CAPÍTULO 73

La sobrecarga de la motora del Narwhal la ponía en peligro. Diseñada para llevar a doce hombres, llevaba ahora a los catorce náufragos sin muchos apretamientos, pero el peso suplementario bastaba para alterar sus características de navegación en un mar con fuerte marejada. Con las olas que saltaban por la borda, muy pronto una capa de agua helada comenzó a chapotear en el fondo.

Stenseth se había hecho cargo del timón después de un laborioso esfuerzo para poner en marcha el motor agarrotado por el frío. Los dos bidones de cuarenta litros de gasolina les proporcionaban el combustible justo para llegar a la isla del Rey Guillermo. Pero al capitán le inquietaba pensar que seguirían las huellas de la condenada tripulación de Franklin si querían llegar a la seguridad de Gjoa Haven.

Intentando que no entrara mucha agua en el bote salvavidas, navegó a poca velocidad a través de las olas. La niebla aún se extendía sobre la zona, pero ya se veía un leve resplandor en las crestas, una señal de que llegaba a su fin la corta noche ártica. Evitó poner rumbo este hacia la isla del Rey Guillermo, para cumplir con la promesa de realizar una breve búsqueda de Pitt y Giordino. Con una visibilidad casi nula, sabía que las probabilidades de localizar al sumergible eran muy pocas. Para empeorar las cosas no había ningún GPS en la embarcación. Con una simple brújula, alterada por la cercanía del polo norte magnético, Stenseth hizo todo lo posible para llevarlos de vuelta al lugar del naufragio.

El timonel estimaba que el rompehielos los había embestido a unas seis millas al noroeste del barco hundido. Con un cálculo aproximado de la corriente y la velocidad de la motora, Stenseth navegó hacia el sudeste durante veinte minutos y luego apagó el motor. Dahlgren y los demás gritaron los nombres de sus compañeros en la niebla, pero el único sonido que escucharon en respuesta fue el chapoteo de las olas contra el casco.

El capitán puso de nuevo en marcha el motor para continuar navegando hacia al sudeste; transcurridos otros diez minutos, lo apagó. Los repetidos gritos en la niebla no fueron respondidos. Lo intentaron una tercera vez. Cuando la última ronda de gritos tampoco dio resultado, se dirigió a la tripulación.

—No podemos permitirnos quedarnos sin combustible. Nuestras posibilidades pasan por ir al este, a la isla del Rey Guillermo, y allí buscar ayuda. En cuanto aclare el tiempo, será mucho más fácil encontrar el sumergible. Además, os aseguro que Pitt y Giordino estarán mucho más cómodos en el Bloodhound de lo que estamos nosotros en este cascarón.

Todos asintieron. Sentían un enorme respeto por Pitt y Giordino, pero su situación tampoco era envidiable. Otra vez en marcha, navegaron hacia el este hasta que el motor fuera borda se detuvo, tras haber agotado el primer bidón de combustible. Stenseth conectó las mangueras al segundo bidón y se disponía a poner en marcha el motor cuando el timonel soltó un grito.

—¡Espere!

Stenseth se volvió hacia el hombre.

—Creo haber escuchado algo —dijo al capitán, esta vez en un susurro.

Guardaron absoluto silencio, cada hombre temeroso de respirar, con los oídos alertas al menor sonido en el aire nocturno. Pasaron varios segundos antes de que lo escuchasen. Un débil tintineo a lo lejos, casi como el repique de una campana.

—¡Son Pitt y Giordino! —gritó Dahlgren—. No pueden ser otros. Mandan una señal de SOS golpeando el casco del Bloodhound.

Stenseth lo miró con escepticismo. Dahlgren tenía que estar en un error. Se habían apartado mucho de la última posición conocida del sumergible. Sin embargo, si no eran ellos, ¿quién podía estar enviando una señal en la desolada noche ártica?

Puso el motor en marcha y navegó en círculos cada vez más grandes; cerraba el acelerador a intervalos regulares en un intento por descubrir de dónde venía el sonido. Por fin advirtió que sonaba más fuerte por el este y fue en esa dirección. Avanzaba poco a poco pese al temor de que el golpeteo cesara antes de haber determinado el rumbo correcto. La espesa niebla aún ocultaba las primeras luces del amanecer. A medida que se acercaban, comprendió lo fácil que sería perder el sumergible si se interrumpía la señal.

Por fortuna, el golpeteo continuó. Se hizo cada vez más fuerte; se escuchaba incluso por encima del ruido del motor fuera borda. Stenseth fue corrigiendo el rumbo con leves movimientos del timón hasta tener la seguridad de que había localizado la fuente. Navegó a ciegas por un oscuro banco de niebla, y de pronto apagó el motor cuando una enorme silueta negra se alzó ante ellos.

La barcaza parecía haber perdido su gigantesca escala desde que Stenseth la había visto por última vez, remolcada por el rompehielos. Entonces descubrió la razón: se hundía por la popa; casi la mitad de la eslora estaba sumergida. La popa se alzaba en un ángulo agudo que recordaba los últimos minutos del Narwhal. Después de haber visto cómo se hundía su barco, Stenseth supo que a la barcaza solo le quedaban unos minutos, quizá segundos.

Stenseth y la tripulación reaccionaron con decepción ante el descubrimiento. Tenían la esperanza de encontrar a Pitt y a Giordino.

Sin embargo, la desilusión se convirtió en horror al comprender que aquel golpeteo era obra de alguien atrapado en la barcaza a punto de hundirse.