CAPÍTULO 64

Los fuertes vientos del oeste por fin empezaron a amainar, y solo quedó una moderada marejada. Con el viento encalmado llegó la fina niebla gris habitual en la región durante los meses de primavera y verano. El termómetro subió unos cuantos grados, lo que propició algunos comentarios jocosos sobre lo benigno que era allí el tiempo.

Pitt agradeció que el mar se hubiese calmado lo suficiente para botar el sumergible sin riesgos. Bajó por la escotilla del Bloodhound, y en cuanto se acomodó en el asiento del piloto, comenzó a comprobar los indicadores de potencia. En el asiento del copiloto, Giordino repasaba la lista de verificaciones previas a la inmersión. Ambos vestían suéteres delgados pese al frío que reinaba en la cabina, ya que la temperatura en el habitáculo subiría en cuestión de minutos debido al calor que desprendían los equipos eléctricos. Pitt miró hacia arriba cuando Jack Dahlgren asomó su rostro impasible por la escotilla.

—Chicos, recordad que las baterías no conservan bien la carga con tiempo frío. Si me traéis de vuelta la campana del barco, quizá os deje encendidas las luces.

—Tú deja las luces encendidas y puede que yo te permita conservar el empleo —respondió Giordino.

Dahlgren le dedicó una sonrisa y comenzó a tararear una canción de Merle Haggard: «Okie from Muskogge», antes de cerrar y sellar la escotilla. Unos minutos más tarde, manipuló los controles de una pequeña grúa para levantar el sumergible de la cubierta y depositarlo en la iluminada piscina en el centro de la nave. Desde el interior, Pitt señaló que lo soltasen, y el sumergible amarillo con forma de puro comenzó el descenso.

El fondo marino estaba a poco más de trescientos treinta metros de profundidad, por lo que Bloodhound, con su lento descenso, tardó unos quince minutos en alcanzarlo. Las aguas verde gris se volvieron negras al otro lado de la gran ventana de babor. Sin embargo, Pitt esperó hasta pasar la marca de los doscientos cincuenta metros para encender las baterías de focos exteriores.

Giordino se frotó las manos en la cabina, que se calentaba poco a poco, y miró a Pitt con expresión de fingido sufrimiento.

—¿Alguna vez te he dicho que soy alérgico al frío? —preguntó.

—Por lo menos mil veces.

—La espesa sangre italiana de mi madre no fluye bien en estas neveras.

—Yo diría que eso tiene más que ver con tu afición a los puros y a las pizzas de salchichón que con tu madre.

Giordino le dirigió una mirada de agradecimiento por recordárselo y sacó del bolsillo los mordisqueados restos de un puro, que se metió entre los dientes. Después cogió una copia de la imagen del sonar correspondiente al naufragio y la desplegó sobre su regazo.

—¿Cuál es nuestro plan de ataque una vez que lleguemos al lugar donde está el barco?

—Tenemos tres objetivos —respondió Pitt, que ya había planeado la inmersión—. El primero, y más obvio, es intentar identificar la nave. Sabemos que el Erebus está relacionado con el rutenio que acabó en las manos de los inuit. Pero no sabemos si lo mismo es válido para el Terror. Si el barco naufragado es el Terror, es probable que no encontremos ninguna pista a bordo. El segundo es entrar en la bodega y ver si aún quedan cantidades significativas del mineral. El tercero es un disparo al azar. Se trataría de encontrar el Gran Camarote y el de la cabina del capitán para ver si todavía existe el diario de a bordo.

—Tienes toda la razón —asintió Giordino—. El diario de a bordo del Erebus sería el Santo Grial. Sin duda nos diría dónde encontraron el rutenio. De todas maneras, hay que ser muy optimista para confiar en que haya sobrevivido intacto.

—Puede que sí, pero no es imposible. El diario de a bordo solía ser un libro con una encuadernación en cuero muy resistente y se guardaba en un cofre. En estas aguas tan frías, al menos existe la posibilidad de que aún esté de una pieza. Después, correspondería a los restauradores decidir si se puede salvar y leer.

Giordino miró la ecosonda de profundidad.

—Nos estamos acercando a los trescientos quince metros.

—Ajusto la flotabilidad neutral —dijo Pitt y reguló los tanques de lastre variable del sumergible.

La velocidad del descenso se redujo al mínimo cuando pasaron la marca de los trescientos treinta y tres metros; minutos más tarde, el fondo marino plano y rocoso apareció debajo de ellos. Pitt puso en marcha los controles de propulsión y llevó el sumergible hacia delante, a poco más de un metro sobre el lecho marino.

En el áspero fondo rocoso apenas había señales de vida; era un mundo frío y desierto no muy diferente de las heladas tierras en la superficie. Pitt metió el sumergible en la corriente y lo guió en un trazado serpenteante. Aunque el Narwhal estaba fondeado en la vertical del naufragio, habían derivado mucho al sur durante el descenso.

Giordino, que fue el primero en ver la nave, señaló una sombra oscura en la banda de estribor. Pitt viró a la derecha hasta que el majestuoso pecio apareció debajo de los focos.

Delante de ellos tenían una nave de madera del siglo XIX. Era uno de los naufragios más impresionantes que Pitt había visto jamás. Las gélidas aguas árticas habían mantenido el barco en un estado de conservación casi perfecto. Cubierto con una fina capa de sedimentos, la nave parecía intacta, desde el bauprés hasta el timón. Solo los mástiles, que se habían desprendido de la cubierta durante el largo descenso hasta el fondo, estaban fuera de lugar, caídos sobre la borda.

Atrapado en su desolado fondeadero eterno, el viejo barco estaba rodeado de una aureola de tristeza. Para Pitt, el barco parecía una tumba en un cementerio vacío. Sintió que lo recorría un escalofrío al pensar en los hombres que lo habían tripulado y después se habían visto forzados a abandonar la nave que había sido su casa durante tres años transcurridos en una situación desesperada.

Pitt navegó a marcha lenta formando un arco cerrado alrededor de la nave mientras Giordino ponía en marcha la cámara de vídeo situada en la proa. Las planchas del casco se veían sólidas, y había lugares donde el poco espesor de la capa de sedimento les permitía ver la pintura negra todavía adherida a la madera. Al pasar por la popa, a Giordino le sorprendió ver las puntas de las palas de una hélice que asomaban por encima de la arena.

—¿Disponían de motores de vapor? —preguntó.

—Como una ayuda a las velas, una vez que llegaran a la placa de hielo —confirmó Pitt—. Ambos barcos habían sido provistos con motores de locomotoras de vapor, para reforzar la propulsión a través de la placa de hielo marino si era de poco grosor. Los motores de vapor también eran útiles para calentar el interior del barco.

—No hay duda de que Franklin confiaba en navegar por el estrecho de Victoria a finales del verano.

—Quizá lo que no tenía en ese momento de la expedición era carbón. Algunos creen que se quedaron cortos de combustible, lo que explicaría que los barcos quedasen atrapados en el hielo.

Pitt llevó el sumergible por la banda de babor, intentando encontrar las letras en la proa que le revelaran el nombre del barco. Se llevó una desilusión al descubrir los únicos daños reales en la nave: el casco debajo de la proa se había convertido en un amasijo de maderos, como consecuencia de la presión del hielo. El daño se había extendido a la cubierta de la superestructura cuando la sección debilitada había golpeado contra el fondo, lo que había hecho que los maderos superiores se curvasen. Una ancha sección de la proa, por ambos lados del eje central, se había plegado como un acordeón solo unos pocos metros detrás de la proa roma. Pitt mantuvo el sumergible estable a ambos lados de la proa, para permitir que Giordino apartase los sedimentos con el brazo articulado, con la intención de descubrir el nombre, pero no encontraron ninguno.

—Creo que intenta hacerse la dura —murmuró Pitt.

—Como la mayoría de las mujeres con las que he salido —se quejó Giordino—. Supongo que al final tendremos que aceptar la propuesta de Dahlgren de buscar la campana.

Pitt elevó el sumergible por encima de la cubierta y fue hacia popa. La cubierta se veía casi libre de obstáculos debido a que el barco estaba preparado para pasar el invierno cuando lo abandonaron. El único elemento poco habitual era una gran estructura de lona atravesada en la cubierta a la altura de la manga. El director de la NUMA sabía por los relatos históricos que estas estructuras parecidas a una tienda se montaban en la cubierta durante el invierno para que la tripulación pudiese salir al exterior y hacer ejercicio.

Continuó hacia popa, donde encontró el puesto del timonel y la gran rueda todavía en pie y conectada al timón. Había una pequeña campana cerca, pero, después de un cuidadoso escrutinio, no encontró ninguna marca visible.

—Sé dónde está la campana —afirmó Pitt, que volvió de nuevo hacia proa.

Se deslizó sobre la masa de maderos, donde la proa se había doblado, y señaló hacia abajo.

—Tiene que estar ahí, en la sentina.

—Sin duda —asintió Giordino con un gesto—. No es nuestro día, o noche. —Miró las esferas de los instrumentos que tenía delante—. Nos quedan poco menos de cuatro horas de batería. ¿Quieres continuar buscando la campana o echar una mirada en el interior?

—Llevemos el Rover a dar un paseo. Por lo menos hay algo bueno en este desastre. Nos permitirá un acceso más fácil al interior.

Pitt acercó el Bloodhound a una sección despejada de la cubierta para posarlo con mucho cuidado. En cuanto tuvo la confirmación de que las tablas no se hundirían con el peso, apagó los motores.

En el asiento del copiloto, Giordino estaba ocupado preparando otro aparato. Encajado entre los patines del sumergible había un pequeño ROV del tamaño de una maleta pequeña. Equipado con unas minúsculas cámaras de vídeo y una batería de focos, podía maniobrar hasta en los rincones más pequeños de un naufragio.

Giordino utilizó el joystick para sacar el Rover de la canastilla y guiarlo hacia la sección abierta de la cubierta. Pitt bajó una pantalla sujeta al borde superior de la ventana de proa para ver las imágenes transmitidas en directo desde el aparato. Giordino guió el ROV por encima y alrededor de los maderos, hasta encontrar un hueco lo bastante grande que le permitió llevarlo hacia las entrañas de la nave.

Pitt desplegó un diagrama de la sección transversal del Erebus e intentó ubicar el ROV en su avance por debajo de la cubierta principal. Había dos niveles bajo cubierta, además de lo que se llamaba la bodega húmeda, donde estaban el motor, la caldera y el carbón almacenado debajo de la línea de flotación. El comedor y los alojamientos de la tripulación y los oficiales se encontraban en la cubierta inferior, un nivel por debajo de la principal. Más abajo estaban los pañoles, donde se almacenaban las provisiones, las herramientas y los recambios de la nave.

—Tendrías que estar cerca de la cocina —comentó Pitt—. Se encuentra junto al sollado de la tripulación, que es un compartimiento de considerables dimensiones.

Giordino guió el Rover hasta que apareció la cubierta; entonces lo movió para tener una visión general. El agua en calma dentro de la nave era de una transparencia absoluta y una visibilidad perfecta. Pitt y Giordino vieron, a apenas metro y medio del ROV, la gran cocina instalada sobre una plataforma de ladrillos. Era una estructura muy grande de hierro colado con seis grandes fuegos. Encima de ellos había varios peroles de hierro negro de diferentes tamaños.

—Marchando una cocina —dijo Giordino.

Recorrió el espacio en lentas pasadas hacia delante y hacia atrás para ofrecer una visión general. Los delgados mamparos que limitaban la cocina habían caído y dejaban a la vista el alojamiento de la tripulación. El lugar estaba casi limpio de escombros, salvo por un gran número de planchas de madera repartidas a distancias iguales por la cubierta.

—Son las mesas —explicó Pitt cuando las cámaras del Rover enfocaron una de las tablas—. Las subían al techo para dejar espacio para las hamacas de los marineros y las bajaban con cuerdas a las horas de la comida. Debieron de caer al suelo cuando se deshicieron las cuerdas.

El ROV continuó avanzando por el compartimiento, que se iba estrechando hasta formar un pasillo que acababa en un mamparo.

—Esa tiene que ser la escotilla principal —supuso Pitt—. Continúa y llegaremos a una escalerilla que baja a los pañoles. La cubrían con una tapa para evitar que llegasen corrientes desde abajo. Confiemos en que se desencajara cuando se hundió el barco.

Giordino guió el Rover alrededor de la escotilla y de repente lo detuvo. Lo inclinó hacia la cubierta y en la pantalla apareció un gran agujero circular.

—Aquí no hay ninguna puerta —avisó.

—Por supuesto, podemos bajar por el collarín del mástil —señaló Pitt.

El collarín correspondía a uno de los tres mástiles que bajaban hasta la bodega. Al hundirse la nave, los mástiles se habían soltado y habían dejado un paso abierto hasta las partes más profundas.

El Rover pasó por la abertura y los potentes focos iluminaron los pañoles. Durante casi cincuenta minutos, el ROV recorrió metódicamente hasta el último rincón en busca de cualquier posible rastro del mineral. Pero todo lo que encontraron fue una gran provisión de herramientas, armas y velas de recambio que nunca volverían a sentir la brisa marina. Salieron por el agujero del collarín y dedicaron unos minutos a buscar en la bodega húmeda, donde no encontraron más que unos restos de carbón cerca de la enorme caldera. En vista de que no había nada en ambos niveles, Giordino llevó el Rover hacia la cubierta inferior. De repente, sonó la radio.

—¿Narwhal a Bloodhound, me escucháis? —preguntó la clara voz de Jack Dahlgren.

—Aquí el Bloodhound. Adelante, Jack —respondió Pitt.

—El capitán quiere que os diga que nuestro amigo de la barcaza ha vuelto a aparecer en la pantalla. Mantiene la posición a unas diez millas al norte de nosotros.

—Afirmativo. Mantennos informados.

—De acuerdo. ¿Habéis tenido suerte allá abajo?

—Hasta ahora no hemos encontrado nada interesante. Llevamos el Rover sujeto por la correa y ahora iremos a buscar el camarote del capitán.

—¿Qué tal vais de energía?

Pitt miró los indicadores.

—Podemos permanecer otros noventa minutos en el fondo, y probablemente los necesitaremos.

—De acuerdo. Os buscaremos en la superficie dentro de hora y media. Narwhal, cambio y fuera.

Pitt miró el oscuro abismo más allá del sumergible, con el pensamiento puesto en el rompehielos. ¿Estarían vigilando el Narwhal? Su instinto le decía que sí. Ahora sabía que no sería su primer encuentro con las fuerzas de Goyette. ¿Qué pasaba con Clay Zak? ¿Era posible que el matón de Goyette estuviese a bordo del rompehielos?

Giordino lo sacó de su ensimismamiento.

—Preparado para ir a popa.

—El reloj está en marcha —dijo Pitt, en voz baja—. Acabemos con esto.