Después de tres días de confinamiento en la gélida oscuridad, los cautivos en la barcaza estaban experimentando otro tipo de terror. Roman había ordenado que las linternas se utilizasen lo menos posible, para no gastar las pilas, así que la mayor parte del tiempo los hombres tenían que moverse a tientas. El sentimiento de rabia y la voluntad de escapar que les habían dominado en los primeros momentos habían dado paso a la desesperación; los cautivos se acurrucaban los unos contra los otros para mantener a raya la hipotermia. Habían visto un rayo de esperanza cuando la barcaza se había detenido en el pantalán y habían abierto la escotilla durante unos minutos. Resultó ser una inspección de varios guardias armados, pero al menos les habían dado comida y mantas antes de marcharse. Roman lo había interpretado como una buena señal. Se dijo que no les darían comida si no tuvieran la intención de mantenerlos vivos.
Pero ahora ya no estaba tan seguro. Cuando Bojorquez lo despertó para informarlo de un cambio en el sonido de los motores del rompehielos, sospechó que habían llegado a su destino. Sin embargo, el rítmico tirar de las amarras cesó de pronto al tiempo que continuaba el balanceo provocado por la marejada. Comprendió que los habían dejado a la deriva.
Segundos más tarde, los explosivos de Zak detonaron con una sacudida. El estallido resonó en las bodegas vacías como una tormenta en una botella. Los comandos y la tripulación del Polar Dawn se levantaron como un solo hombre, mientras se preguntaban qué había sucedido.
—Capitán Murdock —llamó Roman, y encendió la linterna.
Murdock se adelantó, con los ojos inyectados en sangre por la falta de sueño.
—¿Alguna idea de qué ha sido eso? —preguntó Roman en voz baja.
—Ha sonado muy a popa. Propongo que vayamos a echar una mirada.
Roman asintió. Después, al ver las expresiones de miedo en los rostros de los hombres, llamó a Bojorquez.
—Sargento, vuelva al trabajo en la escotilla. Quiero tener un poco de aire fresco aquí dentro antes del desayuno.
Momentos más tarde, el fornido sargento golpeaba la palanca de la escotilla con su pequeño martillo. Roman confiaba en que el ruido distrajera a los hombres y sirviese para enmascarar el sonido de lo que fuese que estaba pasando a popa.
Roman llevó a Murdock por la escotilla de popa y enfocó con la linterna por encima del umbral. Una escalerilla de acero bajaba en vertical al oscuro espacio vacío.
—Después de usted, capitán —dijo Murdock.
Roman sujetó la linterna lápiz con los dientes, puso los pies en el primer escalón y comenzó a bajar poco a poco. Aunque no tenía miedo a las alturas, le inquietaba bajar a un agujero negro aparentemente sin fondo dentro de una embarcación que cabeceaba.
Estuvo a punto de perder pie en el escalón inferior, pero después de descender trece metros, llegó al suelo de la bodega número uno. Alumbró con la linterna el pie de la escalerilla, por donde Murdock apareció. El capitán de barba gris, un hombre musculoso que tenía poco más de sesenta años, ni siquiera jadeaba por el esfuerzo.
Murdock abrió la marcha a través de la bodega. Un par de ratas que de algún modo habían conseguido sobrevivir en aquel terrible frío escaparon a toda prisa.
—No he querido decirlo delante de los hombres, pero ha sonado como una explosión —explicó.
—Lo mismo he pensado yo —asintió Roman—. ¿Cree que pretenden hundirnos?
—No tardaremos en saberlo.
Los dos hombres encontraron otra escalerilla de acero al otro lado de la bodega, que les permitió acceder a un corto pasillo que comunicaba con la bodega número dos. Repitieron la maniobra otras dos veces, para pasar a las bodegas siguientes. Mientras subían por la última escalerilla de la bodega número tres, escucharon el lejano chapoteo del agua. Al llegar al último pasillo, Roman alumbró con la linterna la bodega número cuatro.
En un rincón del lado opuesto, vieron un pequeño torrente que entraba por el mamparo y formaba un charco cada vez más grande. La explosión no había abierto un boquete en el casco, pero había retorcido las planchas de acero y por las junturas abiertas se filtraba el agua como por la manga de un colador. Murdock observó el daño y sacudió la cabeza.
—No podemos hacer nada para detener la inundación —opinó—. Incluso si dispusiéramos de los materiales necesarios, es demasiado grande.
—La entrada de agua no parece excesiva —dijo Roman, intentando encontrar algo positivo.
—Solo irá a peor. Parece que el daño se encuentra por encima de la línea de flotación, pero las olas hacen que entre el agua. A medida que se llene la bodega, la barcaza irá hundiéndose por la popa, lo que permitirá que entre más agua. Se acelerará la inundación.
—Hay una escotilla en el pasillo. Podríamos cerrarla. Si el agua permanece encerrada en esta bodega, ¿no estaríamos a salvo? —preguntó Roman.
Murdock señaló hacia arriba. Tres metros por encima de sus cabezas, se acababa el mamparo; solo se veían las columnas que servían de soporte a las vigas que sostenían la cubierta otro par de metros más arriba.
—Las bodegas no son compartimientos estancos —explicó—. Cuando esta bodega se inunde, el agua se derramará por encima del mamparo a la bodega tres y continuará avanzando hacia la proa.
—¿Hasta dónde puede inundarse sin hundirse?
—Dado que la barcaza no está cargada, podrá mantenerse a flote con dos bodegas inundadas. Con el mar en calma, incluso podría aguantar con una tercera llena. Pero en cuanto el agua comience a llenar la bodega número uno, entonces todo habrá acabado.
Roman, aunque no le apetecía nada hacerlo, preguntó de cuánto tiempo disponían.
—Solo puedo intentar adivinarlo —respondió Murdock en voz baja—. Yo diría que dos horas como máximo.
Roman apuntó la débil luz de la linterna hacia el chorro de agua y lo siguió hasta el fondo de la bodega. Un creciente charco de agua negra se reflejó en la distancia. Su resplandeciente superficie era una tarjeta de visita de la muerte.