CAPÍTULO 75

Stenseth miró cómo las olas saltaban por encima de la bodega número dos; solo quedaban la bodega número uno y la sección de proa por encima del agua. No sabía por qué la barcaza aún no se había hundido, aunque no dudaba que le quedaba muy poco tiempo.

Volvió la mirada a los hombres macilentos alineados en la borda con miradas de súplica y desesperación en los ojos. Como Dahlgren, se sorprendió al contar cuántos salían de la bodega. El descarado intento de un asesinato a tal escala por parte de la tripulación del rompehielos lo dejaba pasmado. ¿Qué tipo de bestia estaba al mando de aquella nave?

Su preocupación se centró en la seguridad de sus hombres. Cuando la barcaza se hundiese, los náufragos intentarían por todos los medios subir a la motora. No podía arriesgarse a cargarla hasta los topes y enviar a sus hombres a la muerte. Se mantuvo a una distancia prudente mientras se preguntaba cómo podría rescatar a Dahlgren sin que el resto de los hombres intentasen acompañarlo.

Vio que Dahlgren estaba hablando con dos hombres, y que uno de ellos señalaba en dirección a la popa sumergida. Dahlgren fue hasta la borda y gritó a Stenseth que se acercase. El capitán se dirigió a la embarcación hasta colocarse debajo de Dahlgren, con un ojo siempre atento a los demás hombres. Pero ninguno de ellos se abalanzó hacia la embarcación cuando Dahlgren saltó a bordo.

—Capitán, por favor, vaya hacia la popa, unos sesenta metros más allá. Deprisa —le pidió Dahlgren.

Stenseth viró para ir hacia la popa oculta bajo la superficie. No advirtió que Dahlgren se había quitado las botas y se desnudaba hasta quedarse en ropa interior antes de volver a ponerse el chaquetón.

—Tienen dos neumáticas amarradas a popa —gritó Dahlgren como única explicación.

De poco servirían ahora, pensó Stenseth. Si no se habían soltado e iban a la deriva, estarían atadas a la cubierta diez metros bajo el agua. Vio que Dahlgren, de pie en la proa, alumbraba con la linterna algo que se movía en el agua.

—¡Allí! —gritó.

Stenseth fue hacia unos objetos oscuros que sobresalían en la superficie. Eran cuatro protuberancias cónicas que se movían al unísono separadas por un par de metros. Al acercarse, distinguió los extremos de los flotadores de dos lanchas neumáticas. Las dos Zodiac estaban sumergidas en posición vertical con las proas atadas por un único cabo a la barcaza.

—¿Alguien tiene un cuchillo? —preguntó Dahlgren.

—Jack, no puedes zambullirte —le advirtió Stenseth, al ver que Dahlgren se había desnudado—. Morirás a consecuencia del frío.

—No pienso darme un baño muy largo —respondió Jack, con una sonrisa.

El jefe de máquinas tenía una navaja. La sacó del bolsillo y se la dio a Dahlgren.

—Un poco más cerca, por favor, capitán —pidió Dahlgren, y se quitó el chaquetón.

Stenseth llevó la embarcación hasta un par de metros de las Zodiac y cerró el acelerador. Dahlgren, de pie en la proa, abrió la navaja y, sin vacilar, respiró a fondo y se zambulló.

Dahlgren era un experto submarinista y había buceado en mares fríos de todo el mundo, pero nada lo había preparado para el choque de una inmersión en unas aguas con una temperatura de cinco bajo cero. Un millar de terminaciones nerviosas se contrajeron de inmediato. Sus músculos se tensaron y el aire escapó de sus pulmones. Todo su cuerpo se puso rígido, incapaz de obedecer las órdenes de su cerebro para que se moviese. El miedo lo urgía a volver de inmediato a la superficie. Dahlgren tuvo que luchar contra el instinto mientras forzaba a sus miembros a que reaccionaran. Poco a poco superó la conmoción y se obligó a nadar.

No tenía una linterna, pero no la necesitaba a pesar de las oscuras aguas. Rozar con una mano el flotador de unas de las Zodiac le daba toda la guía que necesitaba. Con poderosos movimientos de piernas, descendió varios metros a lo largo del casco antes de notar que se desviaba hacia la proa. Con los dedos a modo de ojos, pasó de largo la proa hasta tocar el tenso cabo. Lo sujetó con la mano libre y bajó siguiendo el cabo en busca del punto que amarraba las dos Zodiac.

La exposición al agua gélida, comenzó a disminuir sus capacidades motoras y tuvo que obligarse a seguir descendiendo. Seis metros por debajo de la Zodiac, llegó a la barcaza; su mano se deslizó sobre una cornamusa de gran tamaño que aseguraba los cabos de ambas embarcaciones. De inmediato atacó el primer cabo con la navaja, pero la hoja no estaba afilada, por lo que tuvo que utilizarla como si fuese una sierra. Le llevó varios segundos cortar el cabo, que se alejó hacia la superficie. Al buscar el segundo, comenzaron a dolerle los pulmones por contener la respiración, al tiempo que notaba un entumecimiento general. El cuerpo le urgía a soltar el cabo e ir hacia la superficie, pero su determinación interior se negó a escuchar. Con la navaja hacia delante hasta encontrar el cabo, repitió los movimientos de sierra con las fuerzas que le quedaban.

El cabo se cortó con un chasquido que se escuchó bajo el agua. Al igual que la otra neumática, la Zodiac salió disparada hacia la superficie como un cohete y trazó un arco en el aire antes de caer sobre el agua. Dahlgren apenas fue consciente de la mayor parte del trayecto; después de ser arrastrado menos de un metro hacia arriba fue incapaz de mantenerse sujeto. No obstante, el tirón ayudó a su ascenso y salió a la superficie. Comenzó a respirar a grandes bocanadas mientras agitaba los helados miembros para mantenerse a flote.

La motora apareció a su lado un segundo más tarde, y tres pares de brazos lo sacaron del agua. Lo secaron con una manta vieja y luego lo vistieron con múltiples capas de camisas y calzoncillos largos cedidos por sus compañeros. Por fin calzado, envuelto en el chaquetón y temblando como un azogado miró al capitán con los ojos muy abiertos.

—Menuda piscina más fría —murmuró—. Juro que no volveré a darme otro baño.

Stenseth no perdió ni un minuto en dar la vuelta para ir donde estaban las neumáticas, recoger los cabos y volver a acelerar. Con las Zodiac dando saltos a popa, la lancha cruzó a toda mecha el tramo que lo separaba de la estructura de proa, que se hundía por momentos. El nivel del agua ya había alcanzado más de la mitad de la tapa de la bodega número uno, pero la gigantesca barcaza se negaba a hundirse.

Los rescatados estaban juntos en la proa, convencidos de que los habían dejado librados a su suerte. En el momento en que escucharon el sonido del motor, escrutaron la oscuridad con una mirada de esperanza. Segundos más tarde, la motora salió de la penumbra con las dos Zodiac vacías a remolque. Unos pocos hombres comenzaron a dar vivas; poco a poco se fueron sumando los demás, hasta que toda la barcaza se sacudió con un grito de emocionada gratitud.

Stenseth llevó la lancha hasta delante mismo de la bodega uno, y la detuvo en cuanto las dos Zodiac golpearon contra el costado. Los náufragos comenzaron a embarcar en las neumáticas, y Murdock aprovechó la espera para acercarse a la motora.

—Dios los bendiga —dijo a toda la tripulación.

—Podrá darle las gracias a aquel texano de la proa en cuanto deje de temblar —le corrigió Stenseth—. Mientras tanto, propongo que ambos nos alejemos de este monstruo antes de que nos arrastre a todos al fondo.

Murdock asintió y fue hacia una de las Zodiac. Las neumáticas se llenaron de inmediato; no perdieron ni un instante en apartarse de la barcaza. Con los motores inundados y sin remos, dependían de la lancha para que los remolcase. Uno de los tripulantes del Narwhal arrojó un cabo a la primera Zodiac y la otra se amarró a la popa de esta.

Las tres embarcaciones fueron a la deriva hasta asegurarse de apartarse lo suficiente de la barcaza; luego, Stenseth tensó el cabo de arrastre y puso en marcha el motor. No hubo ninguna mirada ni una despedida emocionada a aquella barcaza que solo había llevado el más triste de los infortunios a los hombres que había retenido prisioneros. Stenseth puso rumbo al este, y pronto la embarcación naufragada se perdió en la niebla. Casi sin un gorgoteo, el negro leviatán, con sus bodegas llenas hasta los topes, desapareció de la superficie un instante más tarde.