CAPÍTULO 91

Casi cien miembros de los medios de comunicación, más de la mitad de ellos canadienses, esperaban en el muelle de la guardia costera en Anchorage cuando el Otok apareció en el puerto. El enorme rompehielos se acercó a marcha lenta, lo que permitió a los fotógrafos capturar con detalle la proa aplastada y las múltiples capas de pintura, antes de que amarrase detrás de una nave de la guardia costera llamada Mustang.

La Casa Blanca y el Pentágono se habían apresurado a acabar con el clima hostil entre Canadá y Estados Unidos; para ello, se habían saltado los canales diplomáticos y habían expuesto el caso directamente al público. Ya se habían distribuido comunicados de prensa en los que se daban pruebas de que el Otok había sido el responsable de la destrucción del laboratorio ártico camuflándose como una fragata de la marina estadounidense. Las fotos ampliadas del casco, tomadas desde el Santa Fe, mostraban la capa de pintura gris y el número 54 correspondiente a la fragata Ford ocultas debajo de la pintura roja. Incluso se presentó a un testigo que declaró haber visto que un barco gris entraba en un dique seco, propiedad de Goyette, cerca de Kugluktuk en mitad de la noche para reaparecer unos días más tarde pintado de rojo.

La prensa disfrutó fotografiando al capitán y a la tripulación del rompehielos cuando los hicieron desembarcar vigilados por soldados armados y los pusieron de inmediato bajo custodia hasta el momento de ser extraditados por la Real Policía Montada. Muy pronto se filtró la noticia de que la tripulación había admitido haber destruido el campamento polar y haber secuestrado a los tripulantes del Polar Dawn.

El capitán Murdock y sus hombres se reunieron con los periodistas, que se quedaron atónitos al enterarse del secuestro y de que habían estado a punto de morir en la barcaza. Roman y Stenseth se turnaron para responder a las preguntas hasta que los reporteros comenzaron a marcharse para escribir sus historias. En cuestión de horas, un enjambre de periodistas se presentó en Terra Green Industries para investigar las actividades corruptas de Goyette en el Ártico.

La gente de los medios se había marchado hacía rato cuando Pitt desembarcó apoyado en una muleta. Giordino caminaba a su lado con dos pequeñas bolsas y el cuaderno de bitácora del Erebus. En el mismo momento en el que llegaban al final del muelle, un vehículo con los cristales ahumados se detuvo delante de ellos. El conductor bajó la ventanilla, y un hombre con el pelo muy corto los miró con ojos duros.

—El vicepresidente les ruega que suban atrás —dijo el chófer sin más formalidades.

Pitt y Giordino se miraron el uno al otro. Pitt abrió la puerta de atrás y arrojó al interior la muleta. Giordino entró por el otro lado. Sandecker los miró desde el asiento junto al chófer con un gran puro entre los labios.

—Almirante, qué agradable sorpresa —exclamó Giordino con su habitual sarcasmo—. Podríamos haber tomado un taxi hasta el aeropuerto.

—Iba a decir que me alegraba de que estéis vivos, pero quizá me lo piense mejor —manifestó Sandecker.

—Me alegra verlo, almirante —dijo Pitt—. No esperábamos encontrarlo aquí.

—Prometí a Loren y al presidente que os llevaría a los dos de regreso a casa de una pieza.

Hizo un gesto al chófer, que salió de la base de la guardia costera y atravesó la ciudad en dirección al aeropuerto.

—¿Se lo prometió al presidente? —preguntó Giordino.

—Sí. Tuve que soportar una bronca cuando descubrió que el Narwhal, con el director de la NUMA a bordo, estaba en medio del Paso del Noroeste.

—Por cierto, gracias por haber enviado el Santa Fe —dijo Pitt—. Fueron ellos quienes salvaron los muebles.

—Tuvimos la suerte de que estuviesen en el Ártico Norte y pudiesen llegar a la zona rápidamente. Pero el presidente sabe muy bien que la tripulación del Polar Dawn habría muerto de no ser porque tú fuiste hasta allí.

—Stenseth y Dahlgren son los que merecen el agradecimiento por salvar a la tripulación del Polar Dawn —afirmó Pitt.

—Lo más importante fue que descubriste el engaño del rompehielos. No imaginas lo cerca que estuvimos de entrar en guerra con los canadienses. El presidente te atribuye, con razón, el mérito de haber evitado una grave crisis.

—Entonces lo menos que puede hacer es comprarnos otro barco para reemplazar el Narwhal —intervino Giordino.

El coche continuó circulando por las calles mojadas por la lluvia. Pasó junto al Delaney Park, una extensa zona de hierba y árboles que había sido el primer aeródromo de la ciudad. El aeropuerto internacional de Anchorage se había construido años más tarde en un llano al sudoeste de la zona centro.

—¿Qué tal han ido las conferencias de prensa? —preguntó Pitt.

—Tal como esperábamos. La prensa canadiense lo ha publicado todo en primera página. Ya se están peleando por ir a Ottawa y acribillar a preguntas al primer ministro por sus afirmaciones erróneas sobre los incidentes en el Ártico. El y su partido no tendrán otra salida que enfrentarse al escándalo y retirar las acusaciones contra nosotros.

—Espero que esto acabe de una vez por todas con Mitchell Goyette —señaló Giordino.

—Me temo que ya es demasiado tarde para él —respondió Sandecker.

—¿Demasiado tarde? —preguntó Giordino.

—Lo encontraron muerto ayer en Vancouver. Al parecer murió en extrañas circunstancias.

—Se ha hecho justicia —afirmó Pitt en voz baja.

—¿Con tanta rapidez actuó la CIA? —preguntó Giordino.

Sandecker le dedicó una mirada severa.

—No tenemos nada que ver con su muerte.

El vicepresidente observó de nuevo a Pitt con preocupación.

—¿Encontraste el rutenio?

Pitt sacudió la cabeza.

—Al tiene el diario de a bordo del Erebus. El rutenio de Franklin existió, pero lo consiguió en un intercambio con un ballenero de Sudáfrica. No hay ninguna mina de rutenio en el Ártico y las minas sudafricanas se agotaron hace años. Me temo que hemos vuelto con las manos vacías.

Se hizo un prolongado silencio en el coche.

—Pues tendremos que intentarlo de otro modo —acabó diciendo Sandecker—. Al menos encontrasteis a Franklin —añadió—. Habéis solucionado un misterio que ha durado ciento sesenta y cinco años.

—Espero que por fin él también llegue a casa —dijo Pitt con voz solemne, con la mirada puesta en los lejanos picos de las montañas Chugach, en el mismo momento en el que el coche se detenía junto al avión del vicepresidente.