CAPÍTULO 84

Un tripulante de guardia en el puente del Otok fue el primero en verlo.

—Señor —llamó al capitán—, hay algo que asoma en el hielo por nuestra banda de babor.

Sentado a la mesa de mapas con una taza de café, el capitán, visiblemente enojado, se levantó para ir hasta la ventana de popa. Llegó a tiempo para ver una masa de hielo del tamaño de una casa que se alzaba por encima de la superficie. Un segundo más tarde, la torreta negra con forma de lágrima del Santa Fe apareció entre un alud de trozos de hielo.

El Santa Fe, un submarino de ataque de la clase 688-1 Los Ángeles, había sido modificado para realizar operaciones debajo del hielo. Con el casco, la torreta y los mástiles reforzados, podía perforar una capa de hielo de hasta un metro de espesor. Cuando emergió a unos cincuenta metros de la borda del Otok, el casco del Santa Fe rompió la banquisa y dejó a la vista una angosta faja de acero negro de cien metros de longitud.

El capitán del Otok miró incrédulo la súbita aparición de un barco de guerra nuclear. Pero su mente se disparó cuando vio a un grupo de hombres vestidos de blanco y armados con metralletas que saltaban de la escotilla de proa del submarino. Solo tuvo un relativo consuelo al observar que los hombres armados corrían todos hacia la isla, no hacia su barco.

—Rápido, suba la escalerilla —gritó al tripulante. Miró al operador de radio, y le ordenó—: Alerte a las fuerzas de seguridad que aún estén a bordo.

Pero ya era demasiado tarde. No había transcurrido ni un segundo cuando se abrió la puerta del puente volante y tres figuras vestidas de blanco entraron a la carga. Antes de que el capitán pudiese reaccionar, se encontró con el cañón de un fusil de asalto en las costillas. Atónito, levantó los brazos en señal de rendición al tiempo que miraba los ojos castaños del hombre alto que empuñaba el arma.

—¿De dónde… de dónde ha salido? —tartamudeó.

Rick Roman miró al capitán a los ojos y le dedicó una sonrisa gélida.

—He salido de aquella nevera que usted decidió hundir anoche.