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Miedo, codicia e ilusiones cognitivas

No es necesario, pero ayuda, haber sido durante algún tiempo un inversor un poco alocado para darse cuenta de que la psicología desempeña un papel importante, y en ocasiones crucial. Hacia finales del verano de 2000, WCOM había bajado hasta 30 dólares la acción, lo cual me estimulaba a comprar más acciones. Como puede sugerir el verbo «estimular», mis compras no eran del todo racionales. No quiero decir con ello que no existiese una base racional para invertir en los valores de WCOM. Si no se tenían en cuenta los problemas de los excesos de capacidad y la disminución de los flujos de ingresos de las empresas de telefonía a larga distancia, se podían encontrar razones para seguir comprando. Lo que ocurre es que mis razones tenían poco que ver con una evaluación de las tendencias en el sector de las telecomunicaciones o con un análisis de los elementos fundamentales de la compañía. Tenían mucho que ver, en cambio, con un insospechado instinto de juego y con la necesidad de acertar. Buscaba una «confirmación sesgada»: me interesaban sólo las buenas noticias, los buenos enfoques y los análisis favorables del mercado y evitaba las indicaciones menos optimistas.

¿Equilibrar la media o coger el cuchillo al vuelo?

Tras un noviazgo cada vez más intenso, aunque en un único sentido, pues la chica nunca me envió ningún dividendo, me casé. A pesar de que disminuía el valor de las acciones, seguía viendo oportunidades de ganar dinero. Me decía que las acciones habían alcanzado su cotización más baja y que había llegado el momento de equilibrar la media comprando acciones a un precio mucho menor. Es evidente que cada vez que me justificaba a mí mismo el deseo de «equilibrar la media», despreciaba cualquier llamada a la prudencia para evitar «coger un cuchillo al vuelo». La sensata idea de no poner demasiados huevos en el mismo cesto no hizo prácticamente mella en mi conciencia.

También estaba sometido a la influencia de Jack Grubman, matemático por la Universidad de Columbia y miembro del grupo Salomon Smith Barney, y otros analistas que calificaban de «compra fuerte» las acciones por las que me interesaba. De hecho, la mayoría de las sociedades de valores y Bolsa a comienzos de 2000 consideraban que WCOM era una «compra fuerte» y a las demás se limitaban a asignarle la etiqueta de «compra». No se necesitaba ser muy perspicaz para darse cuenta de que en ese momento casi ningún valor ostentaba la etiqueta de «venta», y mucho menos la de «venta fuerte», e incluso la de «espera» era poco frecuente. Pensé que tal vez las únicas acciones con esas valoraciones eran las de las empresas ecológicas que fabricaban linternas accionadas por luz solar. En realidad, estaba acostumbrado a la dispersión de las notas en una clase, a las distintas valoraciones de libros, películas y restaurantes, y no me sorprendió toda esa serie uniforme de valoraciones positivas. Sin embargo, de la misma manera que nos sentimos movilizados por un anuncio televisivo que ridiculizamos en nuestro fuero interno, una parte de mí daba crédito a todas esas etiquetas de «compra fuerte».

No paraba de repetirme que sólo había sufrido pérdidas sobre el papel y que no perdería nada real hasta que vendiese. La tendencia se invertiría y, si no vendía, no podía perder. ¿Me lo creía en realidad? Ciertamente no, pero actuaba como si lo creyera, y «equilibrar la media» me seguía pareciendo una oportunidad irresistible. Confiaba en la compañía, pero la codicia y el miedo ya se habían instalado en mí y, de paso, habían alterado mi capacidad crítica.

Reacciones emocionales desmesuradas y Homo economicus

Según una expresión que se ha hecho famosa gracias a Alan Greenspan y Robert Shiller, los inversores pueden llegar a ser irracionalmente optimistas o, cambiando el signo aritmético de la expresión, irracionalmente pesimistas. Algunas de las subidas y bajadas diarias más pronunciadas en la historia del índice Nasdaq se produjeron en un único mes a principios del año 2000. Esa tendencia ha continuado sin interrupción en 2001 y 2002, de forma que el incremento más notable desde 1987 tuvo lugar el 24 de julio de 2002. (El aumento de la volatilidad, aunque sustancial, es algo exagerado ya que la percepción de las subidas y bajadas ha quedado distorsionada por el incremento de los índices. Una caída del 2 por ciento en el índice Dow cuando el mercado se sitúa en 9000 es de 180 puntos, mientras que hace poco tiempo, cuando se situaba alrededor de los 3000, una caída del mismo porcentaje sólo suponía 60 puntos). La volatilidad se fue asentando a medida que la recesión se cernía sobre la economía, aparecían las dobles contabilidades, aumentaba el comportamiento deshonesto de los directores generales de las empresas, se deshinchaba la burbuja y a medida también que la gente ha seguido operando en la Bolsa bajo la influencia de esas listas caprichosas que contienen las cincuenta acciones más llamativas (quiero decir, subvaloradas).

Como ocurre con la gente más famosa y, a este respecto, hay que incluir también las universidades más distinguidas, las emociones y la psicología son factores imponderables en la fluctuante variabilidad del mercado. Así como la fama y la excelencia universitaria no varían tan deprisa como las listas de valores que proporcionan las revistas, parece ser que los elementos básicos de las empresas no varían tan rápidamente como lo hacen nuestras volubles reacciones ante las nuevas informaciones.

Un símil adecuado del mercado consiste en compararlo con un coche de carreras de último modelo cuyo volante extremadamente sensible hace imposible que el coche avance en línea recta. Los pequeños baches del camino hacen que maniobremos bruscamente y avancemos en zigzag desde el miedo a la codicia, y todo lo contrario después, desde un pesimismo sin motivo a un optimismo irracional, y vuelta a empezar.

Nuestras reacciones desmesuradas reciben el estímulo de la actitud tremendista de los medios de comunicación, lo cual me hace pensar en otra analogía, ésta tomada del mundo de la cosmología. Según una versión muy simplificada de la hipótesis del universo inflacionario, dicha teoría afirma que poco después del Big Bang el universo primordial se expandió tan deprisa que nuestro universo visible no procede sino de una pequeña parte de aquél y que no podemos ver el resto. La metáfora es un tanto forzada (de hecho, con sólo escribirla a máquina, me ha desencadenado el síndrome del túnel carpiano), pero recuerda lo que sucede cuando los medios de comunicación económicos (y los medios en general) se centran sin descanso en una noticia llamativa pero de escaso alcance. La difusión de esa noticia es tan rápida que distorsiona la visión de todo el resto, hasta hacerlo invisible.

Nuestras respuestas a las noticias económicas no son sino una de las maneras de manifestar nuestra incapacidad de ser completamente racionales. En general, lo que ocurre es que no siempre nos comportamos de forma que nuestro bienestar económico sea el máximo. El Homo economicus no es un ideal al alcance de mucha gente. Mi difunto padre era un ejemplo claro de todo lo contrario. Recuerdo muy bien una noche de otoño en la que mi padre estaba sentado en las escaleras del exterior de casa. Se reía. Le pregunté qué le producía tanta risa y me dijo que había estado mirando las noticias y había oído la respuesta que había dado Bob Buhl, un jugador de los Milwaukee Braves, a un reportero de la televisión que le preguntaba sobre sus planes una vez finalizada la temporada. «Buhl dijo que durante el invierno iría a ayudar a su padre, que vivía en Saginaw, Michigan». Mi padre volvió a reírse y prosiguió. «Y cuando el reportero le preguntó a Buhl a qué se dedicaba su padre en Saginaw, Buhl contestó: “Nada, no hace nada”».

A mi padre le gustaban las historias de este tipo, que solía explicar con una sonrisa irónica. Hace poco, mientras ponía un poco de orden en mi oficina, me vino a la memoria otro episodio, al encontrar un chiste que me había enviado unos años antes. En él se veía un vagabundo con cara de felicidad sentado en el banco de un parque por delante del cual pasaba una larga fila de ejecutivos. El vagabundo preguntaba: «¿Quién va ganando?». Aunque mi padre se dedicaba a las ventas, siempre me pareció menos decidido a cerrar una venta que a charlar con sus clientes, contarles chistes, escribir poesía (no sólo pareados) y hacer innumerables pausas para tomar café.

Cualquier persona puede explicar historias como éstas, y es difícil encontrar una novela, incluidas las que están ambientadas en el mundo de las finanzas, en la que todos los protagonistas busquen activamente su propio bienestar económico. Una prueba menos anecdótica de los límites del ideal de Homo economicus la constituyen los llamados «juegos de ultimátum». En ellos intervienen normalmente dos jugadores, uno de los cuales recibe cierta cantidad de dinero (100 dólares, por ejemplo) de una tercera persona, mientras que el otro recibe una especie de derecho de veto. El primer jugador ofrece al segundo una fracción no nula de los 100 dólares, que el segundo jugador puede aceptar o rechazar. Si la acepta, recibe la cantidad que le ha ofrecido el primer jugador, y éste conserva el resto. Si la rechaza, la tercera persona recupera todo el dinero.

Desde el punto de vista racional de la teoría de juegos, se puede pensar que el segundo jugador siempre tiene interés en aceptar lo que se le ofrezca, por poco que sea, pues es mejor poco que nada. Se puede también pensar que el primer jugador, consciente de este hecho, haga ofertas muy bajas al segundo jugador. Ambos supuestos son falsos. Las ofertas pueden llegar hasta el 50 por ciento del dinero total y, cuando se consideran demasiado bajas y, por tanto, humillantes, a veces son rechazadas. Las ideas de justicia e igualdad, así como el enfado o la venganza, parecen desempeñar un papel en ese tipo de juegos.

Finanzas y comportamiento

Las reacciones de los participantes en los «juegos de ultimátum» pueden ser contraproducentes, pero por lo menos son diáfanas. En los últimos años, diversos psicólogos han señalado las muy diversas formas en que todos estamos sujetos a un comportamiento contraproducente que se genera en los puntos ciegos cognitivos, posiblemente análogos a las ilusiones ópticas. Estas manías e ilusiones psicológicas hacen que en ocasiones actuemos irracionalmente y tengamos comportamientos dispares, uno de los cuales es la inversión monetaria.

Amos Tversky y Daniel Kahneman son los fundadores de este relativamente nuevo ámbito de estudio. Muchos de sus primeros resultados fueron publicados en un libro ya clásico titulado Judgment Under Uncertainty, editado conjuntamente con Paul Slovic. (En 2002 Kahneman recibió el Premio Nobel de Economía, y muy probablemente lo hubiese compartido con Tversky si éste no hubiese fallecido antes). Otros estudiosos que han hecho aportaciones significativas en ese mismo campo son Thomas Gilovich, Robin Dawes, J. L. Knetschin y Baruch Fischhoff. El economista Richard Thaler (ya mencionado en el capítulo primero) es uno de los pioneros en la utilización de estos nuevos conceptos en la economía y las finanzas, y su libro titulado The Winner’s Curse, así como el de Thomas Gilovich, How We Know What Isn’t So?, son resúmenes muy útiles de los resultados más recientes.

Estos resultados son especialmente llamativos por la forma cómo el autor explica las tácticas que la gente corriente utiliza, consciente o inconscientemente, en su vida cotidiana. Por ejemplo, una estratagema frecuente de los activistas de cualquier temática consiste en incluir en el debate una serie de números, que no necesariamente tienen mucho que ver con la realidad. Cuando se pretende impresionar al público sobre una determinada enfermedad, se puede decir que es la causante de más de 50.000 muertes al año. Cuando los interlocutores se dan cuenta de que el número real es un par de órdenes de magnitud inferior, el argumento ya ha quedado establecido.

Las exageraciones financieras sin fundamento y los «objetivos de precios» irreales producen el mismo efecto. Al parecer es bastante frecuente que un analista asocie un objetivo de precio a un título bursátil para influir en los inversores y hacer que tengan un número en su cabeza. (Como no es fácil distinguir entre objetivos y deseos, ¿no existe entonces un número infinito de ellos?).

La razón del éxito de esta hipérbole es que muchos de nosotros tenemos un defecto psicológico muy frecuente.

Damos crédito y asimilamos fácilmente cualquier número que oigamos. Esta tendencia se llama «efecto de anclaje» y se ha demostrado que se produce en situaciones muy diversas.

Si alguien nos pregunta cuál es la población de Ucrania, el número de Avogadro, la fecha de un acontecimiento histórico, la distancia a Saturno, o los beneficios de tal o cual empresa dentro de dos años, es muy probable que las respuestas se parezcan mucho a la cifra que nos hayan propuesto como primera posibilidad. Por ejemplo, si la pregunta sobre de la población de Ucrania es del tipo: «¿Es mayor o menor que 200 millones de personas?», las respuestas variarán, pero en general serán algo menores que dicha cifra y se situarán, por media, en 175 millones, por ejemplo. Si la pregunta es del tipo: «¿Es la población de Ucrania mayor o menor que cinco millones de personas?», las respuestas variarán, pero esta vez serán ligeramente superiores y la media será, por ejemplo, de 10 millones. Normalmente las personas van en la dirección acertada ante cualquier número que se les presente, pero se mantienen anclados a él.

Se puede pensar que ésa es una estrategia razonable. Los entrevistados consideran que no saben mucho acerca de Ucrania, química, historia o astronomía, y que el interlocutor tiene mayores conocimientos, por lo que no se alejan mucho del número. Sin embargo, la sorprendente fuerza de esta tendencia se pone de manifiesto cuando el interlocutor obtiene su número inicial por procedimientos aleatorios, por ejemplo haciendo girar una rueda que en su parte externa tenga los siguientes números: 300 millones, 200 millones, 50 millones, 5 millones y así sucesivamente. Supongamos que se hace girar la rueda delante de los entrevistados, se señala el número en el que se detiene el cursor y se pregunta si la población de Ucrania es mayor o menor que el número indicado. Las respuestas de los entrevistados siguen ancladas a dicho número a pesar de que, en principio, ¡la rueda no sabe absolutamente nada acerca de Ucrania!

Las cifras del mundo de las finanzas también están sujetas a este tipo de manipulación, incluidos los objetivos de precios y demás cifras sobre el futuro incierto, como los beneficios a unos años vista. Cuanto más lejos esté ese futuro que describen los números, más posible es proponer un número enorme que pueda justificarse, por ejemplo, con un panorama prometedor sobre el crecimiento exponencial de las necesidades de utilización de la banda ancha o la compra electrónica de billetes de avión o de productos para animales de compañía. La gente tiene tendencia a rebajar esas estimaciones, pero no demasiado. Algunos de los excesos de las empresas «punto com» posiblemente puedan atribuirse a dicho efecto. En cuanto a las ventas, también se puede generar una imagen alarmante de una deuda en constante crecimiento o de mercados en recesión o de tecnologías rivales. También aquí, para provocar el efecto deseado, no es necesario que las cifras aportadas, en esta ocasión aterradoras, se parezcan mucho a la realidad.

Los beneficios y los objetivos no son los únicos anclajes. Es bastante frecuente que la gente se quede anclada al máximo (o mínimo) de las 52 últimas semanas al que el mercado ha estado vendiendo y continúe basando sus deliberaciones en dicho valor. Por desgracia, eso es lo que yo hice con WCOM. Había comprado las acciones cuando cotizaban en torno a los 40 dólares, y supuse simplemente que recuperarían ese valor. Más tarde, cuando compré más acciones entorno a los 30, 20 y 10 dólares, mantuve la misma actitud.

Otra forma extrema de anclaje (si bien en ésta intervienen otros factores) es la que se manifiesta por el interés de los inversores en comprobar si los beneficios anunciados cada trimestre por las empresas coinciden con las previsiones de los analistas. Cuando los beneficios de las empresas están un centavo o dos por debajo, los inversores suelen reaccionar como si la empresa estuviese a punto de quebrar. Algunos parecen no sólo estar anclados a las estimaciones de beneficios sino que parecen obsesionados con ellas, como si de fetiches se tratase.

No es sorprendente, por tanto, que algunos estudios demuestren que es más probable que los beneficios de las empresas resulten un centavo o dos por encima de la estimación de los analistas que un centavo o dos por debajo. Si se fijasen los beneficios con independencia de las expectativas, éstos se situarían tantas veces por debajo de la estimación media como por encima. La explicación de esta asimetría es que posiblemente algunas empresas ajustan sus grandes cifras a los beneficios: en lugar de determinar el volumen de ingresos y restarle el de los gastos para obtener la cuantía de los beneficios (u otras variantes más complejas de este mecanismo básico), dichas empresas empiezan con la cifra de beneficios que necesitan y ajustan los ingresos y los gastos hasta hacerlos cuadrar.

Una lista de manías psicológicas

El efecto de anclaje no es la única forma que perturba nuestro sano juicio. El «error de disponibilidad» es la tendencia a ver una historia, ya sea política, personal o financiera, a través del prisma que proporciona otra historia, análoga en apariencia, de la que se dispone desde un punto de vista psicológico. Así, es inevitable que se describa cualquier actividad bélica reciente de Estados Unidos como «un nuevo Vietnam». Los escándalos políticos se comparan inmediatamente con el caso Lewinsky o el asunto Watergate, las incomprensiones entre cónyuges reactivan viejas heridas, los asuntos de contabilidad nos hacen recordar el fiasco Enron-Andersen-WorldCom, y cualquier compañía de alta tecnología ha de enfrentarse a los recuerdos sobre la burbuja «punto com». Como ocurre con el efecto de anclaje, el error de disponibilidad también puede explotarse intencionadamente.

El efecto de anclaje y el error de disponibilidad pueden amplificarse debido a otras tendencias. Por «sesgo de la confirmación» se entiende la forma de comprobar una hipótesis apelando a situaciones que la confirman y desestimando las que no lo hacen. Somos capaces de detectar más fácilmente e incluso buscar con mayor diligencia aquello que confirma nuestras opiniones, y no advertimos con facilidad, y menos aún lo buscamos con interés, aquello que se opone a ellas. Este pensamiento selectivo refuerza el efecto de anclaje: de forma natural empezamos a buscar razones por las que nos pueda parecer acertado un número arbitrario que se nos presente. Si nos dejamos arrastrar por este sesgo de la confirmación, podemos llegar a cruzar la tenue línea que separa la racionalidad errónea y la obstinación sin sentido.

El sesgo de la confirmación desempeña su papel en las ganancias en Bolsa. Tenemos tendencia a acercarnos a aquellas personas cuyas opiniones sobre un título determinado son parecidas a las nuestras y a buscar con interés cualquier información positiva sobre dicho valor. Cuando participé en los grupos de discusión sobre WorldCom, me fijaba más en los titulares que hablaban de «compras fuertes» que en los de «ventas fuertes». También prestaba mayor atención a los acuerdos de dimensiones relativamente reducidas entre WorldCom y diversas empresas de Internet que a los problemas estructurales, de dimensiones muchos mayores, del sector de las telecomunicaciones.

El «sesgo del statu quo» (normalmente, los distintos sesgos no son independientes entre sí) también puede aplicarse a la inversión en general. Cuando a una serie de personas se les hace saber que han recibido una cantidad considerable de dinero en forma de herencia y se les pregunta en cuál de la cuatro siguientes formas de inversión (una cartera de valores agresiva, una serie de acciones normales más equilibrada, un fondo de inversión municipal y Letras del Tesoro) prefieren invertir ese dinero, los porcentajes correspondientes a cada una de ellas son muy parecidos.

Sin embargo, si se les dice además que ese dinero ya está invertido en fondos de inversión municipales, entonces casi la mitad de dichas personas prefiere mantenerlo invertido en dichos fondos. Lo mismo sucede con las otras tres opciones de inversión: casi la mitad prefiere mantener el dinero donde está. La inercia es una de las razones por la que mucha gente deja que sus herencias, e incluso sus inversiones, terminen desapareciendo. El «efecto del aval» es un sesgo análogo y consiste en una tendencia a asignar a las acciones de nuestra cartera un valor más elevado por el simple hecho de que son nuestras. «Es mi cartera y me encanta».

Otros estudios sugieren que las pérdidas soportadas pasivamente producen menos pesar que aquellas que se producen tras un periodo de intensa intervención. El inversor que se mantiene fiel a una vieja inversión que baja un 25 por ciento sufre menos que aquel otro que se cambia a dicha inversión antes de la disminución del 25 por ciento. El mismo miedo a sufrir un disgusto es el que se manifiesta en la reticencia de muchos a intercambiar billetes de lotería con sus amigos. ¡Se imaginan cómo se sentirían si el primer billete saliese premiado!

Minimizar el posible pesar puede llegar a tener un papel importante en el proceso de toma de decisiones por parte de los inversores. Diversos estudios de Tversky, Kahneman y otros han demostrado que la mayoría de las personas tienden a asumir menos riesgos para obtener beneficios que para evitar pérdidas. Parece verosímil; otros estudios sugieren que los inversores experimentan mayor sufrimiento después de una pérdida financiera que placer después de obtener una ganancia equivalente. En el caso extremo, el miedo desesperado a perder grandes cantidades induce a muchos a correr riesgos financieros enormes.

Consideremos la siguiente situación, bastante esquemática pero muy parecida a muchas de las que se han estudiado. Supongamos que un mecenas regala 10.000 dólares a cada una de las personas de un grupo y les ofrece una de las siguientes posibilidades: a) regalarles 5000 dólares más, o b) darles 10.000 dólares o nada, en función del resultado del lanzamiento de una moneda al aire. La mayoría de las personas prefiere los 5000 dólares adicionales. Comparemos esta situación con la siguiente. Un mecenas regala 20.000 dólares a cada uno de los miembros de otro grupo y les ofrece además a) que cada uno le devuelva 5000 dólares, o b) que cada uno devuelva 10.000 dólares o nada, en función del resultado del lanzamiento de una moneda al aire. En este caso, para evitar cualquier pérdida, la mayoría prefiere lanzar la moneda al aire. Lo que ocurre es que las opciones que se presentan a los dos grupos son las mismas: 15.000 dólares seguros o una moneda que determine si la ganancia es de 10.000 dólares o de 20.000 dólares.

Por desgracia, también yo corrí más riesgos para evitar pérdidas que los que estaba dispuesto a correr para obtener beneficios. A comienzos de octubre de 2000, WCOM había caído por debajo de los 20 dólares, lo cual obligó a su director general, Bemie Ebbers, a vender tres millones de acciones para poder contrarrestar algunas de sus deudas. Los grupos de discusión sobre WorldCom empezaron a inquietarse considerablemente y el precio de las acciones bajó todavía más. Mi reacción, aunque me cueste admitirlo, fue la siguiente: «a estos precios conseguiré finalmente salir del agujero». Compré más acciones, a pesar de lo que me decía mi cabeza. Por lo visto, no existía una buena conexión entre mi cerebro y mis dedos, que seguían apretando el botón de «compra» en mi cuenta electrónica, en un esfuerzo por evitar las pérdidas que estaban produciéndose.

La aversión a las pérdidas también desempeña un papel importante fuera del mundo de los negocios. Es ya un tópico que el intento de disimular un escándalo a menudo se transforma en un escándalo de mayores proporciones. Aunque casi todos lo sabemos, los intentos de disimular ese tipo de cosas sigue siendo frecuente, posiblemente porque, también en este caso, la gente está más dispuesta a tomar riesgos para evitar pérdidas que para obtener beneficios.

Otro talón de Aquiles de nuestro aparato cognitivo es lo que Richard Thaler llama las «cuentas mentales», ya mencionadas en el capítulo anterior. «La leyenda del hombre del albornoz verde» ejemplifica de forma muy convincente esa noción. Es un chiste largo y pesado, pero lo esencial es que un recién casado, de viaje de bodas a Las Vegas, se despierta a media noche y observa que sobre el tocador hay una ficha de cinco dólares. Incapaz de dormir, va al casino (con su albornoz verde, por supuesto), apuesta a la ruleta y gana. Como las apuestas se pagan 35 a 1, gana 175 dólares, cantidad que vuelve a apostar inmediatamente. Vuelve a ganar y ya dispone de 6000 dólares. Apuesta varias veces consecutivas al mismo número, hasta que sus ganancias se cuentan por millones y el casino se niega a aceptar una apuesta tan elevada. El hombre se marcha a otro casino que acepta apuestas mayores, vuelve a ganar y se encuentra con centenares de millones de dólares. Tiene dudas, pero finalmente decide apostarlo todo de nuevo. Esta vez pierde. Aturdido, consigue llegar a su habitación, donde su esposa se acaba de despertar y le pregunta cómo le ha ido. «No ha ido del todo mal. He perdido cinco dólares».

No sólo en los casinos y el mercado de valores categorizamos el dinero de forma extraña y le damos una consideración diferente según la cuenta mental en la que lo coloquemos. La gente que pierde una entrada de 100 dólares para un concierto, por ejemplo, tiene una tendencia menor a comprar una nueva entrada que la persona que pierde un billete de 100 dólares cuando va a comprar una entrada para asistir al concierto. Aun cuando la cantidad de dinero es la misma en los dos casos, en el primero se suele pensar que 200 dólares es un gasto excesivo para una cuenta de ocio, mientras que en el segundo se asignan 100 dólares a la cuenta de ocio y 100 dólares a la cuenta de «pérdidas desafortunadas» y se compra una segunda entrada.

En mis momentos menos críticos (aunque no sólo en ellos), en mi fuero interno asociaba los derechos de autor de este libro, que en parte surgió como una explicación de mis contratiempos en la inversión en valor, a mis pérdidas en WCOM. Al igual que la contabilidad de las empresas, la contabilidad personal puede ser plástica y enrevesada, tal vez incluso más que en las empresas, dado que en el segundo caso nosotros mismos somos los propietarios.

Estas y otras ilusiones cognitivas persisten por diversas razones. Una es que dan lugar a unas reglas heurísticas generales que permiten ahorrar tiempo y energía. En ocasiones es más fácil poner el piloto automático y responder a los acontecimientos sin pensar mucho, no sólo en aquellas situaciones en las que intervienen excéntricos filántropos o experimentadores sádicos. Otra razón de la persistencia de las ilusiones es que, en cierto sentido, se han consolidado a lo largo de los eones. Cuando oían un crujido en un matorral próximo, nuestros antecesores primitivos preferían ponerse a correr, antes que utilizar el teorema de Bayes sobre probabilidad condicionada para evaluar hasta qué punto era real o no el peligro.

Algunas veces, estas reglas heurísticas nos llevan por mal camino, no sólo en el mundo económico y financiero, sino en nuestra vida cotidiana. Por ejemplo, a comienzos del otoño de 2002 se produjo el caso de un francotirador en Washington, D. C. La policía arrestó al propietario de una furgoneta blanca, así como de una serie de rifles y un manual para francotiradores. Se pensó entonces que sólo había un francotirador y que era el propietario de todas esas cosas. A efectos del ejemplo que proponemos, supongamos que fuese verdad. En este supuesto y otros igualmente razonables, ¿qué es mayor: a) la probabilidad de que un hombre inocente sea el propietario de todas esas cosas, o b) la probabilidad de que un hombre que posea todas esas cosas sea inocente? Vale la pena detenerse antes de seguir leyendo.

Mucha gente cree que se trata de preguntas difíciles, pero es obvio que la segunda probabilidad es muchísimo mayor que la primera. Para darnos cuenta de ello, consideremos algunos números verosímiles. Hay cuatro millones de personas inocentes en el área metropolitana de Washington y, de acuerdo con nuestro ejemplo, sólo un culpable. Supongamos también que diez personas (incluido el culpable) poseen las tres cosas mencionadas anteriormente. La primera probabilidad (un hombre inocente posee esas tres cosas) sería 9/4.000.000, es decir, del orden de 1 en 400.000. La segunda probabilidad (un hombre que posea esas tres cosas es inocente) es 9/10. Con independencia de cuáles sean los números en la realidad, las dos probabilidades difieren sustancialmente. Confundirlas puede ser peligroso (para los acusados).

Opiniones autosuficientes y búsqueda de datos

Llevadas al límite, estas ilusiones cognitivas pueden dar lugar a sistemas cerrados de pensamiento, refractarios a cualquier cambio o refutación, por lo menos durante un tiempo. (El pensador austríaco Karl Kraus hizo la siguiente observación satírica: «El psicoanálisis es esa enfermedad mental que considera que es a su vez su propia terapia»). Así ocurre efectivamente en el caso de la Bolsa, pues las opiniones de los inversores acerca de los valores o del sistema de seleccionarlos pueden convertirse en una profecía autosuficiente. A veces el mercado de valores actúa como si fuese una criatura que tuviera voluntad, o una mente propia. El estudio de la Bolsa no es lo mismo que el de las matemáticas o cualquier otra ciencia, cuyos postulados y leyes son independientes de nosotros (en sentidos muy distintos). Si, por alguna razón, mucha gente decide creer en un título bursátil, entonces el precio de éste sube y queda justificada esa opinión.

Un ejemplo artificioso, pero ilustrativo, de opinión autosuficiente podría ser el siguiente: un pequeño club de inversión con sólo dos participantes y diez títulos posibles entre los que elegir cada semana. Cada semana la suerte favorece al azar a una de las diez acciones que el club ha seleccionado, con una subida muy pronunciada, mientras que los otros nueve valores de esa semana fluctúan en un intervalo muy estrecho.

Jorge considera (correctamente en este caso) que las fluctuaciones de los precios de las acciones son básicamente aleatorias y selecciona uno de los diez títulos lanzando un dado al aire (en este caso un icosaedro, un sólido de veinte caras, con dos caras por número). Supongamos que Marta cree fervientemente en alguna teoría disparatada, que llamaremos análisis Q. Sus posibilidades de elección vienen marcadas, por tanto, por la revista semanal de análisis Q, que selecciona de entre los diez valores considerados el que tiene mayor probabilidad de subir. Aunque Jorge y Marta tienen la misma probabilidad de escoger el título afortunado cada semana, es más fácil que el valor seleccionado por la revista genere más beneficios que cualquier otro.

La razón es muy sencilla, pero se nos puede escapar. Para que un título genere grandes beneficios a un inversor han de darse dos condiciones: la suerte debe sonreír esa semana al título y debe ser seleccionado por uno de los dos inversores. Dado que Marta siempre elige el que aparece en la revista semanal, la segunda condición siempre se cumple y, por consiguiente, cuando la suerte le favorece, le proporcionará grandes beneficios. No sucede lo mismo con los otros nueve valores. Nueve de cada diez veces la suerte sonreirá a uno de los valores no seleccionados por la revista, pero lo más probable es que Jorge no haya seleccionado ese en concreto, con lo cual es difícil que obtenga buenos réditos. Sin embargo, hay que ser prudentes a la hora de interpretar estos hechos. Jorge y Marta tienen la misma probabilidad de obtener beneficios (10 por ciento), y cada título de los diez iniciales tiene la misma probabilidad de que la suerte le sonría (10 por ciento), pero el título seleccionado por la revista obtendrá mayores beneficios mucho más a menudo que los seleccionados al azar.

Ahora ya con un planteamiento numérico, puede decirse que el 10 por ciento de las veces el valor seleccionado por la revista le proporcionará a Marta buenos réditos, mientras que cada uno de los diez valores sólo tiene una probabilidad del 1 por ciento de generar grandes beneficios y, al mismo tiempo, de ser el escogido por Jorge. Conviene señalar de nuevo que para que el valor seleccionado por la revista proporcione beneficios tienen que darse dos condiciones: Marta tiene que escogerlo, lo cual sucede con probabilidad 1, y tiene que ser el valor al que la suerte sonría, lo cual sucede con probabilidad 1/10. Para determinar la probabilidad de que se produzcan varios sucesos independientes hay que multiplicar las respectivas probabilidades, por lo que la probabilidad de que ocurran ambas cosas es 1 × 1/10, es decir, el 10 por ciento. De forma análoga, para que un determinado título haga que Jorge obtenga buenos réditos tienen que producirse dos cosas: Jorge tiene que escogerlo, lo cual sucede con probabilidad 1/10, y tiene ser el valor al que favorece la suerte, lo cual sucede con probabilidad 1/10. El producto de esas dos probabilidades es 1/100, es decir, el 1 por ciento.

En este experimento inventado nada depende del hecho de que haya dos inversores. Si el número de inversores fuese 100 y 50 de ellos siguieran servilmente el consejo de la revista y otros 50 escogiesen los valores al azar, entonces los títulos seleccionados por la revista generarían buenos réditos a los inversores con una frecuencia 11 veces mayor que cualquier valor tomado al azar. Cuando se escoge al azar el título seleccionado por la revista y se obtienen beneficios cuantiosos, hay 55 ganadores: los 50 que creen en la revista y los cinco que han escogido ese título al azar. Cuando cualquiera de los otros nueve valores genera buenos beneficios, sólo hay, por término medio, cinco ganadores.

Si se considera una población reducida de inversores y un número limitado de valores, se puede tener la impresión de que esta estrategia resulta efectiva, cuando en realidad sólo actúa el azar.

La «explotación de datos», la utilización de bases de datos sobre inversiones, cotizaciones de las acciones y datos económicos en busca de alguna indicación sobre la efectividad de ésta u otra estrategia, es un nuevo ejemplo de que una pesquisa de alcance limitado puede dar lugar a resultados decepcionantes. El problema es que si uno busca lo suficiente, siempre encontrará una regla en apariencia eficaz que genere grandes beneficios en un determinado periodo de tiempo o un determinado sector. (De hecho, sobre la base de los trabajos del economista británico Frank Ramsey, algunos matemáticos han demostrado recientemente une serie de teoremas sobre el carácter inevitable de algún tipo de orden en los conjuntos grandes). Los defensores de dichas reglas no se diferencian gran cosa de los que creen en la existencia de códigos ocultos en la Biblia. También ahí se han rastreado mensajes codificados que parecían tener algún significado, sin advertir que es casi imposible que no exista ningún «mensaje» de ese tipo. (Es un hecho trivial, si se busca en un libro que, convenientemente, contenga un capítulo 11 en el que se pronostique la bancarrota de muchas empresas).

Cuando los inversores intentan descubrir los mecanismos básicos de las inversiones pasadas que han tenido éxito, sólo se fijan de forma muy superficial en el precio y en algunos datos comerciales. En una reducción al absurdo de esta búsqueda de conexiones sin una orientación clara, David Leinweber pasó mucho tiempo, en la década de los noventa, manejando los datos económicos contenidos en un CD-ROM elaborado por las Naciones Unidas hasta encontrar que el mejor indicador del valor del índice de valores Standard & Poor’s (S&P) 500 era —aquí se necesita un redoble de tambores— la producción de mantequilla en Bangladesh. No hace falta añadir que no se ha seguido utilizando la producción de mantequilla en Bangladesh como el mejor indicador del índice S&P 500. Todas las reglas y regularidades que puedan descubrirse al utilizar una muestra han de ser aplicadas a los nuevos datos si se desea que tengan alguna credibilidad. Siempre se puede definir arbitrariamente una clase de valores que retrospectivamente hayan funcionado muy bien, pero ¿seguirá siendo así en el futuro?

Me acuerdo ahora de una paradoja muy conocida planteada (por otros motivos) por el filósofo Nelson Goodman. Escogió una fecha arbitraria del futuro, el 1 de enero de 2020, y definió que un objeto era «verdul» si era verde y la fecha considerada era anterior al 1 de enero de 2020, o bien si era azul y la fecha era posterior al 1 de enero de 2020. Por otra parte, algo era «azde» si era azul y la fecha considerada era anterior a aquella o si era verde y la fecha posterior a ella.

Consideremos ahora el color de las esmeraldas. Todas las esmeraldas examinadas hasta ahora (2003) han sido verdes. Nos sentimos seguros, por tanto, de que todas las esmeraldas son verdes. Pero todas las esmeraldas examinadas hasta ahora también son «verdules». Al parecer deberíamos tener la misma seguridad de que todas las esmeraldas son «verdules» (y, por consiguiente, azules a partir de 2020). ¿No es así?

Una objeción inmediata es que los colores «verdul» y «azde» resultan muy extraños, entre otras cosas porque se definen en función del año 2020. Pero si hubiese extraterrestres que hablaran el lenguaje verde-azul, podrían utilizar el mismo argumento en contra de nosotros. «Verde», dirían, es una palabra arbitraria para un color, que se define como verdul antes de 2020 y azde después. «Azul» también es extraño, pues es azde antes de 2020 y verdul después. Los filósofos no han demostrado convincentemente qué hay de malo en los términos «verdul» y «azde», pero señalan que incluso puede llegar a tolerarse la ausencia más clara de regularidad de sentido si se introducen nuevos términos y requisitos ad hoc.

En sus denodados esfuerzos por encontrar conexiones, los buscadores de datos suelen recurrir al «sesgo de la supervivencia». En la práctica del mercado existe la tendencia a eliminar de la media de fondos de inversión colectiva todos aquellos fondos que han dejado de ser operativos. El rendimiento medio de los fondos supervivientes es superior al que correspondería si estuviesen incluidos todos los fondos. Algunos fondos con malos resultados desaparecen y otros se fusionan con fondos con mejores resultados. En cualquier caso, esta práctica modifica los comportamientos e induce a los inversores a un mayor optimismo en cuanto al rendimiento futuro de los fondos. (El sesgo de la supervivencia también puede aplicarse a los valores bursátiles, que aparecen y desaparecen continuamente, aunque sólo los supervivientes cuentan a la hora de hacer estadísticas de rentabilidad. Por ejemplo, WCOM quedó eliminada sin contemplaciones del índice S&P 500 después de su brusca caída a comienzos de 2002).

La situación es análoga a la de una escuela que permite que se den de baja de una asignatura aquellos alumnos que no obtienen buenos resultados en ella. La puntuación media de las escuelas que favorecen este sistema es superior, en general, a la de aquellas en las que no se practica. Pero estas puntuaciones medias sobredimensionadas dejan de ser un indicador fiable del rendimiento escolar.

Por último, si nos atenemos exclusivamente a la literalidad del término, el sesgo de la supervivencia nos hace ser algo más optimistas a la hora de afrontar una crisis. Tenemos tendencia a sólo ver aquellas personas que han superado crisis parecidas. Aquellos que no lo han conseguido, ya no están y, por tanto, son mucho menos visibles.

Rumores y grupos de discusión

Los grupos de discusión en la red son laboratorios naturales para la observación de todo tipo de ilusiones y distorsiones, aunque su psicología a menudo es más brutalmente simplista que sutilmente engañosa. Cuando estaba embelesado por WorldCom, pasaba muchas horas desmoralizdoras, fastidiosas o divertidas visitando compulsivamente los grupos de discusión de Yahoo! y RagingBull. Basta una breve visita a esos sitios para darse cuenta de que «grupos de griterío» es una descripción más acertada de ellos.

Una vez provisto de un nombre ficticio, el participante (sospecho que en la mayoría de los casos tenemos que hablar del género masculino) suele olvidar la gramática, la ortografía e incluso los niveles más básicos que ha de tener cualquier discurso educado. También hay quien se vuelve imbécil, idiota o algo peor. Cualquier referencia a un título, cuando se trata de una venta al descubierto (vender acciones que uno no posee con la esperanza de poderlas comprar más tarde, cuando haya bajado el precio), requiere una enorme habilidad para descodificar alusiones y acrónimos escatológicos. Cualquier expresión de dolor por las pérdidas registradas es recibida con despiadado sarcasmo y desprecio. En abril de 2002, un participante anunciaba su suicidio, lamentándose de haber perdido su casa, su familia y su trabajo a causa de WCOM. La respuesta que recibió fue: «¡Pobre perdedor, muérete! Te sugiero que escribas una nota por si las autoridades o tu esposa no participan en los grupos de discusión de Yahoo!».

Quienes se presentan como vendedores suelen ser (aunque no siempre) menos injuriosos que los que dicen ser compradores. Algunos de los habituales parecen genuinamente interesados en plantearse los temas del mercado bursátil con racionalidad, compartir información e intercambiar ideas. Algunos parecen muy enterados, otros son partidarios de teorías conspirativas estrafalarias, entre las que se cuenta la habitual porquería antisemita, y otros no tienen ni idea, como los que preguntan, por ejemplo, por qué siempre se pone una barra entre la P y la E en P/E y si la P indica efectivamente «precio». También hay muchas discusiones que nada tienen que ver con el mercado bursátil. Una ocasión que recuerdo con cariño fue aquella en la que alguien había necesitado la ayuda de su técnico informático tras comprobar que su ordenador y su impresora no funcionaban. Resultó que los había conectado al sistema de protección de picos de tensión y no a la red principal. He olvidado ya el nombre de la empresa acerca de la que discutíamos en ese momento.

Está claro que resulta poco recomendable seguir el consejo de ese tipo de personas a las que me he referido, pero la atracción de los sitios visitados es semejante a la que producen los cotilleos acerca de las personas en las que estamos interesados. Lo más probable es que el cotilleo sea falso, retorcido o exagerado, pero sigue provocando cierta fascinación. Otra analogía es la de escuchar la radio de la policía y sentir la dureza de la vida y la muerte en las calles de la ciudad.

Los participantes en grupos de discusión forman pequeños clanes que invierten mucho tiempo en desautorizar, aunque sin dar ninguna alternativa, a otros clanes opuestos. Defienden sus propios tópicos y denuncian los de los demás. La compra de una pequeña empresa por parte de WorldCom o el cambio de rumbo de sus inversiones en Brasil se interpretaron como grandes noticias. Sin embargo, no lo eran tanto como el cambio de opinión de un analista financiero, cuando su recomendación pasaba de «compra fuerte» a simplemente «compra», o viceversa. Cuando de los grupos de discusión se eliminan aquellas opiniones que rezuman ira y mala educación, es fácil que aparezcan muchos de los sesgos mencionados anteriormente. Las opiniones restantes abominan normalmente del riesgo, se aferran a un número artificial, presentan «razonamientos» que no son sino círculos viciosos, manifiestan admiración por la búsqueda de datos, o todas esas variantes al mismo tiempo.

En la mayoría de los grupos de discusión que frecuenté, el porcentaje de opiniones sensatas era mayor que en el grupo de discusión sobre WorldCom. Recuerdo que en el grupo de discusión sobre Enron pude leer los rumores acerca de los contratos fraudulentos y las prácticas contables engañosas de la empresa, que posteriormente salieron a la luz pública. Por desgracia, como se generan rumores sobre cualquier cosa y son muy contradictorios entre sí (a veces los difunde un mismo individuo), es imposible sacar conclusión alguna de su fundamento, excepto que contribuyen a crear sentimientos de esperanza, miedo, ira y ansiedad.

Hinchar y deshinchar, vender al descubierto y distorsionar

En ocasiones, los rumores tienen que ver con estafas que se producen en el mercado bursátil y se aprovechan de las reacciones psicológicas normales de la gente. Muchas de esas reacciones aparecen catalogadas en el libro clásico de Edwin Lefevre de 1923 titulado Reminiscences ofa Stock Operator, pero la técnica estándar de «hinchar y deshinchar» (pump and dump) es una práctica ilegal que ha florecido con Internet. Pequeños grupos de inversores compran un título y lo ofrecen luego de alguna manera engañosa (es decir, lo «hinchan»), Cuando ha aumentado el precio gracias a la campaña de promoción, lo venden y recogen un beneficio (lo «deshinchan»). Esta práctica funciona bien en mercados alcistas, cuando se manifiesta la codicia de los inversores. También resulta muy eficaz cuando se trata de títulos con poco movimiento y bastan unos pocos compradores para que el efecto sea pronunciado.

De hecho, para montar una operación de ese tipo sólo hace falta una persona con una conexión rápida a Internet y una serie de nombres registrados. Todo consiste en comprar un pequeño lote de acciones a algún corredor de Bolsa electrónico y entrar en el grupo de discusión correspondiente. Basta con algunas insinuaciones inteligentes y algunas afirmaciones equívocas y escribir mensajes, con otro pseudónimo, que respalden esas opiniones. Se puede incluso mantener una «conversación» entre los distintos nombres utilizados por una misma persona, y generar expectativas crecientes. Hay que esperar a que el precio suba y entonces hay que vender rápidamente.

Un estudiante de New Jersey de quince años fue detenido por estas prácticas, que efectuaba con bastante éxito a la salida de la escuela. Es difícil calibrar hasta qué punto está extendida esta práctica, ya que sus autores en general prefieren el anonimato. Creo que es bastante frecuente, especialmente porque se manifiesta con diversa intensidad, desde las centrales telefónicas organizadas por las redes de estafadores a los agentes de Bolsa que intentan engañar a los inversores más ingenuos.

De hecho, esta última situación constituye una amenaza mucho mayor. El análisis del mercado era considerado una actividad respetable, y sin duda lo sigue siendo para la mayoría de quienes lo practican. Sin embargo, desgraciadamente, parece que algunos manifiestan un enorme deseo de conseguir las comisiones bancarias por inversión asociadas a las fusiones y la colocación de acciones, así como a otras prácticas lucrativas que les inducen a «enmascarar» —por decirlo suavemente— sus análisis para no molestar a las empresas que están analizando y de las que, al mismo tiempo, tienen acciones. A principios de 2002, salieron a la luz pública diversas historias sobre algunos analistas de Merrill Lynch que intercambiaban mensajes privados de correo electrónico ridiculizando un título para el que, en público, estaban intentando captar clientes. Otras seis agencias de Bolsa fueron acusadas del mismo tipo de prácticas poco honradas.

Mucho más explícito es el caso de la documentación de Salomon Smith Barney considerada por el Congreso como prueba de que los ejecutivos de empresas que generaban grandes comisiones por inversión recibían a veces personalmente grandes paquetes de las ofertas públicas de acciones de sus empresas. El valor de estas ofertas jugosas y bien promocionadas, a las que no tenían acceso los inversores normales, aumentaba rápidamente y su venta proporcionaba beneficios inmediatos. Entre 1996 y 2000 Bemie Ebbers recibió casi un millón de acciones de ofertas públicas iniciales por un valor de más de 11 millones de dólares. La compensación de 1400 millones de dólares pagados por algunas grandes agencias de Bolsa al gobierno, que fue anunciada en diciembre de 2002, dejó pocas dudas sobre el hecho de que esa práctica no era exclusiva de Ebbers y de Salomon.

Retrospectivamente, parece que las valoraciones de algunos analistas no eran mucho más creíbles que las invitaciones enviadas a cualquier dirección electrónica del planeta por aquellos que se presentan como funcionarios del gobierno de Nigeria en busca de algo de dinero con el que iniciar un negocio. El planteamiento suele consistir en que ese dinero les permitirá tanto a ellos como a su interlocutor acceder a una enorme cantidad de dinero, congelada en alguna cuenta en el extranjero.

En el mercado bajista, la técnica equivalente a la de «hinchar y deshinchar» es la de «vender al descubierto y distorsionar» (short and distort). En lugar de comprar, hacer una campaña de promoción y vender, confiando en la subida de la cotización, esta técnica consiste en vender, atacar y comprar, confiando en la caída de la cotización.

Primero se venden las acciones al descubierto. Como ya se ha dicho, esta operación consiste en vender títulos de los que no se dispone con la esperanza de que su cotización habrá disminuido cuando llegue el momento de pagar al agente de Bolsa que ha prestado las acciones. (La venta al descubierto es perfectamente legal y uno de sus objetivos más útiles consiste en mantener los mercados y limitar los riesgos). Luego se ponen en circulación falsos rumores sobre deudas sin avales, problemas tecnológicos, problemas de personal, pleitos, etcétera. Cuando, como respuesta a esa campaña, disminuye la cotización de ese título, se compran las acciones a un precio inferior y se recogen los beneficios.

Como en el caso del mercado alcista, «vender a.1 descubierto y distorsionar» funciona bien cuando se trata de acciones con poco movimiento. Resulta muy eficaz en el mercado bajista, cuando los inversores están expuestos a la ansiedad y al miedo. Quienes practican este sistema, al igual que los del sistema anterior, utilizan diversos pseudónimos en los grupos de discusión especializados, esta vez para crear la ilusión de que algo catastrófico se cierne sobre la empresa en cuestión. Su actitud hacia los inversores que no están de acuerdo suele ser más desagradable que la de quienes recurren al otro método, que han de mantener un tono más positivo, de mayor confianza. También aquí existen distintos grados en la práctica y a veces ésta casi no puede distinguirse de la forma de actuar de algunas agencias de Bolsa o algunos fondos de inversión de alto riesgo.

Incluso títulos tan importantes como WCOM (con 3000 millones de acciones) pueden quedar afectados por la técnica de «vender al descubierto y distorsionar», aunque para ello quienes la practican han de tener una infraestructura bastante sólida. No dudo de que en el caso de WCOM se practicase esta técnica durante su largo descenso, pero a la vista de lo que salió a la luz pública acerca de la contabilidad de la empresa, parece haber contado más lo último.

Por desgracia, después de Enron, WorldCom, Tyco y otras empresas, un simple tufillo de irregularidades basta para provocar que los inversores vendan, y que sólo después hagan las preguntas. Como consecuencia, muchas empresas respetables quedan lastradas injustamente y muchos inversores pierden la confianza en ellas.