Tipton nunca sabría que había mirado hacia sus camaradas de la Fuerza Delta, ni tampoco que los hombres estaban padeciendo todas las incomodidades de una mazmorra medieval.
El equipo de seguridad de Zak había despojado a los comandos de sus armas y aparatos de comunicación antes de llevarlos a la cubierta de la barcaza, junto con la tripulación del Polar Dawn. Los estadounidenses habían sido obligados a punta de pistola a bajar a una pequeña bodega en la proa de la barcaza. Cuando el último prisionero descendió por los escalones de acero, Roman vio que dos de los guardias cargaban las neumáticas a bordo y las ataban junto a la borda de popa.
Como única muestra de compasión hacia los prisioneros, les lanzaron dos cajas de botellas de agua, congelada por el frío, antes de cerrar la pesada trampilla de acero. Vieron cómo se movía la palanca de cierre, y escucharon el estrépito de una cadena que aseguraba la palanca en su lugar. En el silencio y la oscuridad de la gélida bodega, los hombres tomaron conciencia del funesto destino que se cernía sobre ellos. De repente se encendió una linterna, y luego otra. Roman encontró la suya en el bolsillo de la camisa y la encendió, agradecido porque no le hubiesen confiscado algo tan útil.
Los múltiples rayos recorrieron la bodega, iluminando los rostros asustados de los cuarenta y cinco hombres. El capitán observó que la bodega no era grande. Había una escotilla abierta en el mamparo de popa, además de la escotilla cerrada por la que habían entrado. Dos enormes rollos de cabos ocupaban un rincón, y una montaña de neumáticos bordeaban uno de los mamparos. Los sucios y gastados neumáticos eran las protecciones que colgaban en la borda de la barcaza cuando estaba amarrada. Mientras mentalmente hacía el inventario, Roman escuchó que arrancaban los poderosos motores diésel del rompehielos, que se quedaron funcionando al ralentí con un ronco retumbar.
Roman volvió la luz hacia los tripulantes del Polar Dawn.
—¿El capitán está entre vosotros?
Un hombre de aspecto distinguido con una perilla gris se adelantó.
—Soy Murdock, el capitán del Polar Dawn.
Roman se presentó y comenzó a explicarle su misión, pero Murdock lo interrumpió.
—Capitán, fue un admirable esfuerzo de conseguir rescatarnos. Pero perdóneme si no le doy las gracias por librarnos de las manos de la Policía Montada —manifestó en tono seco, y movió el brazo para mostrar la húmeda celda.
—Es obvio que no preveíamos una interferencia exterior —manifestó Roman—. ¿Sabe usted quién es esa gente?
—Yo podría hacerle la misma pregunta —respondió Murdock—. Sé que una empresa privada utiliza estos rompehielos como barcos de escolta con licencia del gobierno canadiense. Es obvio que también son los propietarios de las barcazas. En cuanto a por qué tienen guardias armados y su interés por hacernos rehenes, no tengo la menor idea.
El jefe del comando también estaba asombrado. El informe de inteligencia previo a la misión no mencionaba ninguna amenaza, aparte de la marina canadiense y la Policía Montada. Aquello no tenía sentido.
Los hombres escucharon cómo aceleraban los motores del rompehielos y notaron un leve tirón cuando el barco guía se apartó del muelle y tocó la barcaza. Los motores aceleraron de nuevo en cuanto abandonaron el puerto; el cabeceo de la barcaza les indicó que habían entrado en las encrespadas aguas del golfo de la Coronación.
—Capitán, ¿se le ocurre a qué lugar quieren llevarnos? —preguntó Roman.
Murdock se encogió de hombros.
—Estamos a mucha distancia de cualquier puerto importante. No creo que quieran abandonar las aguas canadienses, pero me temo que tenemos un largo y frío viaje por delante.
Roman escuchó algunos gruñidos y golpes al otro extremo de la bodega y alumbró los escalones de la entrada. En el rellano, el sargento Bojorquez forcejeaba con la trampilla. Descargaba todo su peso contra la palanca de cierre, y cada fracaso iba acompañado por una retahíla de maldiciones. En cuanto el rayo de luz lo enfocó, se irguió para mirar a su superior.
—No hay nada que hacer, señor. La palanca exterior está sujeta con una cadena. Necesitaríamos un soplete para abrir esto.
—Gracias, sargento. —Roman miró a Murdock—. ¿Hay otra manera de salir de aquí?
Murdock le señaló la escotilla abierta que daba a popa.
—Estoy seguro de que eso lleva a la escalerilla de la bodega número uno. Esta bañera tiene cuatro bodegas, cada una lo bastante grande para contener un rascacielos. Tendría que haber una pasarela interior que comunique las bodegas, a la que se accedería bajando por esta escalera y subiendo por la otra, en el lado opuesto.
—¿Qué pasa con las trampillas de las bodegas? ¿Alguna posibilidad de abrirlas?
—Es imposible sin una grúa. Cada una debe de pesar unas tres toneladas. Yo diría que nuestra única posibilidad está en la popa. Allí tendría que haber un recinto como este o un acceso separado que lleve a la cubierta principal. —Miró a Roman con decisión—. Llevará algún tiempo encontrarlo solo con una linterna tipo lápiz.
—Bojorquez —llamó Roman.
El sargento apareció a su lado casi en el acto.
—Acompañe al capitán a popa. Busque una manera de salir de esta ratonera.
—Sí, señor —respondió Bojorquez, y añadió con un guiño a su capitán—: ¿Merece un galón?
—Al menos uno —prometió Roman—. Ahora, muévase.
Un rayo de esperanza pareció inspirar a todos los hombres, incluido Roman. Pero entonces recordó el comentario de Murdock sobre un largo viaje y comprendió que el entorno ártico aún iba a plantearles una dura lucha por la supervivencia. Recorrió la bodega una vez más, con el único pensamiento de cómo conseguiría evitar que muriesen congelados.