Pitt contempló el río Potomac a través de la ventana de su despacho, mientras su mente iba a la deriva como el agua del río.
Desde que había vuelto del Ártico, no estaba tranquilo, lo embargaba una ligera angustia mezclada con cierta desilusión. Pero sabía que en parte era por sus heridas. La pierna y el brazo cicatrizaban bien, y los médicos le habían dicho que se recuperaría sin problemas. Sin embargo, aunque casi no le dolían, detestaba la falta de movilidad. Hacía días que había abandonado la muleta pero en ocasiones necesitaba la ayuda de un bastón. Giordino había aliviado parcialmente esa necesidad dándole un bastón con un compartimiento secreto para tequila. Loren también había estado a la altura de las circunstancias, y se había comportado como la mejor de las enfermeras atendiéndolo en todo momento. Pero había algo que continuaba afectándolo.
Sabía que era el fracaso, algo a lo que no estaba acostumbrado. La búsqueda del rutenio había tenido una importancia fundamental, y él no había sido capaz de encontrarlo. Tenía la sensación no solo de haberle fallado a Lisa Lane sino también a todos los habitantes del planeta. Por supuesto, no era culpa suya; había seguido las pistas a medida que las encontraba y en ningún momento habría actuado de otra manera. Los geólogos del gobierno ya estaban buscando nuevas fuentes de rutenio, pero las perspectivas a corto plazo eran pesimistas. El mineral no existía en cantidades suficientes, y no había nada que él pudiese hacer al respecto.
Su instinto se había equivocado por segunda vez, lo que le provocaba dudas. Quizá llevaba demasiado tiempo en activo. Quizá era hora de que una generación más joven tomase las riendas. Tal vez debería ir a Hawai con Loren y pasar los días dedicándose a la pesca.
Intentó ocultar su melancolía cuando llamaron a la puerta y gritó «adelante».
Se abrió la puerta. Giordino, Rudi y Dahlgren entraron en el despacho como si fuese de ellos. Intentaban reprimir una sonrisa, y Pitt vio que los tres ocultaban algo a la espalda.
—Bueno, por lo visto, o estoy recibiendo a los Reyes Magos o acaban de entrar tres chiflados —comentó Pitt.
—¿Tienes un minuto? —preguntó Rudi—. Hay algo que querríamos compartir contigo.
—Mi tiempo es vuestro —respondió Pitt, que se acercó a su mesa para sentarse. Miró a los hombres con suspicacia, y añadió—: ¿Qué es lo que estáis tratando de ocultar?
Dahlgren le mostró los vasos de plástico que llevaba.
—Se nos ocurrió que podía ser la hora de tomar un trago —explicó.
Giordino sacó la botella de champán que tenía oculta detrás de sus robustos brazos.
—Yo también tengo sed —añadió.
—¿Acaso nadie os ha dicho que hay reglas que prohíben el alcohol en los edificios públicos? —les reprochó Pitt.
—Creo que las he olvidado. ¿Tú sabes algo de eso?
Dahlgren puso cara de ingenuo y sacudió la cabeza.
—De acuerdo, ¿de qué va todo esto? —preguntó Pitt, perdiendo la paciencia.
—Es cosa de Jack —dijo Gunn—. Digamos que nos ha salvado el día.
—Dirás que te ha salvado el culo —lo corrigió Giordino con una sonrisa.
Quitó el papel de aluminio del cuello de la botella y la descorchó. Cogió los vasos de Dahlgren y sirvió la bebida.
—Se trata de la piedra —intentó explicar Rudi.
—La piedra… —repitió Pitt con creciente suspicacia.
—Una de las muestras de la chimenea hidrotermal que encontramos más allá de Alaska —intervino Giordino—, antes de todo aquel embrollo del laboratorio canadiense. Guardamos todas las muestras en una bolsa que Rudi debía traer aquí para analizar. Pero se dejó la bolsa en el Narwhal cuando se marchó a Tuktoyaktuk.
—Recuerdo aquella bolsa —dijo Pitt—. Casi tropezaba con ella cada vez que entraba en el puente.
—Tú y yo —murmuró Dahlgren.
—¿Todavía está en el puente? —preguntó Pitt.
—Estaba y está —contestó Giordino—. Está en el Narwhal, en el fondo del estrecho de Victoria.
—Eso sigue sin explicar a qué viene el champán.
—Al parecer, nuestro buen amigo Jack encontró una piedra en el bolsillo cuando llegó a casa —dijo Gunn.
—Te aseguro que no soy cleptómano —afirmó Dahlgren con una sonrisa—. Pero también tropecé con aquella bolsa y recogí una de las piedras que habían caído. Me la guardé en el bolsillo sin pensarlo. Me olvidé de ella hasta que me cambié de ropa en el Santa Fe y me dije que valdría la pena guardarla.
—Una decisión muy sabia —apuntó Rudi.
—La llevé al laboratorio de geología la semana pasada, para que la analizasen, y me han llamado esta mañana con los resultados.
Rudi sacó la muestra y la deslizó sobre la mesa. Pitt la recogió y de inmediato le llamó la atención el peso y el color plata mate. Se le aceleró el corazón al recordar las mismas características en la muestra que le había dado el viejo geólogo de la cooperativa minera.
—A mí no me parece que sea oro —comentó al trío, atento a su reacción.
Los tres hombres se miraron los unos a los otros y sonrieron. Fue Giordino quien respondió.
—¿Qué te parece, rutenio?
Los ojos de Pitt se iluminaron cuando se irguió en la silla. Observó la piedra con atención y luego miró a Rudi.
—¿De verdad? —preguntó en voz baja.
—Sí, y de alta calidad.
—¿Cómo sabemos si se encuentra en cantidad?
—Buscamos los registros de los sensores del Bloodhound y echamos una segunda mirada. Aunque no está configurado para detectar el rutenio, identifica los grupos que contienen platino. Si hemos de creer a los sensores, la chimenea hidrotermal tiene más platino y derivados del platino a su alrededor que oro en Fort Knox. No hay duda de que una significativa cantidad del mineral alrededor de la chimenea es rutenio.
Pitt no podía creer la noticia. Sintió como si le hubieran puesto una inyección de adrenalina. Su rostro se iluminó, y el brillo reapareció en sus inteligentes ojos verdes.
—Enhorabuena, jefe —dijo Rudi—. Tienes tu propia mina de rutenio a trescientos metros bajo el mar.
Pitt sonrió a sus compañeros y cogió uno de los vasos.
—Creo que brindaré por eso —dijo, y levantó el vaso en un brindis con los demás.
Después de beber un sorbo, Dahlgren miró su vaso y asintió.
—Sabéis una cosa —dijo con su lento deje texano—, esto es casi tan bueno como una Lone Star.