Las islas Royal Geographical Society parecían una masa de colinas amarillentas que se alzaban sobre las agitadas aguas color pizarra. Las islas habían sido bautizadas por el explorador Roald Amundsen en 1905, durante su épico viaje en el Gjoa; fue el primer hombre en navegar con éxito por todo el Paso del Noroeste. Remotas y olvidadas durante más de un siglo, las islas no habían sido más que una nota al pie hasta que una compañía de exploración minera había encontrado un yacimiento de zinc en la isla del Oeste y había vendido los derechos a la Mid-America.
El campamento minero estaba construido en una gran bahía en la costa sur de la isla, que zigzagueaba entre numerosas calas y lagunas. Un canal de aguas profundas de formación natural permitía a los grandes barcos el acceso a la bahía, siempre que el hielo marino se hubiese derretido. La empresa había construido un pantalán de cien metros de longitud que se extendía desde la costa y que ahora se veía desierto en medio de los trozos de hielo que flotaban a su alrededor.
Zak ordenó al capitán que se acercase al muelle mientras él observaba la costa con los prismáticos. Vio un par de edificios prefabricados al pie de un pequeño acantilado, al lado de una carretera de gravilla que se acababa no mucho más allá. Las ventanas de los edificios se veían oscuras, y la nieve se acumulaba en las puertas. Tras confirmar que las instalaciones continuaban desiertas debido al cierre invernal, ordenó que el remolcador amarrase en el pantalán.
—Que el equipo de geólogos se prepare y desembarque —dijo Zak al capitán—. Quiero saber el contenido mineral de lo que extraen aquí, además de la geología de la zona.
—Creo que el equipo no ve la hora de desembarcar —comentó el capitán después de haber visto a muchos de los geólogos padeciendo mareos en la cocina.
—Capitán, mandé traer al barco un baúl antes de subir a bordo. ¿Lo recibió en Tuktoyaktuk?
—Sí, está a bordo. Ordené que lo dejasen en la bodega de proa.
—Por favor, que lo lleven a mi camarote. Contiene algunos materiales que necesitaré en tierra.
—Ahora mismo me encargo. ¿Qué pasa con nuestros prisioneros de la barcaza? Lo más probable es que estén a punto de morir —dijo el capitán mirando el termómetro digital instalado en la consola. Indicaba una temperatura exterior de quince grados centígrados bajo cero.
—Ah sí, nuestros congelados estadounidenses. Estoy seguro de que su desaparición tiene a unas cuantas personas muy preocupadas —manifestó Zak en tono arrogante—. Que les den comida y algunas mantas. Quizá nos sea útil mantenerlos vivos.
Zak fue a su camarote, mientras los geólogos desembarcaban acompañados por guardias armados. Al entrar vio que ya le habían llevado el baúl de metal. Quitó el candado y levantó la tapa. Dentro había diversos detonadores, mechas y dinamita suficiente para destruir una manzana de edificios. Zak escogió algunos de los objetos y los guardó en una pequeña bolsa; luego, cerró el baúl con el candado. Se puso el chaquetón y salió para ir a la cubierta principal. Se disponía a desembarcar cuando un tripulante lo detuvo.
—Tiene una llamada en el puente. El capitán le pide que vaya de inmediato.
Zak fue por un pasillo hasta el puente, donde el capitán estaba hablando por un teléfono de línea segura.
—Sí, aquí está —dijo el capitán, y le pasó el teléfono a Zak.
La voz irritada de Goyette sonó en el auricular.
—Zak, el capitán me ha dicho que han amarrado en las instalaciones de la empresa estadounidense.
—Así es. Aún no han comenzado las actividades del verano, así que el lugar está desierto. Ahora iba a asegurarme de que continúen sin trabajar durante todo el verano.
—Excelente. Las cosas comienzan a calentarse en Ottawa. Dudo que ningún estadounidense vuelva a poner el pie allí. —La codicia de Goyette comenzó a imponerse—. Intente no destruir ninguna infraestructura que pueda resultarme útil cuando compre todo aquello a un precio de saldo —añadió.
—Lo tendré en cuenta —prometió Zak.
—Dígame, ¿qué sabe del rutenio?
—Los geólogos acaban de empezar la primera inspección por el campamento minero. Ahora mismo estamos en la parte sur de la isla, y el mapa de la cooperativa minera indica que la mina inuit estaba en la costa norte. Iremos allí dentro de unas pocas horas.
—Muy bien. Manténgame informado.
—Hay algo que debe saber —dijo Zak, y soltó la bomba—. Tenemos prisionera a la tripulación del Polar Dawn.
—¿Qué tiene qué? —gritó Goyette con tanta fuerza que Zak apartó el teléfono del oído.
El multimillonario seguía rabioso incluso después de que Zak le describiese las circunstancias del secuestro.
—No me sorprende que los políticos estén hechos un basilisco —gritó—. Está a punto de hacer estallar la tercera guerra mundial.
—Es una manera infalible de que los estadounidenses no tengan acceso a esta región durante mucho tiempo —afirmó Clay Zak.
—Puede que sea verdad, pero no sacaré provecho de ello si estoy metido en una celda. Arregle este asunto, sin más incidentes —ordenó—. Haga lo que haga, será mejor que no tenga ninguna relación conmigo.
Zak colgó el teléfono cuando se cortó la comunicación. Solo otro matón sin imaginación que había conseguido ganar millones, pensó Zak. Luego se puso de nuevo el chaquetón y bajó a tierra.
Un anillo de rocas y gravilla ocres rodeaban la bahía, fundiéndose con el blanco manto de hielo a medida que se avanzaba hacia el interior. La excepción era un gran rectángulo que se adentraba varios centenares de metros en la ladera y terminaba en una pared vertical cortada por palas mecánicas. La extracción de zinc se realizaba, como en todas las minas, a cielo abierto, con las palas recogiendo el mineral en bruto que se encontraba en la superficie. A lo lejos, Zak vio a algunos de los geólogos buscando entre los restos de las excavaciones más recientes.
El interior de la bahía estaba protegido de los vientos del oeste, pero Zak recorrió el pantalán a paso ligero, poco dispuesto a soportar el frío. Echó un rápido vistazo a la instalación minera, que era sencilla y de baja tecnología. El mayor de los dos edificios era un depósito y garaje donde guardaban el equipo minero —un camión volquete, palas mecánicas y retro-excavadoras—, que recogía el mineral y lo descargaba a continuación en una cinta transportadora que lo llevaba hasta los barcos de carga. El pequeño edificio junto al depósito debía de albergar el alojamiento de los trabajadores y la oficina de administración.
Zak se dirigió hacia el más pequeño, pero se encontró con que habían cerrado la puerta con llave. Sacó una pistola Glock del bolsillo, disparó dos veces a la cerradura y abrió la puerta de un puntapié. El interior era como una gran casa, con dos enormes dormitorios llenos de literas, una cocina amplia, un comedor y una sala de estar. Entró en la cocina para buscar la tubería de gas y siguió su recorrido hasta un cubículo donde había un gran tanque de gas propano. Metió la mano en la bolsa, sacó una carga de dinamita, la colocó debajo del tanque y a continuación añadió el detonador. Tras consultar su reloj, ajustó el temporizador del fusible para que se encendiese al cabo de noventa minutos; luego abandonó el edificio.
Fue hasta el garaje y observó el exterior durante unos momentos antes de ir hasta la parte de atrás. Por encima del edificio asomaba un pequeño acantilado. Subió por la empinada ladera sembrada de peñascos y rocas sueltas cubiertas de hielo hasta una angosta cornisa horizontal en la cara superior. Abrió a puntapiés un agujero en el suelo helado debajo de un peñasco del tamaño de un coche, se quitó los guantes y colocó otra carga de dinamita debajo de la roca. Con los dedos entumecidos por el frío, se apresuró a colocar el detonador. Se alejó unos metros y colocó una tercera carga debajo de otro grupo de peñascos.
Bajó la ladera, fue hasta el frente del edificio y colocó una cuarta carga junto a las bisagras de la gran puerta batiente. Tras colocar el detonador, se apresuró a volver al pantalán para ir hacia el rompehielos. Al acercarse vio que el capitán lo miraba desde el puente. Zak movió el brazo arriba y abajo para indicarle que hiciera sonar la sirena del barco. Un segundo más tarde se escucharon dos atronadores pitidos que retumbaron en las colinas, la señal para que los geólogos regresaran a la nave.
Esperó a comprobar que los geólogos hubieran recibido el aviso, y fue hasta la barcaza. El final del pantalán solo llegaba a la proa de la embarcación, por lo que tuvo que esperar a que la corriente la empujase contra los pilones para saltar a la escalerilla de acero que subía hasta la cubierta. Pasó junto a la bodega número cuatro en su camino hacia popa, donde había un hueco en la cubierta. Se arrodilló junto al mamparo para colocar el resto de la dinamita y, esta vez, instaló en los cartuchos un detonador controlado por radio. No estaba por debajo de la línea de flotación, como había querido, pero de todos modos cumpliría con su trabajo en el mar agitado que encontrarían. Sin preocuparse por las vidas de los hombres encerrados a un par de metros de distancia, Zak bajó de la barcaza muy satisfecho. A Goyette no le haría ninguna gracia perder una barcaza nueva, pero ¿qué podía decir? Las órdenes de Zak eran no dejar ninguna prueba, así que hundirla donde nadie pudiese encontrarla era la solución perfecta.
El último de los geólogos y la escolta armada estaban subiendo al rompehielos cuando Zak llegó a la escalerilla. Fue directamente al puente, agradecido por el agradable calor que reinaba en el interior.
—Todo el mundo a bordo —informó el capitán—. ¿Está preparado para zarpar o quiere hablar antes con los geólogos?
—Pueden informarme durante el camino. Tengo mucho interés en investigar la costa norte. —Consultó su reloj—. Aunque quizá podríamos disfrutar del espectáculo antes de marcharnos.
Dos minutos más tarde, estalló la cocina, arrastrando consigo las paredes de todo el edificio. El tanque de propano, que estaba casi lleno, estalló en una enorme bola de fuego que lanzó llamas naranjas hacia el cielo; la onda expansiva hizo que se sacudieran las ventanas del barco. Unos segundos más tarde, detonó la carga en el depósito; la puerta batiente voló por los aires y el techo se derrumbó. Luego estallaron las cargas en el acantilado, que provocaron un desprendimiento sobre el techo destruido. Cuando por fin se depositó la espesa nube de polvo, Zak vio que todo el edificio había desaparecido debajo de toneladas de escombros.
—Muy efectivo —comentó el capitán—. Supongo que ahora ya no tendremos que preocuparnos de la presencia de estadounidenses en las cercanías.
—Así es —afirmó Zak con arrogante certeza.