Clay Zak no daba crédito a sus ojos. Después de hundir el barco de la NUMA, había ordenado que el rompehielos fuese hacia las islas Royal Geographical Society antes de retirarse a su camarote. Había intentado dormir, pero solo había conseguido un descanso inquieto; su mente estaba demasiado centrada en dar con el rutenio. Al regresar al puente después de unas pocas horas, ordenó que la nave se dirigiera a la isla del Oeste. El rompehielos navegó a lo largo de la banquisa para ir hacia la nueva ubicación de la mina de rutenio.
Despertaron a los geólogos mientras el barco se detenía poco a poco. Un minuto más tarde, el timonel vio un objeto brillante en el borde de la banquisa.
—Es el sumergible del barco de exploración científica —alertó.
Zak se acercó de un salto a la ventana del puente y miró, incrédulo. El brillante submarino amarillo estaba encajado en el hielo a estribor, apenas visible entre la niebla gris.
—¿Cómo han podido saberlo? —maldijo, sin comprender que el sumergible había llegado hasta allí sin pretenderlo.
La ira hizo que aumentase el ritmo de los latidos de su corazón. Él era el único que tenía el mapa de la cooperativa minera en el que se indicaba el yacimiento del rutenio inuit. Acababa de hundir al barco de la NUMA y sin perder ni un segundo había puesto rumbo a ese lugar. No obstante, ahora comprobaba que Pitt se le había adelantado.
El capitán del rompehielos, que dormía en su camarote, abrió los ojos en cuanto el barco se detuvo y subió tambaleante al puente con los ojos enrojecidos por el sueño.
—Le advertí que con la maldita proa aplastada se mantuviese apartado del hielo marino —rezongó. Al recibir como única respuesta una fría mirada, preguntó—: ¿Va a desembarcar al equipo de geólogos?
Zak no le hizo caso mientras el primer oficial señalaba por la ventanilla de babor.
—Señor, hay dos hombres en el hielo —informó.
Zak observó a las dos figuras y después se relajó.
—Olvídese de los geólogos —dijo, con una amplia sonrisa—. Que mi equipo de seguridad se presente de inmediato.
No era la primera vez que disparaban a Pitt y a Giordino, por lo que reaccionaron en cuanto vieron el primer fogonazo. Se separaron cuando las primeras balas levantaron astillas de hielo a un par de pasos de ellos y corrieron hacia la isla con todas sus fuerzas. La superficie irregular hacía difícil la carrera y los forzaba a moverse en una trayectoria zigzagueante que impedía a los atacantes tener un objetivo claro. Al separarse y correr en direcciones divergentes, habían obligado a los tiradores a escoger un blanco.
El tableteo de las tres metralletas acompañaba a los surtidores de hielo que se levantaban alrededor de sus pies. Pero Pitt y Giordino habían sacado una buena ventaja, y la puntería de los tiradores empeoraba a medida que los dos hombres se distanciaban del barco. Ambos corrieron hacia un pequeño banco de niebla que flotaba sobre la playa.
La niebla los envolvió como una capa cuando llegaron a la costa, y los hizo invisibles para los pistoleros del Otok.
Jadeando, se acercaron el uno al otro por un tramo de playa cubierto de nieve.
—Era justo lo que necesitábamos: otra cálida bienvenida a este mundo helado —comentó Giordino. Sus palabras salieron acompañadas por el vapor de su aliento.
—Míralo por el lado bueno —jadeó Pitt—. Durante un par de segundos he olvidado el frío que hace.
Sin guantes, sombreros ni chaquetones, los dos hombres notaban cómo el frío los calaba hasta la médula. La repentina carrera había acelerado el bombeo de sangre, pero de todos modos notaban un fuerte dolor en el rostro y las orejas, y tenían los dedos entumecidos. El esfuerzo fisiológico para mantener el calor corporal comenzaba a mermar su reserva de energías, y la corta carrera los había dejado con una enorme sensación de agotamiento.
—Algo me dice que nuestros bien abrigados nuevos amigos no tardarán en presentarse —dijo Giordino—. ¿Tienes alguna preferencia hacia dónde correr?
Pitt miró a un lado y a otro de la costa, aunque la visibilidad estaba limitada por la niebla que se dispersaba poco a poco. Delante tenían un empinado risco que aumentaba de altura por la izquierda. En cambio, por la derecha bajaba hasta fundirse con un montículo un tanto más redondeado.
—Necesitamos salir del hielo para no dejar ninguna huella que les permita seguirnos. Me sentiría mejor si también contáramos con la ventaja de la altura. Me parece que lo mejor es ir tierra adentro por la costa a nuestra derecha.
Los dos hombres partieron a toda prisa mientras una breve ráfaga de partículas de hielo les azotaba los rostros. El viento se convertiría ahora en su enemigo si dispersaba la niebla que los ocultaba. Subieron agachados por la ladera del montículo hasta acercarse a un empinado barranco lleno de hielo que dividía el risco. A la vista de que era imposible cruzarlo, continuaron corriendo, en busca de otro punto que los llevase tierra adentro. Habían avanzado unos ochocientos metros por la playa cuando otra ráfaga azotó la costa.
El viento pareció abrasarles la piel expuesta mientras los pulmones se esforzaban por respirar el aire helado. El solo hecho de inspirar se convirtió en un ejercicio agónico, pero ninguno de los dos acortó el paso. De repente, el repiqueteo metálico de los disparos de las metralletas sonó de nuevo, y las balas trazaron una línea de agujeros a lo largo de la pendiente a unos pocos metros de ellos.
Al mirar por encima del hombro, Pitt vio que el viento había abierto una brecha en la niebla. Divisó a lo lejos a dos hombres que avanzaban en su dirección. Zak había dividido a su equipo en tres grupos para facilitar la captura de los fugitivos. El dúo enviado al oeste había tenido suerte, ya que el viento los había dejado a la vista.
Costa arriba, Pitt vio otro banco de niebla que se les acercaba. Si podían mantenerse fuera del alcance de los disparos durante otro minuto, la bruma volvería a ocultarlos.
—Esos tipos están empezando a tocarme las narices —jadeó Giordino mientras aceleraban el paso.
—Con un poco de suerte, el oso polar pensará lo mismo —dijo Pitt.
Otra descarga levantó surtidores de hielo, aunque esta vez los disparos se quedaron cortos. Los pistoleros no apuntaban bien porque disparaban mientras corrían, pero en cualquier momento alguna de sus descargas podía encontrar el objetivo. Sin interrumpir la carrera hacia el banco de niebla, Pitt observó el risco a su izquierda. La pendiente bajaba hasta otro barranco un poco más adelante, más ancho que el anterior. Estaba lleno de roca y hielo pero parecía que podían trepar por allí.
—Intentemos subir por la ladera de aquel barranco cuando nos oculte la niebla.
Giordino asintió y continuó avanzando hacia la bruma, que aún estaba a unos cuarenta metros. Otra ráfaga hizo impacto en el hielo, esta vez cerca de sus talones. Los tiradores se habían detenido para poder apuntar.
—No creo que vayamos a conseguirlo —murmuró Giordino.
Ya casi estaban en el barranco, pero la niebla seguía sin cubrirlos. Unos pocos metros más adelante, Pitt vio un enorme peñasco cubierto de hielo que sobresalía del barranco. Casi sin aliento, se limitó a señalarlo.
La ladera justo por encima de sus cabezas de pronto estalló en una nube de nieve cuando los perseguidores ajustaron el tiro.
Ambos se agacharon instintivamente y, unos segundos más tarde, se lanzaron detrás del peñasco en el instante en el que otra ráfaga destrozaba el suelo a menos de medio metro. Tumbados en el suelo, respiraron a bocanadas el aire helado, con los cuerpos doloridos y casi agotados. En cuanto quedaron ocultos de la vista de los hombres de Zak, cesaron los disparos, y por fin el banco de niebla acabó rodeándolos.
—Creo que deberíamos subir por aquí —dijo Pitt, y se levantó haciendo un gran esfuerzo.
Una masa oscura de rocas cubiertas de hielo se elevaba por encima de ellos, pero a un lado había un tramo del barranco que parecía más fácil de escalar.
Giordino se puso de pie al tiempo que asentía y fue hacia la pendiente. Ya había comenzado a subirla cuando se dio cuenta de que Pitt no se movía. Al volverse, vio que su compañero miraba la roca y pasaba una mano por la superficie.
—Probablemente no es el mejor momento de admirar una piedra —le recriminó.
Pitt continuó pasando la mano por la superficie con la vista fija en la ladera helada; luego, miró a su compañero.
—No es una piedra —dijo en voz baja—. Es un timón.
Giordino observó a Pitt como si hubiese perdido la razón. Después siguió su mirada hacia lo alto del barranco. Encima había una oscura masa de piedras sepultada debajo de una fina capa de hielo. Al observar la ladera, Giordino notó de pronto que se había quedado boquiabierto. Acababa de darse cuenta de que aquello no era en absoluto una montaña de piedra.
Por encima de ellos, encastrado en el hielo, tenían delante ni más ni menos que el casco de madera negro de un barco del siglo XIX.