CAPÍTULO 51

Una densa columna de humo negro salía de la chimenea del carguero cuando soltaron las amarras y el casco azul se apartó poco a poco del muelle. De pie en el puente del Narwhal, Bill Stenseth observó cómo el barco coreano salía del pequeño puerto de Tuktoyaktuk y entraba en el mar de Beaufort. Cogió el teléfono y marcó el número de un camarote bajo cubierta.

—Aquí Pitt —fue la respuesta después de un solo timbrazo.

—El carguero coreano ha zarpado.

—¿Cuál es la situación de nuestra tripulación?

—Todo el personal no esencial ha desembarcado. Creo que hemos llenado todos los hoteles de la ciudad. Claro que solo hay dos. Se han comprado billetes de avión a Whitehorse para todos. Desde allí no tendrán problemas para viajar a Alaska o incluso a Vancouver. Nos hemos quedado con catorce hombres a bordo.

—Es un contingente pequeño. ¿Cuándo podemos zarpar?

—Pensaba soltar amarras dentro de dos horas, para no despertar sospechas.

—Entonces solo nos queda notificar a nuestros anfitriones que volvemos a casa.

—Es el siguiente punto de mi lista —dijo Stenseth.

El capitán colgó, buscó a Giordino para que lo acompañase y se marcharon juntos al puesto de los guardacostas canadienses. Al comandante pareció importarle menos la partida de Stenseth que la pérdida de las generosas invitaciones de Giordino en el bar de los marineros. Puesto que no tenía ninguna razón para temer al barco científico, el comandante les deseó buen viaje, sin preocuparse de asignarles una escolta hasta que abandonasen las aguas canadienses.

—Con esas muestras de buena voluntad internacional, quizá tengas un futuro en el cuerpo diplomático —comentó el capitán a Giordino, en tono de burla.

—Mi hígado protestaría —respondió Giordino.

Los hombres se detuvieron en el despacho del capitán del puerto, donde Stenseth pagó la tarifa del amarre. Al salir de la oficina se tropezaron con Pitt, que salía de una pequeña ferretería con un paquete triangular bajo el brazo.

—¿Nos falta alguna cosa a bordo? —preguntó Stenseth.

—No —contestó Pitt con una sonrisa—. Solo otra póliza de seguro para cuando estemos navegando.

El cielo se había cubierto de oscuros nubarrones cuando el Narwhal soltó amarras dos horas más tarde y salió lentamente del puerto. Un pequeño barco pesquero pasó en la dirección opuesta en busca de refugio ante el inminente mal tiempo. Pitt lo saludó desde el puente, en una muestra de admiración por aquel barco pintado de negro y la valiente tripulación de pescadores que se enfrentaban a diario con el mar de Beaufort para ganarse el sustento.

Las olas alcanzaron una altura de casi dos metros cuando la costa del Territorio del Noroeste se perdió de vista. Una ligera cellisca reducía la visibilidad a menos de una milla. El mal tiempo ayudaba al sigiloso viaje del Narwhal, por lo que no tardaron mucho en cambiar de rumbo hacia el este. El carguero coreano les llevaba una ventaja de veinticinco millas, pero la nave de la NUMA era más rápida y muy pronto comenzó a reducir la brecha. En escasas horas, la imagen oblonga del carguero apareció en el borde de la pantalla del radar del Narwhal. Stenseth ordenó reducir la velocidad hasta igualar la del otro barco cuando estaban a una distancia de tres millas. Como el ténder de una locomotora, siguió al carguero en su travesía de cabotaje a lo largo de la abrupta costa.

Sesenta y cinco millas más adelante, el cabo Bathurst entraba en el mar de Beaufort como un pulgar torcido. Era la ubicación ideal para controlar el tráfico marítimo que entraba por la ruta oeste en el golfo de Amundsen. Aunque la tierra firme más cercana en la zona norte, la isla de Banks, se encontraba a unas cien millas, las masas de hielo flotante se habían acercado hasta unas treinta millas del cabo. Con un alcance de radar superior a las cincuenta millas, la pequeña estación de la guardia costera podía rastrear sin problemas todas las naves que navegaban por mar abierto.

Mientras Pitt y Stenseth estudiaban una carta del cabo, Dahlgren entró en el puente cargado con un ordenador portátil y un manojo de cables. Tropezó con una bolsa de lona que estaba en el suelo junto a un mamparo, y aunque dejó caer los cables, en un gesto instintivo sujetó bien el ordenador.

—¿Quién se ha dejado la colada por aquí? —maldijo.

Vio que la bolsa contenía unas muestras de rocas y recogió una piedra pequeña que había rodado por el suelo.

—Resulta que es tu colada —dijo el capitán—. Son las muestras de roca que tú y Al trajisteis de la chimenea hidrotermal. Rudi tenía que llevárselas a Washington para que las analizaran pero se las olvidó en el puente.

—El bueno de Rudi. —Dahlgren soltó una carcajada—. Es capaz de fabricar una bomba atómica con una lata de comida para perros, pero es incapaz de recordar que tiene que atarse los cordones de los zapatos por la mañana.

Dahlgren se guardó la piedra en el bolsillo, recogió los cables y se acercó al timón. Sin más comentarios, abrió un panel debajo de la consola y comenzó a conectar los cables.

—No es el mejor momento para hacer reformas en nuestro sistema de navegación, Jack —le reprochó Stenseth.

—Solo estoy buscando unos datos para un juego —respondió Dahlgren, que se levantó y encendió el ordenador.

—En realidad no creo que necesitemos juegos en el puente —manifestó el capitán, con creciente agitación.

—Creo que este os gustará mucho a todos vosotros —afirmó Dahlgren. Se apresuró a teclear una serie de órdenes—. Yo lo llamo el Conductor Fantasma.

En la pantalla apareció la imagen de dos barcos que navegaban en paralelo de arriba abajo. Un cono de color gris que apuntaba hacia la esquina superior ocupaba casi todo el monitor, salvo por una sombra en movimiento detrás del barco más grande.

—Es un pequeño programa de software que acabo de hacer con la ayuda del GPS y el sistema de radar del barco. Este cono se emite desde Bathurst, y reproduce la cobertura de la estación de radar.

—¿Eso nos permitirá permanecer fuera del ojo del radar? —preguntó Pitt.

—Has dado en el clavo. Debido a nuestro ángulo variable respecto a la estación de radar, tendremos que ajustar constantemente nuestra posición detrás del carguero para eludir la señal. No nos vale navegar pegado a su lado, porque en ese caso nos verían en los bordes. Si el timonel nos mantiene dentro de esta sombra, tendremos muchas posibilidades de pasar por delante de Bathurst como el hombre invisible.

El capitán observó la pantalla del ordenador y se volvió hacia el timonel.

—Pongámoslo a prueba antes de entrar en su radio de alcance. Máquinas avante un tercio. Llévenos a quinientos metros de la banda de babor, e iguale la velocidad.

—¿Jugaré al Conductor Fantasma? —preguntó el timonel con una sonrisa.

—Si esto funciona, te invitaré a una caja de seis botellas, Jack —prometió el capitán.

—Si es de Lone Star puede darlo por hecho —dijo Jack con un guiño.

El Narwhal aceleró hasta que las luces de navegación del carguero aparecieron ante la proa. El timonel desvió el barco de la NUMA a babor y continuó acercándose.

—Hay una cosa que me preocupa —comentó Stenseth, con la mirada fija en el barco coreano—. Si ven que los estamos siguiendo, lo más probable es que recibamos una llamada de su capitán. Estoy seguro de que nuestros amigos canadienses en Bathurst también tienen oídos además de ojos.

—Mi póliza de seguros —murmuró Pitt—. Casi la había olvidado.

Fue a su camarote y volvió al cabo de unos minutos con el paquete triangular que había comprado en Tuktoyaktuk.

—Prueba con esto —dijo, y le entregó el paquete a Stenseth.

El capitán rompió el papel y vio que contenía una tela doblada. Al extenderla vio que era la bandera canadiense con la hoja de arce.

—Me parece que quieres meterte en líos —afirmó Stenseth, que miró la bandera con gesto de duda.

—Es solo para engañar al carguero. Dejemos que crean que somos parte de la patrulla ártica canadiense. De ese modo no se preocuparán si nos mantenemos a su flanco durante unas horas.

El capitán miró a Pitt y a Dahlgren, y luego sacudió la cabeza.

—Recordarme que nunca me ponga a malas con vosotros, tíos.

Dio la orden de que izasen la bandera en el mástil de inmediato. Con la hoja de arce ondeando con la fuerte brisa del oeste, el Narwhal se acercó al carguero coreano e igualó su velocidad, cabeceando en el oleaje a su mismo ritmo. Juntos navegaron durante la corta noche y el gris amanecer. En el puente, Pitt mantenía una tensa vigilia con Stenseth, que indicaba al timonel los cambios de rumbo. Giordino aparecía cada hora con tazas de café caliente. Mantener al buque a la sombra del carguero en aguas turbulentas era una tarea agotadora. Aunque el carguero medía treinta y cinco metros más que el Narwhal, la distancia entre ambos hacía que el pasadizo de sombra fuese muy angosto. El programa informático de Dahlgren resultó ser un regalo del cielo, por lo que el capitán no tuvo el menor reparo en aumentar el pago en cerveza con cada hora que avanzaban sin ser detectados.

Cuando los barcos llegaron al norte de Bathurst, los hombres que estaban en el puente se quedaron de piedra al escuchar de pronto una llamada en la radio.

—A todas las estaciones, aquí la guardia costera de Bathurst, llamando al buque en la posición 70.8590 Norte, 128.4082 Oeste. Por favor, identifíquese y comunique su destino.

Nadie respiró hasta que el barco coreano respondió con su nombre y destino, Kugluktuk. Después de que la guardia costera comunicase al carguero el visto bueno, todos rogaron en silencio que no hubiese una segunda llamada. Pasaron cinco minutos, diez, y la radio continuó en silencio. Cuando pasaron veinte minutos sin ninguna llamada, la tripulación comenzó a relajarse. Continuaron navegando durante otras tres horas cerca del carguero sin que tuviesen ningún sobresalto. En cuanto el Narwhal llegó a un recodo en el golfo de Amundsen donde quedaban fuera de la línea de visión de la estación de radar de Bathurst, el capitán aumentó la velocidad a veinte nudos y rebasó al lento carguero.

El capitán del barco coreano observó el buque turquesa con la bandera de la hoja de arce ondeando en lo alto del mástil cuando lo adelantó. Al mirar el puente del Narwhal a través de los prismáticos, le sorprendió ver que la tripulación reía a mandíbula batiente y agitaba los brazos en su dirección. El capitán se limitó a encogerse de hombros. «Demasiado tiempo en el Ártico», murmuró para sí mismo, antes de seguir calculando su rumbo hacia Kugluktuk.

—Bien hecho, capitán —dijo Pitt.

—Supongo que ahora ya no hay vuelta atrás —manifestó Stenseth.

—¿Cuál es la hora estimada de llegada a la isla del Rey Guillermo? —preguntó Giordino.

—Nos quedan poco más de cuatrocientas millas, o sea unas veintidós horas con esta mala mar, si el mal tiempo sigue acompañándonos. Eso suponiendo que no nos encontremos con ningún barco de vigilancia.

—Ese es el menor de tus problemas, capitán —señaló Pitt.

Stenseth lo miró, intrigado.

—¿Lo es?

—Sí —asintió Pitt, con una amplia sonrisa—, porque me gustaría saber cómo piensas conseguir en el Ártico dos cajas de cerveza Lone Star.