CAPÍTULO 81

Zak esperó hasta que los guardias tuviesen rodeados a Pitt y a Giordino antes de abandonar el calor del rompehielos. Aunque no tenía manera de saber a ciencia cierta si alguno de los dos hombres era Pitt, su instinto le decía que así era.

—Thompson y White los han seguido tierra adentro —informó uno de los mercenarios, que había regresado al barco—. Hay una vieja nave en la costa y al parecer se han refugiado allí.

—¿Una nave? —preguntó Zak.

—Sí, un viejo barco de vela. Está encajonado en un barranco y cubierto de hielo.

Zak miró el mapa robado en la cooperativa, que estaba sobre la mesa de cartas. ¿Se había vuelto a equivocar? ¿No se trataba de una mina sino que el barco era la fuente del rutenio inuit?

—Llévame al barco —ordenó—. Tengo que aclarar este asunto.

El viento, que todavía soplaba en rachas esporádicas, le azotaba el rostro mientras andaba sobre el hielo. El viento había comenzado a disipar la niebla, por lo que Zak veía la costa donde varios de sus hombres estaban al pie de un angosto farallón. No había rastro alguno de un barco, y se preguntó si sus hombres no habrían estado expuestos al frío demasiado tiempo. Cuando se acercó al barranco, vio el enorme casco negro del Erebus encajado contra el risco y no pudo ocultar su asombro. Lo distrajo uno de sus hombres al acercarse a él.

—Las huellas llevan al barranco. Estamos seguros de que han subido a bordo —dijo el hombre, un matón llamado White.

—Escoge a dos y sube —ordenó Zak, mientras los otros cinco guardias lo rodeaban—. El resto que se disperse por la playa para impedir que vuelvan atrás.

White llamó a dos hombres y comenzaron a subir la ladera con Zak detrás. El terreno helado llegaba hasta un par de metros de la cubierta superior, lo que obligaba a trepar un poco por el casco y saltar la borda para acceder a la nave. White fue el primero en subir; con el arma colgada al hombro, pasó una pierna por encima de la borda. En el momento en el que ponía un pie en la cubierta, miró hacia delante y se encontró con un hombre de pelo negro que salía de una escotilla con varios viejos mosquetes en los brazos.

—¡Quieto! —gritó White con mucha autoridad.

Pitt no le hizo caso.

De inmediato se inició una carrera mortal para ver quién empuñaba primero el arma; ninguno de los dos vaciló un segundo. White tenía la ventaja de llevar un arma más pequeña, pero lo habían pillado en una posición incómoda con una pierna todavía por encima de la borda. Se apresuró a empuñar la metralleta y movió el cañón hacia delante, pero llevado por los nervios apretó el gatillo antes de hacer puntería. Los proyectiles volaron a través de la cubierta e impactaron en un montículo de hielo cerca de la escalerilla antes de que se escuchase una sonora detonación como respuesta.

Con unos nervios tan fríos como el hielo que cubría el barco, Pitt había dejado caer todas las armas, excepto una: se había llevado la pesada culata de un Brown Bess al hombro. Las balas del pistolero rebotaron en la cubierta muy cerca de su posición, mientras él apuntaba el largo cañón y apretaba el gatillo. Le pareció que pasaban minutos antes de que se encendiese la pólvora y se disparase el perdigón.

A corta distancia, el mosquete era de una eficacia letal; además, la puntería de Pitt fue certera. El proyectil de plomo alcanzó a White justo por debajo de la clavícula y el impacto lo echó por encima de la borda. Su cuerpo dio un salto mortal sobre el costado, y fue a caer sobre el hielo junto a los pies de Zak. Con los ojos velados, miró por un instante a su jefe y murió.

Impertérrito, Zak pasó por encima del cadáver al tiempo que desenfundaba su automática Glock.

—A por ellos —ordenó a los otros dos hombres, y señaló el barco con la pistola.

El tiroteo se convirtió de inmediato en un mortal juego del gato y el ratón. Pitt y Giordino se turnaban para asomarse por el pozo de la escalera, disparar dos o tres de las viejas armas y agacharse para defenderse de las armas automáticas. Muy pronto, una densa nube de humo provocada por la pólvora negra disminuyó la visibilidad en la cubierta y dificultó a los tiradores de ambos bandos apuntar bien.

Pitt y Giordino improvisaron un puesto de recarga al pie de la escalerilla, de forma que mientras uno disparaba, el otro cargaba los mosquetes. Pitt había encontrado un pequeño barril con dos kilos de pólvora, que había llevado a la cubierta inferior. El barril se utilizaba para llenar los cuernos de pólvora, que a su vez se empleaban para cargar la medida de pólvora en el mosquete, las escopetas y las pistolas de percusión que contenía la armería. En el largo proceso de recarga de antaño, se echaba la pólvora en el cañón y se apretaba con una baqueta, luego se colocaba el perdigón de plomo más una capa de estopa, y de nuevo se apretaba con la baqueta. Pitt, que conocía bien las armas antiguas, mostró a Giordino la cantidad apropiada de pólvora y cómo usar la baqueta para acelerar el proceso. Para cargar un mosquete se necesitaban unos treinta segundos, pero gracias a su rapidez muy pronto ambos lo hacían en menos de quince. Asomados en lo alto de la escalerilla, efectuaban uno o varios disparos, para que sus oponentes no supiesen a cuántas armas se enfrentaban.

A pesar de la superior capacidad de fuego, Zak y sus hombres tenían dificultades para hacer un disparo limpio. Obligados a trepar por el casco, tenían que sujetarse a la borda y agacharse detrás de los maderos mientras intentaban apuntar. Pitt y Giordino veían con claridad los movimientos y muy pronto supieron que las manos de los pistoleros estaban ensangrentadas, ya que la borda estaba manchada y astillada. Zak se movió por delante de los otros dos guardias y se aferró a la parte exterior de la borda; luego se volvió para susurrarles entre los disparos:

—Levantaos y disparad a la vez después del próximo disparo.

Ambos asintieron, y mantuvieron las cabezas agachadas mientras esperaban la siguiente descarga de los mosquetes. Le tocaba disparar a Pitt, que estaba acurrucado en lo alto de la escalerilla con una pistola en el escalón superior y dos mosquetes sobre el regazo. Se llevó al hombro uno de los mosquetes y espió, atento a cualquier movimiento, por encima del borde, entre la nube de humo provocada por los últimos disparos de Giordino. La capucha de un chaquetón negro se movió por encima de la borda, y apuntó hacia el objetivo. Esperó a que asomase una cabeza pero el pistolero no se movió. Decidido a probar la resistencia de los maderos, apuntó un palmo más abajo y apretó el gatillo.

La bala atravesó los viejos maderos e impactó en la pantorrilla del asaltante que estaba agachado detrás. Pero su cuerpo ya estaba reaccionando al sonido del mosquete, así que se levantó para hacer fuego con la metralleta. Tres metros más allá, el segundo guardia siguió su ejemplo.

A través de la oscura niebla, Pitt vio que dos hombres se levantaban y de inmediato buscó refugio en la escalerilla. En el momento en que retrocedía, su instinto hizo que empuñara la pistola que tenía en el escalón. Mientras su cuerpo quedaba oculto debajo de la cubierta, levantó el brazo con la pistola. Su mano estaba alineada con el segundo pistolero; movió el cañón hacia la cabeza y apretó el gatillo.

En el mismo momento, una tormenta de plomo barrió la cubierta y una lluvia de astillas cayó sobre él. Sus oídos le dijeron que una de las metralletas había enmudecido mientras la otra continuaba disparando hacia su refugio. Bajó a la cubierta inferior un tanto mareado y se volvió hacia Giordino, que ya subía con un par de pistolas con la culata de madera y una escopeta Purdey.

—Creo que le he dado a uno —dijo.

Giordino se detuvo en mitad de la subida al ver que se estaba formando un charco de sangre a los pies de Pitt.

—Te han dado.

Pitt miró al suelo y luego levantó el brazo derecho. Tenía un agujero con forma de «V» en la manga, debajo del antebrazo, por donde manaba la sangre. Pitt movió la mano que todavía sujetaba la pistola.

—No ha dado en el hueso.

Se quitó el chaquetón de lana mientras Giordino desgarraba la manga del suéter de Pitt. Vio dos agujeros en la carne del antebrazo, pero no habían tocado los nervios ni el hueso. Giordino se apresuró a hacer tiras con el suéter y vendó bien fuerte la herida. Después, lo ayudó a ponerse el abrigo.

—Yo me encargaré de recargar —dijo Pitt, recuperando un poco el color de su rostro pálido. Miró a Giordino a los ojos y añadió—: Ve y acaba con ellos.