De poco sirvió la muerte de Goyette para acabar con la airada reacción de los medios ante su imperio. Varios periodistas dedicados al medio ambiente ya habían descubierto las descargas de dióxido de carbono relacionadas con la planta de Kitimat y el accidente que se había evitado en el último momento con el barco de pasajeros que hacía la ruta turística de Alaska. Los investigadores del Ministerio de Medio Ambiente canadiense se habían presentado en las instalaciones para cerrarla y sacar a los trabajadores mientras se preparaban las acusaciones criminales y civiles contra Terra Green. Aunque se tardaron varias semanas, el barco cisterna responsable de las descargas de dióxido de carbono fue encontrado en un astillero de Singapur. Las autoridades locales de inmediato se incautaron del barco propiedad de Goyette.
Las actividades ilegales del multimillonario se convirtieron en una frecuente noticia de primera plana en Estados Unidos y Canadá. No pasó mucho tiempo antes de que la investigación policial sacase a la luz que los derechos de explotación del petróleo, el gas y los minerales se habían obtenido con sobornos. Tras pactar un acuerdo de inmunidad para Jameson, el ministro de Recursos Naturales, las pruebas acusatorias comenzaron a caer como fichas de dominó. Se dieron a conocer elevadas transferencias hechas a las cuentas del primer ministro y los sobornos pagados por Goyette para ampliar sus plantas de captura de dióxido de carbono por todo Canadá. La pista del dinero los llevó a destapar docenas de otros tratos ilegales entre Goyette y el primer ministro Barrett para explotar juntos los recursos naturales del país.
Los líderes de la oposición aprovecharon de inmediato las noticias y las investigaciones para llevar a cabo una caza de brujas contra el primer ministro. Acosado por sus falsas declaraciones en los incidentes ocurridos en el Ártico, las acusaciones delictivas fueron la gota que colmó el vaso. Privado de todo apoyo, el primer ministro renunció a su cargo pocas semanas más tarde, junto con la mayoría de su gabinete. Despreciado por el público, el ex primer ministro se enfrentaría durante años a múltiples acusaciones hasta conseguir un acuerdo que lo libraría de ir a la cárcel. Con la reputación destrozada, Barrett se perdió en el olvido.
Terra Green Industries tuvo un destino similar. Los investigadores descubrieron que su estrategia para hacerse con los recursos árticos consistía en expulsar a los estadounidenses, obtener el monopolio del transporte local, y el pago de sobornos para conseguir los derechos. Sin poder hacer frente a las multas multimillonarias por corrupción y por daños al medio ambiente, la empresa no tardó en caer en la bancarrota. Muchas de las propiedades, incluido el barco cisterna, el Club Victoria y el yate de Goyette, se vendieron en subastas públicas. Gran parte de los yacimientos y la flota fueron adquiridos por el gobierno, que explotaría las propiedades sin obtener beneficios. Una organización no gubernamental alquiló uno de los rompehielos y la flota de barcazas por el precio simbólico de un dólar al año. Trasladadas a la bahía de Hudson, las barcazas se empleaban para llevar los excedentes de trigo de Manitoba a las regiones que padecían hambre en África Oriental.
Entre los barcos de Terra Green, los investigadores encontraron un pequeño porta-contenedores llamado Alberta. Los inspectores de la Policía Montada probaron que se trataba del mismo barco que había colisionado con el patrullero de los guardacostas Harp en el estrecho de Lancaster; algunas letras de su nombre se habían modificado para que dijese Atlanta. Al igual que la tripulación del Otok, los hombres que servían a bordo del Alberta afirmaron en sus declaraciones que habían actuado bajo las órdenes directas de Mitchell Goyette.
En cuanto los partidos moderados recuperaron poder en el gobierno canadiense, las relaciones con Estados Unidos mejoraron de inmediato. Se devolvió el Polar Dawn a los estadounidenses, junto con una pequeña indemnización para los tripulantes. Se anuló la orden que prohibía a los barcos estadounidenses navegar por el Paso del Noroeste y, poco después, se firmó un acuerdo de seguridad estratégica. En beneficio de una defensa mutua compartida, señalaba el documento, Canadá prometía que los barcos militares estadounidenses podían navegar sin restricciones por el Paso. Para el presidente, lo más importante fue que el gobierno de Ottawa abrió el acceso al gas de Melville Sound. En cuestión de meses, grandes cantidades de gas natural fueron enviadas sin problemas a Estados Unidos, y muy pronto acabaron los perjuicios económicos motivados por la subida de los precios del petróleo.
En secreto, el FBI y la Policía Montada buscaron los expedientes donde aparecía Clay Zak. Se le atribuyeron sin ninguna duda la colocación de las bombas en el laboratorio de la Universidad George Washington y en la mina de zinc de la Mid-America en el Ártico, pero sus otros crímenes no eran tan fáciles de rastrear. Aunque las sospechas lo señalaban como presunto autor, nunca se encontraron pruebas fehacientes de que hubiera matado a Elizabeth Finlay en Victoria. En cambio, era sospechoso en más de una docena de crímenes sin aclarar cuyas víctimas habían sido conocidos oponentes de Goyette. Aunque fue sepultado en una fosa común en el cementerio de Vancouver, sus actividades delictivas mantendrían ocupados a los investigadores durante años.
El único socio de Goyette que se libró de todas las investigaciones fue el ministro de Recursos Naturales, Arthur Jameson. Pese a estar metido hasta el cuello en la corrupción, Jameson sobrevivió a aquella etapa e incluso contó con la admiración del público. El desprecio por Goyette era tan grande, incluso muerto, que los crímenes de Jameson casi se pasaron por alto gracias a su valentía a la hora de entregar pruebas y denunciar todo el caso.
Tras renunciar a su cargo, Jameson recibió la propuesta de ser profesor de un respetado colegio privado de Ontario, donde daba un curso de ética cada vez más popular. Su fama aumentó a medida que se olvidaban los delitos cometidos, y Jameson se dedicó a la vida erudita y a un estilo de vida modesto. Solo sus cuatro hijos recordaron sus actividades del pasado, cuando, al cumplir los treinta y cinco, cada uno heredó una cuenta en las islas Caimán por un valor de diez millones de dólares.
En cuanto a Goyette, no se le perdonó ni siquiera después de muerto. Los vicios, la codicia y las actividades delictivas, además del absoluto desprecio por el impacto medioambiental de sus acciones, motivaron un rencor universal. Esta actitud llegó incluso a afectar a la Real Policía Montada, que solo realizó una investigación de trámite de su muerte. Los investigadores sabían que el asesino podía convertirse en un héroe popular, por ello atribuyeron las circunstancias de su muerte a un accidente. El interés público por el crimen se desvaneció muy pronto, porque la policía citó muy pocas pistas y una interminable lista de enemigos, con lo que evitaban investigar el crimen. Con toda discreción, la muerte de Goyette se convirtió muy pronto en un caso abierto que nadie quería resolver.