CAPÍTULO 65

Una densa y helada niebla envolvió el Otok al mismo tiempo que la penumbra del ocaso caía sobre el estrecho de Victoria. El Narwhal estaba muy lejos del alcance visual, por lo que Zak lo buscó en la pantalla del radar; el barco de investigación científica aparecía como una mancha alargada en la parte superior. Al otro lado del puente, el capitán del rompehielos iba de una ventana a otra, muerto de aburrimiento por llevar horas con el barco en la misma posición.

Sin embargo, el capitán no veía ninguna muestra de aburrimiento en el rostro de Zak. Todo lo contrario, parecía extrañamente tenso. Como en el momento anterior a un asesinato, estaba totalmente alerta, con los sentidos afinados al máximo. Aunque había cometido numerosos asesinatos, nunca lo había hecho a esta escala. Le gustaba pensar que era una prueba de astucia, lo que hacía que su sangre se acelerase. Le daba una sensación de invencibilidad, aumentada por el conocimiento de que siempre salía ganador.

—Llévenos a cinco millas del Narwhal—dijo finalmente al capitán—, y hágalo con toda discreción.

El capitán se colocó al timón y tras poner en marcha el motor realizó un giro para llevar el Otok y la barcaza rumbo sur. Ayudado por la rápida corriente, el rompehielos navegaba con el motor apenas por encima del ralentí. Recorrió la distancia en menos de una hora. Al llegar a la nueva posición, el capitán viró para ponerse de cara a la corriente y así permanecer inmóvil.

—Cinco millas y esperando —informó a Zak.

El asesino observó la penumbra al otro lado de la ventana del puente y sonrió.

—Prepárese para soltar la barcaza cuando dé la orden —dijo.

El capitán lo miró por un momento como si se hubiese vuelto loco.

—¿Qué ha dicho? —preguntó.

—Ya me ha oído. Vamos a soltar la barcaza.

—Es una embarcación de diez millones de dólares. Con esta niebla y la corriente será imposible volver a engancharla. El casco se destrozará contra el hielo o acabará varada en las islas. En cualquiera de los dos casos, el señor Goyette me rebanará el cuello.

Zak sacudió la cabeza con una débil sonrisa.

—No irá muy lejos. En cuanto a Goyette, por favor recuerde la carta firmada que le di en Kugluktuk, que me confiere autoridad absoluta mientras esté a bordo de esta nave. Créame, lo considerará una pérdida insignificante si con ello acaba con un problema que podría costarle centenares de millones de dólares. Además —añadió, con una sonrisa astuta—, ¿no es para eso que para lo que están los seguros marítimos?

El capitán ordenó a regañadientes a los tripulantes que fuesen a popa para ocuparse de las amarras. Los hombres esperaron en el frío mientras Zak iba a su camarote y volvía al puente cargado con su bolsa de cuero. A una orden de Zak, el capitán invirtió la marcha del motor y retrocedió hacia la barcaza hasta que las gruesas amarras tocaron el agua. Los tripulantes soltaron los enganches, y levantaron los pesados extremos de las amarras sujetos a los bolardos de popa. Acabada la tarea, miraron cómo los gruesos cabos se deslizaban hasta desaparecer en el agua negra.

Cuando en el puente recibieron la señal de que todo estaba despejado, el capitán llevó el rompehielos hacia delante y, a continuación, a una orden de Zak, se acercó a la banda de estribor de la barcaza. La oscura silueta de la embarcación apenas era visible a unos pocos metros de distancia debido a la niebla cada vez más espesa. Zak sacó de la bolsa un radiotransmisor de alta frecuencia y salió al puente volante. Subió la pequeña antena, encendió el aparato y de inmediato pulsó el botón rojo de transmitir.

La señal de radio solo tuvo que recorrer una corta distancia para activar el detonador colocado en la popa de la barcaza. Menos de un segundo más tarde, estalló la carga de dinamita.

La explosión no fue fuerte ni visualmente impresionante. Sonó como cuando se descorcha una botella de champán; después, una pequeña nube de humo apareció en la cubierta de popa de la barcaza. Zak observó la escena durante unos segundos y luego volvió al calor del puente, donde guardó el radiotransmisor en la bolsa.

—No me gusta mancharme las manos con la sangre de todos esos hombres —protestó el capitán.

—Se equivoca, capitán. La pérdida de la barcaza solo ha sido un accidente.

El capitán miró a Zak con desconsuelo.

—Es muy sencillo —continuó Zak—. Escribirá en el diario de a bordo, e informará a las autoridades cuando entre en puerto, que el barco de investigación científica estadounidense chocó con nuestra barcaza en la niebla y que ambas embarcaciones se hundieron. Nosotros, por supuesto, fuimos muy afortunados al poder soltar las amarras en el último momento y no sufrir bajas. Sin embargo, no logramos encontrar a ningún superviviente del barco de la NUMA pese a nuestros esfuerzos.

—Pero si el barco de la NUMA no se ha hundido —se sorprendió el capitán.

—Eso —respondió Zak con voz siniestra— está a punto de cambiar.