Aunque estaba muy lejos de ser una persona de hábitos establecidos, Mitchell Goyette sí tenía uno muy conocido. Cuando estaba en Vancouver, comía cada viernes en el Club Victoria, un lujoso club de golf privado situado en las colinas al norte de la ciudad. El club ofrecía una preciosa vista de la bahía de Vancouver desde su lujoso local cerca del green del hoyo dieciocho. En su juventud, Goyette había visto cómo su solicitud de ingreso era rechazada por los altaneros socios de la alta sociedad que controlaban el club. Pero se había tomado la revancha años más tarde, cuando compró el campo de golf y el club en una gran operación inmobiliaria. Expulsó a todos los viejos socios y llenó el club privado con banqueros, políticos y otros miembros de las altas esferas que podían serle de utilidad. Cuando no estaba cerrando algún negocio, Goyette se relajaba con una comida regada con tres Martinis acompañado por alguna de sus amigas en un reservado que daba a la bahía.
A las doce menos cinco, el chófer de Goyette llevó el Maybach hasta la verja, que se abrió inmediatamente. Dos manzanas más abajo, un hombre en una furgoneta blanca observó cómo entraba el coche y puso en marcha el suyo. Con un cartel en los laterales que decía COLUMBIA JANITORIAL SUPPLY, la furgoneta se detuvo junto a la garita de vigilancia. El conductor, con gorra y gafas de sol, bajó el cristal de la ventanilla y sacó una hoja de pedido.
—Una entrega para el Club Victoria —dijo, en tono aburrido.
El guardia miró la hoja y se la devolvió sin leerla.
—Adelante. La entrada de servicio está a su derecha.
Trevor Miller esbozó una sonrisa mientras arrojaba la falsa orden de pedido en el asiento del pasajero.
—Que tenga un buen día —saludó al guardia y entró en el club.
Trevor nunca había imaginado que llegaría el día en el que se viese obligado a matar a un ser humano en un acto de justicia. Sin embargo, la muerte de su hermano, y de muchos otros como él, a consecuencia de la codicia de Goyette equivalía a un asesinato. Además, sabía que esas muertes irían acompañadas por un desastre medioambiental. Podría haber una sanción contra las empresas de Goyette, pero siempre estaría protegido por políticos corruptos y abogados muy caros. Solo había una manera de poner punto final a aquello, y era acabar con Goyette. Sabía que el sistema era incapaz de hacer el trabajo; por lo tanto, se dijo que le tocaba a él. ¿Quién mejor para realizar ese acto que un vulgar funcionario que despertaba pocas sospechas y tenía muy poco que perder?
Llevó la furgoneta por la parte de atrás hasta la cocina del local del club y aparcó junto a un camión que descargaba verduras de cultivo ecológico. Abrió la puerta trasera y sacó un carretón, donde cargó cuatro pesadas cajas. Al entrar, lo detuvo el cocinero, un hombre robusto con el ojo derecho bizco.
—Suministro de limpieza para los servicios —explicó Trevor cuando el cocinero le cortó el paso.
—Creía que habíamos recibido una entrega la semana pasada —dijo el cocinero con una mirada intrigada. Indicó a Trevor una puerta de vaivén a un lado de la cocina—. Los servicios están a la izquierda. El armario de la limpieza está justo al lado. Encontrará al encargado en el mostrador de reservas. Le firmará la orden.
Trevor asintió, pasó por la cocina y siguió por un corto pasillo que acababa en los servicios de damas y caballeros. Asomó la cabeza al interior del de hombres, que carecía de ventanas, retrocedió y esperó a que saliese algún socio con un polo dorado. Entró con el carretón, apiló las cajas sobre la tapa del inodoro del último reservado y cerró la puerta al salir. Fue de nuevo a la furgoneta, para descargar otras cuatro cajas, y esta vez las apiló junto a la pared trasera. Abrió una de las cajas, que contenía una estufa eléctrica portátil y la enchufó debajo de uno de los lavabos sin encenderla. Después, empujó una de las cajas hasta el centro del baño. Se subió a ella como si fuese una escalerilla y, con una mano envuelta con toallas de papel para no quemarse, desenroscó la mitad de las bombillas instaladas en el techo, para dejar el lavabo en penumbra. A continuación, buscó la única boca de aire acondicionado, bajó la palanca que la cerraba y la selló con cinta adhesiva.
Satisfecho con esta primera parte del trabajo, entró en uno de los reservados, donde se quitó la gorra y el mono. Debajo vestía una camisa de seda y un pantalón negro. Buscó en la caja abierta, sacó una americana azul y zapatos de vestir, que se apresuró a calzar. Se miró en un espejo y se dijo que podía pasar perfectamente por un socio o un invitado. Se había afeitado la barba y cortado el pelo, que se había teñido con un tinte oscuro lavable. Completó el atuendo con unas elegantes gafas de sol, y, sin más demora, fue al bar.
El comedor y el bar estaban medio llenos de empresarios y jugadores de golf con sus coloridas prendas. Al ver a Goyette en el reservado del rincón, Trevor se sentó en la barra desde donde podía ver al millonario con toda claridad.
—¿Qué desea? —preguntó la camarera, una atractiva mujer de pelo negro corto.
—Una Molson, por favor. ¿Podría servirle una al señor Goyette? —dijo, y señaló hacia el rincón.
—Por supuesto. ¿Quién debo decir que le invita? —preguntó la camarera.
—Solo dígale que el Royal Bank of Canadá le agradece su confianza.
Trevor miró cómo le servían la cerveza y agradeció que Goyette no hiciera el menor gesto de reconocimiento ni se molestara en mirar hacia el bar. Goyette ya se había tomado su segundo Martini y se bebió la cerveza cuando le sirvieron la comida.
Trevor esperó a que el millonario y su amiga comenzasen a comer; entonces, fue al servicio.
Mantuvo la puerta abierta para dejar salir a un hombre mayor, que se quejaba de que había poca luz, y colocó un cartel de cartón que decía CERRADO POR REPARACIONES—POR FAVOR UTILICEN EL SERVICIO DEL BAR. Entró, extendió una cinta de plástico amarillo delante de los urinarios y se puso unos guantes. Fue de caja en caja, con una navaja que utilizó para cortar las cintas adhesivas y volcar el contenido. De cada una de las cajas cayeron cuatro bloques de cinco kilos cada uno de hielo seco —dióxido de carbono en estado sólido—, envueltos en plástico. Aplastó las cajas de cartón y las guardó en el último reservado; a continuación, repartió los bloques por el fondo del baño y procedió a cortar los envoltorios de plástico. Los vapores se alzaron de inmediato, pero Trevor tapó los bloques con las cajas aplastadas para retrasar el descongelamiento. Se tranquilizó al comprobar que en la penumbra los vapores apenas eran visibles.
Consultó su reloj y se apresuró a colocar una pequeña caja de herramientas, la gorra y el mono cerca de la puerta. Cogió un destornillador de la caja y alumbrándose con una linterna lápiz aflojó los tornillos de la manija interior hasta que apenas se sujetara. Guardó las herramientas en la caja, abrió con cuidado la puerta y volvió al bar.
Goyette casi había acabado de comer. Trevor se acomodó otra vez en la barra y pidió tranquilamente otra cerveza, sin perder de vista a su víctima. Con sus sonoras risotadas, Goyette era todo lo que Trevor había esperado que fuese. Vulgar, egoísta y de una arrogancia insoportable, era un tipo lleno de inseguridades que podía pasarse años en el diván de un psiquiatra. Se esforzó por controlar la tentación de acercarse sin más y clavarle el cuchillo de la mantequilla en la oreja.
Goyette apartó por fin el plato y se levantó. De inmediato, Trevor dejó sobre la barra el dinero para pagar la cerveza y una propina para la camarera y se apresuró por el pasillo. Quitó el cartel de cerrado, entró y se vistió con el mono. Apenas había acabado de encasquetarse la gorra cuando entró Goyette. Al ver a Trevor con el mono del personal de mantenimiento, frunció el entrecejo.
—¿Por qué está tan oscuro? —protestó—. ¿De dónde viene ese vapor? —Señaló la nube que se veía al fondo del lavabo a ras del suelo.
—Una fuga en la cañería —respondió Trevor—. La condensación crea ese vapor. Es probable que la fuga haya provocado un cortocircuito en algunas lámparas.
—Pues arréglelo —ordenó Goyette.
—Sí, señor. De inmediato.
Trevor observó cómo Goyette, después de mirar los urinarios cerrados con la cinta, entraba en el primer reservado. En cuanto cerró la puerta, Trevor corrió a encender la estufa al máximo de potencia. Después, quitó las cajas aplastadas para dejar a la vista los bloques de hielo seco. Desparramó algunos trozos por el lavabo, cada vez más caliente, y al cabo de un momento comenzaron a aparecer más nubes del letal vapor.
Volvió a la puerta y abrió la caja de herramientas. Esta vez sacó el destornillador junto con un tope de goma triangular con un cordel sujeto en el extremo más delgado. Abrió la puerta unos centímetros y colocó el tope para sujetarla en su lugar. Luego acabó de desatornillar la manija interior y la guardó en la caja de herramientas.
Miró al interior y notó que la temperatura ya había aumentado gracias a la estufa y, con ella, las nubes cada vez más grandes de dióxido de carbono. Escuchó el sonido de la cremallera del pantalón de Goyette y llamó.
—¿Señor Goyette…?
—¿Sí? —llegó la respuesta con voz airada—. ¿Qué pasa?
—Steve Miller le envía saludos.
Trevor abrió la puerta, apagó las luces y destrozó el interruptor de plástico con un golpe de la caja de herramientas. Salió del servicio, se puso de rodillas, recogió el tope de goma, lo pasó al otro lado y deslizó el cordel por debajo de la puerta. Dejó que la puerta se cerrase, antes de tirar del cordel para trabar la puerta por el lado interior.
Colocó de nuevo el cartel de cerrado mientras en el interior oía las maldiciones de Goyette. Con la sonrisa de quien está satisfecho con su trabajo, Trevor recogió la caja de herramientas y fue hacia la salida pasando por la cocina. En cuestión de minutos, había abandonado las instalaciones del club para ir a la oficina de una compañía de alquiler de coches en una localidad vecina.
Con una temperatura de sublimación de menos setenta y ocho grados centígrados, el hielo seco recupera el estado gaseoso a temperatura ambiente. Los trescientos kilos de hielo seco comenzaron a vaporizarse a gran velocidad a medida que la estufa calentaba el espacio cerrado hasta superar los treinta grados. Tropezando a ciegas en el servicio a oscuras, Goyette notó una humedad fría en los pulmones con cada respiración. Consiguió llegar a la puerta, aunque muy mareado, y buscó el interruptor con la mano izquierda y la manija con la derecha. En un súbito momento de aterradora comprensión se dio cuenta de que ambas faltaban. Intentó sin éxito abrir la puerta con la punta de los dedos, y después comenzó a aporrear la gruesa madera al tiempo que gritaba pidiendo socorro. Comenzó a toser a medida que el aire se hacía más frío y pesado y, con una creciente sensación de pánico, comprendió que estaba ocurriendo algo muy grave.
Pasaron varios minutos antes de que un empleado escuchase los gritos y descubriese que la puerta estaba cerrada por dentro. Y transcurrieron otros veinte para que llegase un empleado de mantenimiento con las herramientas para desmontar las bisagras. Los curiosos que se habían reunido allí se quedaron atónitos cuando una nube de humo blanco escapó del servicio y encontraron el cadáver de Goyette tumbado junto a la puerta.
Una semana más tarde, cuando la Oficina del Forense del Distrito de Vancouver dio a conocer el informe de la autopsia, se supo que el multimillonario había muerto de asfixia debido a la exposición a enormemente altos niveles de dióxido de carbono.
«Hacía años que no veía uno de estos casos», comentó el veterano médico forense a los periodistas presentes en la rueda de prensa.