CAPÍTULO 71

Estados Unidos había realizado incursiones armadas en Canadá al menos media docena de veces. La invasión más sangrienta había ocurrido durante la guerra de Independencia, cuando el general Richard Montgomery marchó al norte desde Fort Ticonderoga y capturó Montreal, para después seguir hacia Quebec. Allí se unió una segunda fuerza que había entrado en Canadá por Maine, al mando de Benedict Arnold. Atacaron Quebec el 31 de diciembre de 1775, aunque tuvieron que retirarse al poco tiempo tras librar una encarnizada batalla con los británicos. La escasez de suministros y refuerzos, además de la muerte de Montgomery durante el combate, hizo que los estadounidenses se vieran obligados a interrumpir su invasión de Canadá.

Cuando las hostilidades volvieron a reavivarse durante la guerra de 1812, los estadounidenses lanzaron repetidos ataques en Canadá para luchar contra los británicos. La mayoría acabaron en fracaso. El éxito más notable fue en 1813, cuando Toronto (que entonces se llamaba York) fue saqueada y los edificios del Parlamento reducidos a cenizas. Pero esa victoria acarreó un duro castigo para Estados Unidos cuando, un año más tarde, los británicos marcharon sobre Washington. Furiosos por la anterior destrucción, los británicos se vengaron pegando fuego a todos los edificios públicos de la capital estadounidense.

Tras conseguir la independencia colonial en 1867, Canadá y Estados Unidos muy pronto se convirtieron en amistosos vecinos y aliados. Sin embargo, las semillas de la desconfianza nunca desaparecieron del todo. En los años veinte, el Ministerio de la Guerra estadounidense desarrolló planes estratégicos para invadir Canadá como parte de una hipotética guerra contra el Reino Unido. «El Plan de Guerra Rojo», como se llamó, planeaba invasiones terrestres a Winnipeg y Quebec, junto con un ataque naval a Halifax. Para no ser menos, los canadienses elaboraron el «Esquema de Defensa Número 1», con una contra-invasión de Estados Unidos. Albany, Minneapolis, Seattle y Great Falls, en Montana, fueron los objetivos seleccionados para los ataques por sorpresa, con la ilusión de que los canadienses pudiesen disponer de tiempo hasta que llegasen los refuerzos británicos.

El tiempo y la tecnología habían cambiado al mundo de forma considerable desde los años veinte. Gran Bretaña ya no se ocupaba de la defensa de Canadá, y el poder militar estadounidense creaba un desequilibrio de poder. Aunque la desaparición del Narwhal enfurecía al presidente, no justificaba una invasión. Al menos no todavía. En cualquier caso tardarían semanas en organizar una ofensiva terrestre, si las cosas continuaban deteriorándose, y él quería una rápida y contundente respuesta en cuarenta y ocho horas.

El plan de ataque escogido, en el caso de que no liberasen a los prisioneros, era sencillo pero severo. Enviarían navíos de guerra para que bloqueasen Vancouver en el oeste, y el río San Lorenzo en el este; de ese modo impedirían el tráfico comercial extranjero. Los bombarderos invisibles empezarían atacando las bases de aviones de combate en Cold Lake, en Alberta y Bagotville, en Quebec. Los equipos de las fuerzas especiales también estarían preparados para ocupar las principales centrales hidroeléctricas de Canadá, por si había un intento de cortar la exportación de energía eléctrica. Una incursión posterior se encargaría de ocupar los yacimientos de gas de Melville.

El ministro de Defensa y sus generales sostenían que poco podían hacer los canadienses en respuesta. Ante la amenaza de continuados ataques aéreos, tendrían que liberar a los prisioneros y aceptar la libre navegación por el Paso del Noroeste. No obstante, todos estaban de acuerdo en que nunca debían llegar a esto. Advertirían a los canadienses de las consecuencias si no cumplían con el plazo límite de veinticuatro horas. No tendrían más alternativa que aceptar.

Sin embargo, había un problema que los halcones del Pentágono no habían considerado: el gobierno canadiense no tenía ni idea de qué le había ocurrido a la tripulación del Polar Dawn.