Atrapados en un ataúd de hierro que se hundía, la tripulación del Polar Dawn habría suplicado disponer de otras veinticuatro horas, pero sus perspectivas de supervivencia se habían reducido a minutos.
Hasta ahora, el cálculo de Murdock había sido correcto. La bodega cuatro se había inundado y comenzaba a derramarse en la bodega tres. A medida que la popa se hundía a causa del peso, el agua entraba más rápidamente. En el pequeño compartimiento de proa, el suelo se inclinaba cada vez más debajo de los pies de los hombres, mientras el sonido del agua sonaba cada vez más cerca.
Un hombre apareció en la escotilla de popa, uno de los comandos de Roman, jadeando por el esfuerzo de subir la escalerilla de la bodega.
—Capitán —llamó. Movió la linterna por el recinto hasta ver a su comandante—. El agua está entrando en la bodega número dos.
—Gracias, cabo —dijo Roman—. Siéntese y descanse. Ya no harán falta más reconocimientos.
El capitán buscó a Murdock y se lo llevó aparte.
—Cuando la barcaza comience a hundirse —susurró—, ¿saltarán las tapas de las bodegas?
Murdock sacudió la cabeza y lo miró titubeante.
—Sin duda se hundirá antes de que la bodega número uno se inunde completamente. Eso significa que habrá una bolsa de aire debajo, que se irá comprimiendo a medida que la barcaza se hunda. Es muy probable que la escotilla salte, pero quizá nos encontremos a una profundidad de doscientos metros antes de que eso ocurra.
—De todos modos, es una posibilidad —señaló Roman en voz baja.
—Y después, ¿qué? —señaló Murdock—. Un hombre no duraría ni diez minutos en estas aguas. —Sacudió la cabeza como muestra de su enfado—. Muy bien, adelante. Dé a los hombres algo de esperanza. Yo le avisaré cuando crea que esta bañera está a punto de hundirse; entonces podrá reunir a los hombres al pie de la escalerilla. Al menos así tendrán algo a que aferrarse durante el viaje a la perdición.
En la escotilla de entrada, Bojorquez, que había escuchado la conversación, reanudó el martilleo contra la palanca. Ahora sabía que era inútil. El pequeño martillo era inofensivo contra el acero. Tras pasar horas golpeando solo había conseguido dejar una pequeña huella en la palanca. Estaba a muchas horas, sino días, de conseguir aflojar el mecanismo de cierre.
En cada descanso miraba a sus compañeros. Helados, hambrientos y abatidos, permanecían reunidos, y muchos lo miraban con una ilusión desesperada. Por extraño que pareciese, no había ninguna señal de pánico. Con sus emociones heladas como el frío acero de la barcaza, los cautivos aceptaban con resignación su destino.