El sargento de artillería Mike Tipton miró con mucha atención a través de los prismáticos de visión nocturna, atento a cualquier aparición en la llanura que se extendía desde el risco hasta la costa del golfo de la Coronación. Aunque el borde del ocular helado le entumecía la frente, mantuvo los prismáticos fijos, a la espera de cualquier señal de movimiento. Acabó bajando los prismáticos cuando otro hombre se acercó arrastrándose por el hielo hasta llegar a su lado.
—¿Alguna señal del capitán? —preguntó el joven cabo con el rostro cubierto con un pasamontañas.
Tipton sacudió la cabeza y consultó su reloj.
—Llegan tarde, y nuestro avión estará aquí dentro de veinte minutos.
—¿Quieres que rompa el silencio radiofónico y haga una llamada?
—Adelante. Averigua qué está pasando y cuándo llegarán. No podemos mantener los pájaros en tierra mucho tiempo. —Se puso de pie y se volvió hacia la pista—. Voy a encender los faros.
El sargento se alejó en silencio. No quería escuchar la llamada de radio. El instinto le decía que algo había salido mal. El capitán había salido temprano. Tendría que haber regresado con la tripulación del Polar Dawn hacía casi una hora. Al menos, ya tendrían que estar a la vista. Roman era un excelente comandante, y el equipo estaba muy bien entrenado. Por lo tanto, la única explicación posible era que hubiese ocurrido algo muy grave.
Tipton llegó a la cabecera de la pista y encendió dos balizas azules. Luego fue hasta el extremo opuesto para encender el segundo par de balizas. Después, fue al campamento base donde el cabo insistía en llamar al equipo de asalto con la radio portátil. Un tercer comando montaba guardia a unos pasos de la tienda.
—No recibo ninguna respuesta —informó el cabo.
—Sigue intentándolo hasta que hayan aterrizado los aviones. —Tipton miró a los dos hombres—. Tenemos unas órdenes que cumplir: esté o no aquí el resto del equipo, nos largamos.
El sargento se acercó al centinela, que apenas se distinguía del cabo abrigado con el voluminoso chaquetón blanco.
—Johnson, diga a los pilotos que aguarden cinco minutos. Estaré en el risco, esperando ver al capitán. No os marchéis sin mí.
—Sí, sargento.
Un minuto más tarde, un débil zumbido sonó en el frío aire nocturno. El sonido se fue haciendo más fuerte hasta convertirse en el tronar de un avión, seguido de otro. Los dos Osprey volaban sin las luces de navegación y eran invisibles en el cielo negro. Modificados para aumentar su radio de vuelo, los dos aviones habían recorrido casi mil cien kilómetros desde una base en Eagle, Alaska, casi junto a la frontera del Yukón. Habían volado muy bajo sobre la tundra para evitar ser detectados a su paso por una de las regiones más remotas de Canadá.
Tipton llegó a lo alto del risco y miró atrás, hacia la pista, cuando el primero de los aparatos empezó la aproximación. El piloto esperó hasta que estuvo a solo quince metros por encima del suelo para encender las luces de aterrizaje. El Osprey entró bajo y despacio; se detuvo casi de inmediato en la irregular superficie mucho antes de las balizas azules del perímetro. Después rodó hasta el final de la pista y dio media vuelta en un arco cerrado. Un instante más tarde, el segundo aparato se posó con un rebote en el hielo, e hizo la misma maniobra para colocarse detrás del otro, preparado para el despegue.
El sargento alzó los prismáticos para observar de nuevo la costa del golfo.
—Roman, ¿dónde estás? —preguntó en voz alta, furioso por la tardanza del equipo.
Siguió sin ver ninguna señal de las neumáticas o de los hombres que habían navegado en ellas. Solo la vacía extensión del mar y el hielo ocupaban los objetivos. Esperó con paciencia cinco minutos, y luego otros cinco, aun a sabiendas de que era inútil. El equipo de asalto y los marineros ya no regresarían.
Escuchó que uno de los aviones aceleraba los motores y salió de su ensimismamiento para abandonar la vigilancia. Corrió, entorpecido por el abultado equipo invernal, hacia la puerta de embarque del primer avión. Subió a bordo y lo primero que vio fue la furibunda mirada del piloto, que se apresuró a mover la palanca del acelerador hacia delante. Tipton fue tambaleándose hasta un asiento vacío junto al cabo mientras el avión rodaba por la pista y despegaba.
—¿Ninguna señal? —gritó el cabo por encima del estrépito de los motores.
Tipton sacudió la cabeza al tiempo que repetía para sus adentros: «No dejar atrás a ningún hombre». Dio la espalda al cabo y buscó algún consuelo mirando a través de la ventanilla.
Los Osprey volaron sobre el golfo de la Coronación para ganar altura, y después viraron hacia el oeste para dirigirse a su base en Alaska. Tipton miró con expresión ausente las luces de un barco que navegaba hacia el este. Con las primeras luces del alba, vio que se trataba de un rompehielos que remolcaba una enorme barcaza.
—¿Dónde están? —murmuró el sargento.
Cerró los ojos y se obligó a dormir.