Mucho antes de que mis hijos quedasen fascinados por Super Mario Brothers, Tetris y otros juegos más recientes, siendo niño pasé muchísimas horas jugando con mis hermanos a una versión antediluviana del Monopoly. Los jugadores lanzan los dados y mueven las fichas sobre un tablero, compran, venden y negocian bienes inmobiliarios. Aunque tenía en cuenta las probabilidades y las esperanzas matemáticas asociadas a las distintas operaciones (pero no las llamadas propiedades derivadas de las cadenas de Markov), mi estrategia era muy sencilla: había que jugar con agresividad, comprar cualquier propiedad, tuviera o no sentido la compra, y negociar hasta alcanzar el monopolio. Siempre intenté desprenderme de las estaciones de ferrocarril y de las empresas de servicios y preferí, en cambio, construir hoteles en las propiedades que poseía.
Aunque la tarjeta que permite salir de la cárcel es uno de los pocos vínculos del Monopoly con la Bolsa actual, recientemente tuve un pequeño episodio de recuperación del pasado. En algún nivel atávico, he comparado la construcción de hoteles con la compra de acciones y las estaciones de ferrocarril y las empresas de servicios con los bonos. Las estaciones y las empresas parecían propiedades seguras a largo plazo, pero la vía más arriesgada de invertir todo el dinero en la construcción de hoteles tenía mayor probabilidad a largo plazo de culminar con éxito (especialmente cuando con mis hermanos modificábamos las reglas y nos permitíamos construir un número ilimitado de hoteles en una propiedad).
¿Se puede considerar que mi excesiva inversión en WorldCom fue el resultado de una mala generalización del juego del Monopoly? Realmente lo dudo, pero este tipo de historias le vienen a uno a la cabeza con facilidad. Además de la tarjeta que permite salir de la cárcel, un juego de mesa llamado WorldCom podría tener muchas características en común con el Monopoly (pero es más fácil que se pareciese al Juego del los Grandes Robos). En las diferentes casillas, los jugadores podrían verse obligados a someterse a la investigación de la autoridad bursátil, o del fiscal general Eliot Spitzer, recibir regalos en forma de ofertas públicas de acciones o evaluaciones favorables por parte de los analistas. Cuando un jugador alcanzase la condición de director general, tendría la posibilidad de pedir créditos por valor de 400 millones de dólares (1.000 millones en las versiones avanzadas del juego), mientras que si sólo alcanzase la condición de empleado, tendría que pagar el equivalente a un café después de cada operación e invertir cierta cantidad de sus ahorros en acciones de la empresa. Si un jugador no tuviese suerte y se convirtiese en accionista, tendría que sacarse la camisa para poder jugar, pero si fuese un ejecutivo de la empresa, recibiría opciones sobre las acciones y llegaría a quedarse con las camisas de los accionistas. El objeto del juego consistiría en ganar el máximo dinero posible y quedarse con el mayor número posible de camisas de los demás jugadores antes de que la empresa quebrase.
El juego podría resultar divertido con dinero de mentira; el juego real es menos divertido.
La siguiente analogía puede ser ilustrativa. Nos encontramos en un mercado tradicional antiguo y laberíntico y la gente se arremolina en sus estrechas calles. De vez en cuando un vendedor consigue atraer a un grupo de posibles compradores de sus productos. Otros, en cambio, no consiguen atraer a nadie. En algunos momentos, hay compradores en la mayoría de las tiendas. En los cruces de las estrechas calles del mercado pueden verse agentes de ventas de las tiendas más importantes y algunos videntes muy listos. Conocen a fondo todos los rincones del mercado y se dicen capaces de predecir la suerte de las distintas tiendas o grupos de tiendas. Algunos de los agentes de ventas y videntes disponen de grandes megáfonos y se les oye por todo el mercado, mientras que los demás sólo pueden gritar.
En esta situación bastante primitiva, ya pueden verse bastantes de los elementos característicos de la Bolsa. Los antecesores de los operadores técnicos podrían ser aquellos que compran en las tiendas en las que se agolpa una multitud, mientras que los antecesores de los operadores fundamentales podrían ser aquellos que sopesan con calma el valor de la mercancía expuesta. Los videntes corresponden a los analistas y los agentes de ventas a los agentes de Bolsa. Los megáfonos son un variedad muy rudimentaria de los medios de comunicación económicos y, evidentemente, las mercancías a la venta son las acciones de las empresas. Los ladrones y los estafadores también tienen sus antecesores; son aquellos que esconden la mercancía de baja calidad debajo de los productos más vistosos.
Si todo el mundo fuese capaz de vender y comprar, y no sólo aquel que posee una tienda, éste sería un buen modelo elemental de un mercado de valores. (No pretendo dar explicaciones históricas, sino trazar tan sólo un paralelismo idealizado). Sin embargo, me parece claro que la negociación de los títulos es un fenómeno económico natural. No es difícil imaginar en ese mercado antiguo precedentes de las operaciones con opciones, los bonos de empresa u otras formas de propiedad.
Tal vez en ese mercado también había algunos matemáticos, capaces de analizar las ventas de las tiendas y de concebir estrategias de compra. Es posible incluso que, al llevar a la práctica sus teorías, perdiesen sus camisas y sus instrumentos.
Quizá debido a Monopoly, y con toda seguridad debido a WorldCom y a muchas otras razones, mi libro se centra en el mercado de valores y no en el de bonos (o bienes inmobiliarios, productos u otras inversiones de valor). Es evidente que las acciones son participaciones en la propiedad de una empresa, mientras que los bonos son préstamos a una compañía o a un gobierno, y «todo el mundo sabe» que los bonos, en general, son más seguros y menos volátiles que las acciones, aunque éstas tienen una tasa de rendimiento superior. De hecho, como ha señalado Jeremy Siegel en Stocks for the Long Run, la tasa media de rendimiento anual de las acciones entre 1802 y 1997 ha sido del 8,4 por ciento, y la tasa de las letras del tesoro durante el mismo periodo se ha situado entre el 4 por ciento y el 5 por ciento. (Las tasas que siguen a continuación no tienen en cuenta la inflación. Espero que no sea necesario especificar que una tasa de rendimiento del 8 por ciento en un año en el que la inflación es del 15 por ciento es peor que una tasa de rendimiento del 4 por ciento en un año en el que la inflación es del 3 por ciento).
A pesar de lo que «todo el mundo sabe», Siegel sostiene en su libro que, al igual que ocurre con los hoteles, estaciones y empresas de servicios del Monopoly, en realidad las acciones suponen un riesgo menor que los bonos, ya que, a largo plazo, se han comportado mucho mejor que los bonos y las letras del tesoro. De hecho, según él, cuanto mayor ha sido el plazo, más alta ha sido la probabilidad de que así fuese. (Las expresiones del tipo «todo el mundo sabe» o «todos hacen tal cosa» o «todo el mundo compra tal otra» me producen alergia. Mi formación matemática me hace muy difícil aceptar que «todos» significa algo distinto a todos). Sin embargo, «todo el mundo» tiene su propio punto de vista. ¿Cómo podemos compartir la afirmación de Siegel cuando la desviación estándar de la tasa de rendimiento anual de las acciones ha sido del 17,5 por ciento?
Supongamos que estamos ante una distribución normal y hagamos unos cuantos números en los dos párrafos siguientes. Veremos que esa volatilidad es capaz de revolvemos el estómago. En efecto, un 17,5 por ciento supone que, en las dos terceras partes del tiempo, la tasa de rendimiento estará comprendida entre −9,1 por ciento y 25,9 por ciento (es decir, 8,4 por ciento más o menos 17,5 por ciento) y durante aproximadamente el 95 por ciento del tiempo lo estará entre −26,6 por ciento y 43,4 por ciento (es decir, 8,4 por ciento más o menos dos veces 17,5 por ciento). A pesar de que la precisión de estas cifras es absurda, una consecuencia de la última afirmación es que el rendimiento será peor del −26,6 por ciento un 2,5 por ciento de las veces (y mejor del 43,4 por ciento con la misma frecuencia). Por tanto, alrededor de una vez cada cuarenta años (1/40 es el 2,5 por ciento), perderemos más de una cuarta parte del valor de la inversión en acciones y mucho más a menudo y con mayor intensidad en el caso de las letras del tesoro.
Desde luego estas cifras no parecen indicar que las acciones comporten menos riesgos que los bonos a largo plazo. Sin embargo, la justificación estadística de la opinión de Siegel es que, a largo plazo, los rendimientos se van compensando y las desviaciones se van reduciendo. En concreto, la desviación estándar anualizada de las tasas de rendimiento para un periodo de N años es la desviación estándar dividida por la raíz cuadrada de N. Cuanto mayor es N, menor es la desviación estándar. (Sin embargo, la desviación estándar acumulada es mayor). Así, para cualquier periodo de cuatro años, la desviación estándar anualizada de las tasas de rendimiento de las acciones es del 17,5%/2, es decir, el 8,75%. Análogamente, como la raíz cuadrada de 30 es aproximadamente igual a 5,5, la desviación estándar anualizada de las tasas de rendimiento de las acciones para un periodo de 30 años es tan sólo del 17,5%/5,5, es decir, el 3,2%. (Conviene señalar que la desviación estándar anualizada para 30 años es igual a la desviación estándar anual de las acciones conservadoras mencionadas en el ejemplo del final del capítulo 6).
A pesar de estas impresionantes pruebas históricas, no está en absoluto garantizado que las acciones sigan comportándose mejor que los bonos. Si se considera, por ejemplo, el periodo de 1982 a 1997, la tasa media de rendimiento anual de las acciones era del 16,7 por ciento, con una desviación estándar del 13,1 por ciento, mientras que los rendimientos de los bonos se situaban entre el 8 y el 9 por ciento. Pero en el periodo de 1966 a 1981, la tasa media de rendimiento anual de las acciones era del 6,6 por ciento, con una desviación estándar del 19,5 por ciento, mientras que los rendimientos de los bonos eran de aproximadamente el 7 por ciento.
Por tanto, ¿realmente es verdad que a pesar de los desastres, dificultades y debacles de acciones como WCOM y Enron, las inversiones con menos riesgo a largo plazo son las acciones? No es sorprendente que existan argumentos en contra. Pese a su volatilidad, las acciones han supuesto en conjunto menos riesgo que los bonos a largo plazo porque sus tasas medias de rendimiento han sido bastante más elevadas. Sus tasas de rendimiento han sido superiores porque los precios han sido relativamente bajos. Y los precios han sido relativamente bajos porque se ha considerado que las acciones eran unos productos con riesgo y la gente necesita algún aliciente para hacer inversiones con riesgo.
Pero ¿qué sucede si los inversores aceptan la opinión de Siegel y otros y dejan de considerar las acciones como productos de riesgo? Entonces sus cotizaciones aumentarán porque los inversores reacios al riesgo necesitarán menos alicientes para comprarlas; disminuirá la «prima valor-riesgo», es decir, la diferencia existente entre el rendimiento de las acciones y el de los bonos que es necesaria para conseguir atraer a los inversores. Y las tasas de rendimiento disminuirán porque los precios serán más elevados. Y, por tanto, las acciones supondrán un mayor riesgo a causa de sus rendimientos más bajos.
Si se consideran las acciones como productos con menos riesgo, éste aumenta; si se supone que tienen más riesgo, éste disminuye. Es un nuevo ejemplo de dinámica autocorrectora del mercado. Nos parece interesante mencionar que Robert Shiller, un amigo personal de Siegel, después de analizar los datos disponibles quedó convencido de que los rendimientos en los diez años próximos serían considerablemente menores.
Los teóricos y los prácticos del mercado de valores tienen puntos de vista distintos. A comienzos de octubre de 2002, asistí a un debate entre Larry Kudlow, un comentarista de la cadena CNBC y buen conocedor de Wall Street, y Bob Prechter, un analista técnico, defensor de las ondas de Elliott. El debate se celebró en la City University of New York y los asistentes parecían personajes acaudalados y educados. Los dos conferenciantes parecían muy seguros de sí mismos y de sus predicciones. Ninguno de los dos parecía sentirse afectado por los puntos de vista diametralmente opuestos del otro. Prechter anticipó que se producirían retrocesos importantes del mercado, mientras que Kudlow tenía una actitud bastante alcista. A diferencia de Siegel y Shiller, no se enzarzaron en ninguna discusión y, en general, se respetaron mutuamente el orden de palabra.
Lo que me llama la atención en este tipo de encuentros es que son muy típicos de las discusiones sobre el mercado bursátil. Algunos conferenciantes con unas credenciales impresionantes se extienden en el análisis de las acciones y los bonos y llegan a conclusiones contradictorias con las de otros conferenciantes con credenciales no menos impresionantes. Otro ejemplo es el artículo aparecido en el New York Times en noviembre de 2002. Trataba sobre tres pronósticos verosímiles sobre el mercado bursátil —malo, así así y bueno— elaborados por los analistas económicos Steven H. East, Charles Pradilla y Abby Joseph Cohen, respectivamente. Estas discrepancias tan notorias se producen muy pocas veces en física y matemáticas. (No estoy teniendo en cuenta a aquellos chiflados que reciben el favor de los medios de comunicación, pero cuyas opiniones no merecen ninguna consideración por parte de la gente seria).
La trayectoria futura del mercado va más allá de lo que he llamado el «horizonte de complejidad» en el capítulo 9. Sin embargo, además de la propiedad inmobiliaria, por mi parte me concentro por completo en los títulos bursátiles, con los que puedo, o no, llegar a perder la camisa.
La realidad, como ocurre con la mujer perfectamente ordinaria de Mr. Bennett y Mrs. Brown, el conocido ensayo de Virginia Woolf, tiene una complejidad sin fin que es imposible plasmar en cualquier modelo. En la mayoría de los casos, la esperanza matemática y la desviación estándar parecen reflejar el significado ordinario de media y variabilidad, pero no es difícil encontrar situaciones trascendentales en las que no es así.
Uno de esos casos queda ilustrado por la paradoja de San Petersburgo. Se presenta en forma de un juego en el que se lanza una moneda repetidas veces al aire hasta que salga la primera cruz. Si ésta aparece en el primer lanzamiento, el jugador gana 2 dólares. Si aparece en el segundo, gana 4 dólares. Si aparece en el tercero, gana 8 dólares y, en general, si aparece en el N-ésimo lanzamiento, el jugador gana 2N dólares. ¿Cuánto estamos dispuestos a pagar por jugar? Se puede argumentar que tendríamos que estar dispuestos a pagar cualquier cosa por jugar a ese juego.
Para comprobarlo, conviene recordar que la probabilidad de una sucesión de acontecimientos o sucesos independientes como lanzar al aire una moneda se obtiene multiplicando entre sí las probabilidades de cada uno de los sucesos. Por tanto, la probabilidad de que la primera cruz, Cr, aparezca en el primer lanzamiento es 1/2; la de obtener una cara y luego la cruz en el segundo lanzamiento, CaCr, es (1/2)2, es decir, 1/4; la de obtener la primera cruz en el tercer lanzamiento, CaCaCr, es (1/2)3, es decir, 1/8; y así sucesivamente. Con esas probabilidades y las posibles ganancias asociadas a ellas, se puede calcular la esperanza matemática del juego: (2 × 1/2) + (4 × 1/4) + (8 × 1/8) + (16 × 1/16) + … (2N × (1/2)N) + … Todos los productos valen 1 y, como hay un número infinito de ellos, la suma es infinita. Es evidente que la esperanza matemática no es capaz de reflejar nuestra intuición cuando nos preguntamos si tendríamos algún inconveniente en pagar 1.000 dólares por tener el honor de jugar a ese juego.
Daniel Bernoulli, un matemático del siglo XVIII, propuso una manera de abordar este problema. Según Bernoulli, la alegría que provoca un incremento de riqueza (o la tristeza que conlleva una disminución) es «inversamente proporcional a la cantidad de bienes poseídos con anterioridad». Cuando menos dólares se tiene, más se aprecia ganar un dólar y más se teme perderlo y, por tanto, para casi cualquier persona la idea de perder 1.000 dólares contrarresta la posibilidad remota de ganar, por ejemplo, 1.000 millones de dólares.
Lo importante es la «utilidad» que para una persona tienen los dólares que gana. Esa «utilidad» disminuye drásticamente a medida que se ganan más y más dólares. (Éste es un argumento nada despreciable que utilizan los defensores de la imposición progresiva). Por esta razón, los inversores (o los jugadores) no se preocupan tanto de la cantidad de dinero en juego, sino de la utilidad que esa cantidad de dinero tiene para el inversor (o jugador). La paradoja de San Petersburgo se desvanece, por ejemplo, si consideramos una función de utilidad de tipo logarítmico, con la que se intenta reflejar la satisfacción suavemente decreciente de ganar dinero y que implica que la esperanza matemática del juego anterior deja de ser infinita. En otras versiones del juego, aquellas en las que los pagos finales aumentan más deprisa todavía, se necesitan funciones de utilidad de decrecimiento más suaves, de forma que la esperanza matemática se mantenga finita.
La percepción de la utilidad también varía según las personas. Para algunos, hacerse con su dólar número 741.783.219 es casi tan atractivo como ganar el primero; para otros, en cambio, su dólar número 25.000 carece prácticamente de valor. Posiblemente haya menos gente de ésta, aunque en sus últimos años mi padre se acercó mucho. Su actitud sugiere que las funciones de utilidad varían no sólo según los individuos sino con el tiempo. Por otra parte, es posible que la utilidad no pueda describirse tan fácilmente mediante funciones ya que, por ejemplo, existen muchas variantes en la percepción de la utilidad del dinero a medida que uno se va haciendo mayor o cuando dispone de una fortuna de X millones de dólares. Con esto, volvemos al ensayo de Virgina Woolf.
John Maynard Keynes escribió: «Los hombres prácticos, que se creen al margen de cualquier influencia intelectual, suelen ser esclavos de algún economista difunto. Están locos por la autoridad, oyen voces y sacan su delirio de algún chupatintas académico de unos pocos años de antigüedad». Un corolario de esta afirmación es que los gestores de fondos y los gurús del mercado bursátil, cuyo trabajo consiste en dar consejos y opiniones sobre las inversiones, suelen extraer sus ideas de algún profesor de economía financiera de la generación anterior, en general ganador del Premio Nobel.
Para tener una idea de lo que han escrito dos de estos «nobelistas», supongamos que usted es un gestor de fondos que pretende medir la esperanza matemática del rendimiento y la volatilidad (riesgo) de una cartera. En el contexto del mercado bursátil, una cartera no es más que una colección de diversas acciones —un fondo de inversión colectiva, por ejemplo, o un batiburrillo de productos misteriosamente seleccionados o una herencia de pesadilla con una serie de distintos valores, todos ellos en el ámbito de las telecomunicaciones—. Las carteras que, como en el caso de esta última, tienen una diversificación tan restringida, suelen experimentar una restricción paralela de su valor. ¿Cómo pueden elegirse con sensatez las acciones de forma que el rendimiento de la cartera sea máximo y los riesgos mínimos?
Imaginemos una cartera con sólo tres títulos: Abbey Roads, Barkley Hoops y Consolidated Fragments. Supongamos también que el 40 por ciento (40.000 dólares) de la cartera de 100.000 dólares corresponde a Abbey, el 25 por ciento a Barkley y el 35 por ciento restante a Consolidated. Consideremos además que la esperanza matemática de la tasa de rendimiento de Abbey es del 8 por ciento, la de Barkley es del 13 por ciento y la de Consolidated del 7 por ciento. Con los pesos anteriores, se puede calcular la esperanza matemática del rendimiento de la cartera: (0,40 × 0,08) + (0,25 × 0,13) + (0,35 × 0,07), que es igual a 0,089, es decir, el 8,9 por ciento.
¿Por qué no invertir todo el dinero en Barkley Hoops, ya que tiene la tasa de rendimiento más elevada de los tres títulos? La respuesta tiene que ver con la volatilidad y con el riesgo de no diversificar los títulos, de poner todos los huevos en la misma cesta. (Como ocurrió a raíz de mi desgraciada experiencia con WorldCom, el resultado puede perfectamente acabar siendo un huevo aplastado sobre la cara del protagonista o la transformación de un nido de huevos en huevos revueltos. Lo siento, pero todavía hoy la simple mención de ese título me trastorna a veces). Sin embargo, si un inversor no se considera afectado por el riesgo y sólo desea obtener el máximo rendimiento, lo mejor es invertir todo el dinero en Barkley Hoops.
Así pues, ¿cómo se determina la volatilidad —es decir, sigma, la desviación estándar— de una cartera? Para calcular la volatilidad de una cartera, ¿se han de atribuir pesos a las volatilidades de los títulos de las distintas empresas como ya se atribuyeron a las tasas de rendimiento? En general, no se puede hacer así, pues los comportamientos de los distintos títulos no son siempre independientes unos de otros. Cuando uno de ellos sube como consecuencia de alguna novedad, las posibilidades de subida o bajada de los demás pueden verse afectadas, lo cual influye a su vez en la volatilidad global.
Vamos a ilustrar esta situación con una cartera todavía más sencilla, con sólo dos títulos: Hatfield Enterprises y McCoy Productions. Ambas son objeto de muchos chismes, pero la historia nos indica que cuando una va bien, la otra se resiente, y viceversa, y que la posición dominante de las empresas pasa periódicamente de una a otra. Tal vez Hatfield produce palas quitanieves y McCoy fabrica bronceadores. Para ser más concretos, supongamos que la mitad del tiempo la tasa de rendimiento de Hatfield es del 40 por ciento y la otra mitad del −20 por ciento, de forma que la esperanza matemática de la tasa de rendimiento es (0,50 × 0,40) + (0,50 × (−0,20)), que es igual a 0,10, es decir, el 10 por ciento. Las tasas de rendimiento de McCoy son las mismas, pero, insistimos, McCoy va bien cuando Hatfield va mal, y viceversa.
La volatilidad de ambas empresas también es la misma. Recordemos la definición: primero se buscan los cuadrados de las desviaciones de la media del 10 por ciento, o 0,10. Estos cuadrados con (0,40 − 0,10)2 y (−0,20 − 0,10)2, o 0,09 y 0,09. Como cada uno de ellos se produce durante la mitad del tiempo, la varianza es (0,50 × 0,09) + (0,50 × 0,09), que es igual a 0,09. La raíz cuadrada de 0,09 es 0,3, es decir, el 30 por ciento. Es la desviación estándar o volatilidad de cada una de las tasas de rendimiento de las empresas.
Ahora bien, ¿qué sucede si no escogemos uno u otro título y preferimos dividir nuestros fondos de inversión en dos mitades iguales, cada una para una empresa? En ese caso, la mitad de nuestra inversión siempre nos dará unas ganancias del 40 por ciento y la otra mitad unas pérdidas del −20 por ciento, pero la esperanza matemática del rendimiento sigue siendo del 10 por ciento. Sin embargo, ese 10 por ciento es constante. ¡La volatilidad de la cartera es nula! La causa es que los rendimientos de estos dos títulos no son independientes, sino que están correlacionados negativamente a la perfección. Obtenemos el mismo rendimiento medio si compramos acciones de Hatfield o de McCoy, pero sin riesgo alguno. Es algo positivo, pues nos enriquecemos sin tener que preocuparnos de quién gana en la batalla entre los Hatfield y los McCoy.
Como es evidente, es difícil encontrar títulos que estén correlacionados negativamente a la perfección, pero no es necesario. Mientras los títulos no estén correlacionados positivamente a la perfección, la volatilidad de los títulos de la cartera disminuirá. Es más, una cartera de valores del mismo sector será menos volátil que los títulos que la componen, mientras que una cartera formada por Wal-Mart, Pfizer, General Electric, Exxon y Citigroup, los mayores títulos de sus respectivos sectores, proporcionará una mayor protección frente a la volatilidad. Para determinar la volatilidad de una cartera en general, se necesita el concepto de «covarianza» (estrechamente ligado al coeficiente de correlación) entre dos títulos X e Y de la cartera. La covarianza entre dos títulos es aproximadamente igual al grado con el que varían juntos, es decir, indica hasta qué punto un cambio experimentado por uno es proporcional a un cambio del otro.
Hay que señalar que, a diferencia de otros contextos en los que se establece la distinción entre covarianza (o, en términos más sencillos, correlación) y causalidad, normalmente el mercado no lo hace. Si un aumento de la cotización de una empresa de helados está correlacionada con un aumento de la cotización de una empresa de cortacéspedes, pocos se preguntan si la asociación es causal o no. Lo importante es utilizar esa asociación, no tanto entenderla, y acertar en lo que respecta al mercado, pero no necesariamente acertar en lo que respecta a las razones reales.
Una vez establecida esta distinción, tal vez algunos de ustedes preferirán saltarse los tres párrafos siguientes en los que se calcula la covarianza e ir directamente al que comienza por «Por ejemplo, sea H el coste …».
Desde un punto de vista técnico, la covarianza es la esperanza matemática del producto de la desviación con respecto a la media de uno de los títulos por la desviación con respecto a la media del otro. Es decir, la covarianza es la esperanza matemática del producto [(X −μX) × (Y−μY], siendo μX y μY las medias de X e Y, respectivamente. Por tanto, si los títulos varían juntos, cuando aumenta la cotización de uno, lo más probable es que la del otro también aumente, con lo cual ambas desviaciones con respecto a la media serán positivas y su producto también lo será. Por el contrario, cuando disminuye la cotización de uno, lo más probable es que la del otro también lo haga, con lo cual ambas desviaciones con respecto a la media serán negativas y su producto será positivo. Sin embargo, si las cotizaciones varían inversamente, es decir, si aumenta (o disminuye) la cotización de un título, lo más probable es que la del otro disminuya (o aumente), de manera que la desviación de un título será positiva y la del otro negativa, y el producto será negativo. En general, lo que nos interesa es tener covarianzas negativas.
La noción de covarianza permite conocer la varianza de una cartera con dos títulos, siendo p el porcentaje del título X y q el del título Y. Lo único que se necesita saber es la expresión del cuadrado de la suma de dos números. (Recordemos que esa expresión es: (A + B)2 = A2 + B2 + 2AB). Por definición, la varianza de la cartera, (pX + qY), es la esperanza matemática de los cuadrados de sus desviaciones con respecto a la media, pmX + qmY. Es decir, la varianza de (pX + qY) es la esperanza matemática de [(pX + qY)−(pμX + qμY)]2, que, después de reordenar los términos, se escribe [(pX−pμX) + (qY −qμY)]2. Gracias a la expresión anterior se obtiene que es igual a la esperanza matemática de [(pX−pμX)2 + (qY −qμY)2 + 2 × (pX−pμX) × (qY − qμY)].
Si nos fijamos en las p y las q y factorizamos, comprobaremos que la varianza de la cartera, (pX + qY), es igual a [(p2 × la varianza de X) + (q2 × la varianza de Y) + (2pq × la covarianza de X e Y)]. Si los títulos varían negativamente (es decir, si tienen una covarianza negativa), la varianza de la cartera se reduce en una cantidad igual al último factor. (En el caso de los títulos de Hatfield y McCoy, la varianza se reducía a cero). Y si varían positivamente (es decir, si tienen una covarianza positiva), la varianza de la cartera aumenta en una cantidad igual al último factor, una situación que deseamos evitar, puesto que la volatilidad y el riesgo son elementos que perturban nuestra tranquilidad de espíritu y de estómago.
Por ejemplo, sea H el coste de una vivienda seleccionada al azar en un barrio determinado e I los ingresos de su propietario; en ese caso, la varianza de (H + I) es mayor que la varianza de H más la varianza de I. Los propietarios de viviendas caras suelen tener unos ingresos más elevados, de forma que los extremos de la suma representada por el coste de la casa más los ingresos del propietario serán considerablemente mayores de lo que serían si el coste de la casa y los ingresos no tuviesen una covarianza positiva.
De igual forma, si C es el número de clases a las que no ha asistido durante el año un alumno seleccionado al azar en una escuela grande y S la nota de su examen final, entonces la varianza de (C + S) es menor que la varianza de C más la varianza de S. Los estudiantes que faltan a muchas clases normalmente obtienen resultados peores (aunque no siempre), de forma que los extremos de la suma representada por el número de clases a las que no ha asistido más la nota del examen final serán considerablemente menores de lo que serían si el número de clases y la nota final no tuviesen una covarianza negativa.
Como ya hemos indicado, cuando los inversores eligen los títulos para formar una cartera diversificada, normalmente prefieren las covarianzas negativas. Desean operar con títulos como los de Hatfield y McCoy y no con los de
WorldCom, por poner un ejemplo, u otros títulos del sector de las telecomunicaciones. Con tres o más títulos en una cartera, es necesario utilizar los pesos de las acciones en la cartera, así como las definiciones anteriores, para poder calcular la varianza y la desviación estándar de la cartera. (Las manipulaciones algebraicas necesarias son pesadas, pero muy sencillas). Por desgracia, hay que calcular las covarianzas entre todos los posibles pares de títulos de la cartera, pero existen programas, listados de datos bursátiles y ordenadores rápidos que permiten determinar bastante rápidamente el riesgo de una cartera (volatilidad, desviación estándar). Se puede reducir con cuidado el riesgo de una cartera al mínimo sin menoscabar su tasa de rendimiento.
Existe una gran variedad de fondos de inversión colectiva y muchos comentaristas han señalado que su número es mayor que el de títulos bursátiles, como si ese fuese un hecho sorprendente. No lo es. En términos matemáticos, un fondo es simplemente un conjunto de títulos y, por lo menos en teoría, hay muchos más fondos posibles que títulos. Cualquier conjunto de N títulos (personas, libros, discos compactos) tiene 2N subconjuntos. Por tanto, si en todo el mundo hubiese 20 títulos, habría 220 o aproximadamente un millón de posibles subconjuntos de dichos títulos, un millón de posibles fondos de inversión colectiva. Como es normal, muchos de esos subconjuntos no tienen razón de ser, pues para constituir un fondo se necesita algo más: un mecanismo interno compensatorio que garantice la diversificación y una volatilidad baja.
Se puede incluso aumentar el número de posibilidades y ampliar la noción de diversificación. En lugar de buscar títulos concretos o sectores enteros que presenten correlaciones negativas, se pueden buscar intereses que tengan correlaciones negativas entre sí. Por ejemplo, los intereses financieros y los sociales. Hay carteras que pretenden ser socialmente progresistas y políticamente correctas, pero en general los resultados no son apabullantes. Menos atrayentes todavía me resultan los fondos que son regresivos desde el punto de vista social y políticamente incorrectos, aunque den buenos resultados. En esta última categoría mucha gente mencionaría el tabaco, el alcohol, los programas de defensa, la comida rápida y otros.
Desde el punto de vista de los ardientes defensores de las causas más diversas, la existencia de estos fondos políticamente incorrectos sugiere una estrategia no estándar que explota la existencia de una correlación negativa que a veces existe entre los intereses financieros y los sociales. Invierta usted en fondos asociados a empresas cuya actividad le desagrada y si los fondos dan buenos rendimientos ganará dinero, que podría servir, si así lo desea, para contribuir a las causas políticas que usted defiende. Si los fondos van mal, puede alegrarse de que esas empresas no estén prosperando, lo cual hará aumentar sus ganancias psíquicas.
Este tipo de «diversificación» tiene muchas aplicaciones. A veces la gente trabaja en organizaciones cuyos objetivos o productos consideran poco atrayentes y utilizan una parte de su salario para contrarrestar dichos objetivos o productos. Llevado el caso al límite, la diversificación es un mecanismo que utilizamos con naturalidad cuando se trata de afrontar las inevitables transacciones de nuestras vidas cotidianas.
Trasladar la noción de diversificación a estos campos es complicado por diversos motivos. Uno es que siempre es problemático cuantificar las contribuciones y los beneficios. ¿Cómo se atribuye un valor numérico a los esfuerzos desplegados o a sus consecuencias? El número de posibles «fondos», subconjuntos de todos los posibles intereses, crece exponencialmente.
Otro problema consiste en la lógica de la noción de diversificación. Hay situaciones de la vida en que esta lógica tiene sentido; por ejemplo, aquellas con las que, combinando trabajo, ocio, familia, experiencias personales, estudio, amistades, dinero y demás, conseguimos más satisfacciones que en otras situaciones, por ejemplo, una vida dedicada solo al trabajo o librada por entero al más puro hedonismo. Sin embargo, la diversificación puede no ser adecuada cuando se intenta tener cierto impacto personal. Es lo que sucede con la caridad, por ejemplo.
El economista Steven Landsburg sostiene que las personas diversifican cuando invierten en su propia protección, pero cuando contribuyen a empresas de caridad, para las que las contribuciones son una fracción pequeña del total, el objetivo suele ser ayudar lo más posible. Como en ese caso no se incurre en ningún riesgo, si estamos convencidos de que la Asociación de Madres contra la Conducción de Vehículos en Estado de Ebriedad es preferible a la Sociedad Nacional contra el Cáncer o la Asociación Nacional del Corazón, ¿por qué hemos de repartir nuestros caritativos dólares entre ellas? La cuestión no consiste en garantizar que nuestro dinero sirva para algo bueno, sino conseguir que lo bueno que haga sea máximo. Existen otras situaciones en las que es preferible concentrar los esfuerzos que diversificarlos.
Las extensiones metafóricas de la noción de diversificación pueden ser muy útiles, pero si las utilizamos sin sentido crítico podemos hacer el ridículo.
Volvamos a asuntos más cuantitativos. En general, seleccionamos los títulos de forma que cuando unos bajen los otros suban (o, por lo menos, no bajen tanto como los anteriores) y, por tanto, nos proporcionen un tasa de rendimiento saneada y con el menor riesgo posible. Más concretamente, dada una cartera de acciones, desmenuzamos los números que describen los resultados anteriores y deducimos estimaciones de los posibles beneficios, volatilidades y covarianzas, que utilizaremos a su vez para determinar los posibles beneficios y volatilidades de la cartera en su conjunto. En los años cincuenta, el economista Harry Markowitz, galardonado con el Premio Nobel y uno de pioneros de este enfoque, desarrolló unas técnicas matemáticas para el cálculo de todas estas magnitudes, representó gráficamente los resultados obtenidos para algunas carteras (los ordenadores no eran lo suficientemente rápidos como para hacer mucho más) y definió lo que llamó la «frontera eficiente» de una cartera.
Si se utilizasen las mismas técnicas y se representasen gráficos análogos para una amplia gama de las carteras actuales, ¿qué se obtendría? Si se representa la volatilidad, o mejor el grado de volatilidad de las carteras, sobre el eje horizontal y las tasas de rendimiento sobre el eje vertical, se obtendría un enjambre de puntos. Cada punto representaría una cartera cuyas coordenadas serían su volatilidad y su tasa de rendimiento, respectivamente. También se observaría que de todas las carteras con un nivel de riesgo determinado (es decir, la volatilidad, la desviación estándar), una de ellas tendría la tasa de rendimiento más elevada. Al unir ese punto con los correspondientes a otros niveles de riesgo se obtiene una curva, la frontera eficiente de Markowitz de las carteras óptimas.
Cuanto mayor es el riesgo de una cartera en la curva de la frontera eficiente, mayor es la tasa de rendimiento que puede esperarse de ella. En buena parte, la razón es que los inversores tienen aversión al riesgo, lo cual hace que las acciones de alto riesgo sean baratas. La idea es que los inversores deciden situarse a un nivel determinado de riesgo con el que se sienten cómodos y entonces escogen la cartera que proporciona la tasa de rendimiento más elevada para ese nivel de riesgo. A esta afirmación la llamaremos «Variación Uno» de la teoría de selección de carteras.
No permitamos que esta formulación matemática nos impida apreciar la generalidad del fenómeno psicológico. Por ejemplo, los ingenieros de la industria del automóvil han observado que los avances en el diseño de los elementos de seguridad (como pueden ser el sistema de frenado antibloqueo) se traducen normalmente en una mayor soltura en la conducción y en una mayor velocidad a la hora de pisar el acelerador. Mejoran las prestaciones pero no la seguridad. Al parecer, la gente escoge un nivel de riesgo con el que se sienten cómodos y esperan obtener los mayores beneficios (prestaciones) posibles.
A partir de ese equilibrio entre riesgo y beneficio, William Sharpe propuso en los años sesenta lo que en la actualidad es la forma habitual de medir la prestación de una cartera. Se define como la relación entre el beneficio extraordinario de una cartera (la diferencia entre la esperanza matemática del beneficio de la cartera y el beneficio de una letra del tesoro sin riesgo) y la volatilidad (desviación estándar) de la cartera. Una cartera con una tasa de rendimiento alta, pero con una volatilidad en forma de montaña rusa, tendrá una medida de Sharpe no excesivamente elevada. En cambio, una cartera con una tasa de rendimiento moderada, pero con una volatilidad que genere menos ansiedad, tendrá una medida de Sharpe más alta.
La teoría de la selección de los valores de una cartera tiene muchas más complicaciones. Como sugiere la propia medida de Sharpe, una complicación importante es la existencia de inversiones exentas de riesgo, como las letras del tesoro de Estados Unidos. Tienen una tasa de rendimiento fija y, en lo esencial, su volatilidad es nula. Los inversores siempre pueden invertir en esos activos sin riesgo y pueden asimismo pedir prestado a tipos de interés sin riesgo. Es más, pueden combinar inversiones sin riesgo en forma de letras del tesoro con una cartera de valores con riesgo.
Según la «Variación Dos» de la teoría de selección de carteras, existe una y una sola cartera óptima de valores en la frontera eficiente y que posea la propiedad de que una combinación de dicha cartera y una inversión sin riesgo (sin tener en cuenta la inflación) constituya una serie de inversiones que presenten las tasas de interés más elevadas para un nivel de riesgo determinado. Si el inversor no desea correr ningún riesgo, tendrá que invertirlo todo en letras del tesoro. Si se encuentra cómodo en un determinado nivel de riesgo, tendrá que invertirlo todo en esa cartera óptima de valores. Como alternativa, si desea dividir su inversión entre ambos sistemas, tendrá que poner p% de ésta en letras del tesoro sin riesgo y (100 −p)% en la cartera óptima con riesgo si desea obtener una tasa de rendimiento de [p × (rendimiento sin riesgo) + (1 − p) × (cartera de valores)]. El inversor también puede invertir más dinero del que tiene pidiendo prestado a un tipo sin riesgo e invirtiendo ese dinero en una cartera con riesgo.
En esta forma refinada de selección de carteras, todos los inversores escogen la misma cartera óptima de valores y luego ajustan el riesgo que desean correr haciendo aumentar o disminuir el porcentaje, p, de los valores en cartera que prefieren tener en letras del tesoro exentas de riesgo.
Es más fácil decirlo que hacerlo. En ambas variaciones las operaciones matemáticas necesarias exigen a los inversores disponer de una gran capacidad de cálculo, dado que hay que realizar un sinfín de operaciones con datos continuamente renovados. En definitiva, las tasas de rendimientos, las varianzas y las covarianzas han de calcularse a partir de los datos más recientes. En una cartera de 20 títulos hay que calcular la covarianza de cada par de títulos, es decir, (20 × 19)/2, es decir, 190 covarianzas. Si el número de títulos alcanza los 50, hay que calcular (50 × 49)/2, es decir, 1.225 covarianzas. Si hay que hacer esos cálculos para distintas clases de carteras, se necesitará una potencia de cálculo muy considerable.
Para evitar una gran parte de esa pesada carga consistente en actualizar los datos y calcular todas las covarianzas, las fronteras eficaces y las carteras óptimas con riesgo, Sharpe, otro economista que fue galardonado con el Premio Nobel, desarrolló (junto a otros) lo que se ha llamado el «modelo de índice único». En esta «Variación Tres» no se relaciona la tasa de rendimiento de la cartera con todos los posibles pares de títulos que contiene sino con el cambio que experimenta un índice determinado, capaz de representar el mercado bursátil en su conjunto. Si un valor o una cartera están configurados de manera que, estadísticamente, sean más volátiles en proporción que el mercado bursátil en su conjunto, entonces los cambios que experimentará éste supondrán cambios exagerados en el título o la cartera. Si son relativamente menos volátiles que el mercado bursátil en su conjunto, entonces los cambios de éste supondrán cambios moderados en el título o la cartera.
La continuación lógica de estas consideraciones es el llamado Modelo de Fijación de Precios de Activos de Capital, según el cual el beneficio extraordinario que se espera obtener de un título o una cartera (la diferencia entre la esperanza matemática del beneficio de la cartera, Rp, y el beneficio de las letras del tesoro sin riesgo, Rf) es igual a la muy conocida letra griega beta, cuyo símbolo es β, multiplicada por el beneficio extraordinario que se espera obtener del mercado bursátil en general (la diferencia entre la esperanza matemática del beneficio del mercado, Rm, y el beneficio de las letras del tesoro sin riesgo, Rf). En términos algebraicos se puede escribir: (Rp− Rf) = β(Rm − Rf). Por tanto, si podemos conseguir con seguridad un 4 por ciento con las letras del tesoro y si la esperanza matemática de un fondo indicador amplio del mercado es del 10 por ciento y si la volatilidad relativa, beta, de nuestra cartera es 1,5, entonces el beneficio que podemos esperar de la cartera se obtiene resolviendo la expresión (Rp − 4%) = 1,5(10% − 4%), con lo que el valor de Rp es del 13 por ciento. Una beta de 1,5 significa que el título o la cartera ganan (o pierden) por término medio un 1,5 por ciento por cada 1 por ciento de ganancia (o pérdida) del mercado bursátil en su conjunto.
Las betas de los títulos de las empresas de alta tecnología como WorldCom suelen ser bastante mayores que la unidad, lo cual implica que, en su caso, se amplifican los cambios experimentados por el mercado en su conjunto, tanto al alza como a la baja. Esos títulos son más volátiles y, por tanto, comportan mayores riesgos. Por el contrario, las betas de las compañías de servicios son a menudo inferiores a la unidad, con lo cual los cambios del mercado en su conjunto quedan amortiguados. Si la beta de una empresa es 0,5, entonces la esperanza matemática del beneficio se obtiene resolviendo la expresión (Rp − 4%) = 0,5(10% − 4%), es decir, Rp es igual al 7 por ciento. Se observa que para las letras del tesoro a corto plazo, cuyos beneficios no varían en absoluto, beta es igual a cero. En resumen: beta cuantifica el grado de fluctuación de un título o una cartera en función de las fluctuaciones del mercado. No es lo mismo que la volatilidad.
Hasta ahora todo ha sido coser y cantar, pero es aconsejable manejar con cuidado todos estos modelos de selección de carteras. En concreto, en la «Variación Tres» podemos preguntamos de dónde sale el número beta. ¿Quién nos dice que nuestro título o nuestra cartera será un 40 por ciento más volátil o un 25 por ciento menos que el mercado bursátil en su conjunto? Para determinar beta de forma aproximada se puede hacer lo siguiente. Primero se comprueba cuál es el cambio del mercado bursátil en su conjunto a lo largo de los tres últimos meses; supongamos que es un 3 por ciento. Luego se comprueba el cambio del precio del título o la cartera durante el mismo periodo; supongamos que es un 4,1 por ciento. Se repite la misma operación para los tres meses anteriores a los últimos —supondremos que los números que se obtienen son el 2 por ciento y el 2,5 por ciento, respectivamente— y para los tres meses anteriores a éstos, supondremos en este caso que se obtienen el −1,2 por ciento y el −3 por ciento, respectivamente. Se sigue repitiendo el proceso unas cuantas veces y se representan los puntos (3%, 4,1%), (2%, 2,5%), (−1,2%, −3%), y así sucesivamente, sobre un gráfico. En la mayoría de los casos, si uno se esmera, verá algún tipo de relación lineal entre los cambios del mercado y los del título o la cartera, en cuyo caso podrán utilizarse los conocidos métodos matemáticos para determinar la recta que más se ajusta a dichos puntos. La pendiente de esa recta es igual a beta.
Un problema que plantea beta es que las empresas cambian con el tiempo, algunas veces muy deprisa. Por ejemplo, AT&T o IBM no son las mismas empresas que hace 20 años o tan sólo hace dos años. ¿Por qué habría que esperar que la volatilidad relativa, beta, de una empresa se mantuviese constante? En el otro sentido, se plantea una dificultad parecida. A veces beta tiene un valor limitado a corto plazo y es distinto según el índice que se ha escogido para comparar los títulos y según el periodo de tiempo considerado. También hay otro problema, y es que beta depende de los beneficios del mercado y éstos dependen de la definición que se haga de éste, a saber, sólo el mercado bursátil y no el mercado de títulos, bonos, propiedades inmobiliarias, etcétera. Pese a todas estas limitaciones, no obstante, beta puede ser una noción útil si conseguimos no hacer de ella un fetiche.
Se puede comparar beta con la capacidad de reacción y de expresión emocional de distintas personas. Algunas responden a la más mínima noticia positiva con explosiones de alegría y a cualquier pequeña noticia negativa con gran desesperación. En el otro extremo del espectro emocional están aquellos que dicen «¡oh!» cuando por descuido tocan una plancha caliente y sólo se permiten un «¡Dios mío!» cuando les toca la lotería. Los primeros tienen una beta emocional elevada, los últimos una beta emocional baja. Una persona con una beta nula sería aquella que careciese de conciencia, tal vez por un exceso de beta bloqueantes para la tensión arterial. Sin embargo, de cara a predecir el comportamiento de los seres humanos, no es muy afortunado ese lugar común según el cual las betas emocionales de las personas varían en función de los estímulos a los que hacen frente. No pondré ningún ejemplo, pero ésta puede ser la mayor limitación que tenga el factor beta como medida de la volatilidad relativa de un título o una cartera, pues las betas varían en función del tipo de estímulos a los que tiene que hacer frente una empresa.
Con independencia de las diversas sofisticaciones de la teoría de selección de carteras, hay un punto que conviene destacar: las carteras, a pesar de ofrecer, en general, menos riesgos que los títulos individuales, también están sujetas a riesgos (como ponen de manifiesto los millones de planes de pensiones en Bolsa). A partir de las nociones de varianza y covarianza y algunas hipótesis razonables se puede demostrar fácilmente que ese riesgo tiene dos partes. Por un lado, la parte sistemática, que está relacionada con los movimientos globales del mercado y, por otro, la parte no sistemática, que es una característica de los títulos que componen la cartera. Esta última parte puede eliminarse o «diversificarse hasta hacerla desaparecer» mediante una selección adecuada de los títulos. Bastará una treintena. Sin embargo, hay un núcleo irreducible, propio del mercado, que no puede evitarse. Este riesgo sistemático depende de la beta de la cartera.
Más o menos, esto es lo esencial de beta. A las críticas que hemos planteado arriba habría que añadir los problemas derivados de hacer encajar un mundo no lineal en un molde lineal.