Sesenta millas al oeste, el Otok navegaba por aguas agitadas por el viento en un rumbo que lo llevaría directamente a las islas Royal Geographical Society. En el puente, Zak observaba una imagen de satélite de las islas, provisto de una lupa. Dos grandes islas dominaban la cadena: la isla del Oeste, que estaba separada por un angosto canal de la del Este, un poco más pequeña. Las instalaciones mineras de la Mid-America estaban ubicadas en la costa sur de la isla del Oeste, frente al golfo de la Reina Maud. Vio dos edificios y un largo muelle, y cerca la mina a cielo abierto.
—Ha llegado un mensaje para usted.
El capitán del Otok, mal afeitado, se acercó para darle una hoja de papel. Zak la leyó.
Pitt llegó a Tuktoyaktuk desde Washington a primera hora del sábado. Embarcó en la nave de investigación de la NUMA Narwhal. Zarpó a las dieciséis, supuestamente con destino a Alaska. M.G.
—Alaska —dijo Zak en voz alta—. No pueden ir a ninguna otra parte, ¿verdad? —añadió con una sonrisa.
—¿Todo en orden?
—Sí, solo un desesperado esfuerzo por parte de la competencia.
—¿Por dónde nos acercaremos a las islas? —preguntó el capitán, que miró por encima del hombro de Zak.
—Por la costa sur de la isla del Oeste. Primero pasaremos por las instalaciones mineras. Nos acercaremos al muelle para ver si hay alguien por allí. Apenas ha comenzado la estación, y no creo que ya hayan iniciado las operaciones de verano.
—Quizá sea buen lugar para dejar a nuestros prisioneros.
Zak miró a través de la ventana de popa la barcaza que cabeceaba sacudida por las olas del mar embravecido.
—No —respondió después de unos segundos—. Ya están cómodos donde están.
Cómodo no era precisamente lo que pensaba Rick Roman. No obstante, dadas las circunstancias, debía admitir que habían sacado el máximo provecho de lo que tenían a su disposición.
El frío acero de la cubierta y los mamparos de la cárcel flotante habían hecho inútiles sus esfuerzos por mantenerse calientes, pero habían encontrado la solución en los neumáticos y los cabos que tenían a mano. Roman organizó a los hombres y los puso a trabajar primero con las pilas de neumáticos. Cubrieron el suelo con ellos formando una capa, y con el resto levantaron tabiques hasta disponer de un espacio aislado donde cabían todos los hombres. A continuación, desenrollaron los cabos y los colocaron a modo de forro sobre el suelo y las paredes, para contar con una segunda capa de aislante que al mismo tiempo era un acolchado donde podían acostarse. Acurrucados en ese pequeño recinto, el calor corporal aumentó poco a poco la temperatura ambiente. Al cabo de unas horas, Roman alumbró una botella de agua a sus pies y vio que había unos tres dedos de líquido sobre el resto helado. Gruñó satisfecho al tener una prueba de que la temperatura interior estaba por encima de los cero grados.
Era la única satisfacción que había recibido desde hacía mucho rato. Cuando Murdock y Bojorquez habían regresado de su recorrido de dos horas por el interior de la barcaza, las noticias habían sido malas. Murdock no había encontrado ninguna posible salida a popa, excepto por sus enormes bodegas. Pero las gigantescas trampillas debían de estar soldadas, porque no habían logrado moverlas en absoluto.
—Encontré esto —dijo Bojorquez, y le mostró un pequeño martillo saca-clavos con el mango de madera—. A alguien debió de caérsele en la bodega y no se molestó en recuperarlo.
—Ni siquiera un mazo nos habría servido de mucho en la escotilla —opinó el capitán.
Sin desanimarse, Bojorquez comenzó a golpear la palanca de la escotilla con la pequeña herramienta. Muy pronto el golpeteo del martillo se convirtió en un acompañamiento constante a los crujidos de la barcaza en movimiento. Los hombres formaron una hilera para turnarse con el martillo, la mayoría llevados por el aburrimiento, o en un intento de mantenerse calientes con el esfuerzo. Contra el fondo del incesante martilleo, la voz de Murdock se alzó de pronto sobre el estrépito.
—El remolcador está reduciendo la velocidad.
—Dejad de martillear —ordenó Roman.
Escucharon cómo aminoraba el profundo rugido de los motores del rompehielos. Unos minutos más tarde, los motores funcionaron al ralentí y la barcaza golpeó contra un objeto inmóvil. Con el oído atento los hombres esperaron con ansia que su helado encarcelamiento hubiese llegado a su fin.