Dahlgren alumbró con la linterna la cubierta de la barcaza en busca de un punto de entrada, pero no vio ninguna escotilla en el mamparo de la bodega de proa.
—Llévanos a la banda de estribor, capitán.
Stenseth condujo la motora alrededor de la proa alzada y redujo la velocidad a medida que se acercaba a la bodega. El rítmico martilleo metálico se hizo mucho más fuerte.
—¡Allí! —exclamó Dahlgren, al iluminar la escotilla lateral. Vio la cadena, rodeando la palanca de cierre y asegurada a una cornamusa.
Sin decir palabra, Stenseth llevó la embarcación a lo largo de la barcaza hasta que golpeó en la barandilla metálica que sobresalía del agua. Dahlgren ya estaba de pie y saltó a la cubierta; fue a caer junto a la escotilla de la bodega número tres, inundada a medias.
—Date prisa, Jack —gritó Stenseth—. No aguantará mucho más fuera del agua.
Apartó la motora para que no los succionara si de pronto se hundía en las profundidades.
Dahlgren ya corrió por la empinada cubierta y subió un corto tramo de escaleras hasta el compartimiento cerrado. Golpeó en la escotilla con la mano enguantada y gritó:
—¿Hay alguien en casa?
La sorprendida voz del sargento Bojorquez respondió en el acto.
—Sí. ¿Puede sacarnos?
—En eso estoy —contestó Dahlgren.
Calculó el largo de la cadena, anudada alrededor de la palanca de la escotilla y a la cornamusa de la cubierta. No había mucha cadena floja, ya que los largueros retorcidos de la barcaza que se hundía habían estirado la cadena. Miró cada extremo a la luz de la linterna y se dio cuenta de que el nudo en la cornamusa era más accesible, por lo que centró allí sus esfuerzos.
Se quitó los guantes, cogió el eslabón exterior del nudo y tiró con todas sus fuerzas. Los helados eslabones de acero se le clavaron en la carne pero no se movieron. Recuperó el aliento y tiró de nuevo apoyándose con todas sus fuerzas en las piernas. Casi se descoyuntó los dedos, pero la cadena siguió sin moverse.
De pronto, la cubierta debajo de sus pies se movió y notó cómo la embarcación se giraba un poco debido al desequilibrio de las bodegas, que se inundaban por momentos. Apartó los dedos lastimados y entumecidos de los eslabones, miró la cadena y lo intentó de otra manera. Se inclinó para poder golpear desde un ángulo recto y comenzó a dar puntapiés al nudo con las botas. Desde el compartimiento llegaban gritos que lo animaban a darse prisa. Desde la lancha, algunos de los miembros de la tripulación del Narwhal también le daban ánimos. Como si quisiera añadirse a aquella presión, la barcaza soltó un profundo gemido metálico desde algún lugar muy por debajo de la superficie.
Con el corazón en la boca, Dahlgren dio un puntapié a la cadena, y después la aplastó con el talón. Continuó dando puntapiés cada vez más fuertes, con una creciente sensación de furia. Pateaba a la cadena como si le fuese la vida en ello. Continuó intentándolo hasta que un eslabón de la cadena por fin escapó del ajustado nudo. Al aflojarse, pudo soltar otro eslabón con el siguiente puntapié, y luego otro más. Dahlgren se arrodilló y pasó el extremo libre de la cadena a través del nudo suelto con los dedos entumecidos. En un segundo quitó la cadena de la cornamusa y la palanca quedó libre. Se puso de pie, movió la palanca y abrió la escotilla.
Dahlgren no sabía con qué se iba a encontrar; alumbró con la linterna el interior de la bodega mientras unas siluetas se movían hacia la escotilla. Se sorprendió al ver a cuarenta y seis hombres esqueléticos y muertos de frío que lo miraban como su salvador. Bojorquez, el que estaba más cerca de la escotilla, aún sujetaba el martillo.
—No sé quién es usted, pero desde luego me alegra mucho verlo —dijo el sargento con una amplia sonrisa.
—Jack Dahlgren, del barco de investigación científica de la NUMA, Narwhal. ¿Qué os parece, muchachos, si os dais prisa en salir?
Los cautivos se apresuraron a pasar por la escotilla y se tambalearon en la cubierta inclinada. Dahlgren no disimuló su desconcierto al ver que varios de los hombres llevaban prendas militares, con insignias estadounidenses en los hombros. Roman y Murdock fueron los dos últimos en salir y se acercaron a Dahlgren con una expresión de alivio en sus rostros.
—Soy Murdock del Polar Dawn. El es el capitán Roman que intentó rescatarnos en Kugluktuk. ¿Su barco está por aquí cerca?
El asombro de Dahlgren al comprender que había encontrado a los estadounidenses prisioneros quedó atemperado por la noticia que debía darles.
—Su remolcador chocó contra nuestro barco y lo hundió —dijo en voz baja.
—Entonces ¿cómo ha llegado aquí? —preguntó Roman.
Dahlgren señaló la motora, que permanecía inmóvil a unos pocos metros de la barcaza.
—Escapamos por los pelos. Oímos los golpes en la escotilla y creímos que era uno de nuestros sumergibles.
Miró a los hombres vencidos que le rodeaban e intentó hacerse cargo de su sufrimiento. Su fuga de la muerte solo era momentánea, y ahora se sentía como su verdugo. Se volvió hacia Roman y Murdock, con una expresión de desconsuelo.
—Lamento tener que decirlo, pero no tenemos espacio para llevar ni a un solo hombre más.