NOTA PRELIMINAR

El crítico norteamericano Malcolm Cowley ha visto en Lafcadio Hearn al escritor de lengua inglesa más comparable a Hans Christian Andersen o los hermanos Grimm. Ese título, conferido en virtud de la capacidad para recopilar atractivas leyendas folklóricas y luego verterlas a un límpido lenguaje literario, supone un elogio preciso y nada desdeñable. Vale la pena consignar, siquiera brevemente, los azares biográficos del hombre que lo mereció.

Lafcadio Hearn nació en 1850 en la isla jónica de Santa Maura (antiguamente Leucas o Lefcada, de donde proviene el nombre del escritor); su madre era griega, de ascendencia maltesa; su padre era un médico del ejército británico. Se educó en Dublín, con preceptores privados, y en Yorkshire y en Francia, en colegios jesuitas. En 1869 se trasladó a los Estados Unidos, donde se inició en el periodismo y más de una vez estuvo a punto de morirse de hambre; en esa época, Hearn cultivaba una escritura florida de la que más tarde aprendió a arrepentirse. En Cincinnati contrajo matrimonio con una negra, con quien cohabitó durante dos años en un hogar lamentable; en 1877 se separó de ella y pasó a Nueva Orleans; más tarde viajó a las Indias Occidentales Francesas y finalmente a Nueva York, siempre perseguido por el fantasma de la miseria económica, al que pudo combatir gracias a la peculiar tenacidad que caracterizaba a este hombre miope, tímido y pequeño. En 1889, enviado por la Harper & Brothers, viajó al Japón para cumplir ciertos encargos editoriales; lidiaba continuamente con los editores, que al fin lo abandonaron a sus propios recursos. Hearn se alistó como profesor de inglés en las escuelas gubernamentales de Matsue. En 1896 adoptó la ciudadanía japonesa, con el nombre de Koizumi Yakumo. Murió en 1904, en Tokio, y sus cenizas fueron sepultadas tras una ceremonia budista.

Hearn es autor de Stray Leaves from Strange Literature (1884), una recopilación de fábulas y leyendas; Gombo Zhêbes (1885), una colección de proverbios criollos de la América francesa; Some Chinese Ghosts (1887), elaboradas transcripciones de leyendas chinas; Chita (1888) y Youma (1890), dos novelas cortas; Two Years in the French West Indies (1890), que refleja experiencias vividas en la Martinica; también realizó numerosos artículos periodísticos y traducciones de Pierre Loti, Théophile Gautier y Gustave Flaubert. Pero su obra más atractiva y perdurable es sin duda la que surgió de su contacto con el Japón; ésta abarca ensayos generales sobre la cultura japonesa, impresiones de viajes, comentarios sobre poesía culta y popular, cuentos fantásticos que traducen antiguas leyendas, cuentos curiosamente realistas (especies de moeurs de province), apreciaciones sobre la crisis histórica vivida por el Japón de la era Meiji, sobre los peligros de la industrialización y sobre los eventuales conflictos con Occidente, vagas reflexiones filosóficas signadas por la presencia de Herbert Spencer, a quien admiró sin reservas y citó con abundancia: Glimpses of Unfamiliar Japan (1894), Out of the East (1895), In Ghostly Japan (1899), Shadowings (1902), A Japanese Miscellany (1901), Kotto (1902), Japan: An Attempt at Interpretation (1904), y, publicadas en un volumen después de su muerte, The Romance of the Milky Way and Other Studies and Stories (1905), Kotoro (1906).

Hearn enseñó en Matsue, Kumamoto, Kobe y Tokio, en cuya universidad fue profesor de literatura inglesa de 1896 a 1903. Pese a las dificultades que le planteó la sociedad japonesa, Hearn halló en su país de adopción un círculo de afecto que había ignorado en el mundo angloamericano. Alguna vez se comparó a un hombre salido de la cárcel o a una prostituta, a esas criaturas eternamente perseguidas por la sociedad, la Iglesia y la opinión pública. En este nuevo mundo, Herun-San, como lo llamaban sus allegados japoneses, despertó la entrañable curiosidad de profesores y alumnos, e incluso fundó una familia casándose con la hija única de un samurai en decadencia; ésta habría de darle tres hijos varones y una mujer.

En sus épocas de periodista, Hearn había adaptado fábulas y leyendas exóticas. Su vida en Japón acaso fue la cristalización de esas fábulas y leyendas; contemplada retrospectivamente, su llegada a Oriente parece más una elección deliberada que un azar del destino.

Son interesantes, al respecto, las primeras impresiones producidas por dicha llegada, según las describe el mismo Hearn:

«Todo es típico de un país de duendes, pues todas las cosas y las personas son pequeñas y extrañas y misteriosas: las casitas con sus techos azules, los frentes de los comercios pintados de azul, y la gente pequeña y sonriente con sus atuendos azules. Sólo algún peatón ocasional, un alto extranjero, quiebra esa ilusión, así como también diversos anuncios redactados en absurdos remedos del inglés. Tales discordancias, sin embargo, sólo sirven para enfatizar la realidad, jamás menoscaban la fascinación ejercida por esas calles graciosas y diminutas».

Luego añade, en el mismo artículo:

«Ésta es por cierto la realización, para las imaginaciones nutridas en el folklore inglés, del viejo sueño de un Mundo de Elfos».

Tal es la impresión recogida bajo «el blanco y tenue sortilegio del sol japonés», the white soft witchery of the Japanese sun. Ese sortilegio inicial luego se disiparía para dar paso a una visión más íntima y penetrante, aunque no menos fascinada, de la cultura de su país de adopción. No sé hasta qué punto Lafcadio Hearn haya enfatizado rasgos tradicionales que por cierto despertaron su predispuesto fervor: un extranjero entusiasta suele sobrevalorar aspectos que el nativo pasa por alto o desdeña; pero sus ensayos no carecen de agudeza y, si bien pueden exagerar ciertos aspectos, cuentan con el privilegio de la devoción.

Hearn procuró comprender la poesía de ese país, pero también sus leyendas, mitos y supersticiones, sin las cuales esa poesía resultaba un fenómeno opaco e incomprensible para el occidental. Deploró con nostalgia las nuevas opresiones que suponía la industrialización del Japón, y previó o vislumbró los conflictos que inevitablemente distanciaban a culturas de configuración diversa:

«Quizá el Japón —escribía en 1896— recuerde con más amabilidad a sus maestros extranjeros en el siglo XX. Pero jamás sentirá hacia Occidente, como sintió hacia China hasta antes de la era Meiji, el respeto reverencial que el hábito instaura hacia un guía adorado; pues la sabiduría de la China fue buscada voluntariamente, mientras que la occidental le fue impuesta por la violencia. El Japón contará con sus propias sectas cristianas, pero nunca recordará a los misioneros ingleses y norteamericanos como hoy recuerda a esos grandes sacerdotes chinos que lo educaron en su juventud. Y no conservará reliquias de nuestra estadía escrupulosamente envueltas en séptuples mantos de seda, preservadas en exquisitas cajas de madera blanca, porque no le hemos ofrecido ninguna lección de belleza, no hemos sabido apelar a sus emociones».

Su labor en la docencia universitaria le reveló otros aspectos del contraste que separaba dos mundos de difícil conciliación. Poemas occidentales de lectura diáfana presentaban a los estudiantes japoneses arduos problemas de comprensión; un verso de Tennyson que nosotros juzgamos de indiscutible sencillez (She is more beautiful than day, «es más bella que el día») suponía inaccesibles obstáculos: la analogía entre la belleza del día y la belleza de una mujer, explica Hearn, excede las pautas de comprensión de un oriental, que ve en ello, al fin y al cabo, un exceso de antropomorfismo sentimental típico de nuestra cultura; nuestras metáforas y alegorías, comenta Hearn, citando al erudito profesor Chamberlain, resultan incomprensibles en el Lejano Oriente: la lengua del Japón, cuyos sustantivos no tienen género, cuyos adjetivos no tienen grados de comparación, cuyos verbos no tienen personas, manifiesta hasta qué punto está arraigada la ausencia de personificación, que inclusive obstruye el uso de sustantivos neutros combinados con verbos transitivos. Esa ausencia de personificación fascina al autor de Kwaidan, que aventura que quizá nuestras facultades estéticas se hayan desarrollado en forma unidireccional y errónea; hemos feminizado la naturaleza y somos incapaces de comprenderla.

«Sólo puedo arriesgar algunas observaciones generales. Creo que este arte maravilloso afirma que, de los múltiples y varios aspectos de la naturaleza, son los asexuados los que no admiten ser contemplados antropomórficamente, los que no son masculinos ni femeninos, sino neutros e innominables, los que el japonés adora y aprehende con más profundidad. Él ve en la naturaleza cosas que durante milenios nos han sido invisibles; y ahora estamos aprendiendo de él aspectos de la vida y bellezas de la forma para las que antes éramos ciegos. Al fin hemos descubierto, para nuestro asombro, que este arte —pese a las dogmáticas afirmaciones que oponga el prejuicio occidental, y pese a la extraña impresión de irrealidad que nos produzca al principio— no es jamás una mera creación de la fantasía, sino una verdadera reflexión sobre lo que ha sido y será: hemos reconocido, pues, que contemplar esos estudios sobre la vida de los pájaros, la vida de los insectos, la vida de las plantas y la vida de los árboles, es, ni más ni menos, una magnífica iniciación en el arte».

Pájaros, insectos, plantas y árboles desempeñan un papel singular en las leyendas japonesas que Lafcadio Hearn reprodujo con lacónica exquisitez: son el centro de inspiración de esas fábulas pobladas por formas sujetas a perpetuas metamorfosis, ya impregnadas por la atmósfera siniestra que irradian criaturas reencarnadas en seres detestables, ya iluminadas por el etéreo resplandor que exhala Horai, el mágico país de las hadas.

Esas leyendas llegaron a Hearn mediante múltiples cauces. En el prólogo a la edición inglesa de Kwaidan, publicado en 1904 por Houghton Mifflin Company, aclaraba el autor:

«Muchos de los siguientes Kwaidan, o cuentos fantásticos, provienen de antiguos libros japoneses, como el Yasõ-Kidan, el Bukkyõ-Hyak-kwa-Zenshõ-Kokon-Chomosu, el Tama-Sudaré y el Hyaku-Monogatari; algunos de estos relatos son de origen chino, entre ellos, el notable “Sueño de Akinosuké”. Pero el narrador japonés, en cada caso, supo reformarlos y transmutarlos de tal manera que parecen locales. Uno muy curioso, «Yuki-Onna», fue referido por un labrador llamado Nishitamagõri, de Chõfu, provincia de Mushashi, y decía que era una leyenda de su comarca natal. Ignoro si está escrito en japonés, pero las creencias extraordinarias reflejadas en dicho cuento por cierto existían en el Imperio de los Hijos del Sol, y en formas muy diversas. El incidente de “Riki-Baka” fue un hecho y una experiencia personal, y lo narro casi con fidelidad absoluta, cambiando apenas un nombre familiar mencionado por el narrador japonés».

A veces, eran sus alumnos quienes le referían las leyendas, o su esposa quien se las leía de libros antiguos.

En todos los casos, Lafcadio Hearn supo verterlas a una prosa inglesa cuyos rasgos distintivos son la sonoridad y la transparencia, y que contrasta notablemente con sus escritos de épocas anteriores, deliberadamente alambicados y no siempre eficaces. Aunque juzguemos a Hearn un minor writer, dispone de virtudes que merecen nuestra atención: la claridad, la precisión y el dominio de la progresión narrativa, logradas gracias a una denodada búsqueda estilística que al fin desembocó en una afortunada sencillez. Tal sencillez es ideal para la redacción de fábulas cuya textura simbólica puede ser compleja pero cuyo desarrollo es lineal.

«Maléficos vientos del Oeste arrecian sobre Horai, y disipan, ay, esa atmósfera mágica, leemos hacia el final de Kwaidan. Si el talento de Lafcadio Hearn tenía límites inmediatos, juzguemos esa limitación como un hecho favorable, pues ella impedirá que se disipe la saludable atmósfera mágica que él supo rescatar de múltiples textos anónimos. Talentos más abarcadores quizá no hubiesen emprendido la modesta aunque dificultosa tarea de apropiarse de un mundo ajeno y de conferir solidez a sus trazos evanescentes.

CARLOS GARDINI