.

Nagao la observó con perplejidad y advirtió que ella sonreía. O-Tei prosiguió, con voz lánguida y evanescente:

—Sí, quiero decir en este mundo… y en esta vida, Nagao-Sama. Siempre, por supuesto, que lo desees. Sólo que para que esto ocurra, nuevamente he de nacer y alcanzar la mayoría de edad. De modo que tendrías que esperar. Quince… dieciséis años; es mucho tiempo… Pero, prometido mío, sólo tienes diecinueve.

Nagao quiso aliviar su agonía y le respondió:

—Esperarte, prometida mía, es menos un deber que un motivo de júbilo. Estamos mutuamente ligados por el término de siete existencias.

—¿Pero dudas acaso? —inquirió ella, observándole el rostro.

—Querida mía —respondió él—, dudo si podré conocerte con otro cuerpo y con otro nombre… a menos que puedas darme alguna señal o contraseña.

—Eso no está en mi poder —dijo O-Tei—. Sólo los Dioses y los Budas saben cómo y cuándo nos encontraremos. Pero estoy segura, muy, muy segura, de que si tienes voluntad de recibirme, podré volver junto a ti… Recuerda estas palabras…

Dejó de hablar, cerró los ojos. Estaba muerta.

Nagao había amado a O-Tei con sinceridad, y su pena fue muy profunda. Hizo confeccionar una tablilla mortuoria, inscribió en ella el zokumyõ[1], y cada día le dedicó sus ofrendas. Mucho caviló sobre las palabras que O-Tei pronunciara antes de morir; y, con la esperanza de agradar a su espíritu, escribió la solemne promesa de desposarla si alguna vez regresaba a él con otro cuerpo. Lacró con su sello esta promesa y la colocó en el butsudan[2], junto a la tablilla mortuoria de O-Tei.

No obstante, como Nagao era hijo único, fue necesario que contrajera matrimonio. Pronto se vio en la obligación de ceder ante la voluntad de su familia y de aceptar una esposa escogida por su padre. Una vez casado, no dejó de depositar sus ofrendas ante la tablilla de O-Tei; y jamás dejó de recordarla con afecto. Pero gradualmente la imagen de ella se oscureció en su memoria, como un sueño difícil de evocar. Y transcurrieron los años.

Esos años le depararon múltiples infortunios. La muerte le arrebató a sus padres, luego a su esposa y a su único hijo. De modo que se halló solo en el mundo. Abandonó su desolado hogar y emprendió una larga travesía con la esperanza de olvidar sus penas.

Un día, en el curso de sus viajes, llegó a Ikao, una aldea de montaña, aún famosa por sus fuentes termales y por el hermoso paisaje que la rodea. Se detuvo en una posada, donde lo atendió una muchacha; y Nagao, al ver el rostro de la joven, sintió que su corazón latía como no lo había hecho jamás. Tanto se parecía a O-Tei que el viajero se pellizcó para convencerse de que no estaba soñando. Mientras ella iba y venía —preparando el fuego, sirviendo la comida, arreglando el cuarto del huésped—, Nagao evocó, en cada uno de sus gestos y actitudes, la graciosa imagen de la muchacha que había amado en su juventud. Le habló; ella le respondió con una voz suave y diáfana, cuya dulzura lo abrumó con la tristeza de tiempos pasados.

Al fin, muy intrigado, la interrogó de este modo:

—Hermana, os parecéis tanto a una persona que conocí hace mucho tiempo, que recibí una gran sorpresa cuando entrasteis a esta habitación. Disculpadme, pues, si os pregunto dónde nacisteis y cuál es vuestro nombre.

De inmediato —con la inolvidable voz de la muerta— ella respondió:

—Mi nombre es O-Tei; y tú eres Nagao Chõsei de Echigo, mi prometido. Hace diecisiete años fallecí en Niigata; luego tú me hiciste una promesa por escrito, diciendo que me desposarías si yo regresaba a este mundo con cuerpo de mujer, y lacraste esta promesa con tu sello, y la colocaste en el butsudan, junto a la tablilla en que está inscrito mi nombre. Y por eso he vuelto.

Dijo estas últimas palabras, y se desmayó.

Nagao la desposó y compartieron un dichoso matrimonio. Pero ella jamás pudo recordar cuál había sido su respuesta en Ikao; nada recordaba, asimismo, de su previa existencia. La memoria de su vida anterior —enigmáticamente encendida en el momento del encuentro— había vuelto a apagarse, y así permaneció a partir de entonces.


[1] El vocablo budista zokumyõ (nombre profano) alude al nombre personal que se lleva durante la vida, en contraposición al kaimyõ (nombre sagrado) o homyõ (nombre legal) que se otorga después de la muerte, apelativos religiosos póstumos que se inscriben sobre la tumba y la tablilla mortuoria que se deposita en el templo. Véase mi artículo «The Literature of the Dead» en Exotics and Retrospectives (N. del A.) <<

[2] Altar budista doméstico (N. del A.) <<