Algunas millas al noroeste, un fuerte chisporroteo resonó sobre las olas. Sediento de combustible, el motor fuera borda agotó las últimas gotas de gasolina y se detuvo con un gorgoteo. Los hombres a bordo permanecieron en silencio al tiempo que se miraban los unos a los otros, inquietos. Por fin, el timonel del Narwhal levantó en alto un bidón de cuarenta litros.
—Está seco, señor —dijo a Stenseth.
El capitán del Narwhal sabía lo que se avecinaba. Habrían llegado a la costa de haber navegado solos. Pero las dos neumáticas cargadas hasta los topes habían actuado como un ancla, que había retrasado el avance. Tampoco había ayudado mucho el mar agitado y una fuerte corriente que los llevaba hacia el sur. Sin embargo, en ningún momento se les ocurrió abandonar a los hombres en las otras embarcaciones.
—Sacad los remos, un hombre por banda —ordenó Stenseth—. Vamos a intentar mantener el rumbo.
Se inclinó hacia el timonel, que era un experto navegante, y le preguntó en voz baja:
—¿Qué distancia calcula que hay hasta la isla del Rey Guillermo?
El timonel torció el gesto.
—Es difícil calcular nuestro avance en estas condiciones —respondió también en voz baja—. Me parece que debemos de estar a unas cinco millas o poco más de la isla. —Se encogió de hombros para señalar que no estaba seguro.
—Yo pienso lo mismo —dijo Stenseth—, aunque esperaba que estuviésemos bastante más cerca.
La perspectiva de no llegar a tierra comenzaba a despertar sus temores. El estado del mar no había cambiado, pero estaba seguro de que la brisa había aumentado un poco. Las décadas pasadas navegando habían afinado sus sentidos en lo que se refería al tiempo. Notaba en los huesos cuando las aguas iban a cambiar. En sus precarias condiciones de navegación, podría significar el final para todos ellos.
Miró las neumáticas negras que remolcaban en medio de la niebla. A la débil luz del alba, comenzó a distinguir los rostros de los rescatados. Vio que muchos mostraban claros síntomas de una prolongada exposición a la intemperie. Sin embargo, como grupo, eran un modelo de silenciosa valentía; ninguno de ellos se lamentaba de su situación.
Murdock cruzó la mirada de Stenseth y gritó:
—Capitán, ¿puede decirnos dónde estamos?
—En el estrecho de Victoria. Al oeste de la isla del Rey Guillermo. Me gustaría decir que un crucero viene hacia aquí, pero debo comunicarle que estamos librados a nuestra suerte.
—Le agradecemos el rescate, y mantenernos a flote. ¿Le sobran un par de remos?
—Mucho me temo que siguen dependiendo de nosotros para avanzar. No creo que tardemos mucho más en llegar a tierra —afirmó Stenseth con falso optimismo.
La tripulación del Narwhal se turnó en los remos, e incluso Stenseth echó una mano. Costaba mucho ir hacia delante y era irritante no poder medir el avance a causa de la niebla. De vez en cuando, Stenseth prestaba atención para ver si captaba el sonido de las rompientes en la costa, pero lo único que escuchaba era el golpe de las olas contra las tres embarcaciones.
Tal como había previsto, el mar empeoró al aumentar el viento. Las olas, cada vez más altas, comenzaron a saltar por encima de la borda, y muy pronto algunos hombres tuvieron que dedicarse a achicar el agua. Stenseth vio que las Zodiac tenían el mismo problema y echaban agua una y otra vez por la popa. La situación parecía cada vez más grave, y seguían sin tener ninguna señal de que estuviesen cerca de tierra.
Cuando se hacía el cambio de remeros, uno de los tripulantes sentados en la proa soltó un gritó:
—¡Señor, hay algo en el agua!
Stenseth y los demás miraron a proa y vieron un objeto oscuro entre la niebla. «Fuera lo que fuese —pensó Stenseth—, no era tierra».
—Es una ballena —gritó alguien.
—No —se lamentó Stenseth en voz baja, al ver que aquello que apenas asomaba en el agua era de color negro y mostraba una suavidad poco natural. Lo observó con desconfianza, ya que no se movía ni emitía ningún sonido.
De repente, una voz fuerte, amplificada electrónicamente a proporciones de trueno, se escuchó a través de la niebla. Todos los hombres se sobresaltaron ante aquel sonido.
Sin embargo, las palabras que escucharon, totalmente incongruentes con aquel duro entorno, los dejaron poco menos que atónitos.
—Ah del barco —llamó la voz invisible—. Aquí el Santa Fe. Hay chocolate caliente y una cómoda litera a disposición de cualquiera de vosotros que sea capaz de silbar «Dixie».