CAPÍTULO 80

El Erebus se alzaba como una olvidada reliquia de una era pasada. Atrapado en una placa de hielo que lo había separado de su gemelo, el Erebus había sido arrastrado hasta la playa por una gigantesca serie de placas que habían cerrado el estrecho de Victoria ciento sesenta años atrás. Un naufragio que había rehusado morir en el mar, se había hundido en el barranco y, poco a poco, había quedado sepultado por el hielo.

El hielo había envuelto el casco y cimentado la banda de babor a la empinada ladera. Los tres mástiles del barco aún se mantenían en pie, inclinados a un lado y a otro y envueltos en una funda de hielo que los pegaba al risco. En cambio, la banda de estribor y la cubierta estaban libres de hielo, como comprobaron Pitt y Giordino cuando subieron la ladera y saltaron por encima de la borda. Los hombres miraron en derredor con asombro, sin poder creer que caminaban por la cubierta de la nave capitaneada por Franklin.

—Si se derritiera todo este hielo estaría en condiciones de navegar de regreso a Inglaterra —comentó Giordino.

—Pero si lleva a bordo rutenio, entonces preferiría hacer una parada previa en el río Potomac —dijo Pitt.

—Yo me conformo con un par de mantas y una copa de ron.

Los hombres tiritaban de frío, sus cuerpos luchaban desesperadamente para mantener la temperatura interna y notaban cierta sensación de letargo. Pitt sabía que necesitaban encontrar cuanto antes un refugio caliente. Se acercó a una escalerilla detrás de la escotilla principal y apartó los restos de una lona.

—¿Tienes algo que sirva para alumbrarnos? —preguntó a Giordino con la mirada puesta en el oscuro interior.

Giordino sacó un mechero Zippo y se lo arrojó.

—Tendrás que devolvérmelo si encontramos algún puro cubano a bordo.

Pitt fue el primero en descender por los empinados escalones; encendió el mechero cuando llegó a la cubierta inferior. Vio un par de candiles montados en el mamparo y encendió las mechas ennegrecidas. Los viejos pábulos ardieron con fuerza, proyectando un resplandor naranja sobre el pasillo revestido de madera. Giordino encontró un candil de aceite colgado en un clavo, lo que les permitió disponer de una luz portátil.

Al avanzar por el pasillo, el candil iluminó una terrible escena de asesinatos y destrozos a bordo de la nave. A diferencia del Terror, con su espartana apariencia, el Erebus era un caos. Cajones, basuras y restos de todo tipo abarrotaban el pasillo. Las tazas de hojalata estaban desparramadas por todas partes, mientras que un fuerte olor a ron flotaba en el aire, junto a otros olores apestosos. También estaban los cadáveres.

Siguieron avanzando para echar una rápida mirada en el sollado de la tripulación. Pitt y Giordino se encontraron con una macabra pareja de cadáveres sin camisa tumbados en el suelo. Uno de ellos tenía parte del cráneo aplastado, y cerca había un ladrillo con manchas de sangre. El otro tenía un gran cuchillo de cocina clavado entre las costillas. Congelados y en un siniestro estado de conservación, Pitt incluso veía el color que habían tenido sus ojos. En el interior del alojamiento de los marineros encontraron más cadáveres en el mismo estado. Pitt no pudo menos que advertir que todos mostraban expresiones atormentadas, como si hubiesen muerto de algo mucho más terrible que de los elementos.

Pitt y Giordino no se detuvieron mucho rato en aquella terrorífica escena. Retrocedieron hasta la escalerilla y bajaron a la siguiente cubierta. Cuando llegaron a un almacén hicieron una pausa antes de seguir buscando el rutenio. Allí estaba la ropa de la tripulación; había docenas de botas, chaquetones, gorros y calcetines gruesos. Encontraron un par de chaquetones de lana gruesa que les iban bien y se apresuraron a ponérselos junto con los gorros y los mitones. Ahora que estaban abrigados se apresuraron a reanudar la busca.

Al igual que la cubierta superior, esta también era un caos. Recipientes de comida y toneles vacíos se amontonaban en grandes pilas demostrando la abundancia de vituallas que una vez había llevado la nave. Entraron en otro almacén donde se guardaban las bebidas alcohólicas y las armas. Los armeros con los mosquetes estaban intactos, pero el resto era un desorden, con los barriles de ron y brandy desparramados por el suelo y tazas de hojalata por todas partes. Fueron hacia popa y allí encontraron enormes recipientes que habían servido para guardar el carbón de la máquina de vapor. Las carboneras estaban vacías, pero Pitt vio un polvo plateado y unas piedras pequeñas, en el fondo de uno de los recipientes. Recogió una de las pepitas y advirtió que pesaba demasiado para ser carbón. Giordino se fijó en un saco de arpillera enrollado; al abrirlo de un puntapié quedó a la vista un cartel que decía BUSHVELD, SOUTH ÁFRICA impreso en un lado.

—Lo tenían aquí, pero es obvio que lo cambiaron todo por comida con los inuit —comentó Pitt, que arrojó la pepita al interior de la carbonera.

—Entonces tendremos que encontrar el libro de a bordo para conocer la fuente —dijo Giordino.

De pronto se escuchó un débil grito fuera del barco.

—Al parecer nuestros amigos se acercan —señaló Giordino—. Será mejor que nos movamos. —Dio un paso hacia la escalerilla pero se detuvo al ver que Pitt no lo seguía. Casi podía leer el pensamiento de su compañero—. ¿Crees que vale la pena quedarse a bordo?

—Si podemos darles la cálida bienvenida que creo, sí —contestó Pitt.

Con el candil en alto, llevó a Giordino de nuevo a la armería.

Dejó la luz sobre un cajón cubierto de hielo y se acercó a un armero donde estaban los mosquetes Brown Bess que había visto antes. Cogió uno, lo sostuvo en alto y lo observó con atención. El arma estaba en perfectas condiciones.

—No es una automática, pero igualará un poco la partida —afirmó.

—Supongo que al dueño anterior no le importará —dijo Giordino.

Pitt miró en derredor, intrigado por el comentario de su amigo. Vio que Giordino señalaba el cajón donde había dejado el farol. Se acercó, al comprender de pronto que no se trataba de un cajón sino de un féretro de madera colocado sobre un par de caballetes. La luz de la lámpara brillaba sobre una placa de zinc clavada en la cabecera del féretro. Pitt se inclinó para apartar la capa de hielo oscuro, y dejó a la vista unas letras blancas escritas a mano. Sintió un escalofrío cuando leyó el epitafio.

SIR JOHN FRANKLIN

1786-1847

SU ALMA PERTENECE AL MAR