Kugluktuk, conocida antiguamente como Coppermine por el nombre del río que pasaba a su lado, es una pequeña ciudad comercial que se levanta en las orillas del golfo de la Coronación. Situada en la costa norte de la provincia canadiense de Nunavut, forma parte del puñado de ciudades y pueblos al norte del círculo ártico.
Era el puerto de aguas profundas lo que había atraído a Mitchell Goyette a Kugluktuk. La ciudad le ofrecía las instalaciones portuarias más cercanas a los campos de arenas petrolíferas de Athabasca en Alberta, y Goyette había invertido una suma enorme en la construcción de una terminal que le permitiese exportar el bitumen sin refinar. Había comprado a bajo precio una línea férrea poco usada que iba de Athabasca a Yellowknife, para prolongarla hasta Kugluktuk. Con las locomotoras equipadas con palas quitanieves que abrían el camino, los convoyes de vagones cisterna transportaban veinticinco mil barriles de bitumen en cada viaje. En Kugluktuk cargaban el valioso crudo en las gigantes barcazas de Goyette, que lo transportarían a través del Pacífico a China, con un considerable beneficio.
Dado que faltaban varios días para que llegase el próximo cargamento por ferrocarril, la terminal de la Athabasca Shipping Company era un desierto. El rompehielos Otok estaba amarrado en el muelle, con una barcaza vacía atada a popa. Otras dos de las enormes barcazas estaban fondeadas en la bahía, con las líneas de flotación muy altas por encima del agua.
Solo el rítmico sonido de un surtidor de gasóleo que llenaba los depósitos del rompehielos revelaba una mínima actividad en el muelle.
No ocurría lo mismo en el interior de la nave, donde la tripulación se apresuraba con los preparativos para zarpar. Instalado en la cámara de oficiales, Clay Zak agitaba la copa de bourbon con hielo mientras estudiaba una gran carta de las islas Royal Geographical Society. Al otro lado de la mesa se encontraba el capitán del Otok, un hombre de rostro abotagado y con el pelo gris cortado casi al rape.
—No tardaremos mucho en acabar de repostar —dijo el capitán con voz fatigada.
—No tengo el menor deseo de pasar en Kugluktuk ni un minuto más de lo que sea necesario —afirmó Zak—. Zarparemos con el alba. Al parecer hay aproximadamente unas cuatrocientas millas hasta las islas —añadió dirigiendo una mirada al capitán.
—No hay hielo en todo el camino hasta la isla del Rey Guillermo, y tampoco más allá. Este es un barco rápido, por lo que llegaremos fácilmente en un día de navegación.
Zak bebió un sorbo de su copa. Había emprendido el apresurado viaje al Ártico sin un plan detallado, y eso le incomodaba. De todas maneras pocas cosas podían salir mal. Desembarcaría a un equipo de geólogos de Goyette en la costa norte de la isla principal, para que buscasen la mina de rutenio, y él haría una visita a la explotación minera de la Mid-America en el sur. Si era necesario, acabaría con la actividad de la compañía con la ayuda de un equipo de guardias armados que iban a bordo, junto con explosivos suficientes para volar la mitad de la isla.
Se abrió la puerta de la cámara de oficiales, y un hombre con un uniforme negro y un grueso abrigo se acercó a toda prisa a Zak. Llevaba un fusil de asalto en el hombro y unos abultados prismáticos de visión nocturna en una mano.
—Señor, dos lanchas neumáticas se han acercado por la bahía y han amarrado en el muelle, a popa de la barcaza. He contado un total de siete hombres —dijo, con voz jadeante.
Zak miró los prismáticos del hombre y luego el reloj en el mamparo, que marcaba las doce y media de la noche.
—¿Van armados? —preguntó.
—Sí, señor. Han pasado de largo las instalaciones de carga y el muelle público; luego los he perdido de vista.
—Van a por el Polar Dawn —señaló el capitán, entusiasmado—. Deben de ser estadounidenses.
El Polar Dawn estaba atracado solo unos centenares de metros más allá. Zak se había fijado en la multitud de lugareños que miraban el barco estadounidense cuando había llegado a Kugluktuk. Él también había ido a echar una mirada al barco capturado. Agentes de la Policía Montada junto con infantes de marina se ocupaban de la custodia. Era imposible que siete hombres pudiesen recuperar el barco.
—Han venido a por la tripulación —dijo Zak, sin saber que la tripulación estaba prisionera en un viejo almacén de pesca a un tiro de piedra. Una sonrisa maliciosa apareció lentamente en su rostro—. Ha sido muy amable de su parte presentarse. Creo que serán una excelente ayuda para librarnos de la Mid-America Mining Company.
—No lo entiendo —admitió el capitán.
—A ver si entiende esto —respondió Zak, y se levantó—. Hay un cambio de planes. Zarpamos dentro de una hora.
Con el mercenario pegado a sus talones, abandonó sin más la sala de oficiales.