Groucho Marx juró que nunca había querido pertenecer a un club que estuviese dispuesto a aceptarle como miembro. Epiménides el Cretense exclamó (casi) inconscientemente: «Todos los cretenses mienten». El fiscal de la acusación afirma con estruendo: «Tiene usted que responder “sí” o “no”. ¿Va a decir “no”?». El invitado del programa de entrevistas lamenta que su hermano sea hijo único. El autor de un libro sobre inversiones sugiere que sigamos a las decenas de miles de sus lectores que han tomado un rumbo distinto al del conjunto de inversores.
Posiblemente debido a mis estudios sobre lógica matemática y a mi interés por las paradojas y las autorreferencias, me siento inclinado a analizar los aspectos paradójicos y autorreferenciales del mercado bursátil y, en particular, de la hipótesis del mercado eficiente. ¿Puede demostrarse su validez? ¿Puede demostrarse que no es válida? Estas preguntas plantean un problema más profundo. En mi opinión, la hipótesis del mercado eficiente no es ni necesariamente verdadera ni necesariamente falsa.
Si, en su gran mayoría, los inversores creen en esta hipótesis, han de estar de acuerdo en que una nueva información acerca de un título se reflejará rápidamente en su cotización. Afirmarán en concreto que, como las noticias hacen subir o bajar de inmediato las cotizaciones y como las noticias no pueden anticiparse, tampoco pueden anticiparse los movimientos de las cotizaciones. Por tanto, los defensores de la hipótesis del mercado eficiente pensarán que el examen de las tendencias de las cotizaciones y el análisis de los elementos fundamentales de las empresas constituyen una pérdida de tiempo. En ese caso, prestarán poca atención a los nuevos desarrollos. Pero si sólo unos cuantos inversores buscan obtener alguna ventaja, el mercado dejará de responder inmediatamente a la nueva información. En este sentido, una creencia generalizada en la hipótesis garantiza su falsedad.
Sigamos con esta pirueta mental y recordemos una de las reglas de la lógica: las afirmaciones del tipo «H implica I» son equivalentes a las afirmaciones del tipo «no I implica no H». Por ejemplo, la frase «una intensa lluvia implica que el suelo quedará mojado» es equivalente, desde un punto de vista lógico, a «un suelo seco implica la ausencia de una intensa lluvia». Con esta equivalencia podemos reformular la afirmación de que una creencia generalizada en la hipótesis del mercado eficiente lleva (o implica) su falsedad. La afirmación alternativa es que si la hipótesis del mercado eficiente es verdadera, entonces no sucede que la mayoría de los inversores crea que es cierta. Es decir, si es verdadera, la mayoría de los inversores creerá que es falsa (suponiendo que todos los inversores tengan una opinión y que cada uno de ellos crea o no crea en ella).
Consideremos ahora la hipótesis que llamaremos, de forma poco elegante, la hipótesis del mercado inoperante. Si una abrumadora mayoría de inversores cree en la hipótesis del mercado inoperante, todos pensarán que el examen de las tendencias de las cotizaciones y el análisis de los elementos fundamentales de las empresas es algo útil y, al hacerlo, sentarán las bases para que el mercado sea eficiente. Por tanto, si en una abrumadora mayoría los inversores creen en la hipótesis del mercado inoperante, sus actuaciones harán que la hipótesis del mercado eficiente sea cierta. La conclusión es que si la hipótesis del mercado eficiente es falsa, entonces no sucederá que la mayoría de los inversores crea que la hipótesis del mercado inoperante sea verdadera. Es decir, si la hipótesis del mercado eficiente es falsa, la mayoría de los inversores creerá que (la HME) es cierta. (Es posible que desee leer otra vez, con tranquilidad, las últimas líneas).
En pocas palabras, si la hipótesis del mercado eficiente es verdadera, la mayoría de los inversores no creerá en ella; y si es falsa, la mayoría creerá en ella. Dicho de otra forma, la hipótesis del mercado eficiente es verdadera si y sólo si la mayoría de inversores cree que es falsa. (Se observa que lo mismo ocurre con la hipótesis del mercado inoperante). ¡Son unas hipótesis realmente extrañas!
Bueno, en este razonamiento he hecho algunas suposiciones que pueden no ser ciertas. Una es que si un inversor cree en una de las dos hipótesis, entonces no creerá en la otra. También he supuesto que queda claro qué es una «mayoría abrumadora» y he despreciado el hecho de que a veces bastan unos cuantos inversores para hacer variar las cotizaciones. (Podríamos circunscribir toda la argumentación al conjunto de los inversores informados).
Otra laguna del argumento es que siempre puede atribuirse cualquier desviación sospechosa de la hipótesis del mercado eficiente a los errores en los modelos de fijación de precios de los activos y, por tanto, la hipótesis no puede ser rechazada por ese motivo. Tal vez algunos títulos o categorías de títulos presentan mayor riesgo del que les asignan los modelos de fijación de precios y eso explica por qué generan unos rendimientos más elevados. Sin embargo, entiendo que lo esencial sigue siendo válido: la verdad o falsedad de la hipótesis del mercado eficiente no es inmutable sino que depende considerablemente de las creencias de los inversores. Es más, a medida que varía el porcentaje de inversores que creen en la hipótesis, la verdad de la hipótesis varía de forma inversamente proporcional a éste.
En su conjunto, la mayoría de los inversores, ya sean profesionales de Wall Street o aficionados en cualquier parte del país, no cree en esa hipótesis y es por ello que considero que es válida, pero sólo aproximadamente y sólo la mayoría de las veces.
Así pues, usted no cree en la hipótesis del mercado eficiente. Sin embargo, no basta con que usted descubra reglas de inversión sencillas y eficaces. Los demás no han de saber lo que usted está haciendo, ya sea por inferencia o leyendo su jactancioso perfil en una revista financiera. Ni que decir tiene, la razón de esa necesidad de secreto es que, sin él, unas reglas de inversión sencillas se convierten forzosamente en unas reglas cada vez más complicadas que pueden llevarnos a que el rendimiento se reduzca a cero y a tener que confiar únicamente en la suerte.
Esta marcha inexorable hacia una complejidad creciente viene motivada por las actuaciones de los demás inversores. Si éstos advierten (o infieren, o se les dice) que un inversor está consiguiendo buenos resultados aplicando alguna regla de inversión sencilla, intentarán hacer lo mismo. Para tener en cuenta su respuesta, el inversor tiene que complicar la regla, y es probable que el resultado sea la disminución del rédito. Esta regla algo más complicada, como no podía ser de otra manera, hará que otros intenten seguirla, lo cual provocará un aumento del grado de dificultad de la regla y una probable disminución del rédito. Muy pronto la regla alcanzará un nivel de complejidad propia del azar, los réditos se reducirán prácticamente a cero y el inversor se verá abocado a confiar en el azar.
Por descontado, en su caso el comportamiento sería el mismo si supiese que otro inversor estaba teniendo éxito con una regla de inversión distinta a la suya. De hecho, aquí se plantea una situación que puede explicarse por el conocido «dilema del prisionero», en el que por lo general intervienen dos personas encerradas en la cárcel.
Ambos son sospechosos de haber cometido un delito grave y ambos han sido detenidos por cometer algún delito menor. En los interrogatorios por separado, se les brinda la posibilidad de confesar el delito grave, implicando con ello a su compinche, o permanecer en silencio. Si ambos se mantienen callados, cada uno tendrá una pena de un año de cárcel. Si uno confiesa y el otro no, el que confiesa quedará en libertad y el otro quedará encarcelado durante cinco años. Si ambos confiesan, cada uno permanecerá tres años en prisión. La opción consistente en cooperar (o sea, cooperar con el otro prisionero) es mantenerse callado y la contraria, confesar. Sobre la base de la psicología humana y a tenor de las posibles penas, lo más probable es que ambos confiesen; el mejor resultado para los dos en tanto que pareja es que ambos no suelten prenda; el mejor resultado para cada prisionero en tanto que individuo es confesar y que el otro permanezca en silencio.
El encanto de ese dilema nada tiene que ver con el interés que se pueda tener sobre los derechos de los prisioneros. (De hecho, tiene tanta importancia para el derecho civil como la tiene para la geografía el teorema de los mapas de cuatro colores). Sin embargo, proporciona el esquema básico de muchas situaciones de la vida cotidiana. Ya se trate de negociaciones entre trabajadores y empresarios, cónyuges o naciones en conflicto, muchas veces los posibles resultados se parecen a los del dilema de los prisioneros. Si ambas partes (o todas las partes) persiguen exclusivamente sus propios intereses y no cooperan entre sí, el resultado será el peor para todos, y sin embargo, en una situación dada, una parte dada puede tener interés en no cooperar. La mano invisible de Adam Smith, que hace que la búsqueda individual del bienestar provoque el bienestar colectivo, en estas situaciones, por lo menos (y en algunas otras), parece algo artrítica.
El dilema se plantea en el mercado, en el que intervienen muchas personas, de la siguiente manera: los inversores que se dan cuenta de la existencia de alguna anomalía del mercado susceptible de ser explotada pueden actuar sobre ella, haciendo disminuir así su eficacia (la opción de no cooperar) o desestimarla, ahorrándose así la molestia de hacer un seguimiento de su desarrollo (la opción de cooperar). Si algunos prescinden de ella y otros actúan sobre ella, éstos recibirán los réditos más elevados y aquéllos los más bajos. Como en el dilema de los prisioneros, la respuesta lógica de cualquier jugador es optar por la vía de no cooperar y actuar sobre cualquier anomalía que crea que le puede aportar un beneficio. Esta respuesta conduce a la «carrera armamentística» de estrategias de contratación cada vez más técnicas. La gente se afana por disponer de algún conocimiento especial, el resultado puede llegar a convertirse en conocimiento compartido y la dinámica entre los dos genera el mercado.
La búsqueda de un beneficio nos plantea el problema del valor social de los analistas bursátiles y de los profesionales de la inversión. Si bien es cierto que en los últimos años han tenido bastante mala prensa, su trabajo es importante: su actuación permite que el conocimiento especial se transforme en conocimiento compartido, lo cual facilita la transformación del mercado en algo eficiente. Ante la imposibilidad de un giro draconiano en la psicología humana y en nuestro sistema económico, su contribución es impresionante y de vital importancia. Si eso significa «no cooperar» con otros inversores, bienvenido sea. Como puede suponerse, en líneas generales, la cooperación siempre es deseable, pero las decisiones tomadas en cooperación entre los inversores suenan mucho a totalitarismo.
La complejidad de las reglas de contratación de valores admite distintos grados. La mayoría de las reglas utilizadas son sencillas. En ellas se barajan, entre otros elementos, la intervención de precios y las relaciones P/E, pero algunas reglas son mucho más enrevesadas y condicionadas. Dada la variedad de reglas posibles, preferiría adoptar aquí un enfoque abstracto e indirecto, con la esperanza de que nos permita abordar algunos temas imposibles de plantear con un enfoque más directo. El elemento clave es la definición formal de (un tipo de) complejidad. Un conocimiento intuitivo de esta noción nos dice que cualquier persona que recuerde su clave de acceso de 18 cifras gracias a un elaborado encadenamiento de direcciones de amigos, edades de los hijos y aniversarios especiales, está cometiendo un error. Las reglas nemotécnicas sólo tienen sentido cuando son más cortas que lo que hay que recordar.
Consideremos cómo podemos describir las secuencias de números siguientes a un conocido que no pueda verlas. Podemos imaginar que los «unos» representan operaciones hechas a una cotización mayor que la anterior y los «ceros» operaciones hechas a una cotización menor que la anterior. También pueden entenderse como días de subidas y bajadas.
1.ª 0101010101010101010101010…
2.ª 0101101010101101010101011…
3.ª 1000101101101100010101100…
La primera secuencia es la más sencilla, una alternancia de 0 y 1. La segunda presenta una regularidad, pues un 0 se alterna con un 1, otras veces con dos 1, mientras que la tercera secuencia no parece presentar ninguna regularidad. En el primer caso, el significado de «…» es muy claro. Lo es menos en el segundo y nada claro en el tercero. Pese a todo, supondremos que las tres secuencias contienen billones de bits (un bit es 0 o 1) y continúan «de la misma manera».
Estimulados por ejemplos como éste, el norteamericano experto en informática Gregory Chaitin y el matemático ruso A. N. Kolmogorov, definieron la complejidad de una secuencia de 0 y 1 como la longitud del programa informático más corto capaz de generar (es decir, imprimir) la secuencia en cuestión.
Un programa capaz de imprimir la primera secuencia puede consistir simplemente en lo siguiente: escribe un 0, luego un 1, y repite el proceso medio billón de veces. Ese programa es muy corto, sobre todo si se compara con la secuencia a que da lugar. La complejidad de esta primera secuencia de un billón de bits tan sólo ocupa unos centenares de bits, en función del lenguaje utilizado para escribir el programa.
El programa que genera la segunda secuencia equivaldría a lo siguiente: escribe un 0 seguido por un 1 o dos 1, con el siguiente modelo de repetición de 1: uno, dos, uno, uno, uno, dos, uno, uno, y así sucesivamente. Cualquier programa capaz de imprimir esta secuencia de un billón de bits tendría que ser bastante largo para poder especificar el «y así sucesivamente». Sin embargo, dada la alternancia regular de 0 y un
Con la tercera secuencia (la más frecuente) la situación es muy distinta. Supongamos que la secuencia se mantiene tan desordenada a lo largo de su billón de bits que ningún programa que fuésemos capaces de escribir sería más corto que la propia secuencia. Nunca se repite, no existe ningún modelo de repetición. Lo máximo que puede hacer un programa en este caso es repetir estúpidamente la lista de números: escribe 1, luego, 0, luego, 0, luego 0, luego 1, luego 0, luego 1… No hay manera de comprimir los puntos suspensivos o de acortar el programa. Ese programa sería tan largo como la secuencia que tiene que imprimir y, por consiguiente, la tercera secuencia tiene una complejidad de aproximadamente un billón.
Se dice que una secuencia como la tercera, que requiere un programa tan largo como la secuencia que pretende generar, es una secuencia aleatoria. Las secuencias aleatorias no presentan ninguna regularidad, ningún orden, y los programas que permiten imprimirlas no van mucho más allá de repetir la secuencia: escribe 1 0 0 0 1 0 1 1 0 1 1…
Es imposible abreviar esos programas; la complejidad de las secuencias que generan es igual a la longitud de las propias secuencias. En cambio, las secuencias ordenadas, regulares, como la del primer ejemplo, pueden generarse mediante programas muy cortos y tienen una complejidad mucho menor que su longitud.
Volvamos a los títulos bursátiles. Diversos teóricos del mercado de valores han defendido concepciones distintas sobre los modelos de repetición más probables de 0 y 1 (bajadas y subidas de las cotizaciones) que pueden esperarse. Los teóricos defensores del recorrido aleatorio consideran que las cotizaciones vienen caracterizadas por secuencias del tercer tipo y que los movimientos del mercado se sitúan, por tanto, más allá del «horizonte de complejidad» de lo que los seres humanos somos capaces de pronosticar (es decir, más complejos de lo que somos, o son nuestros cerebros, si pudiésemos expresarlos en forma de secuencias de 0 y 1). Los analistas técnicos y fundamentales se sienten más inclinados a creer que las secuencias del segundo tipo son las que mejor representan el mercado y que existen espacios de orden en medio del ruido. Es difícil imaginar que alguien crea que las cotizaciones se rigen por secuencias del primer tipo, tal vez excepto aquellos capaces de pagar «sólo 99,95 dólares por un conjunto completo de cintas magnetofónicas que expliquen este sistema revolucionario».
Quiero insistir en que este punto de vista sobre las cotizaciones de los títulos es muy poco elaborado y, sin embargo, nos permite «situar» el debate. Aquellos que creen que el mercado bursátil presenta alguna regularidad, explotable o no, considerarán que sus movimientos se caracterizan por secuencias de complejidad comprendida entre los tipos dos y tres del ejemplo anterior.
En una formulación aproximada del famoso teorema de incompletitud de la lógica matemática enunciado por Kurt Gödel, el informático Gregory Chaitin, ya mencionado más arriba, plantea un punto de vista muy interesante: si el mercado fuese aleatorio, no seríamos capaces de demostrarlo. La justificación es que, si se presenta en forma de una secuencia de 0 y 1, un mercado aleatorio tendría, como parece plausible suponer, una complejidad mayor que la nuestra, si nosotros mismos pudiésemos codificamos de la misma manera, y se situaría más allá de nuestro horizonte de complejidad. De la propia definición de complejidad se deduce que una secuencia no puede generar otra secuencia de mayor complejidad. Por consiguiente, si una persona tuviese que predecir todos los avatares de un mercado aleatorio, ese mercado tendría que ser menos complejo que la persona, contrariamente a lo que hemos supuesto. Incluso si el mercado no es aleatorio, subsiste la posibilidad de que sus regularidades sean tan complejas que se sitúen más allá de nuestros horizontes de complejidad.
En cualquier caso, no hay ningún motivo para que, con el tiempo, no pueda cambiar la complejidad de las cotizaciones de los títulos así como la complejidad de la mezcla inversor/cálculo. Cuanto menos eficiente sea el mercado, menor será la complejidad de los movimientos de las cotizaciones y más probable será que las herramientas del análisis técnico y fundamental sean útiles. Por el contrario, cuanto más eficiente sea el mercado, mayor será la complejidad de los movimientos de las cotizaciones y más se aproximarán éstos a una secuencia completamente aleatoria.
Obtener mayores beneficios que el mercado requiere mantenerse en la cúspide de un horizonte colectivo de complejidad. Requiere máquinas más rápidas, mejores datos, modelos más afinados y una utilización más inteligente de las herramientas matemáticas, desde la estadística más básica a las redes inteligentes (redes informáticas de conocimiento, conexiones entre los diversos nodos que pueden fortalecerse o debilitarse a lo largo del periodo de aprendizaje). Si alguien, o un grupo de personas, es capaz de conseguirlo, es poco probable que se mantenga mucho tiempo en esta situación.
¿Qué sucedería si, contrariamente a los hechos, existiese una entidad con la complejidad y la velocidad suficientes para predecir, con una probabilidad razonablemente alta, el mercado y el comportamiento de los individuos en su seno?
La mera existencia de esta entidad nos lleva a plantear la paradoja de Newcombe, para la que se requieren algunos principios básicos de teoría de juegos.
En mi versión concreta de la paradoja de Newcombe interviene una entidad (o una persona) que he llamado World Class Options Market Maker (WCOMM) que afirma tener la capacidad de predecir con cierta precisión la alternativa que una persona escogerá de las dos posibilidades que se le ofrezcan. Supongamos también que WCOMM instala un tenderete en Wall Street para demostrar sus capacidades.
WCOMM explica que, con el fin de evaluar a las personas que hacen cola delante del tenderete, utiliza dos carteras. La cartera A consiste en letras del tesoro por valor de 1.000 dólares, mientras que la cartera B (formada por opciones de compra y opciones de venta de acciones de WCOM) no vale nada o vale 1.000.000 dólares. Para cada persona de la cola WCOMM ha reservado una cartera de cada tipo, ofreciéndole la siguiente elección: él o ella pueden escoger entre quedarse sólo la cartera B o las dos carteras A y B al mismo tiempo. Sin embargo, el elemento crucial es que WCOMM también les dice que ha utilizado sus indescifrables poderes para analizar la psicología, la historia inversora y el estilo de contratación de cada una de las personas de la cola así como las condiciones generales del mercado y que, si considera que una persona preferirá escoger ambas carteras, garantiza que la cartera B no tendrá valor alguno. Por otra parte, si WCOMM considera que una persona confiará en su sabiduría y sólo escogerá la cartera B, garantiza que la cartera B valdrá 1.000.000 dólares. Después de estas explicaciones, WCOMM presenta un torbellino de cifras y símbolos propios del mercado bursátil y prosigue la demostración.
Los inversores de Wall Street comprueban por sí mismos que cuando una persona escoge ambas carteras, la mayoría de las veces (digamos, el 90 por ciento de las veces) la cartera B no tiene valor alguno y se queda sólo con las letras del tesoro por valor de 1.000 dólares de la cartera A. También comprueban que cuando una persona escoge quedarse sólo con el contenido de la cartera B, la mayoría de las veces vale 1.000.000 dólares.
Después de un buen rato haciendo cola y observar las decisiones y las consecuencias de éstas, me toca el tumo y me encuentro ante las dos carteras que WCOMM ha preparado para mí. A pesar de la evidencia que he visto, no veo razón alguna para no escoger ambas carteras. Tal vez WCOMM se haya desplazado también al distrito financiero de Londres o Frankfurt y haya propuesto el mismo tipo de oferta a otros inversores: la cartera B o bien vale 1.000.000 dólares o no vale nada, entonces ¿por qué no escoger ambas carteras y tal vez ganar 1.001.000 dólares? Por desgracia, WCOMM acertó al ver en mi cara una sonrisa escéptica. Una vez abierta la cartera, comprobé que sólo había 1000 dólares. Mi cartera B contiene opciones de compra de WCOM con un precio de ejercicio de 20 dólares cuando el título se vende a 1,13 dólares.
La paradoja, propuesta por el físico William Newcombe (no el Newcomb de la ley de Benford, pero sí con las mismas cuatro dichosas letras WCOM) y popularizada por el filósofo Robert Nozick, plantea otros problemas. Como ya se ha dicho, uno de ellos consiste en saber cuál de los dos principios teóricos del juego debe de utilizarse a la hora de tomar decisiones, siempre y cuando los principios no entren en contradicción entre sí.
El principio de «dominancia» nos lleva a escoger ambas carteras ya que, siendo el valor de la cartera B o bien 1.000.000 dólares o nada, el valor de las dos carteras es por lo menos igual al de una. (Si la cartera B no vale nada, 1000 dólares es más que cero dólares; si la cartera B vale 1.000.000 dólares, 1.001.000 dólares es más que 1.000.000 dólares).
Por otra parte, el principio de «la máxima esperanza matemática» nos lleva a escoger sólo la cartera B ya que, de hacerlo así, la esperanza matemática es mayor. (Dado que WCOMM acierta el 90 por ciento de las veces, la esperanza matemática de escoger sólo la cartera B es (0,90 × 1.000.000) + (0,10 × 0), es decir, 900.000 dólares, mientras que la esperanza matemática de escoger ambas es (0,10 x 1.001.000) + (0,90 × 1.000), o sea, 101.000 dólares). La paradoja es que ambos principios parecen razonables y sin embargo aconsejan decisiones distintas.
Esta cuestión plantea asimismo algunos problemas filosóficos generales, pero me recuerda mi resistencia a seguir a la multitud de inversores que abandonaban WCOM y cuyas carteras B consistían en opciones de venta de esas acciones por valor de 1.000.000 dólares.
Una conclusión que parece deducirse de todo lo anterior es que es imposible que existan inversores/psicólogos sobrenaturales. Para lo bueno y lo malo, tenemos que confiar en nosotros mismos.
Una reacción natural ante los avatares del azar consiste en intentar controlarlos, lo cual me hace pensar en los mensajes electrónicos que estuve enviando a unas cuantas personas influyentes a propósito de WorldCom. Me había cansado de escuchar los argumentos unilaterales como los de la siempre optimista Maria Bartiromo y el siempre furioso James Cramer de CNBC cuando difundían sus despiadadas malas noticias sobre WorldCom, de manera que en otoño de 2001, cinco o seis meses antes de su desaparición final, entré en contacto con algunos de los comentaristas financieros en la
red que más habían criticado WorldCom por su trayectoria pasada o por sus proyectos futuros. Después de haber permanecido demasiado tiempo en la nada moderada atmósfera de los grupos de discusión de WorldCom, les censuré abiertamente, aunque con moderación, por su falta de visión y les animé a que tuviesen otra actitud hacia la empresa.
Por último, espoleado por la frustración provocada por la continua disminución de las acciones de WCOM, a comienzos de febrero de 2002 envié un mensaje electrónico a Bernie Ebbers, entonces director general, sugiriendo que la empresa no estaba explicando su situación con claridad y ofreciendo ingenuamente mi ayuda como escritor. Le expliqué que había invertido bastante dinero en WorldCom, que había inducido a hacer lo mismo a mi familia y mis amigos, que podía ser un escritor persuasivo cuando creía en algo y que creía que WorldCom estaba bien posicionada, pero muy mal valorada. Con una buena dosis de suficiencia, informé asimismo al director general de la empresa que UUNet, «la espina dorsal» de gran parte de Internet, era un verdadero diamante en bruto.
Incluso mientras los escribía supe que esos mensajes electrónicos eran absurdos, pero durante un tiempo me proporcionaron la ilusión de estar haciendo algo con respecto a estas acciones recalcitrantes, en lugar de sólo deshacerme de ellas. Invertir en ellas parecía desde el principio un ejemplo de falta de lucidez y la conciencia de que así era fue apoderándose de mí poco a poco. Durante el curso académico 2001-2002 me desplacé una vez por semana en tren desde Filadelfia a Nueva York para dar un curso sobre «los números en la prensa» en la Escuela de Periodismo de Columbia. Pasar las dos horas y media que duraba el viaje sin estar al corriente de los volátiles movimientos de WCOM suponía una tortura para mí y esperaba poder llegar a mi oficina para encender el ordenador y comprobar qué había pasado. No es exactamente el comportamiento que debe tener un equilibrado inversor a largo plazo; mi conducta de entonces parecía más bien la de un adicto corto de alcances.
También me resulta desalentador recordar las dos o tres veces en que estuve a punto de librarme de las acciones. La última vez fue en abril de 2002. Puede parecer asombroso, pero aún entonces seguía acariciando la idea de mejorar los resultados y cuando la cotización se derrumbó por debajo de los 5 dólares, seguí comprando acciones de WCOM. Sin embargo, a mediados de mes, tomé la resolución firme y decidida de vender. El viernes 19 de abril, WCOM había subido hasta los 7 dólares, lo cual me iba a permitir recuperar una pequeña parte de mis pérdidas, pero esa mañana no tuve tiempo para vender. Tuve que desplazarme en coche hasta el norte de Nueva Jersey para dar una conferencia que me habían pedido hacía ya bastante tiempo. Al finalizar la conferencia me pregunté si tenía que vender las acciones una vez en casa o hacerlo a través de uno de los ordenadores del centro después de conectarme a mi cuenta. Decidí regresar a casa, pero el intenso tráfico en la maldita autopista no me permitió llegar hasta las cuatro y cinco de la tarde, cuando la Bolsa ya había cerrado. Tuve que esperar hasta el lunes.
Es frecuente que los inversores se pongan nerviosos por el hecho de disponer durante todo un fin de semana de unos títulos volátiles. Mi caso no fue una excepción. Mi ansiedad tenía fundadas razones. Aquella misma noche escuché las noticias sobre los inminentes recortes de la calificación de solvencia de WCOM así como el anuncio, por parte de la autoridad bursátil, de una investigación a fondo de la empresa. Las acciones habían perdido más de un tercio de su valor el lunes, cuando por fin logré vender las acciones, con una pérdida enorme. Unos meses más tarde, las acciones se desplomaron hasta 0,09 dólares, después de que se hiciese público el ingente fraude contable de la empresa.
Me pregunto por qué había quebrantado los principios más básicos de la inversión: no sucumbir ante el entusiasmo orquestado a bombo y platillo por la empresa; y si se sucumbe, no poner demasiados huevos en la misma cesta; y si se ponen, no olvidar tomar alguna medida de precaución ante posibles caídas repentinas (por ejemplo, con opciones de venta, no con opciones de compra); y si se olvida, no hacer compras al margen. Después de vender las acciones, tuve la sensación de salir de forma progresiva y con paso tambaleante de un trance en el que yo mismo me había metido. Hacía tiempo que conocía una de las primeras histerias de la «Bolsa» de las que se tiene noticia, la moda de los bulbos de tulipanes en Holanda en el siglo XVII. Después del hundimiento, la gente se planteó la necesidad de despertar y tomar conciencia de que se habían quedado con una gran cantidad de bulbos casi sin valor y de opciones de compra de más bulbos sin valor alguno. Sentí arrepentimiento por el rechazo vanidoso que había tenido tiempo atrás hacia aquellos que «invertían» en bulbos de tulipanes. Me sentía tan vulnerable al delirio transitorio como el más limitado de los compradores de bulbos.
He seguido el drama posterior de WorldCom —las investigaciones de los fraudes, los distintos juicios, los nuevos cargos de la empresa, las promesas de reformas y las sentencias— y, por extraño que parezca, la publicidad de los escándalos y sus consecuencias me han distanciado de mi experiencia y han atenuado su intensidad. Mis pérdidas se han transformado menos en una historia personal que en (una parte de una) gran noticia; menos en el resultado de mis propios errores que en una consecuencia del comportamiento de la empresa. Esta transferencia de responsabilidades no me deja satisfecho, pues no se justifica. Los hechos y mi propio temperamento me hacen seguir pensando que durante un tiempo me comporté más con engreimiento que como una víctima. Persisten algunos restos de mi fijación y a veces me pregunto qué habría pasado si no se hubiesen desbaratado los planes de un acuerdo entre WorldCom y Sprint, si Ebbers no hubiese pedido prestados 400 millones de dólares (o más), si Enron no hubiese implosionado, si esto y lo otro no hubiesen pasado antes de vender mis acciones. Mi temeridad podría considerarse algo muy arriesgado. Las explicaciones siempre parecen acertadas a posteriori, con independencia de sus probabilidades a priori.
Queda un hecho incontrovertible: en Wall Street las historias y los números coexisten con dificultad. Los mercados, al igual que las personas, son unas bestias en lo fundamental racionales que a veces son perturbadas por los espíritus animales que hay en ellas. Los elementos de matemáticas que he presentado en este libro pueden utilizarse para comprender el mercado (pero no para ganar más que él), pero me gustaría finalizar con una advertencia de tipo psicológico. La base para la aplicación de los elementos matemáticos presentados aquí está constituida por las actitudes, siempre cambiantes y a veces sospechosas, de los inversores. Dado que estos estados psicológicos son en gran medida imponderables, cualquier cosa que dependa de ellos es menos exacta de lo que parece.
Esta situación me recuerda una historia apócrifa sobre la forma de pesar las vacas en el lejano Oeste de antaño. Primero se cogía un tablón grueso y resistente de madera y su centro se colocaba sobre una gran y alta roca. Luego se sujetaba la vaca a un extremo de la tabla con unas cuerdas bien prietas y se ataba una gran piedra al otro extremo del tablón. A continuación se medía con cuidado las distancias entre la vaca y la roca y entre la piedra y la roca. Si la tabla no permanecía en equilibrio, se intentaba con otra piedra de gran tamaño y se volvía a medir. Se repetía el proceso hasta encontrar una gran piedra que contrarrestase el peso de la vaca.
Después de resolver la ecuación que expresa el peso de la vaca en función de las distancias y el peso de la piedra, sólo quedaba una cosa por hacer… una estimación del peso de la piedra. Conviene insistir en ello: las matemáticas pueden ser exactas, pero los juicios, las suposiciones y las estimaciones en las que se basan sus aplicaciones son otra cosa.
Una versión más adecuada a la naturaleza autorreferencial del mercado sería aquella en la que esos rudos vaqueros tuviesen que hacer una estimación del peso de una vaca cuyo peso variase en función de sus estimaciones, ilusiones y miedos colectivos. Cerrando el circulo del concurso de belleza de Keynes, si bien de un modo algo forzado, más bovino, me gustaría terminar diciendo que, a pesar de la existencia de unas bestias tan rancias como WorldCom, sigo interesado en ese espectáculo que es la Bolsa. Me hubiese gustado, sin embargo, tener un método mejor (y secreto) de pesar vacas.