Si el movimiento de las cotizaciones en Bolsa es aleatorio, o casi, los instrumentos del análisis técnico no son sino una reconfortante serie de disparates que proporcionan una falsa impresión de control y el placer de utilizar una jerga especializada. Pueden resultar especialmente atrayentes para quienes tienen tendencia a atribuir un significado personal a los sucesos aleatorios.
Incluso algunos estudiosos de las ciencias sociales parecen no darse cuenta de que si se busca una correlación entre dos atributos cualesquiera seleccionados al azar en una población muy grande, siempre es posible encontrar alguna asociación pequeña, pero estadísticamente significativa, entre ellos. Carece de importancia que los atributos sean el carácter étnico y el perímetro de las caderas o (cualquier medida de) la ansiedad y el color del pelo, o tal vez la cantidad de maíz dulce consumido al año o el número de clases de matemáticas cursados en la escuela. A pesar de la significación estadística de la correlación (su escasa probabilidad de que se produzca por casualidad), es probable que no sea significativa en la práctica, debido a la presencia de muchas variables que aumentan el grado de confusión. Es más, dicha correlación no confirma necesariamente la explicación (a menudo ad hoc) que lleva consigo y que pretende hacer entender por qué la gente que come mucho maíz ha cursado más clases de matemáticas. Siempre se pueden encontrar historias superficialmente plausibles: es más probable que los comedores de maíz vivan en la zona norte de la región del medio oeste, donde la tasa de fracaso escolar es baja.
Para satisfacer sus necesidades y preocupaciones, la gente suele inventar historias muy logradas acerca de las subidas y bajadas del mercado de valores. Durante la época alcista del mercado, en la década de los noventa, los inversores tenían tendencia a considerarse «genios perspicaces». En épocas más recientes, con mercados a la baja, se solían calificar más bien de «idiotas ignorantes».
Mi propia familia no es ajena a la tentación de fabricar historias que pretenden justificar los éxitos y fracasos financieros del pasado. Cuando era niño, mi abuelo me explicaba anécdotas divertidas sobre temas tan diversos como su juventud en Grecia, la gente rara que había conocido y las proezas de los White Sox de Chicago y su eficaz segunda base «Fox Nelson» (en realidad se llamaba Nelson Fox). Mi abuelo era voluble, divertido y testarudo. Sin embargo, sólo se refería muy sucinta y ocasionalmente a un revés financiero que modificó su vida de forma sustancial. Siendo un joven inmigrante sin estudios, trabajó en restaurantes y tiendas de golosinas. Con los años, consiguió comprar ocho de éstas y dos de aquellos. Necesitaba azúcar para sus tiendas de golosinas, lo cual le llevó a especular en los mercados del azúcar y hacer una fuerte apuesta —nunca fue muy explícito acerca de los detalles de la operación— por una cuantiosa remesa de azúcar. Al parecer, invirtió todo lo que tenía en ese asunto, pocas semanas antes de que se hundiera el mercado del azúcar. Otra versión atribuía su pérdida a no haber asegurado de forma adecuada el cargamento de azúcar. En cualquier caso, lo perdió todo y nunca llegó a recuperarse financieramente. Le recuerdo diciéndome con tristeza: «Johnny, hubiera sido una persona muy, muy rica. Tendría que haberme dado cuenta». Los datos básicos de la historia me produjeron una honda impresión, pero mi reciente experiencia, menos calamitosa, con WorldCom me ha hecho sentir más de cerca su dolor.
Esta poderosa tendencia natural a atribuir significados de lo más diverso a los acontecimientos aleatorios nos hace vulnerables ante todos aquellos que explican historias atractivas sobre dichos acontecimientos. En las manchas de Rorschach que alguien pone al azar ante nuestros ojos, vemos a menudo lo que queremos ver o lo que los que pronostican el futuro económico nos quieren hacer ver, y éstos sólo se distinguen de los videntes de feria en la cuantía de sus honorarios. La confianza, justificada o no, es convincente, especialmente cuando no hay muchos hechos definitivos al respecto. Por eso los expertos bursátiles parecen mucho más seguros que, por ejemplo, los comentaristas deportivos, quienes, comparativamente, son mucho más francos a la hora de reconocer el enorme papel que desempeña la suerte.
La hipótesis del mercado eficiente suele fecharse formalmente en la década de los sesenta, a raíz de la tesis de Eugene Fama en 1964 y los trabajos de Paul Samuelson, premio Nobel de Economía, y otros. Sin embargo, su origen se sitúa mucho antes, en 1900, en un trabajo de Louis Bachelier, un alumno del gran matemático francés Henri Poincaré. Según esta hipótesis, en un momento determinado las cotizaciones de los valores en Bolsa reflejan toda la información relevante sobre el mercado. Fama lo expresó de la siguiente manera: «En un mercado eficiente, la competencia entre los numerosos participantes inteligentes da lugar a una situación en la cual, en cualquier instante, los precios reales de los distintos valores ya reflejan los efectos de la información basada tanto en acontecimientos que ya se han producido como en acontecimientos que el mercado espera, a partir de este momento, que se produzcan en el futuro».
Existen diversas versiones de esta hipótesis que dependen de la información que se considere reflejada en las cotizaciones bursátiles. Su versión menos estricta sostiene que en la cotización ya se encuentra reflejada toda la información sobre los precios anteriores y, como consecuencia, resultan inútiles todas las reglas y modelos del análisis técnico discutidos en el capítulo 3. Según una versión algo más estricta, en la cotización ya está reflejada toda la información que el público tiene acerca de una empresa y, por consiguiente, son innecesarios los estudios sobre beneficios e intereses y otros elementos del análisis fundamental discutidos en el capítulo 5. Esta versión más estricta sostiene que en la cotización ya está reflejada todo tipo de información y, como consecuencia, resulta inútil incluso la información de la que sólo se dispone en el interior de la empresa.
Es posible que esta última versión, más absurda, de la hipótesis fuese el origen del conocido chiste relativo a dos teóricos del mercado eficiente que están dando un paseo por la calle: de repente ven un billete de cien dólares en un rincón y pasan de largo, argumentando que, si fuese real, ya lo hubiese cogido alguien. Y, como siempre, hay un chiste sobre bombillas. Pregunta: ¿cuántos teóricos del mercado eficiente hacen falta para cambiar una bombilla? Respuesta: ninguno. Si fuese necesario cambiar la bombilla, el mercado ya lo hubiese hecho. Los teóricos del mercado eficiente suelen confiar en las inversiones pasivas tales como los fondos indicadores, que intentan ajustarse a un índice bursátil dado como el S&P 500. John Bogle, el fundador del fondo Vanguard y previsiblemente un defensor de los mercados eficientes, fue el primero en ofrecer ese tipo de fondos a la inversión del público en general. Su fondo Vanguard 500 no necesita gestión alguna, ofrece numerosas posibilidades y genera unas comisiones muy bajas; normalmente se comporta mejor que otros fondos gestionados, más caros. Sin embargo, invertir en él tiene un coste: hay que renunciar a toda fantasía de creerse un pistolero perspicaz o un inversor más listo que el mercado.
¿Y por qué estos teóricos creen que el mercado es eficiente? Se dirigen a una legión de inversores de todo tipo que buscan ganancias y utilizan todo tipo de estrategias. Dichos inversores buscan afanosamente cualquier información para abalanzarse sobre ella, por pequeña que sea, aunque sólo tenga que ver remotamente con la cotización de una determinada empresa, y la hacen subir o bajar rápidamente. Como consecuencia de la actuación de esta horda de inversores, el mercado responde con celeridad a la nueva información y ajusta los precios eficientemente para que ésta quede reflejada en ellos. La consecuencia inmediata es que las oportunidades de conseguir un beneficio adicional utilizando las reglas del análisis técnico o fundamental desaparecen antes de poderlas explotar a fondo, y los inversores que las siguen verán que sus beneficios adicionales disminuyen hasta desaparecer, especialmente después de tener en cuenta las comisiones de los agentes y otros costes de transacción. De nuevo, no es que los defensores del análisis técnico o fundamental no ganen dinero. En general ganarán, pero no ganarán más que lo que marque, por ejemplo, el S&P 500.
(La desaparición gradual de las oportunidades de explotación es un fenómeno general que no se produce solamente en el ámbito de la economía. Consideremos el siguiente argumento tomado del mundo del béisbol y aparecido en el libro La grandeza de la vida, de Stephen Jay Gould. Según él, la ausencia de bateadores con promedios superiores a 0,400 desde que Ted Williams bateó a 0,406 en 1941 no se debía a una decadencia de la capacidad de jugar a béisbol, sino a todo lo contrario: un incremento gradual de la preparación física de todos los jugadores, con la consiguiente disminución de la disparidad entre los mejores y los peores. Cuando el talento y la preparación física de los jugadores son tan elevados como en la actualidad, la distribución de los promedios de bateo y de carreras ganadas tienen una menor variabilidad. Los lanzadores considerados «fáciles» por los bateadores son cada vez menos numerosos, así como los bateadores «fáciles» para los lanzadores. Uno de los resultados es que, en la actualidad, los promedios de 0,400 son muy raros. La destreza física de lanzadores y bateadores hace que el «mercado» entre ellos sea más eficiente).
Existe, no obstante, una conexión muy clara entre la hipótesis del mercado eficiente y la afirmación de que el movimiento de las cotizaciones bursátiles es aleatorio. Si las cotizaciones actuales ya reflejan toda la información disponible (es decir, si la información es conocida por todos, en el sentido que se indicaba en el capítulo primero), en ese caso las cotizaciones futuras son impredecibles. Cualquier novedad que pueda tener importancia para predecir la cotización ya ha sido ponderada y asimilada por los inversores, cuyas compras y ventas han ajustado la cotización actual de tal forma que dicha novedad ya queda reflejada. Lo que hará que cambien las cotizaciones en el futuro serán los acontecimientos realmente nuevos (o las nuevas transformaciones de antiguos acontecimientos), es decir, novedades que, por definición, son imposibles de prever. La conclusión es que en un mercado eficiente las cotizaciones bursátiles oscilan de forma aleatoria. No parecen tener en cuenta el pasado y se desplazan según lo que se suele llamar un recorrido aleatorio, en el que cada paso es independiente de los anteriores. Sin embargo, con el tiempo se manifiesta cierta tendencia alcista, como si la moneda que se lanzase al aire tuviese un ligero sesgo.
Cuando se habla de la imposibilidad de anticipar nuevos acontecimientos, hay una historia que me gusta recordar. El protagonista es un estudiante universitario que ha realizado un curso de lectura rápida. Se lo cuenta por carta a su madre, quien responde con otra carta, larga y afectuosa, en la que, más o menos hacia la mitad, le dice: «Ahora que has finalizado este curso de lectura rápida, posiblemente ya hayas acabado de leer esta carta».
De igual forma, los verdaderos descubrimientos o aplicaciones científicas no pueden predecirse, por definición. Resultaría absurdo haber esperado que un periódico de 1890 diera una noticia como la siguiente: «Sólo faltan 15 años hasta que se descubra la relatividad». Para los teóricos del mercado eficiente también es insensato predecir los cambios en el entorno económico de una empresa. Si estas predicciones reflejan una opinión generalmente aceptada, ya han sido tenidas en cuenta. Si no la reflejan, es como si intentásemos predecir algo lanzando monedas al aire.
Con independencia de la opinión que nos merezcan, los argumentos sobre el mercado eficiente que presenta Burton Malkiel en su libro Un paseo aleatorio por Wall Street, además de otras publicaciones, no pueden ser totalmente falsos. En cualquier caso, la mayoría de los fondos de inversión colectiva siguen generando ganancias inferiores a las de, por ejemplo, el fondo Vanguard Index 500. (Este hecho siempre me ha parecido bastante escandaloso). Pero hay otras pruebas a favor de un mercado bastante eficiente. Son pocas las oportunidades de ganar dinero sin correr riesgos, los precios parecen ajustarse rápidamente a las novedades que van apareciendo y la autocorrelación de las cotizaciones día a día, semana a semana, mes a mes y año a año es pequeña (aunque no nula). Es decir, si el mercado se ha comportado bien (o mal) durante cierto tiempo en el pasado, no tiene por qué comportarse bien (o mal) durante un tiempo en el futuro.
Sin embargo, en los últimos años he matizado mis puntos de vista sobre la hipótesis del mercado eficiente y la teoría del recorrido aleatorio. Una de las razones la he encontrado en los escándalos contables de Enron, Adelphia, Global Crossing, Qwest, Tyco, WorldCom, Andersen y muchas otras empresas de esta vergonzosa galería de la infamia, que hacen difícil creer que la información que se tiene sobre un título bursátil se transforme rápidamente en información conocida por todos.
El Wall Street Journal ha publicado durante mucho tiempo los resultados de una serie de competiciones consistentes en seleccionar un conjunto de acciones. Los competidores son un grupo cada vez distinto de analistas del mercado, cuyas selecciones son el resultado de sus propios estudios, y un grupo de jugadores de dardos, cuyas selecciones son fruto del azar. A lo largo de muchos periodos de seis meses, las selecciones de los analistas han dado resultados algo mejores que las de los lanzadores de dardos, pero no mucho más, y existe la creencia de que la selección de los analistas puede influir en la decisión de compra de la gente y, por tanto, provocar un aumento de su precio. Los fondos de inversión colectiva, aunque son menos volátiles que los títulos individuales, también manifiestan cierta indiferencia hacia las decisiones de los analistas, y un año aparecen entre los fondos más atractivos, en el cuarto superior de la lista, y al año siguiente en la parte inferior.
Se esté o no de acuerdo con los mercados eficientes y el movimiento aleatorio de las cotizaciones bursátiles, resulta en cambio innegable el enorme peso que tiene la suerte en el mercado. Por esa razón, el estudio del comportamiento aleatorio puede aclarar muchos aspectos de los fenómenos del mercado. (También puede ser muy útil un libro estándar sobre probabilidad como el de Sheldon Ross). Para poder hablar de un comportamiento aleatorio hay que referirse a los títulos especulativos (penny stocks) o, si se quiere algo más manejable y más aleatorio, hay que contar con un puñado de peniques (stock of pennies). Imaginemos que lanzamos al aire una moneda repetidas veces y anotamos la secuencia de caras y cruces. Supongamos que la moneda y el lanzamiento carecen de sesgo (aunque, si lo deseamos, se puede modificar ligeramente la moneda para que refleje la tendencia ligeramente alcista del mercado a lo largo del tiempo).
Un hecho sorprendente y poco conocido en relación con una serie de lanzamientos de monedas guarda relación con la proporción de tiempo en que el número de caras supera al de cruces. ¡Rara vez se acerca al 50 por ciento!
Para darnos cuenta de este hecho, supongamos que dos personas, Carlos y Cristóbal, apuestan a que el resultado del lanzamiento diario de una moneda será cara o cruz, respectivamente, siguiendo un ritual que vienen practicando durante años. (No es necesario preguntar por qué). Diremos que Carlos va ganando un día concreto si hasta entonces ha salido más veces cara, o que va ganando Cristóbal si hasta ese día ha salido más veces cruz. La moneda no tiene ningún sesgo y, por tanto, ambos tienen la misma probabilidad de ir ganando, pero uno de ellos probablemente irá por delante durante más tiempo que el otro en esta competición tan insulsa.
En términos numéricos, la idea es que si se han producido 1.000 lanzamientos, es considerablemente más probable que Carlos (o Cristóbal) haya ido por delante del otro más del 96 por ciento de veces, por ejemplo, que uno haya ido por delante del otro entre el 48 por ciento y el 52 por ciento de las veces.
A la gente le cuesta creer este resultado. Muchos consideran que es una «falacia de jugador» y están dispuestos a creer que las desviaciones a que dé lugar la moneda con respecto a la división a partes iguales entre caras y cruces viene determinada por una goma elástica probabilista: cuanto mayor es la desviación, mayor es la fuerza que tiende a equilibrar los resultados. Pero aun cuando Carlos fuese muy por delante de Cristóbal, con 525 caras por sólo 475 cruces, es tan probable que su ventaja aumente como que disminuya. Análogamente, un título bursátil que sigue una trayectoria verdaderamente aleatoria tiene la misma probabilidad de subir que de bajar.
La rareza con la que cambia de sentido la ventaja de uno de los jugadores no contradice en modo alguno el hecho de que la proporción de caras se acerca progresivamente a 1/2 a medida que aumenta el número de lanzamientos. Tampoco está en contradicción con el fenómeno de regresión con respecto a la media. Si Carlos y Cristóbal empezasen otra vez el juego y volviesen a lanzar la moneda 1000 veces, sería bastante probable que el número de caras fuese menor que 525.
Dado que es relativamente raro que Carlos y Cristóbal se vayan superando mutuamente en el juego de lanzar una moneda al aire, no sería sorprendente que uno de ellos acabase siendo el «ganador» y el otro el «perdedor», a pesar de su total incapacidad de controlar la moneda. Si un profesional de la selección de títulos aventajase a otro por un margen de 525 a 475, seguramente sería entrevistado por la televisión y aparecería en la portada de la revista Fortune. Y sin embargo, como en el caso de Carlos y Cristóbal, debería simplemente su éxito a haberse situado, por casualidad, en el lado superior de la división a partes iguales.
Pero entonces, ¿qué ocurre con los «inversores en valor» destacados como Warren Buffet? Su fantástico éxito, como el de Peter Lynch, John Neff y otros suele utilizarse como un argumento en contra de que el mercado sea aleatorio. Sin embargo, eso presupone que la selección de Buffet no tiene ninguna repercusión sobre el mercado bursátil. En un principio, es seguro que no la tuvo, pero hoy por hoy las selecciones que propone y su capacidad por establecer sinergias entre ellas pueden influir en los demás inversores. Su éxito es, por consiguiente, algo menor de lo que parece a primera vista.
Existe otro argumento que nos hace dar casi por seguro que algunos títulos o fondos se comportan bien o que algunos analistas aciertan por pura casualidad a lo largo de un dilatado periodo de tiempo. De 1000 títulos (o fondos o analistas), por ejemplo, cabe esperar que unos 500 se comporten bien durante el próximo año simplemente por casualidad; podría decirse que lo hacen siguiendo la regla del lanzamiento de una moneda al aire. De éstos, se puede esperar que unos 250 se comporten bien durante un segundo año. Y de éstos 250, cabe esperar que unos 125 sigan el modelo y se comporten bien durante tres años por pura casualidad. Iterando el proceso, podemos esperar razonablemente que un título bursátil (o un fondo o un analista) de entre mil se comporten bien durante diez años seguidos sólo por pura casualidad. De nuevo, en ese caso, algunos de los medios de comunicación económicos echarían las campanas al vuelo sobre tamaño éxito.
La frecuencia y la sorprendente longitud de las series consecutivas de caras y cruces no es más que una de las lecciones que nos proporcionan los lanzamientos de monedas. Si Carlos y Cristóbal siguiesen lanzando monedas al aire cada día, Carlos tendría una buena probabilidad de haber ganado al cabo de dos meses cinco tiradas seguidas, y lo mismo le sucedería a Cristóbal. Si continuasen lanzando monedas durante seis años, cada uno de ellos tendría una buena probabilidad de haber ganado diez tiradas seguidas.
Cuando se le pide a alguien que escriba una lista de caras y cruces que simule una serie real de lanzamientos de monedas, casi siempre se olvida de incluir un número suficiente de sucesiones de caras o de cruces consecutivas. En concreto, no incluye ninguna sucesión larga de caras o cruces, y resulta muy sencillo distinguir sus series de las series reales generadas por el lanzamiento de monedas.
Sin embargo, no es fácil explicar a la gente que una larga sucesión se debe simplemente a la suerte, ya se trate de los encestes de un jugador de baloncesto, la selección de un analista bursátil o las series de lanzamiento de monedas. El hecho es que los sucesos aleatorios pueden presentarse a menudo de una forma bastante ordenada.
Para comprobarlo visualmente, basta con disponer de una gran hoja de papel cuadriculado, lanzar una moneda al aire repetidas veces y pintar de blanco o negro las casillas según sea el resultado cara o cruz. Una vez rellenada toda la hoja, hay que ver si existen agrupaciones de casillas del mismo color. Lo más probable es que las haya. Si usted siente la necesidad de explicar ese fenómeno, seguramente tendrá que inventar alguna historia que parezca plausible o intrigante, pero esa historia será falsa con total certeza, habida cuenta de la forma como se ha realizado el proceso.
Se obtendría el mismo tipo de agrupación ilusoria si colocásemos los resultados del lanzamiento de una moneda sobre unos ejes, con el tiempo sobre el eje horizontal, de forma que cada cara estuviese una unidad por encima y cada cruz una unidad por debajo. Algunos seguidores del análisis técnico verían sin duda en estos movimientos en zigzag modelos de «cabeza y hombros», «picos triples» o «canales ascendentes» y se extenderían sobre su significación. (Una diferencia entre el lanzamiento de monedas y los modelos de movimientos aleatorios en el mercado bursátil es que en éstos últimos las cotizaciones de los títulos no suben o bajan normalmente una cantidad fija por unidad de tiempo sino un porcentaje fijo).
Prescindiendo otra vez de la cuestión de si el mercado es realmente eficiente o si los movimientos del mercado siguen recorridos aleatorios, puede afirmarse que muchas veces los fenómenos que de verdad son aleatorios no logran distinguirse del comportamiento real del mercado. Esta constatación debería hacer pensar, aunque no es probable que así sea, a los comentaristas que sólo dan explicaciones post hoc a cada operación o a cada venta. En general, estos comentaristas no suelen explicar situaciones como que la moneda puede salir, por casualidad, más veces cara que cruz. En lugar de ello, prefieren hablar de la realización de beneficios de Carlos, de la confianza creciente de Cristóbal, de los problemas laborales en las minas de cobre, o de tantos otros factores.
Habida cuenta de la enorme cantidad de información disponible (en forma de páginas económicas en los periódicos, informes anuales de empresas, publicaciones sobre expectativas de beneficios, pretendidos escándalos, sitios en la red y comentarios diversos), siempre es posible decir algo que tenga sentido. Todo consiste entonces en filtrar ese mar de números hasta conseguir atrapar el germen de una especulación plausible. Al igual que el lanzamiento de una moneda al aire, ese mecanismo es casi instantáneo.
Los escándalos contables relacionados con WorldCom, Enron y otros fueron la consecuencia de un proceso de selección, manipulación y filtración de datos. Un timo que ya analicé en mi libro El hombre anumérico[2] tiene su origen en que quienes fueron seleccionados, manipulados y filtrados fueron, en cambio, los receptores de los datos. El proceso es el siguiente. Alguien que afirma ser el editor de un boletín bursátil alquila un apartado de correos en un barrio distinguido, utiliza papel con un costoso membrete y envía cartas a suscriptores potenciales ofreciéndoles sus sofisticados programas de selección de títulos bursátiles, su perspicacia financiera y sus conexiones con Wall Street. También les envía su increíble historial, pero advierte que los receptores de sus cartas no necesariamente han de creerle sin pruebas.
Supongamos que usted recibe una de esas cartas y que durante las seis semanas siguientes le llegan unas predicciones correctas sobre uno de los índices bursátiles más conocidos. ¿Se suscribiría al boletín bursátil? ¿Qué haría si recibiese diez predicciones correctas seguidas?
Ahora viene el timo. El editor envía unas 64.000 cartas a suscriptores potenciales. (Con el correo electrónico se puede ahorrar el franqueo, pero puede parecer «el timo del correo basura» y, por tanto, perder efectividad). El editor informa a 32.000 receptores de que el índice en cuestión subirá la semana siguiente y a los otros 32.000 de que bajará. Con independencia de lo que suceda durante la semana siguiente, para 32.000 la predicción será correcta. A 16.000 de ellos les envía otra carta con la predicción de que el índice subirá la semana siguiente, y a los otros 16.000 les adelanta que bajará. De nuevo, independientemente del comportamiento del índice en esa semana, para 16.000 la predicción de dos semanas consecutivas será correcta. A 8000 de ellos les envía una tercera carta con la predicción de que la tercera semana el índice experimentará una subida, y a los otros 8.000 les adelanta que el índice bajará.
Si el editor se concentra únicamente en las personas para las que la predicción siempre es correcta y abandona el resto, puede iterar el proceso unas cuantas veces más hasta que queden sólo 1.000) personas a las que ha hecho seis «predicciones» correctas consecutivas. A todos ellos les puede enviar una carta en la que resalte sus éxitos y les anuncie que pueden continuar recibiendo la voz del oráculo, previo pago de una suscripción de 1.000 dólares al boletín bursátil. Si todos pagan, un millón de dólares será la cantidad recaudada por alguien que puede no saber nada sobre la Bolsa, sus índices, sus tendencias o sus dividendos. ¿Qué ocurre si este proceso lo realizan, sin que se sepa, editores de boletines bursátiles decididos, seguros de sf mismos e ignorantes? (Compárese con el sanador que se atribuye cualquier mejora de la salud de un paciente).
El mercado es tan complejo, y tantas las medidas del éxito y las formas de manipular una historia, que la mayoría de las personas consiguen convencerse de que han tenido o van a tener éxito al margen de cualquier posible orden. Si la gente está lo suficientemente desesperada, conseguirá encontrar algún tipo de orden en los sucesos aleatorios.
Hay algo parecido al timo de los boletines bursátiles, pero que sí presenta con un enfoque ligeramente distinto. Es una historia que me explicó un conocido, que describía los negocios de su padre y su triste final. Decía que su padre habí a sido durante muchos años el responsable de un gran centro de preparación de universitarios en algún país latinoamericano cuyo nombre he olvidado ya. Su padre sostenía que podía mejorar drásticamente las posibilidades de cualquiera que desease ingresar en la universidad más elitista del país. Afirmaba contar con diversos contactos en dicha universidad y conocer a fondo los formularios, plazos y procedimientos; solicitaba una cantidad desorbitada por sus servicios, que garantizaba ofreciendo una garantía de devolución a los alumnos que no fuesen aceptados.
Una día se descubrió el modelo de negocio que practicaba. Todo el material que los solicitantes le habían estado enviando durante años apareció en sus archivos, con todas las cartas por abrir. Tras la investigación se demostró que lo único que hacía era recoger el dinero de los estudiantes (mejor dicho, el dinero de sus padres) y nada más. El truco consistía en la elevada cuantía de sus honorarios y en el hecho de que sólo se dirigía a los hijos de las familias ricas; casi todos ellos eran admitidos, en cualquier caso, en la universidad. Devolvía el dinero a los pocos que eran rechazados. Su esforzada actividad también le llevó a la cárcel.
¿Se parece el negocio de los agentes bursátiles al del padre de mi conocido? ¿Se parece el negocio de los analistas bursátiles al del editor de ese boletín bursátil? No del todo, pero es difícil encontrar pruebas de que tengan algún tipo de capacidad de predicción fuera de la habitual. Por esa misma razón pensé que resultaba un tanto superflua la noticia aparecida en un periódico en noviembre de 2002 que se hacía eco de la crítica del Fiscal General de Nueva York, Eliot Spitzer, a los premios concedidos por la revista de análisis bursátil lnstitutional Investor. Spitzer señalaba que, de hecho, los resultados obtenidos a la hora de seleccionar acciones por los analistas galardonados era bastante mediocre. Tal vez Donald Trump convocará una conferencia de prensa para explicar que los mejores apostantes del país no son especialmente buenos jugando a la ruleta.
Al igual que los agentes de Bolsa y los analistas bursátiles, las sociedades gestoras de Bolsa (cuyos beneficios proceden de la diferencia entre el precio de compra y el precio de venta de un titulo) también se han llevado su dosis de crítica en los últimos años. El resultado ha sido la reforma silenciosa que hace que el mercado sea algo más eficiente. La claudicación de Wall Street a los «decácratas» radicales se produjo hace un par de años, como consecuencia de un mandato del Congreso y de una orden directa de la autoridad bursátil. Desde entonces las cotizaciones de las acciones se expresan en dólares y centavos y ya no se oyen frase del tipo «la realización de beneficios hizo bajar XYZ 2 y 1/8» o «las noticias sobre el contrato hicieron subir PQR 4 y 5/16».
Aunque parece menos poético referirse a bajadas de 2,13 y aumentos de 4,31, la adopción del sistema decimal es conveniente por diversas razones. Primero porque las subidas y bajadas de las cotizaciones son comparables inmediatamente, pues ya no hay que hacer pesados cálculos, como dividir 11 por 16. El cálculo mental de la diferencia entre dos decimales suele ser mucho más rápido que el de restar 3 5/8 de 5 3/16, por ejemplo. Otra razón es que ahora todas las cotizaciones del mundo son uniformes, ya que los valores estadounidenses ya vienen dados en las mismas unidades decimales que las del resto del mundo. Y no es necesario redondear las cotizaciones extranjeras al múltiplo más próximo de 1/16, un acto aritmético perverso, si se me permite la expresión.
La razón más importante es que la diferencia posible entre el precio de compra y el precio de venta ha disminuido. Antes podía ser de 1/16 (es decir, 0,0625), mientras que ahora puede ser de 0,01 en muchos casos, lo cual, con el tiempo, hará ahorrar a los inversores miles de millones de dólares a lo largo de los años. Al margen de las sociedades gestoras de Bolsa, la mayoría de los inversores ha recibido con satisfacción la adopción del sistema decimal.
La última razón para dar la bienvenida a este cambio tiene un carácter más matemático. En cierto sentido, el viejo sistema de mitades, cuartos, octavos y dieciseisavos es más natural que el decimal. En definitiva, no es más que sistema binario disfrazado, basado en las potencias de 2 (2, 4, 8, 16) y no en las potencias de 10. Sin embargo, no se beneficia de ninguna de las ventajas del sistema binario, pues combina de manera desafortunada la parte fraccionaria en base 2 de una cotización con la parte entera en base 10.
Así pues, el número 10 ha extendido su imperio hasta Wall Street. Desde los mandamientos bíblicos a las listas de David Letterman, el número 10 se encuentra por doquier. El número 10 también está asociado a los conceptos de racionalidad y eficiencia, lo cual guarda relación con el perenne anhelo de utilizar el sistema métrico por su simplicidad. Por tanto, resulta adecuado que todas las cotizaciones se expresen mediante números decimales. Sin embargo, sospecho que muchos veteranos de la Bolsa echarán de menos a aquellas molestas fracciones y su papel en las batallas que han librado en la Bolsa. Excepto la última generación de quienes ya se han formado con el 10, mucha gente las echará en falta.
La sustitución del marco, el franco, la dracma y otras monedas europeas por el euro en el mundo de la Bolsa y del comercio es otro paso adelante que, sin embargo, puede producir cierta nostalgia. Las monedas y los billetes que me sobraron en algunos de mis viajes y que todavía encuentro de vez en cuando en algunos cajones han dejado de servir y nunca más volverán a un monedero.
Otro cambio sustancial en las prácticas comerciales es la mayor confianza que tienen los inversores en sí mismos. A pesar de las contabilidades defectuosas que en un principio les sirvieron para disimular sus escasos beneficios, las mujeres de Beardstown, Illinois, contribuyeron a popularizar los clubes de inversión. En este sentido, aún resulta más significativa la aparición de las operaciones de Bolsa en línea, que no requieren ningún esfuerzo y que han acelerado el declive delagente de Bolsa tradicional. Me asustaba un poco la facilidad con la que yo mismo conseguía vender y comprar activos (en concreto, vender fondos que se comportaban razonablemente bien y comprar más acciones de WorldCom) a través del ordenador y a veces sentía como si tuviera una pistola cargada sobre mi mesa. Algunos estudios han establecido una relación entre, por un lado, la contratación en línea y la contratación intradía y, por otro, un aumento de la volatilidad a finales de los años noventa, pero no está claro que estos factores sigan teniendo vigencia en la primera década de este siglo.
Lo que no puede negarse es que comprar y vender en línea es fácil, tan fácil que considero que no sería una mala idea que cada vez que se comprasen o vendiesen acciones apareciesen en pantalla pequeños objetos del mundo real, a modo de recordatorio del valor aproximado de la transacción. Podría aparecer un coche de lujo si la transacción fuese de 35.000 dólares, una pequeña casa si fuese de 100.000 dólares, y una golosina si fuese de menos de un dólar. En la actualidad los inversores pueden conocer las cotizaciones, el volumen y el número de transacciones, y millones de cifras más en las llamadas «pantallas de nivel dos» (casi) en tiempo real en sus ordenadores. ¡Millones de pequeños operadores domésticos! Por desgracia, se impone recordar aquí lo que dice Coleridge por boca del bibliotecario Jesse Sherra: «Datos, datos por doquier, pero ni un solo pensamiento sobre el que reflexionar».
Más arriba señalé que algunas personas tienen muchas dificultades a la hora de simular una serie de lanzamientos de una moneda al aire. ¿Existen otras dificultades humanas que autoricen a examinar los libros de algunas empresas, como por ejemplo Enron o WorldCom, y determinar si han sido o no amañados? Puede haberlas habido, y es fácil enunciar el principio matemático en el que se basan, pero es muy poco intuitivo.
Según la ley de Benford, en una gran variedad de situaciones, los números —ya se refieran a las zonas de desagüe de los ríos, las propiedades físicas de las sustancias químicas, las poblaciones de las pequeñas ciudades, o los periodos de semidesintegración de las sustancias radiactivas— tienen como primera cifra no nula un «1» en una cantidad enorme de ocasiones. En concreto, empiezan por «1» el 30 por ciento de las veces, por «2» el 18 por ciento, por «3» el 12,5 por ciento, y por números mayores en proporciones menores. En esas circunstancias, los números empiezan por «9» menos del 5 por ciento de las veces. Hay que advertir que esto se produce en abierto contraste con las muchas otras situaciones en que cada una de las cifras se presenta con la misma probabilidad.
La ley de Benford se remonta a más de cien años, cuando el astrónomo Simón Newcomb (adviértase que su nombre contiene las letras WCOM) se dio cuenta de que los libros de tablas de logaritmos estaban más sucios al principio, lo cual indicaba que se consultaban mucho más las páginas con números que empezaban con cifras pequeñas. Este fenómeno quedó como una curiosidad hasta que el físico Frank Benford volvió a descubrirlo en 1938. Sin embargo, hasta 1996 no se estableció, gracias al matemático Ted Hill, de Georgia Tech, el tipo de situaciones que generan números que se rigen por la ley de Benford. Entonces un contable con inclinaciones matemáticas llamado Mark Nigrini levantó gran expectación cuando afirmó que la ley de Benford podía servir para detectar posibles fraudes en las declaraciones de renta y otros documentos contables.
El siguiente ejemplo da una idea de por qué son tan frecuentes las colecciones de números que se rigen por la ley de Benford.
Supongamos que hacemos un depósito de 1.000 dólares en un banco a un interés compuesto anual del 10 por ciento. Al año siguiente, tendremos 1.100 dólares, y al siguiente 1.210 dólares, y al siguiente 1.331 dólares y así sucesivamente. (El interés compuesto se explica en el capítulo 5.) La primera cifra del saldo será un «1» durante mucho tiempo; cuando el saldo supere los 2000 dólares, la primera cifra será un «2» durante un periodo más corto. Y cuando el saldo supere los 9.000 dólares, el crecimiento del 10 por ciento hará que se superen los 10.000 dólares al año siguiente y que la cifra «1» vuelva a ser la primera por mucho tiempo. Si nos fijamos cada año en nuestro saldo, veremos que esos números se rigen por la ley de Benford.
Esta ley es «invariante con la escala», es decir, es independiente de las dimensiones de los números. Si los 1.000 dólares se expresan en euros o libras (o en los difuntos marcos o francos) y el crecimiento es del 10 por ciento anual, alrededor de un 30 por ciento de los valores anuales empezarán por «1», un 18 por ciento empezará por «2», y así sucesivamente.
En general, Hill demostró que estas colecciones de números se presentan cuando estamos ante lo que llama una «distribución de distribuciones», una serie aleatoria de muestras aleatorias de datos. Las colecciones de números que se rigen por la ley de Benford son de lo más variopintas.
Volvamos a la contabilidad de Enron y de WorldCom y a Mark Nigrini, quien sostenía que los números de los libros de contabilidad, a menudo resultantes de una gran variedad de fuentes y operaciones comerciales, deberían regirse por la ley de Benford. Es decir, esos números tendrían que empezar mucho más a menudo por «1» y progresivamente menos a menudo por cifras cada vez mayores y, de no ser así, la única explicación sería que los libros estarían amañados. Cuando la gente falsifica números para que parezcan verosímiles suelen utilizar más «5» y «6» como cifras iniciales, por ejemplo, de lo que predice la ley de Benford.
El trabajo de Nigrini tuvo una gran repercusión y de ella han tomado buena nota los contables y los fiscales. No sabemos si la gente de Enron, WorldCom y Andersen lo conocían, pero es posible que los investigadores deseen comprobar si la distribución de las primeras cifras en los libros de contabilidad de Enron se ajustan a la ley de Benford. Estas comprobaciones no constituyen pruebas definitivas y, en ocasiones, dan lugar a resultados positivos que en realidad no lo son, pero proporcionan un instrumento adicional que puede ser útil en ciertas situaciones.
Sería divertido que al pretender ser el número uno, esos delincuentes se hubiesen olvidado de comprobar sus números «1». Podemos imaginar a los contables de Andersen diciéndose unos a otros con ansiedad que no había suficientes números «1» en las primeras cifras de sus documentos que estaban haciendo pasar por la trituradora de papeles. ¡Qué fantasía!
En los últimos tiempos, los temas matemáticos han recibido una gran atención. A este respecto se pueden citar películas como Good Will Hunting, Pi y The Croupier, obras como Copenhagen, Arcadia y The Proof, las dos biografías de Paul Erdös, Una mente maravillosa, la biografía de John Nash (con la consiguiente película ganadora del premio de la Academia), los programas de televisión dedicados al último teorema de Fermat y otros, así como innumerables libros sobre divulgación y vidas de matemáticos. Esas obras y, en particular, las películas me animaron a desarrollar la idea del timo del boletín bursátil ya mencionada anteriormente (sin embargo, he modificado el enfoque, centrándome en los deportes y no en los valores bursátiles) en forma de un guión cinematográfico corto en el que se destaca algo más el contenido matemático de como se destacó en las películas que acabo de mencionar. Puede ser otro ejemplo de lo que el columnista Charles Krauthammer ha apodado «un desequilibrado y elegante personajillo» y puede ser el embrión de una divertida película de intriga. De hecho, considero que para un productor o un cineasta independiente sería una «compra fuerte».
IDEA BÁSICA
Un personajillo interesado por las matemáticas ha montado una estafa basada en las apuestas deportivas y en sus redes cae, por casualidad, un hampón anumérico.
ACTO PRIMERO
Louis es un hombre remilgado y lascivo que abandonó sus estudios de matemáticas hace unos diez años (a finales de los 80) y en la actualidad trabaja en casa como consultor. Actúa un poco como el joven Woody Allen, con quien tiene cierto parecido. Juega a las cartas con sus hijos y les acaba de contar una historia graciosa. Sus hijos tienen menos de diez años. Son inteligentes y le preguntan por qué siempre tiene a mano la historia adecuada que hay que contar. Su esposa, Marie, no les presta atención. Como era de esperar, empieza explicándoles la historia de Leo Rosten acerca del famoso rabino a quien uno de sus estudiantes le preguntó por qué siempre tenía a mano la parábola perfecta para cualquier situación. Entonces, Louis hace una pausa para asegurarse de que perciben la importancia del asunto.
Cuando sonríen y su esposa vuelve a poner los ojos en blanco, Louis prosigue. Les dice que el rabino contestó a sus estudiantes mediante una parábola. Se trataba de un oficial del ejército del Zar que reclutaba soldados; al llegar a una pequeña ciudad vio que en la pared de un establo había docenas de dianas pintadas con yeso y en todas ellas un agujero de bala exactamente en el centro. El oficial quedó impresionado y preguntó a un vecino quién era ese tirador perfecto. El vecino respondió: «Es Shepsel, el hijo del zapatero. Es muy capaz». El entusiasta oficial se quedó de piedra cuando el vecino añadió: «Ve usted, primero Shepsel dispara y luego dibuja los círculos de yeso alrededor del agujero». El rabino sonrió. «Yo hago lo mismo. No busco una parábola que se ajuste al tema. Sólo hablo de aquellos temas para los que tengo parábolas».
Louis y sus hijos se ríen hasta que una mirada distraída se instala en la cara del padre. Louis cierra el libro y envía a sus hijos a la cama, interrumpe el parloteo de Marie sobre su nuevo collar de perlas y los molestos vecinos de sus padres, le desea buenas noches y se encierra en su despacho donde empieza a hacer llamadas telefónicas, garabatos y cálculos. Al día siguiente se acerca hasta el banco, y después pasa por la oficina de correos y por una papelería, busca información en Internet y mantiene luego una larga discusión con un amigo suyo, un periodista deportivo de un diario del área de New Jersey. La conversación gira en torno a los nombres, las direcciones y la inteligencia de los grandes apostantes deportivos del país.
En su cabeza ha tomado forma una estafa que puede ser muy lucrativa. Durante las siguientes semanas envía cartas y mensajes de correo electrónico a varios miles de conocidos apostantes deportivos a los que «anticipa» el resultado de cierto acontecimiento deportivo. Su esposa no consigue comprender lo que Louis le explica a medias: como Shepsel, no puede perder, puesto que, sea cual fuera el resultado de un determinado acontecimiento deportivo, su predicción será acertada para la mitad de los apostantes. La razón es que a la mitad le dirá que va a ganar un equipo concreto y a la otra mitad el otro equipo.
Alta, rubia, franca y corta de alcances, Marie se queda pensando en qué demonios barrunta su marido. Encuentra detrás del ordenador la nueva máquina de franquear el correo, advierte el aumento de llamadas telefónicas secretas y plantea a su marido el tema de su mala situación financiera y de pareja. Louis le contesta que en realidad no necesita tres armarios repletos de ropa y una pequeña fortuna en joyas cuando pasa gran parte del tiempo mirando culebrones en la televisión y se la saca de encima explicándole algunas banalidades matemáticas acerca de la investigación en demografía y en técnicas estadísticas. Sigue sin comprender, pero se calma un poco cuando Louis le asegura que su extraño comportamiento acabará siendo lucrativo.
Ese mismo día salen a cenar y Louis, tan vehemente y desvergonzado como siempre, le habla de los alimentos modificados genéticamente y, cuando llega la camarera, le dice que desea pedir el plato del menú que contenga los ingredientes más artificiales. Con gran desesperación por parte de Marie, Louis hace que la camarera participe en un conocido truco matemático consistente en pedirle a alguien que examine tres cartas, una negra por ambas caras, una roja por ambas caras y otra con una cara negra y una roja. Le pide la cofia, deposita en ella las cartas y le indica que escoja una carta, pero que sólo mire uno de sus lados. Sale rojo. Louis es consciente de que la carta escogida no puede ser aquella que tiene las dos caras negras sino que tiene que ser una de las otras dos: la carta roja-roja o la carta roja-negra. Supone que es la carta roja-roja y le ofrece doblar la propina (el 15 por ciento) si es la carta roja-negra y dejarla sin propina si es la carta roja-roja. Busca la aprobación de Marie, sin conseguirla. La camarera acepta y pierde.
Para contrarrestar el malestar de Marie, Louis le explica el truco, sin lograr interesarla. Le asegura que el juego no es justo, a pesar de parecerlo a primera vista. Hay dos cartas posibles, él apuesta a una y la camarera a la otra. Con verdadera satisfacción explica que el problema estriba en que él tiene dos formas de ganar y la camarera sólo una. La cara visible de la carta seleccionada por la camarera podía ser la roja de la carta roja-negra, en cuyo caso ella gana, o podía ser una de las caras de la carta roja-roja, en cuyo caso él gana, o podía ser la otra cara de la carta roja-roja, en cuyo caso él también gana. Por consiguiente, su probabilidad de ganar es 2/3, finaliza con tono exultante y, por tanto, la propina media que acaba dando se reduce a un tercio. Marie bosteza y mira su Rolex. Se levanta para ir al servicio y llama a su amiga May Lee para disculparse de alguna indiscreción imprecisa.
A la semana siguiente Louis explica la estafa de las apuestas deportivas a May Lee, que se parece un poco a Lucy Liu y es bastante más inteligente que Marie, y aún más materialista. Están en su apartamento. La historia le interesa, pero quiere algunas aclaraciones. Louis le pide con interés que le ayude. Tiene que enviar cartas con una segunda predicción, pero sólo a la mitad de aquellos a los que había enviado la primera predicción; prescindirá de la otra mitad. En la mitad de las cartas la predicción consistirá en decir que un equipo va a ganar un determinado acontecimiento deportivo y en la otra mitad en decir que va a perder. De nuevo, para la mitad de este nuevo grupo, la predicción será acertada y, por tanto, para una cuarta parte del grupo original será acertada dos veces seguidas. «¿Qué pasará con ese cuarto de los apostantes?», pregunta May Lee con interés. Se produce cierta tensión matemático-sexual.
Louis sonríe lascivamente y prosigue. A los apostantes de la mitad de ese cuarto les enviará, una semana más tarde, una carta anunciando una victoria y a la otra mitad una derrota. De nuevo, se desentenderá de aquellos a los que ha enviado una predicción incorrecta. Volverá a acertar, ahora por tercera vez consecutiva, pero sólo para un octavo de la población original. May Lee le echa una mano con las cartas que hay que enviar a aquellos que han recibido previamente predicciones acertadas, ya que han prescindido de los demás. En medio de las cartas se produce una escena de sexo, con continuas alusiones jocosas al hecho de que, ganen o pierdan los equipos en cuestión, ellos ganarán.
A medida que se van produciendo los envíos, la vida de Louis discurre aburrida, en sus facetas de consultor, internauta y ardiente interés por los deportes. Sigue enviando cartas a un número cada vez menor de apostantes hasta que, con gran anticipación, envía una carta al pequeño grupo restante. En ella subraya su impresionante cadena de éxitos y pide una cantidad de dinero sustancial si el receptor desea seguir recibiendo sus «predicciones», poco menos que equiparables a las de un oráculo.
ACTO SEGUNDO
Recibe bastantes respuestas y hace una nueva predicción. Para la mitad de los apostantes restantes vuelve a acertar y prescinde de la otra mitad. A los primeros les pide más dinero aún, si desean recibir una nueva predicción. Muchos responden y el proceso continúa. La relación con Marie mejora, y también la relación con May Lee, a medida que va entrando el dinero. Louis se da cuenta de que su plan funciona mejor incluso de lo que esperaba. Lleva a sus hijos y, por turnos, a cada mujer a practicar esquí y a Atlantic City, donde no para de hacer comentarios arrogantes sobre los perdedores que, a diferencia de él, apuestan por situaciones de rentabilidad dudosa. Cuando Marie se queja de los ataques de los tiburones cerca de las costas, Louis le explica que en Estados Unidos hay más personas que mueren cada año por accidentes de aviación que por ataques de escualos. A lo largo de todo el viaje, hace diversos pronunciamientos en ese mismo sentido.
También tiene tiempo para jugar al blackjack, siempre contando las cartas. Se queja de que ese juego requiere demasiada poca concentración y que, a menos de disponer de una buena cantidad de dinero, el ritmo de obtención de ganancias es tan lento e incierto que casi es mejor conseguirse un trabajo. Sin embargo, sostiene que es el único juego en el que existe una estrategia para ganar. Todos los demás juegos son para perdedores en potencia. En uno de los restaurantes del casino muestra a sus hijos el juego de dejar sin propina a la camarera. Lo encuentran genial.
De regreso a New Jersey, prosigue con sus actividades relacionadas con las apuestas. Sólo quedan unos cuantos apostantes de los miles que había al comienzo de la operación. Uno de ellos es un personaje siniestro del mundo del hampa llamado Otto. Consigue dar con Louis, le sigue hasta el aparcamiento del estadio en el que se celebra el partido de baloncesto y, primero con educación y luego con insistencia creciente, le pide que haga una predicción sobre el resultado del partido a punto de iniciarse y en el que piensa apostar una gran suma. Louis intenta sacárselo de encima y Otto, que se parece un poco a Stephen Segal, le lleva a punta de pistola hasta su coche, amenazándole con tomar represalias con su familia. Sabe dónde viven.
Como no comprende que hayan sido tantas las predicciones acertadas, Otto no se cree las explicaciones de Louis de que se trata de una estafa. Louis utiliza algunos argumentos matemáticos para convencerle de la posible falsedad de una predicción concreta, pero por mucho que lo intenta, no consigue convencer a Otto de que siempre habrá gente que recibirá muchas predicciones acertadas consecutivas, sólo por pura casualidad.
Aislados en el sótano de Otto, el estafador interesado por las matemáticas y el hampón extorsionista son dignos de un estudio de caracteres. Hablan lenguas distintas y se rigen por sistemas de referencia distintos. Por ejemplo, Otto cree que cualquier apuesta equivale más o menos a una situación de mitad y mitad, pues se gana o se pierde. Louis habla sobre sus compinches del baloncesto llamados Lewis Caroll y Bertrand Russell y los nombres no le dicen nada a Otto. Y sin embargo, ambos tienen planteamientos similares con respecto a las mujeres y al dinero y a ambos les gusta jugar a las cartas, cosa que hacen para matar el tiempo. Otto le muestra su sistema de barajar las cartas, que considera perfecto, mientras que Louis se encierra en los solitarios y se burla de que Otto juegue a la lotería y de sus ideas erróneas sobre las apuestas. Cuando se olvidan del motivo por el que están allí, parecen llevarse incluso bien, aunque de vez en cuando Otto insiste en sus amenazas y Louis insiste en que carece de cualquier conocimiento especial sobre deportes y exige poder volver a su casa.
Finalmente, aún consciente de que alguna de las predicciones puede ser errónea, Otto vuelve a la carga y exige a Louis que le diga quién cree que va a ganar el partido de fútbol a punto de empezar. Además de no ser muy listo, Otto ha contraído grandes deudas. En condiciones de extrema dureza (concretamente con un arma apoyada sobre su sien), Louis hace una predicción que resulta acertada y Otto, desesperado y convencido de que tiene entre manos la gallina de los huevos de oro, pretende ahora seguir apostando, con fondos prestados esta vez por sus colegas, sobre la base de una nueva predicción de Louis.
ACTO TERCERO
Louis consigue convencer a Otto de que le deje regresar a su casa para poder dedicarse a preparar la próxima predicción deportiva. Louis y May Lee, cuya avidez por el dinero, las fruslerías y la ropa ha contribuido a consolidar la estafa, discuten sobre la situación y se dan cuenta de que tienen que aprovecharse de la única debilidad de Otto, su estupidez y su simpleza, así como de sus únicos intereses intelectuales, el dinero y los juegos de cartas.
Ambos se desplazan hasta el apartamento de Otto, quien se queda prendado de May Lee. Ésta le sigue la corriente y le propone un trato. Sin mediar palabra, saca dos barajas de cartas de su bolso y le pide a Otto que las baraje. Otto se muestra satisfecho de poder exhibir sus talentos ante May Lee. Ésta le entrega una de las barajas y le pide que vaya cogiendo una carta tras otra, al tiempo que ella hace lo mismo con la otra baraja. May Lee le plantea un problema: ¿cuál es la probabilidad de que las cartas que escoja cada uno de ellos sean exactamente iguales? Aunque se burla, Otto está hechizado por ella, y tras unos instantes de tensión se da cuenta de que eso es exactamente lo que le está pasando. May Lee le explica que es más probable que salgan carta iguales que lo contrario y le sugiere que utilice ese hecho para ganar más dinero. En definitiva, Louis es un genio matemático y ha demostrado que así son las cosas. Louis muestra una amplia sonrisa de orgullo.
Otto no las tiene todas consigo. May Lee insiste en que el asunto de las apuestas deportivas era una estafa y que es más fácil hacer beneficios con los trucos de cartas que Louis le puede enseñar. Louis empieza con dos barajas, dispuestas de manera que se alternen los colores de las cartas de cada baraja. En una baraja van apareciendo rojo-negro, rojo-negro, rojo-negro… mientras que en la otra aparecen negro-rojo, negro-rojo, negro-rojo… Pone las dos barajas en las manos de Otto y le pide que, con su forma de barajar perfecta, las mezcle bien. Así lo hace Otto y anuncia con arrogancia que las cartas están bien mezcladas, mientras Louis coge las dos barajas mezcladas, las coloca detrás de su espalda, hace ver que las mezcla una vez más y saca dos cartas, una roja y una negra. ¿Y qué sucede ahora?, pregunta Otto. Louis vuelve a sacar otras dos cartas, una de cada color, y repite el proceso una y otra vez. Otto insiste en que ha barajado bien las cartas. ¿Cómo lo has hecho? Louis explica que no se necesita ninguna habilidad especial y que las cartas de la baraja doble ya no alternan sus colores sino que dos cualesquiera de arriba y de abajo siempre tienen colores diferentes.
En una escena posterior, Louis explica a Otto algunos de los trucos y la manera de ganar dinero con las cartas. Siempre hay algún orden, alguna desviación con respecto al azar, que alguien puede utilizar para enriquecerse, le dice Louis a Otto. Incluso le explica cómo ahorrarse las propinas en los restaurantes. El trato, por supuesto, es que Otto les libera. Éste se queda con unas cuantas ideas, bastante vagas, de cómo funciona el asunto y, en concreto, de cómo aprovecharse de los trucos de cartas. Louis le promete un curso intensivo de ganar dinero con las cartas.
En la escena final, Louis sigue empleando el mismo timo, pero esta vez con predicciones sobre los movimientos de un índice de valores bursátiles. Como no desea tener más clientes como Otto, sino sólo una clientela distinguida, se define ahora como un editor de boletines bursátiles. Vive en una casa más lujosa y May Lee, su nueva esposa, va y viene con trajes muy caros que le ha comprado Louis, mientras éste juega a las cartas con sus hijos, ya crecidos, haciendo garabatos de vez en cuando sobre un papel. Se excusa y va a su despacho. Tiene que hacer una llamada secreta a un apartamento de Central Park que acaba de comprar para su nueva amante.