Zak ocupaba una cómoda butaca en la cabecera de la imponente mesa de madera colocada en el centro del Gran Camarote. Un candil iluminaba un libro grueso encuadernado en cuero que había estado leyendo. Delante había unas placas de cristal apiladas, cada una del tamaño de una postal grande. A un palmo de su mano derecha tenía la pistola automática.
—Un barco antiguo muy notable —comentó Zak—, con una documentación interesante.
—El Erebus estuvo muy cerca de ser el primero en navegar por el Paso del Noroeste, Clay —dijo Pitt.
Zak apenas enarcó las cejas al escuchar su nombre.
—Veo que ha sido un chico aplicado. En realidad no me sorprende. He aprendido que es un hombre muy competente, y que no ceja en las persecuciones.
Pitt miró a Zak, furioso por no haber llevado consigo la pistola de percusión. Con un brazo herido y sin armas, estaba prácticamente indefenso frente al asesino. Aunque, si podía ganar tiempo, Giordino quizá no tardaría en aparecer con la escopeta.
—De Clay Zak solo sé que es un pésimo empleado de la limpieza que disfruta asesinando a personas inocentes —manifestó Pitt con frialdad.
—El placer no tiene nada que ver con esto. Digamos que es solo una cuestión de negocios.
—Y exactamente, ¿cuál es ese negocio que necesita el rutenio a cualquier precio? —preguntó Pitt.
Zak le dedicó una sonrisa carente de humor.
—Para mí es poco más que un metal brillante. En cambio, vale muchísimo más para mi empleador, y es obvio que tiene un valor estratégico para su país. Si alguien impidiera que el mineral pusiera en marcha sus plantas de fotosíntesis artificial, entonces mi empleador continuaría siendo un hombre muy rico. Pero si pudiera controlar el suministro de rutenio, se convertiría en un hombre todavía más rico.
—Mitchell Goyette tiene mucho más dinero del que podría gastar en varias vidas. Pero su codicia patológica pesa más que el posible beneficio para millones de personas en todo el mundo.
—Ahora resulta que es un sentimental. —Zak soltó una carcajada—. Una clara muestra de debilidad.
Pitt no hizo caso del comentario; todavía esperaba ganar tiempo. Zak no parecía prestar atención, o no le importaba, que hubiesen cesado los disparos en cubierta. Quizá creía que Giordino estaba muerto.
—Una pena que el rutenio no sea más que un mito —señaló Pitt—. Todo indica que nuestros esfuerzos han sido en vano.
—¿Ha buscado por el barco?
Pitt asintió.
—Aquí no hay nada.
—Una inteligente deducción pensar que el mineral de los inuit procedía de un barco. ¿Cómo lo hizo? Yo estaba buscando una mina en la isla.
—Los registros que olvidó robar de la cooperativa minera se referían al mineral como kobluna negro. El nombre y las fechas coincidían con el barco de Franklin, el Erebus, pero fue una interpretación errónea por mi parte —mintió Pitt.
—Ah, sí, aquella decrépita cooperativa minera. Al parecer, obtuvieron todo el rutenio que estaba a bordo. Y estaba a bordo —recalcó con una mirada penetrante.
Zak cogió una de las placas de vidrio y la deslizó a través de la mesa. Pitt la acercó a la luz del candil. Era un daguerrotipo, las primeras fotografías en las que se captaba una imagen en una plancha de cobre con un baño de nitrato de plata, y luego se revestía en vidrio para protegerla. Pitt recordó que Perlmutter le había mencionado que Franklin había llevado una cámara de daguerrotipos en la expedición. En la placa aparecía un grupo de tripulantes del Erebus que subían a bordo unos sacos que, por el bulto, parecían estar cargados con piedras. Aunque apenas se atisbaba el horizonte detrás del barco, se distinguía un terreno cubierto de hielo, una indicación de que el mineral había sido recogido en algún lugar del Ártico.
—Estuvo acertado en la deducción —manifestó Zak—. El mineral estaba a bordo. Pero eso nos deja con la pregunta de dónde lo recogieron.
Tendió una mano para dar unas palmadas en el grueso tomo cerca del centro de la mesa.
—El capitán tuvo la cortesía de dejar el diario de a bordo —comentó, satisfecho—. La fuente del rutenio tiene que estar apuntada en una de sus páginas. ¿Cuánto cree que vale este libro, señor Pitt? ¿Mil millones de dólares?
Pitt sacudió la cabeza.
—No vale las vidas que ya ha costado.
—¿Tampoco las vidas que está a punto de costar? —replicó Zak con una sonrisa malvada.
De pronto, al otro lado de los gruesos maderos del casco, se escucharon disparos de armas automáticas. Pero el ruido resultaba extrañamente distante. Estaba claro que sonaba demasiado lejos para que estuviesen disparando contra el barco, y no se escuchaba que Giordino, en cubierta, respondiese al fuego. A continuación, se oyeron otras dos detonaciones, distintas a las anteriores, que sin duda correspondían a otro tipo de armas. En algún lugar de la banquisa, se estaba librando una batalla entre grupos desconocidos.
En la débil luz de la sala, Pitt detectó la sutil mirada de preocupación que pasó por el rostro de Zak. No había ninguna señal de Giordino, pero la mente de Pitt ya había ideado un plan alternativo. Aunque debilitado por la pérdida de sangre, supo que era el momento de actuar. Quizá no tendría otra oportunidad.
Se apartó un poco y bajó el daguerrotipo como si hubiese acabado de mirarlo. Después, con un gesto aparentemente despreocupado, lo lanzó hacia Zak. Pero en lugar de deslizado sobre la mesa, lo arrojó con fuerza a unos centímetros por encima de la superficie. Su objetivo no era el asesino sino el candil.
El pesado daguerrotipo impactó contra el costado del candil, que se hizo pedazos. Pitt consiguió lo que pretendía, apagar la pequeña llama que ardía en el interior. En un instante, el Gran Camarote quedó sumergido en la más absoluta oscuridad.
Apenas habían acabado de desparramarse los fragmentos de cristal, y Pitt ya estaba en movimiento. Se agachó, con una rodilla apoyada en el suelo en su extremo de la mesa. Pero Zak no era ningún tonto. El asesino profesional ya había echado mano al arma incluso antes de que la vela se apagase. Empuñó la Glock y disparó hacia el lado opuesto de la mesa.
El proyectil pasó por encima de la cabeza de Pitt. Sin hacer caso del disparo, sujetó las dos rechonchas patas que tenía a su lado y empujó el mueble hacia Zak, que efectuó otros dos disparos e intentó aprovechar los fogonazos para localizar a Pitt en el camarote a oscuras. Al darse cuenta de que Pitt empujaba la mesa, disparó hacia la cabecera opuesta al tiempo que intentaba levantarse de la silla. La puntería fue certera: en cambio, el movimiento para levantarse llegó tarde.
Las balas impactaron en la superficie, unos centímetros por encima de la cabeza de Pitt, y acabaron incrustadas en la tabla de caoba. Protegido por la sólida madera, continuó empujando cada vez con más fuerza. Apoyado en las patas, hizo el máximo esfuerzo de que fue capaz, sin hacer caso del dolor en el brazo ni de la sensación de mareo.
La cabecera golpeó a Zak de lleno en el vientre y lo arrojó de espaldas contra la silla antes de que pudiese levantarse. La pila de pesados daguerrotipos cayó sobre él, lo que le impidió continuar disparando. Pitt siguió empujando y finalmente arrastró a Zak y a la silla con él. Los dos muebles se deslizaron varios palmos hasta que las patas traseras de la silla quedaron trabadas en el desnivel de una de las tablas del suelo. Las patas aguantaron mientras la mesa seguía avanzando, y Zak cayó de espaldas con un sonoro estrépito. Incluso durante la caída, el asesino continuó apretando el gatillo, aunque sin peligro para Pitt porque las balas se hundían en la madera.
Pitt escuchó el golpe, y un breve fogonazo le hizo saber que Zak había caído. Ahora estaba expuesto a los disparos por debajo de la mesa, pero no titubeó, ni siquiera cuando escuchó otra detonación. Encajó el hombro debajo del borde de la mesa, afirmó los pies en el suelo y se irguió con un último resto de fuerza para levantar el pesado mueble y hacerlo caer sobre las piernas del sicario. Casi había conseguido su propósito cuando sintió que le fallaba la pierna izquierda. Tumbado de espaldas, Zak había efectuado tres disparos a ciegas por debajo de la mesa antes de apartar las piernas. Dos proyectiles silbaron junto a Pitt pero el tercero lo alcanzó en el muslo. Al ver que perdía el equilibrio, se apresuró a cambiar el peso a la pierna derecha y se apoyó en la mesa.
Tardó un segundo de más. Zak, que ya estaba de rodillas, desvió la mesa a un lado, con lo que consiguió cambiar la dirección del impulso de Pitt. A medida que la pesada mesa comenzaba a oscilar, Zak se levantó y utilizó su mayor fuerza física para apartarla.
Sin ningún punto de apoyo, Pitt se vio lanzado junto con la mesa hacia un lado y se estrelló contra las estanterías a popa. El sonido de los cristales rotos resonó en la oscuridad del camarote cuando Pitt golpeó las puertas acristaladas con todo su peso. Cayó al suelo y en un instante se encontró debajo de la pesada mesa, que se había precipitado sobre él con un golpe sordo. En la caída, el mueble rompió media docena de estanterías y descargó una catarata de libros, estantes y cristales encima de la mesa caída.
Zak permanecía cerca, con la pistola apuntando a la mesa. Pero no escuchó ningún sonido excepto sus propios jadeos. No distinguía ningún gemido, arrastrar de pies o movimientos del cuerpo sepultado. A medida que sus ojos se acostumbraban a la oscuridad, vio las piernas inmóviles de Pitt que sobresalían por debajo de la mesa. Buscó a tientas con los pies, tocó el pesado diario de a bordo y se apresuró a recogerlo. Con el libro apretado sobre su pecho avanzó con cautela hacia el pasillo iluminado. Salió del Gran Camarote sin mirar atrás.