CAPÍTULO 89

Bill Stenseth escuchó el poderoso tronar de las turbinas de gas del rompehielos e hizo un gesto al timonel del Narwhal para que pusiera el gran barco en marcha. Cuando este comenzó a abrirse paso poco a poco a través de la banquisa, el capitán salió al gélido puente volante y dedicó un amistoso saludo al Santa Fe, que aún asomaba en el hielo un poco más allá. En la torreta, el comandante Campbell respondió al saludo y se dispuso a preparar su nave para volver a las profundidades.

El Otok viró para atravesar la banquisa hasta el sumergible de la NUMA. Un par de tripulantes bajaron del barco para enganchar el cable de una gran grúa de brazo que levantó el Bloodhound y lo depositó en un rincón de la cubierta de popa. Habían metido los cadáveres de Clay Zak y los mercenarios del equipo de seguridad en bolsas de plástico y ahora descansaban en un pequeño depósito sin calefacción.

Un poco más allá, un oso polar asomó la cabeza por encima de un risco y observó la operación. El mismo oso que Giordino casi había despertado se alzó para mirar el rompehielos, molesto por la intrusión, y después se alejó a paso lento en busca de comida.

Una vez asegurado el sumergible, el rompehielos reanudó la marcha y entró en aguas abiertas, para tranquilidad de Stenseth. El barco navegó hacia el oeste, en un rumbo que, a través del golfo de la Reina Maud, lo llevaría al mar de Beaufort. El Santa Fe ya se había sumergido y lo escoltaba a una distancia de dos millas. Stenseth se habría sorprendido si se hubiera enterado de que, para el momento en el que dejasen las aguas canadienses, habría nada menos que tres submarinos estadounidenses ofreciéndole una silenciosa escolta, mientras un escuadrón de aviones de largo alcance controlaba su avance desde las alturas.

Junto a Murdock, Stenseth disfrutaba de la oportunidad de mandar un nuevo barco. Con la tripulación del Narwhal y la mayoría de los hombres del Polar Dawn a bordo, estaba rodeado de capacitados ayudantes. La ex tripulación del Otok estaba bajo cubierta, vigilada por el contingente SEAL del Santa Fe y los comandos de Rick Roman. Casi todos los hombres habían querido regresar a casa en el rompehielos, como si quisieran desquitarse de los sufrimientos padecidos a manos de sus tripulantes.

Una vez que el barco se vio libre del hielo, Stenseth se volvió hacia el ruidoso grupo que tenía detrás. Junto a la mesa de mapas, con la pierna vendada sobre una silla plegable, Pitt bebía un café bien caliente. Giordino y Dahlgren estaban apretujados a su lado, hojeando el texto del grueso diario de a bordo colocado en el centro de la mesa.

—¿Vais a contarme lo que encontréis en el diario de a bordo del Erebus o continuaréis torturándome con el suspense? —preguntó Stenseth al trío.

—El capitán tiene razón —dijo Giordino, que, como Pitt, tenía vendada gran parte del rostro. Empujó el diario hacia su compañero—. Creo que te toca hacer los honores.

Pitt miró el libro con expresión expectante. El diario del Erebus estaba encuadernado en cuero, con el globo terráqueo repujado en la tapa. Había sufrido muy pocos daños con la explosión; solo mostraba unas pocas quemaduras en las cubiertas. Zak estaba de espaldas al barril de pólvora cuando había sujetado el diario, por lo que, sin pretenderlo, lo había protegido con el cuerpo. Pitt había encontrado el libro encajado debajo de un escalón junto al cadáver destrozado.

Pitt abrió la tapa sin prisas y buscó la primera entrada.

—Pretendes mantener la intriga, ¿verdad? —preguntó Stenseth.

—Vamos, patrón, deprisa —suplicó Dahlgren.

—Sabía que lo mejor era dejarlo en mi camarote —se lamentó Pitt.

Ante las miradas curiosas y las interminables preguntas, renunció a leer el diario de forma cronológica y buscó la última entrada.

—«21 de abril de 1848» —leyó, y los demás guardaron silencio—. «Es con profundo dolor que hoy debo abandonar el Erebus. Una parte de la tripulación continúa comportándose como dementes, y representan un peligro para los oficiales y los demás tripulantes. Es culpa de la plata dura, sospecho, aunque no sé por qué. Con once hombres en buen estado físico y mental, debo ir en busca del Terror y allí esperar el deshielo de primavera. Que Dios Todopoderoso se apiade de nosotros y de los hombres enfermos que quedan atrás. Capitán James Fitzjames».

—La plata dura —dijo Giordino—. Tiene que ser el rutenio.

—¿Por qué causó la locura de los hombres? —preguntó Dahlgren.

—No hay ninguna razón que lo justifique —manifestó Pitt—, aunque un viejo buscador de minas me contó una historia similar en la que se atribuía la locura al rutenio. La tripulación del Erebus se envenenó con el plomo de los botes de los alimentos envasados y el botulismo, además del escorbuto, la congelación y las penurias de tres inviernos atrapados en el hielo. Pudo tratarse de una triste acumulación de factores.

—Parece que fue una decisión desafortunada dejar el barco —señaló Giordino.

—Así es —asintió Pitt—. El Terror fue aplastado por el hielo, y lo más probable es que creyesen que también lo sería el Erebus; por lo tanto, es fácil comprender el razonamiento que los llevó a desembarcar. Pero, de algún modo, el Erebus permaneció atrapado en el hielo y al parecer fue empujado hacia la costa un tiempo más tarde.

Pitt volvió las páginas hacia atrás y leyó en voz alta las entradas correspondientes a las anteriores semanas y meses. El diario narraba una inquietante historia que muy pronto dejó sin palabras a todos los presentes. Sin ahorrar trágicos detalles, Fitzjames relataba el fracasado intento de Franklin de atravesar el estrecho de Victoria en los últimos días del verano de 1846. El tiempo empeoró rápidamente, y ambos barcos quedaron atrapados lejos de tierra. En el segundo invierno ártico fue cuando Franklin cayó enfermo y murió. También durante ese tiempo comenzaron a aparecer las primeras señales de locura entre algunos de los tripulantes. Curiosamente dicho comportamiento no se produjo a bordo de la nave gemela. La locura de la tripulación del Erebus y las conductas violentas continuaron aumentando hasta que Fitzjames se vio obligado a reunir a los hombres que le quedaban y refugiarse en el Terror.

Las primeras entradas del diario eran de rutina, así que Pitt comenzó a saltarse páginas hasta encontrar una larga entrada que hacía referencia a la plata dura.

—Creo que aquí está —anunció en voz baja.

Los demás se apiñaron a su alrededor en un silencio expectante.

«27 de agosto de 1845. Posición 74.36.2012 Norte, 92.17.432 Oeste. Frente a la isla de Devon. Marejadilla, hielo, vientos del oeste de 5 nudos. Cruzamos la bahía de Lancaster por delante del Terror cuando el vigía avista una vela a las 09.00. A las 11.00, se acerca el ballenero Governess Sarah, de Ciudad del Cabo, Sudáfrica, al mando del capitán Emlyn Brown. Brown informa que el navío ha resultado dañado por el hielo, lo que lo ha obligado a permanecer en la bahía varias semanas, pero que ahora está reparado. Tienen escasez de provisiones. Les damos un barril de harina, veinticinco kilos de carne de cerdo salada, una pequeña cantidad de carnes envasadas, y un cuarto de barril de ron. Se observa que muchos de los tripulantes del ballenero muestran un extraño comportamiento. En agradecimiento por las provisiones, el capitán Brown nos da diez sacos de “plata dura”, un mineral poco conocido que se extrae en Sudáfrica. Brown afirma que tiene la propiedad de conservar muy bien el calor. La tripulación del barco ha comenzado a calentar cubos del mineral en la cocina y los colocan debajo de los camastros por la noche, con buenos resultados. Mañana pondremos rumbo al estrecho de Barrow».

Pitt dejó que calasen las palabras, y después alzó la cabeza. Una mirada de desilusión aparecía en los rostros de los hombres que lo rodeaban. Giordino fue el primero en hablar.

—Sudáfrica —repitió—. El saco de arpillera que encontramos en la bodega. Llevaba escrito Bushveld, Sudáfrica. Por mucho que nos duela, es una prueba de la veracidad del relato.

—¿Quizá todavía estén extrayendo el mineral en África? —planteó Dahlgren.

Pitt sacudió la cabeza.

—Recordaría ese nombre. Fue una de las minas que Yaeger comprobó. Se agotó hará aproximadamente cuarenta años.

—O sea que no queda rutenio en el Ártico —manifestó Stenseth escuetamente.

—No. —Pitt cerró el diario con una expresión de derrota—. Como Franklin, hemos recorrido un frío y mortal Paso a la nada.