CAPÍTULO 83

A una docena de metros del borde de la banquisa, una foca jugueteaba en las oscuras aguas verdes en busca de algún bacalao perdido. El mamífero de piel gris vio algo negro que asomaba en el agua y nadó para investigar. Apretó el hocico bigotudo contra el frío metal, pero al darse cuenta de que no era algo comestible, se alejó.

Veinte metros debajo de la superficie, el comandante Barry Campbell se rió ante la imagen de un primer plano de la foca. Enfocó las lentes del periscopio en el rompehielos de casco rojo a una distancia de cuatrocientos metros, y lo observó con todo detalle. Después se apartó de los oculares e hizo un gesto a Stenseth, que estaba cerca de él en la abarrotada sala de mando del Santa Fe.

A Stenseth le había caído muy bien el enérgico capitán del submarino. Con la barba y el pelo rubios, ojos chispeantes y una risa alegre, le recordaba un juvenil Papá Noel, sin barriga ni pelo blanco. El jovial Campbell, con veinte años de servicio en la armada, actuaba con firme decisión. No había vacilado cuando Stenseth le había pedido que realizase una búsqueda electrónica para encontrar a Pitt, a Giordino y el sumergible desaparecido. Campbell de inmediato había llevado el submarino de ataque hacia el sur, con todos los equipos de sonar en marcha. Cuando detectaron la presencia del rompehielos en la zona, ordenó que el submarino se sumergiese para mantenerse oculto.

Stenseth se acercó al periscopio y miró a través de los oculares. Una cristalina imagen del rompehielos rojo apareció en los lentes. El capitán observó la proa aplastada y le sorprendió comprobar que, tras embestir el Narwhal a toda marcha, el daño no fuese mayor.

—Sí, señor, es el barco que nos embistió —afirmó con voz tranquila. Sin apartar los ojos de los oculares, enfocó a un hombre de negro que se acercaba al rompehielos a pie. Al seguirlo, vio a otros hombres reunidos en la playa—. Hay varios tipos en la costa —añadió—. Al parecer van armados.

—Sí, yo también los he visto —contestó Campbell—. Gire el periscopio a su derecha unos noventa grados.

Stenseth siguió la indicación y giró el periscopio hasta que vio una mancha de un amarillo brillante. Volvió hacia atrás y ajustó las lentes mientras se le hacía un nudo en la garganta. El Bloodhound estaba encajado en la banquisa, con la escotilla superior abierta.

—Es nuestro sumergible. Pitt y Giordino han tenido que desembarcar —manifestó, en un tono de urgencia. Se apartó del periscopio y miró a Campbell—. Capitán, los hombres de aquel rompehielos hundieron mi barco e intentaron asesinar a la tripulación del Polar Dawn. Matarán a Pitt y a Giordino, si no lo han hecho ya. Tengo que pedirle que intervenga.

Campbell se tensó un poco al escucharlo.

—Capitán Stenseth, hemos entrado en el estrecho de Victoria con el estricto propósito de realizar una misión de busca y rescate. Mis órdenes son claras. No debo enfrentarme a las fuerzas militares canadienses bajo ninguna circunstancia. Cualquier desviación requeriría una solicitud a la cadena de mandos, y lo más probable es que no recibiera la respuesta hasta pasadas veinticuatro horas.

El capitán del submarino exhaló un fuerte suspiro y luego dirigió a Stenseth una sonrisa ladina, al tiempo que en sus ojos apareció un brillo de picardía.

—Por otro lado, si usted me dice que dos de los nuestros están perdidos y a merced de los elementos, entonces es mi deber autorizar una misión de busca y rescate.

—Sí, señor —respondió Stenseth, que entendió la jugada—. Creo que dos de los tripulantes del Narwhal están a bordo del rompehielos a la espera de ser trasladados o se encuentran en tierra, sin alimentos, ropa ni refugio, y requieren nuestra ayuda.

—Capitán Stenseth, no sé quiénes son esas personas, pero desde luego a mí no me parece que sean ni que se comporten como militares canadienses. Iremos a por sus muchachos de la NUMA, y si esos tipos interfieren en nuestra operación de rescate, le garantizo que desearán no haberlo hecho.

Nada ni nadie podía conseguir que Rick Roman se quedase a bordo. Aunque él y su grupo de comandos estaban muy debilitados por lo sufrido en la barcaza, tenían pendiente una tarea inacabada. En cuanto corrió el rumor de que un equipo SEAL se preparaba para ir en busca de Pitt y Giordino, Roman habló con el capitán del Santa Fe para participar en la operación. Consciente de que su equipo era reducido, Campbell acabó aceptando. En un gesto de justa compensación, dejó que Roman dirigiera el equipo que abordaría y registraría el rompehielos.

Duchado, con ropas limpias y tras dos buenas comidas en el comedor de oficiales, Roman volvía a sentirse casi humano. Vestido con el traje de combate ártico, reunió a su equipo y a los comandos SEAL en el comedor de la tripulación.

—¿Alguna vez ha pensado que lanzaría un ataque anfibio desde un submarino nuclear? —preguntó a Bojorquez.

—No, señor. Soy y seguiré siendo un hombre de tierra. Aunque después de probar la manduca que sirven estos tipos, comienzo a pensar si hice bien en alistarme en el ejército.

En la cubierta que estaba encima de ellos, en la sala de control, el comandante Campbell mantenía el Santa Fe sumergido y en dirección al borde de la banquisa. Había encontrado cerca un gran trozo de hielo que podía ocultarlo del rompehielos. Bajó el periscopio y observó cómo el oficial de inmersiones guiaba el submarino por debajo del hielo, ordenaba que se detuviera y a continuación comenzaban a emerger poco a poco a la superficie.

Con extraordinaria precisión, la torreta del Santa Fe apenas rompió el hielo, para asomar poco más de un metro por encima de la banquisa. El equipo de Roman y una pareja de SEAL salieron al puente en el acto y de allí pasaron al hielo. Cinco minutos más tarde, la torreta y los mástiles de las antenas desaparecieron de la vista y el submarino se convirtió de nuevo en un fantasma de las profundidades.

Los comandos se separaron de inmediato. Los dos SEAL fueron a investigar el Bloodhound, mientras Roman y sus hombres iban hacia el rompehielos. El Otok estaba a una distancia de ochocientos metros por una banquisa tan llana que ofrecía solo unos pocos montículos donde esconderse. Sin embargo, con sus uniformes blancos se confundían a la perfección con la superficie. En una marcha metódica, Roman se acercó al rompehielos por el lado del mar y luego trazó un amplio círculo por delante de la proa, para evitar el agua a popa. Vio una escalerilla que bajaba por la banda de babor; se acercó con el equipo hasta una distancia de veinte metros, y luego se agachó detrás de un pequeño montículo. Pasaron unos segundos de ansiosa espera cuando un par de hombres con chaquetones negros bajaron los escalones, pero se marcharon hacia la costa sin ni siquiera mirar hacia el lugar donde se ocultaban los comandos.

Con la posición asegurada, Roman se sentó a esperar, mientras un viento helado azotaba los cuerpos tumbados en el hielo.