CAPÍTULO 93

La guardia de honor de la Marina Real cargó el ataúd de madera oscura por las escalinatas de la capilla neo-clásica anglicana y lo colocó sobre una ornamentada cureña del siglo XIX. La elegía había sido larga, como era norma en los funerales reales, con los discursos del primer ministro y el príncipe de Gales, entre otras personalidades. Los sentimientos eran patrióticos, pero poco personales, porque ninguno de los asistentes había conocido al muerto.

El funeral de Sir John Alexander Franklin fue un gran acontecimiento y, al mismo tiempo, muy edificante. El descubrimiento del cadáver de Franklin a bordo del Erebus había despertado un nostálgico romanticismo entre el público británico y había reavivado los días de gloria, cuando Wellington gobernaba la tierra y Nelson el mar. Las hazañas de Franklin en el Ártico, un episodio histórico casi olvidado por las nuevas generaciones, fueron relatadas con todo detalle a un público entusiasmado que pedía más.

La fascinación de la gente había ejercido una gran presión sobre el equipo de arqueólogos y especialistas forenses encargados de examinar el barco y recuperar el cuerpo. Trabajando las veinticuatro horas del día habían resuelto dos misterios clave, incluso antes de que el cuerpo de Franklin llegase a Londres y luego a la abadía de Westminster.

Si bien varias enfermedades habían contribuido a su muerte, a la edad de sesenta y un años, los científicos determinaron que la tuberculosis, contraída en los reducidos confines de un barco atrapado en el hielo, era la causa más probable de su deceso. Mucho más intrigante había sido la revelación de por qué gran parte de la tripulación del Erebus se había vuelto loca. A partir de lo narrado en el diario de a bordo, que Pitt había enviado a las autoridades británicas, los científicos analizaron una muestra de rutenio encontrada en el camarote de uno de los oficiales. Los ensayos mostraron que el mineral sudafricano contenía grandes cantidades de mercurio. Cuando los marineros lo habían calentado en cubos y sartenes, el mineral había desprendido unos vapores tóxicos que se habían acumulado en la cocina y en el sollado de la tripulación. El envenenamiento por mercurio provocaba daños neurológicos y reacciones psicóticas meses después de ser respirado, algo que se había comprobado años más tarde con casos similares.

Esta trágica acumulación de factores contribuyó todavía más al atractivo de la historia; de ahí que el público acudiera en masa a presentar sus respetos a Franklin. Las puertas de Kensal Green, un viejo y extenso cementerio al oeste de Londres junto a Forest Lawn, tuvieron que ser cerradas el día de su funeral, después de que treinta mil personas se congregasen en su histórico suelo.

Era un caluroso y húmedo día de verano, muy distinto de las condiciones árticas en las que había muerto. La cureña tirada por caballos se alejó a marcha lenta de la capilla, traqueteando por el sendero de adoquines entre los golpes de las herraduras de las yeguas negras. Escoltada por una larga procesión, la cureña fue poco a poco hasta una sección aislada del cementerio donde había un bosquecillo de castaños muy altos. El cochero se detuvo frente a un panteón familiar con la reja abierta. Había una fosa vacía junto a una tumba en cuya lápida se leía:

LADY JANE FRANKLIN

1792-1875

La amada esposa de Franklin, más que cualquier otro, había contribuido a aclarar el destino de la expedición perdida. A través de innumerables peticiones y gastos, había financiado con su fortuna personal no menos de cinco expediciones para rescatar a su marido y sus barcos del Ártico. Las primeras habían fracasado, al igual que aquellas enviadas por el gobierno británico. Fue otro explorador del Ártico, Francis McClintock, quien acabó por descubrir el destino de Franklin. A bordo de su yate de vapor Fox, fletado por lady Franklin, había encontrado importantes reliquias y una nota en la isla del Rey Guillermo; en ella se hablaba de la muerte de Franklin en 1847 y del abandono por parte de la tripulación de los barcos atrapados en el hielo.

Habían transcurrido ciento sesenta y ocho años desde que se había despedido de ella con un beso en las orillas del Támesis, pero John Franklin se había reunido de nuevo con su esposa.

Su alma tenía otro motivo para sentirse feliz mientras lo sepultaban junto a Jane. La fragata de la Armada Real que había recuperado el ataúd del Erebus para llevarlo de regreso a Inglaterra, había seguido la ruta larga, por el estrecho de Bering y el Pacífico hasta el canal de Panamá. En la muerte, ya que no en vida, Sir Franklin había navegado por fin por el Paso del Noroeste.