CAPÍTULO 53

Rick Roman se agachó detrás de unos bidones vacíos y consultó su reloj. En la esfera luminosa se leían las doce cuarenta y cinco. Iban veinte minutos por delante del horario. Haber llevado las Zodiac hasta la orilla la noche anterior había sido algo que ahora les resultaría beneficioso, pensó. Podrían realizar la evacuación sin miedo a perder el amparo de la oscuridad.

Hasta ese momento, no había habido ningún fallo en la misión. Con un equipo de seis hombres, había embarcado en las neumáticas poco antes de medianoche, en cuanto el sol había acabado su breve retirada bajo el horizonte. Impulsadas por los motores eléctricos, las neumáticas habían cruzado en silencio el golfo hasta la desembocadura del río Coppermine y las habían amarrado sin llamar la atención en el muelle de la Athabasca Shipping Company. Las fotos de satélite tomadas setenta y dos horas antes mostraban el muelle vacío; en cambio, ahora, estaban amarrados un gran remolcador con una enorme barcaza atada a popa. Roman los observó durante unos momentos: parecían desiertos, al igual que el muelle. Un poco más allá, se encontraba el Polar Dawn, iluminado de proa a popa por las luces del pantalán. Incluso a esa hora tardía, vio a unos guardias que recorrían la cubierta de un extremo a otro en un esfuerzo por mantenerse calientes.

Roman volvió su atención hacia un viejo edificio blanco que estaba a poco más de una veintena de metros de su posición. Los informes de inteligencia lo habían señalado como la cárcel improvisada para la tripulación del guardacostas. En vista de que solo había un policía montando guardia en la puerta, las perspectivas seguían siendo buenas. El capitán había supuesto que la vigilancia de los prisioneros sería mínima, y no se había equivocado. La dureza del entorno era suficiente para acabar con cualquier idea de fuga, por no hablar de los más de mil kilómetros que había hasta la frontera de Alaska.

Un susurro sonó de pronto en los auriculares.

—Los patos están en la charca. Repito, los patos están en la charca.

Era Bojorquez. Confirmaba que había visto a los prisioneros a través de una pequeña ventana en un costado del viejo edificio.

—¿Los equipos están en posición? —susurró Roman en el micro.

—Mutt está en posición —respondió Bojorquez.

—Jeff está en posición —dijo una segunda voz.

Roman volvió a consultar su reloj. Los aviones de rescate aterrizarían en la pista de hielo dentro de noventa minutos. Era tiempo más que suficiente para llevar a la tripulación del Polar Dawn a través de la bahía hasta el campo base. Quizá incluso era demasiado tiempo.

Echó una última mirada a un lado y a otro del muelle, sin ver ninguna señal de vida. Respiró a fondo y transmitió la orden.

—Comenzamos en noventa segundos.

Se echó hacia atrás y rogó para que la suerte no los abandonara.

El capitán Murdock estaba sentado sobre un ladrillo de hormigón fumando un cigarrillo cuando escuchó un sonoro golpe en la parte de atrás del edificio. La mayoría de los tripulantes dormían en los camastros, para aprovechar las pocas horas de oscuridad. Algunos de ellos, que no conseguían dormir, se apiñaban en un rincón y se entretenían mirando películas que ofrecían en uno de los canales de televisión. El policía montado que vigilaba a los prisioneros dentro del edificio, sin más armas que una radio, se apartó del grupo para ir a hablar con el capitán.

—¿Ha oído algo? —preguntó.

Murdock asintió.

—Parecía un trozo de hielo que se hubiera desprendido del tejado.

El policía montado se volvió para ir a un pequeño cuarto que hacía las veces de almacén en la parte de atrás cuando, de repente, dos hombres salieron en silencio de entre las sombras. Los dos comandos de la Fuerza Delta habían cambiado los uniformes blancos de camuflaje ártico por ropa de faena negra y chalecos antibalas. Cada uno llevaba un casco de Kevlar con una pantalla colgada sobre uno de los ojos y un equipo de micrófono y auricular plegables. Uno de ellos iba armado con una carabina M4 con la que apuntó a Murdock y al policía, y el otro empuñaba una pistola que parecía una caja.

El policía de inmediato echó mano de la radio, pero antes de que pudiese llevársela a los labios, el hombre con la pistola disparó. Murdock se sorprendió al no escuchar una detonación sino un sonido que sonó como el descorchar de una botella. En lugar de un proyectil, el arma paralizante había disparado dos pequeños dardos; cada uno conectado a un alambre del grosor de un cabello. En cuanto los dardos se clavaron en el policía, el arma soltó una descarga de cincuenta mil voltios que paralizó toda su musculatura.

El agente soltó la radio, se quedó rígido y, acto seguido, se desplomó. Incluso antes de que tocara el suelo, el autor del disparo ya estaba a su lado para atarle las muñecas y los tobillos con bridas de plástico y amordazarlo con un trozo de cinta adhesiva.

—Buen disparo, Mike —dijo el otro comando, que se adelantó al tiempo que recorría la habitación con la mirada—. ¿Usted es Murdock? —le preguntó al capitán.

—Sí —consiguió responder Murdock, todavía atónito por la súbita intrusión.

—Soy el sargento Bojorquez. Vamos a llevarlo a usted y a su tripulación a dar un pequeño paseo en barco. Por favor, despierte a sus hombres y que se vistan rápido y en silencio.

—Desde luego. Gracias, sargento.

Murdock buscó a su primer oficial y juntos despertaron a los demás hombres. La puerta principal del edificio se abrió de pronto, y otros dos soldados de la Fuerza Delta entraron, arrastrando entre ellos el cuerpo inerte del otro policía montado. Los dardos de la pistola paralizante sobresalían de sus piernas; habían tenido que dispararle allí para evitar el obstáculo del grueso abrigo. Como su compañero, el policía fue esposado y amordazado en un par de segundos. Murdock tardó menos de cinco minutos en despertar y reunir a su asombrada tripulación. Algunos de los hombres bromearon sobre las ventajas de cambiar Moosehead por Budweiser y Red Green Show por American Idol, pero la mayoría permaneció en silencio, conscientes del riesgo de intentar una huida sin incidentes.

Una vez fuera del edificio, Roman mantuvo su puesto de observación, atento a una posible reacción canadiense en el muelle. Pero el sigiloso asalto había sido realizado sin disparar ninguna alarma, y los centinelas a bordo del Polar Dawn seguían sin darse cuenta de la fuga. En cuanto recibió la orden que le transmitió Bojorquez, Roman no perdió tiempo en poner a los tripulantes en marcha. Salieron por la parte de atrás del edificio en grupos de tres y de cuatro, y los guiaron en la oscuridad hasta el muelle, donde estaban amarradas las neumáticas. Las dos lanchas se llenaron de inmediato, pero Roman permaneció en la orilla mientras Bojorquez le transmitía por radio que estaba escoltando al último grupo.

Roman esperó hasta que vio que Bojorquez cruzaba la zona de la Athabasca Shipping Company y echaba una última mirada a lo largo del muelle. Seguía desierto en la noche fría y solo se escuchaba a lo lejos el sonido de unas bombas y el zumbido de unos generadores. Abandonó la posición para ir hacia las embarcaciones con la seguridad de que la misión tendría éxito. Sacar a la tripulación del Polar Dawn sin alertar a las fuerzas canadienses era lo más difícil de la operación y, al parecer, lo habían conseguido. Ahora solo les quedaba ir hasta la pista y esperar la llegada de los aviones de rescate.

Pasó junto a la oscura silueta de la barcaza y vio a Bojorquez, que subía a una de las lanchas con los últimos tripulantes del guardacostas. La tripulación del Polar Dawn estaba formada por treinta y seis hombres entre marineros y oficiales, y no faltaba ninguno. En el momento en el que soltaban las amarras, Roman saltó del muelle a una de las Zodiac.

—Salgamos de aquí —susurró al encargado de guiar la embarcación.

—Les aconsejo que se queden donde están —tronó una voz desde lo alto.

No se había apagado el eco de la orden cuando se encendió una batería de focos halógenos. La potencia de las luces instaladas en la popa de la barcaza cegó por un momento a Roman. En un movimiento instintivo levantó el arma para disparar, pero se detuvo cuando Bojorquez gritó:

—¡No dispare, no dispare!

En cuanto sus ojos se acostumbraron a la intensidad de las luces, el capitán miró hacia la barcaza y contó por lo menos a media docena de hombres acodados en la barandilla que apuntaban a las dos embarcaciones con armas automáticas. Roman bajó la carabina y sus comandos lo imitaron. Miró al hombre alto y fornido que le sonreía desde la barcaza.

—Ha sido una decisión inteligente —dijo Clay Zak—. ¿Por qué no dice a sus hombres que desembarquen y así nos conocemos todos?

Roman miró a Zak y las armas automáticas que apuntaban a sus hombres y asintió. La inesperada emboscada cuando estaban a punto de escapar hizo que Roman se enfureciera como un mastín de pelea. Se levantó para desembarcar, dirigió una mirada de rabia a sus captores y escupió al aire.